Eran casi las once y media cuando Lausard vio que las luces del Renault rompían la oscuridad del fondo del valle y se alejaban de la iglesia de Machecoul. Se sentó al volante de su coche, terminó su cigarrillo y finalmente lo arrojó por la ventanilla. Después encendió el motor y condujo el Citroën por la estrecha carretera hacia el edificio.
No encendió los faros, sino que se confió en las luces laterales, a pesar de que la carretera era bastante accidentada. No es cosa de anunciarse al rival, pensó sonriendo.
La luna se hallaba oculta detrás de un espeso banco de nubes oscuras y ominosas. Pero Lausard bendecía la oscuridad, que colaboraba con su aproximación secreta.
Se detuvo muy cerca de la puerta principal de la iglesia, apagó el motor y se quedó un momento sentado, mirando la iglesia. Se elevaba como un animal predador. Por último, bajó del coche, estirándose sobre el asiento de atrás para coger la cámara. Mientras comprobaba que tuviera película, se dirigió a la puerta principal y se detuvo delante de ella para prestar atención a cualquier ruido que pudiera proceder del interior. Tal vez se hubiera marchado uno solo de los ingleses; tal vez el otro aún permaneciera dentro.
Sé acercó y empujó suavemente la puerta, que se abrió unos cuantos centímetros.
Cuando estuvo en el umbral, el olor a humedad lo envolvió y lo obligó a reprimir la tos, tan fuerte como el olor a sitio abandonado.
El silencio parecía el de una tumba.
Estaba seguro de estar solo.
Lausard avanzó por la nave, sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta y la encendió. Por segunda vez en el día, caminaba por el edificio abandonado. El rayo de la linterna iluminaba los bancos volcados. A medida que caminaba se levantaba polvo, cuyas partículas, vistas a la errática luz de la linterna, semejaban moscas sobre papel blanco. Avanzó por el pasillo central hacia la puerta que conducía al presbiterio.
¡Jesús, qué frío hacía!
La respiración formaba una nube en el aire cada vez que espiraba. Se detuvo un momento para respirar en el interior de sus manos ahuecadas. No se sentía ese frío afuera, pensó mientras se acercaba más a la puerta.
Su inspección previa del edificio, durante el día, no lo había llevado más allá de la nave. En realidad, había estado a punto de entrar en el presbiterio cuando había oído el coche de Cath y Channing. Ahora no había nadie que lo interrumpiera.
Mantuvo la linterna a la altura del pecho y avanzó.
Sabía que habían encontrado algo en la iglesia. En caso contrario, ¿por qué tanto misterio?
¿Habían encontrado realmente el tesoro De Rais?
Lausard llego a la puerta del presbiterio y tiró de ella, comprobando con alivio que no estaba cerrada con llave.
Cuando la abrió, una ráfaga de aire frío lo golpeó como si fuera un martillo de hielo. Era como si le hubiesen chupado todo el calor del cuerpo. Se detuvo un momento, tratando de reaclimatarse a la repentina y brutal caída de la temperatura.
Dentro del presbiterio, la oscuridad era más palpable aún. Lausard sentía como si se ahogara en ella, como si las tinieblas lo fueran inundando a medida que respiraba. Respiró más lentamente e iluminó con la linterna todo aquel lugar sagrado, pasando del altar a las ventanas cerradas con tablas, luego a la puerta que daba a la escalera y al campanario, luego… al fantasma…
A su izquierda había un objeto cubierto con una tela.
Un objeto de más o menos un metro ochenta de altura.
Lausard lo alumbró con la linterna, presa de la perplejidad. Se acercó y estiró la mano para coger la tela.
Tiró de ésta y el objeto quedó al descubierto.
Lausard frunció el entrecejo.
¿Por esto tanto secreto?
Una vidriera.
El tercio superior había sido limpiado mediante un penoso trabajo, y las imágenes parecían relucir con sorprendente brillo a la luz de su linterna. Pero no sabía exactamente qué eran.
Algunas le disgustaron.
Se acercó, alumbró el vidrio con la linterna y observó larga y atentamente los rasgos de la criatura que se veía en el panel superior derecho.
Luego apartó la vista de éste y se dirigió a la puerta que daba a la escalera del campanario. Si encontraron algo, tiene que ser algo más que la vidriera.
Sin duda.
La puerta se abrió con dificultad. Las viejas bisagras protestaron cuando Lausard tiró.
De la escalera de caracol descendió una ráfaga fría que le desordenó el pelo. Enfocó la linterna hacia arriba y vio que la escalera hacía una curva hacia la derecha y que, al parecer, la espiral era cada vez más cerrada a medida que se subía.
Apoyó el pie en el primer peldaño y descargó sobre él todo su peso, satisfecho de que, bajo su humanidad, las viejas tablas sólo crujieran.
Era una escalera segura.
Comenzó a subir.
Se hallaba a mitad de camino cuando percibió el hedor.
Era increíblemente insoportable, un olor nauseabundo que estaba a punto de hacerle perder el conocimiento, tan intenso era. Se detuvo en la escalera y se cubrió la boca con una mano en un esfuerzo por minimizar los efectos de aquel hedor asfixiante.
Fue entonces cuando advirtió que el olor venía de abajo.
Del presbiterio.
Se dio la vuelta y bajó. El rayo de la linterna se mecía hacia atrás y hacia adelante a medida que bajaba a toda prisa los crujientes peldaños, ya casi basqueando dada la intensidad de tan fétido olor.
Una vez dentro del presbiterio sintió que las piernas se le aflojaban y cayó. La linterna rodó por el suelo.
No intentó recuperarla.
Lo único que quería era salir de la iglesia, alejarse de aquella atmósfera rancia.
Se incorporó trabajosamente e iluminó nueva y brevemente la vidriera.
Por un instante se quedó boquiabierto contemplándola y se olvidó del olor.
Contemplando…
Lausard quería sacudir la cabeza, quería registrar algún gesto, pero era como si se le hubieran congelado todos los músculos del cuerpo.