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BRETAÑA, FRANCIA:

Mientras conducía, Catherine Roberts se miró en el espejo retrovisor y no le gustó lo que vio.

Estaba pálida por falta de sueño, tenía los ojos hinchados y congestionados como si hubiese estado llorando. Comenzaban a formarse ojeras, pensó, molesta ante ese repentino ataque de vanidad. Se pasó una mano por el pelo y se concentró en la carretera.

Junto a ella, Mark Channing iba recostado en el asiento de al lado, los ojos cerrados como si esperara que entonces lo visitara el sueño que tan esquivo le había sido por la noche. Y, sin embargo, sabía que dormir implicaba soñar.

Soñar aquellos sueños.

Abrió los ojos, se los frotó con los puños y parpadeó como miope mirando el campo. Luego miró de reojo a Cath, quien no parecía darse cuenta de su mirada. Mark observó todos los detalles del aspecto y la vestimenta de la mujer: el rostro delgado con sus mejillas altas y el pelo largo azotado por el viento que entraba por la ventanilla abierta; llevaba una blusa sencilla que ocultaba perfectamente los senos. El tejano era ajustado y en algunos sitios presentaba marcas del polvo de la iglesia.

La iglesia.

Parecía que, pensara en lo que pensase, le era imposible eludir la iglesia, y no era un pensamiento sobre una ruina del pasado, sino firmemente anclado en el presente.

—No creo haber tenido tiempo para agradecerte que hayas venido, Cath —dijo, por fin—. Aprecio tu gesto.

Ella sonrió.

—No pensé que vinieras —continuó—, después de lo que pasó entre nosotros. Pensé que lo encontrarías difícil —y se alzó de hombros.

—Lo que sucedió es historia pasada, Mark —dijo.

—¿Quieres decir que te has olvidado de todo?

—No he dicho eso. No puedo olvidarlo. No son recuerdos que se borren fácilmente.

—¿Te gustaría borrarlos?

—Lo nuestro ya pasó. Entonces éramos diferentes.

Él miró con una cierta decepción.

—Fue bonito en su momento, pero se acabó —dijo ella.

—¿Y no deseas que vuelva? —preguntó Channing en tono más bajo.

—No.

Cath se asombró de haberlo dicho de modo tan directo. Esperaba no haberlo mortificado, pero si lo había hecho, Mark tendría que aprender a vivir con esa herida.

—¿Hay alguien en este momento? —quiso saber Channing.

—¿Es importante?

—Sólo curiosidad.

—No es sólo curiosidad, Mark —dijo ella con cansancio—. Pero para responder a tu pregunta, no, no hay nadie en este momento.

—No vas a decirme que primero está el trabajo.

Catherine pescó al vuelo el tono sarcástico del comentario y preguntó secamente:

—¿Qué tiene eso de malo?

—Nada. Simplemente que no te imagino como una mujer consagrada a la profesión —explicó él, otra vez con el mismo mordiente en su tono, que a ella no le hacía ninguna gracia.

Catherine pensó contestarle algo, pero resistió la tentación. Finalmente, dijo:

—¿No te parece mejor que analicemos la verdadera razón por la que he venido, en vez de estar escarbando en el pasado?

Channing permaneció un momento en silencio, mirando por la ventanilla con aire distraído. Finalmente, asintió con un gesto enérgico. Después, dijo:

—Pues, entonces, dame tu experta opinión.

Otra vez ese tonito en la voz.

—La fecha de la vidriera, todo lo que puedas decir acerca de su fabricación.

Sacó de su bolsillo un paquete de Rothman y ofreció un cigarrillo a Cath antes de encenderse uno para él.

—Es demasiado pronto para decirlo sin un examen más a fondo del vidrio —comenzó a explicar—. Pero por lo poco que he visto, diría que es de comienzos del siglo XV.

—Lo cual lo situaría alrededor de la época de Gilles de Rais —dijo él tranquilamente, reafirmando en tono suave su teoría original—. Lo que no puedo entender es que si De Rais fue un nigromante, un practicante de la magia negra, ¿por qué habría de poner una vidriera en una iglesia que ya había profanado?

—Por lo que he visto hasta ahora, la vidriera no es exactamente una ofrenda a Dios —dijo Cath—. Las vidrieras solían ser ofrendas que consagraban a Dios aquellas personas que las encargaban.

—¡Dios mío! —murmuró Channing—. Quizá la vidriera sea justamente eso —dio una calada al cigarrillo—. Las vidrieras solían contar alguna historia, ¿verdad? Tal vez ésta también cuente una historia.

—No lo sabré hasta que no la descubramos por completo —comentó ella—. Tiene que haber otro lugar donde trabajar, Mark. Necesito realizar pruebas más detalladas con el vidrio.

—¿Qué es lo que sugieres? ¿De vuelta a la posada? —pregunto Mark con acidez—. El trabajo debe realizarse dentro de la iglesia. Además, cuanto menos gente se entere, mejor.

—Celoso de tu pequeño descubrimiento, ¿eh, Mark?

Esta vez era ella la que inyectaba el tono de reproche a sus palabras. Él no respondió.

El coche cogió una curva del camino.

La iglesia apareció a la vista, momentáneamente envuelta en la profunda sombra que proyectaba una nube al pasar frente al sol, pálido.

Ninguno de los dos habló mientras se acercaban al edificio; ambos te tenían los ojos fijos en éste. Sobre ellos se cernía una mezcla de anticipación y de malestar.

Cath fue quien rompió el silencio.

—Mark, mira —señalando hacia adelante.

Fuera de la iglesia, cerca de la puerta principal, había aparcado otro coche.