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Callahan estaba en medio de la escalera cuando oyó que el teléfono volvía a llamar.

Callahan gritó que él atendería, preocupado de que lo hiciera Laura. Cogió una de las extensiones en un cuarto suplementario, el auricular apretado contra el oído, un ligero temblor en la mano.

—Diga.

La línea crepitaba, saturada de estáticos.

—¿Quién es? —repitió Callahan, tratando de que no le vacilara la voz.

—Callahan —dijo la voz del otro lado de la línea—. Soy yo. Lausard. —Callahan tragó saliva y aflojó la mano sobre el auricular.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Quizá tenga algo para ti —dijo el francés.

—¿Qué es?

—Encajaría perfectamente en tu colección —explicó el francés.

—Deja de burlarte y di de qué se trata —instó Callahan con irritación—. No te pago para que juegues.

—Es una vidriera.

Callahan guardó silencio.

—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó Lausard—. Probablemente encargada por el propio Gilles de Rais.

—¿Quién más está enterado de esto? —quiso saber Callahan.

Lausard contó lo que sabía acerca de Channing y Catherine Roberts.

—La quiero, Lausard. ¿Comprendes? No importa qué sea, la quiero.

—Te costará muchísimo dinero.

—No me importa cuánto cueste, la quiero —había una acerada determinación en la voz—. Iremos lo antes posible —agregó, y colgó.

Callahan sonrió.

Gilles de Rais.

El hombre había matado a más de doscientos niños, muchos de ellos en la iglesia de Machecoul. Asesinatos rituales; los niños tenían entre cuatro y diez años, raramente más. Él mismo había sido quemado en la hoguera como un brujo. Callahan volvió a sonreír. Terminó de subir la escalera hasta el dormitorio, donde Laura yacía desnuda en la cama y miraba una revista.

—Lausard ha encontrado algo en la iglesia de Machecoul —dijo tranquilamente.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Algo que ver con Rais? —preguntó.

Él asintió con la cabeza.

—Machecoul —repitió ella el nombre, pronunciándolo suavemente, en un tono que frisaba con la reverencia.

Habían visitado ese sitio muchos años antes. Así como habían visitado tantos otros sitios en todo el mundo donde se habían producido asesinatos y, a veces, cosas peores. Los habían visitado, fotografiado y estudiado.

Su interés los había llevado siempre lejos, pero habían visitado lugares y se habían embebido de atmósferas que otros habrían evitado.

Auschwitz.

Belsen.

10.050 Cielo Drive en Los Ángeles, escenario de los asesinatos rituales de Sharon Tate y otras cuatro personas por la familia de Charles Manson.

Dealey Plaza en Dallas. (Estuvieron en el sitio donde se hallaba el coche cuando dispararon al presidente Kennedy).

Saddleworth Mooren Yorkshire. (A Laura la había excitado la posibilidad de estar pisando realmente la tumba de una de las víctimas de Ian Brady y Myra Hindley).

La embajada alemana en Estocolmo, bombardeada por la banda Baader-Meinhof.

Cranley Gardens, Muswell Hill. Londres. (Les hubiera gustado mirar en el interior del piso donde Denis Nilsen había matado y mutilado a sus víctimas, pero no les permitieron hacerlo. Sin embargo, Laura había tomado muchas fotos del exterior del edificio).

Jeffrey Manor, Chicago. (Richard Speck había matado allí a ocho enfermeras en una noche de locura).

Buhre Avenue, ciudad de Nueva York. (David Berkopwitz, conocido como «Hijo de Sam», había disparado allí a sus primeras víctimas).

La lista era interminable. Habían viajado por todo el mundo para gozar de esos placeres y, siempre que les había sido posible, se habían llevado souvenirs. Trozos de alambrada de Auschwitz. Césped de Saddleworth Moor.

Piedras de Buhre Avenue. Sin embargo, normalmente se contentaban con fotos; tenían cientos de ellas en una de las habitaciones cercanas al dormitorio. Era como un trono.

A menudo, Laura se sentaba allí sola y contemplaba las paredes, rodeada de imágenes de muerte y dolor, y a veces se excitaba hasta no poder controlarse.

En esa habitación, el sexo superaba todo lo imaginable.

El placer no tenía medida.

—¿A cuántos mató De Rais? —preguntó Cath, deslizando una mano sobre la cama hacia la ingle de Callahan.

—A más de doscientos —dijo, sintiendo crecer su excitación a medida que ella le frotaba el pene, que comenzaba a ponerse tieso.

—Todos niños —continuó Callahan.

Ya había alcanzado la erección total.

Ella se inclinó y cogió el pene con la boca, cubriendo de saliva el rojo glande y chupando la verga rígida hasta los testículos.

—Los mataba lentamente —dijo Callahan, con una urgente necesidad entre las piernas, sonriendo mientras sentía allí aquel calor húmedo.

—¿Cómo los mataba? —preguntó Laura, que se meció y llevó con infinita lentitud su sexo goteante hasta el órgano masculino, y sólo permitía penetrar al extremo de éste, lo que aumentaba su propia excitación y la de su marido.

—Los cercenaba en la base del cráneo y luego se masturbaba sobre sus cuerpos —explicó Callahan.

Catherine se movió abruptamente hacia abajo, haciendo así que el miembro entrara completamente en ella. La gloriosa inserción le interrumpió la respiración y gimió en voz alta, y tras una pausa de un segundo continuó moviéndose hacia arriba y hacia abajo por el rígido pene.

—Calculaba de tal modo el ritmo, que llegaba al clímax precisamente en el momento en que los niños morían —dijo ella jadeando, mientras el sudor comenzaba a inundarle la frente.

Machecoul.

La vidriera.

Él tenía que tenerla.

Era necesario hacerse con ella. Para ponerla junto a los trozos de mampostería que él y Laura habían llevado del edificio en su última visita.

Laura comenzó a correrse.

Callahan lo hizo inmediatamente después.

La vidriera.

La tendría.