Cath aminoró la marcha y se acercaron al coche lo suficiente como pata comprobar que su propietario no estaba visible.
—Pasa junto al coche y luego para —dijo Channing mientras inspeccionaba el área que rodeaba la iglesia.
Ella hizo lo que le habían dicho. Luego los dos se apearon del Renault con los ojos y los oídos alerta a la menor señal visible o audible de movimiento que llegara desde la iglesia. Era evidente que el propietario del vehículo se hallaba en el interior del edificio.
Channing enfiló hacia la puerta.
Estaba a menos de un metro cuando surgió la silueta.
Channing dio un paso atrás, sorprendido por la súbita aparición de aquel hombre, alto, de constitución ligera, pelo oscuro corto y en los últimos años de la veintena. Sonrió cortésmente y salió al aire libre, no sin un cortés saludo con la cabeza a Cath.
—¿Quién es usted? —preguntó Channing.
El hombre miró un momento, presa de la perplejidad, y Cath se preguntó si no entendería inglés. Su francés no era gran cosa, pero en un momento de apuro, funcionaría.
—Qui êtes-vous? —preguntó.
—Pardon —dijo a su vez el hombre, con una sonrisa—. Puede usted hablar inglés, si lo desea. Conozco su lengua bastante como para no tener dificultades —y volvió a sonreír, mientras Cath se descubría sonriendo también ella, divertida por el acento de aquel hombre.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Channing, menos bondadoso en su actitud.
—Me llamo Claude Lausard —respondió, y extendió una mano que Channing rehusó estrechar—. Estaba visitando la iglesia.
Channing observó al hombre con desconfianza.
—¿Ha estado usted dentro? —preguntó.
—Sólo un momentito…
—¿Qué es lo que vio? —interrumpió Channing.
—¿Qué debía de haber visto? Explíqueme, señor Channing, usted se ha pasado aquí más tiempo que la mayoría de la gente en los últimos días. Y usted también, señorita Roberts.
—¿Cómo sabe nuestros nombres? —le preguntó Cath.
—Madame Chabrol, la señora que lleva la posada, ella me lo dijo —admitió Lausard, sin que la sonrisa abandonara sus labios un solo instante.
—Nosotros todavía no sabemos quién es usted —dijo Channing con irritación—. ¿Por qué ha estado usted entrometiéndose, preguntando por nuestros nombres? ¿Qué demonios es lo que quiere?
Lausard levantó la mano para calmar a Channing.
—Quiero una historia, Monsieur Channing —dijo, sin dejar de sonreír.
—Es un periodista —dijo Cath.
El francés asintió.
—Sólo de un humilde periódico local, lo admito, pero todos tenemos que trabajar. ¿Qué hay de atractivo en Machecoul? —dijo mientras señalaba hacia la iglesia, finalmente sin sonreír—. Nadie se acerca nunca a este sitio; seguramente ustedes sabían que su trabajo aquí, supongo que es trabajo, no pasaría inadvertido a los lugareños. Lo que sucedió aquí ha de haber sucedido hace quinientos años, pero el estigma persiste. El nombre de Gilles de Rais pertenece a la historia, Monsieur Channing. Tal vez por malas razones, pero así es, de todos modos.
El hombre encendió un cigarrillo, caminó hacia el coche, se inclinó sobre el capó y preguntó:
—¿Qué esperaba encontrar aquí?
—Información —le dijo Channing con suavidad.
—¿Sobre De Rais? ¿Para qué?
—Para un libro que estoy escribiendo. Soy historiador.
—¿Y usted, señorita Roberts? ¿Qué es lo que le interesa a usted aquí?
—En realidad, nada que tenga que ver con su trabajo, señor Lausard —contestó ella en tono rotundo.
En los labios del periodista reapareció la sonrisa.
—Es indudable que protege usted su descubrimiento, sea el que fuere —comentó mientras buscaba el encendedor. Cuando lo levantó para encender el cigarrillo, Cath comprobó que tenía la forma de una cabeza de caballo—. ¿Ha encontrado el tesoro de De Rais?
Se hizo un denso silencio, que finalmente rompió el francés.
—No he venido para interferir —dijo—, sino para descubrir, igual que ustedes —dijo mirando a ambos—. ¿Es el tesoro lo que buscaban? No me digan que no saben de qué les estoy hablando. Si conocen a Gilles de Rais, habrán oído hablar del tesoro que se supone que tenía.
—Nadie supo nunca en qué consistía ese tesoro —dijo Channing.
—Y eso es lo que ustedes han venido a buscar, supongo.
—Verá usted, ¿por qué no nos deja solos para poder continuar con nuestro trabajo? —dijo Channing en tono cortante.
Lausard seguía sonriendo.
—No quiero interponerme en su camino. Regresaré cuando estén ustedes menos ocupados. —Arrojó su cigarrillo, se sentó al volante de su coche y puso el motor en marcha. Bajó la ventanilla y miró a Mark y Cath—. Nos veremos —dijo, y arrancó, agitando la grava detrás de sus ruedas.
Cath y Channing observaron como el coche se alejaba por la pista de ripio y luego desaparecía en una curva.
—Lo único que nos faltaba —dijo Channing con cansancio.
El sol se ponía lentamente cuando Lausard regresó a Machecoul.
Aparcó su coche en la cima de una de las colinas que bajaban hacia el valle, bajó y se sentó sobre el capó mirando la iglesia. Buscó en el bolsillo y sacó primero un paquete de cigarrillos y luego el encendedor de plata, Lausard dio una chupada profunda al Gaulois, inhalando el humo y dejándolo llegar a los pulmones.
Desde su punto de observación pudo ver el Renault aparcado fuera de la iglesia. Sabía, pues, que Cath y Channing se hallaban dentro. Pero qué es lo que estaban haciendo, sólo podía suponerlo.
Se había levantado una brisa fría, que sopló alrededor del coche e hizo temblar a Lausard. Decidió que se sentiría más cómodo si esperaba dentro, Miró el reloj.
Podía llegar a ser una larga espera.