Se detuvo ante la entrada de la bodega.
Callahan sabía que a esa hora no habría ninguna otra persona despierta en la casa; también sabía que a ninguna otra persona se le permitiría acceder a la bodega. A pesar de esto, permaneció con la mano sobre el pomo y mirando en derredor un tiempo que le pareció una eternidad.
La puerta de la bodega estaba en la cocina. Era la primera barrera que atravesaba y la cerró cuidadosamente después de haber pasado. Encendió la luz y se iluminó una estrecha escalera a sus pies. De abajo subía olor a humedad, pese a que las paredes estaban relativamente libres de musgo y la pintura se conservaba todavía en buen estado.
Bajó el primer tramo de escalera y llegó a otra puerta.
Tras seleccionar una segunda llave, Callahan abrió y se introdujo en la habitación que había del otro lado.
Ante él seguían más escaleras y Callahan encendió más luces. Un grupo de tubos fluorescentes iluminó la bodega propiamente dicha. Era grande, de unos dos metros cuadrados. Por los cuatro costados había cajas de madera apiladas hasta el cielo raso. Mientras descendía vio las leyendas sobre los lados de las cajas, pintadas con ayuda de una pauta perforada.
Algunas palabras eran extranjeras.
Las leyendas eran rusas, francesas, alemanas.
A medida que Callahan se aproximaba al centro de la bodega pudo percibir el acostumbrado olor a aceite. Cuando se acercó a la caja que tenía más cerca, el olor se hizo más fuerte. Alguien había quitado parcialmente la tapa con una barra, que estaba también allí. Callahan completó la tarea y extrajo la tapa por completo para sacar luego la paja que cubría el contenido de la caja.
Encima se veían cuatro fusiles de asalto Heckler y Koch 33, y otros cuatro debajo.
Junto a estas grandes cajas se apilaban otras, más pequeñas, llenas de municiones.
Municiones de todos los calibres imaginables.
Balas Magnum de 45,9 mm, 5,45 mm, 7,62 mm, 357, 38 y 44 (con envoltura metálica entera o a medias). Casquillos vacíos. Cuchillos de cartuchos. Incluso una caja de cartuchos Dúplex 223.
Todo tipo de balas para adaptar a cualquier tipo de pistola, fusil o ametralladora.
Esas cajas eran auténticos almacenes de muerte.
Armas de combate: Magnum, Smith & Wesson, Ruger, Walther, Beretta, Browning, Heckler y Koch, Remington.
Y sub-ametralladoras.
Ingram, Beretta, Uzi, Skorpion, Steyr.
También había escopetas. Ithaca, Browning y Spa.
Callahan siempre había dicho que, por el precio justo, él podía suministrar incluso un tanque. Sonrió y cogió uno de los HK-33, accionó el cerrojo como si fuera a cargarlo. Se la colocó contra el hombro y su mirada recorrió aquel cuarto subterráneo con los ojos entrecerrados.
Oprimió el disparador y el gatillo cayó sobre un tambor vacío. El ruido metálico resonó en el interior de la bodega.
Una vez había visto un muchacho con una camiseta que llevaba la siguiente inscripción: «Matar es mi trabajo… y el trabajo es bueno».
Podía haberla inventado el propio Callahan.
No podía ni remotamente imaginar qué cantidad de cientos de miles de libras esterlinas en armas había almacenadas allí abajo; podía llegar a millones. Se las habían llevado en avión y buques privados desde sus muchos contactos en todo el mundo. De esa misma manera se enviarían cuando fuera necesario. Y había muchos que pagaban por lo que él tenía para vender.
Volvió a amartillar el HK-33 y lo sostuvo ante sí, apuntando a la puerta.
Sabía que pronto necesitaría personalmente de esas armas.
Ese momento estaba cada vez más cerca.