ENNISKILLEN, COUNTY FERMANAGH. IRLANDA DEL NORTE:
Movió ligeramente el fusil a la derecha hasta que la cabeza de la mujer estuvo perfectamente en el centro de la mira telescópica.
Se inclinó y la siguió con el fusil, sin perderla un solo instante del objetivo, el dedo suavemente apoyado sobre el disparador del HK-91.
Maureen Pithers se arrodilló junto al arriate y arrancó unas malas hierbas de la tierra negra, que arrojó al cubo que tenía al lado. Hizo su trabajo con todo esmero, quitando todo lo que podía entorpecer la belleza del jardín. Esa tarea le encantaba. Su guerra semanal con las malezas, que era como ella la llamaba. En esa guerra se hallaba precisamente, con total ignorancia del fusil que le apuntaba a la cabeza.
Billy Dolan bajó el fusil por un momento y encendió un cigarrillo. Allí donde se hallaba estaba bien oculto a las miradas desde la casa y el jardín, a unos ciento treinta y cinco metros por la suave pendiente de una colina, hierba alta y árboles. Había encontrado el mejor lugar cerca de una hora antes, asegurándose de que tenía claramente a la vista la puerta del frente de la casa. Esta última se hallaba en el fondo de la falda. Era un edificio pintado de blanco y con tejas rojas, que parecía brillar al sol «Bonito lugar», pensó Billy mientras encendía un cigarrillo y lo fumaba con satisfacción durante un momento, para volver luego a tenderse panza abajo, la culata del fusil contra el hombro y apuntando otra vez a la mujer.
Maureen Pithers tenía entre cuarenta y cincuenta años. Un poco entrada en carnes, vestía un mandil de plástico verde para protegerse la ropa de la tierra del jardín. El hombre observó como arrancaba enérgicamente las malas hierbas y las arrojaba en el cubo.
Sí, decididamente, era un bonito lugar. Nada que ver con su puta casa en la zona de Turf Lodge de Belfast. Se aproximaba rápidamente a los veintidós años y Billy preveía para él la misma vida de su padre. Con suerte, trabajos aquí y allá, tratando de ganarse el favor de un puñetero capataz y luego en el paro, para cobrar, con suerte, treinta libras por semana.
Billy no quería eso. No quería pasarse el resto de la vida firmando contratos y luego bebiéndose el dinero en el bar el sábado por la noche con los compañeros, también parados. A la mierda con eso.
Cambió de posición en la colina y dio una calada más profunda al cigarrillo.
La mayoría de los miembros del IRA tenían en las filas hermanos, padres, abuelos o parientes de alguna naturaleza. Ellos habían abrazado la causa tras las huellas de los miembros de la familia. Pero Billy no. Él había tomado la decisión por su cuenta, pues ésa era la manera que él había elegido de cambiar de vida. Basta de reverencias a todo el mundo. A la mierda con eso. Ahora sólo recibía órdenes de un solo hombre.
Ese hombre estaba echado cerca de él, en la colina, y miraba la casa blanca a través de un par de binoculares.
James Maguire tenía unos ocho años más que Billy. Era un hombre de pelo oscuro y rasgos marcados, bajo aunque de complexión tan fuerte que bien podía decirse que tenía aspecto de bruto. Él inspeccionaba la casa y el jardín con los binoculares, consciente de que Billy tenía a la mujer clavada en la mira del HK-91.
Cuando llegara el momento, no erraría.
—El coche está esperando —dijo Maguire—. No hay prisa. Cuando termines, lleva el arma contigo.
Billy asintió.
—Compañía —dijo el más joven, al comprobar en la mira telescópica la llegada de otra persona.
Maureen Pithers había detenido su guerra con las malezas para hablar con otra mujer que se había acercado a la cerca que separaba el inmaculado jardín de la estrecha franja de tierra en la que se hallaba. La casa estaba a unos doscientos metros del vecino más próximo.
Billy comenzó a mover el fusil de un lado a otro, fijando en la mira del arma primero a una mujer y luego a la otra.
—Billy.
La voz que pronunciaba su nombre le interrumpió la concentración.
—La puerta del frente —dijo Maguire, siempre mirando por los binoculares.
Billy miró y vio que de la casa salía un hombre de unos cuarenta años largos, alto, calvo. El pelo que le quedaba era gris. El rostro tenía una expresión plena, jovial.
El reverendo Brian Pithers se detuvo un momento en el umbral, el portafolio en la mano, sonriendo a su mujer y a la amiga de ésta, para dirigirse luego hacia donde se hallaban las mujeres y comenzar a hablar animadamente con ellas.
—Me imagino lo que dice —comentó Maguire con una ligera sonrisa en los labios—. Nunca debíamos haber confiado en el IRA. A todo el mundo se lo advertí. Ahora habrá que pagar por ello.
Billy rió entre dientes.
—¿Has leído sus discursos, Jim? —dijo, mirando hacia abajo con los ojos entrecerrados.
—Es lo único que dice una y otra vez desde lo de Stormont —respondió tranquilamente Maguire.
—Es lo único que decía también antes —agregó Billy.
Esta vez ambos hombres rieron.
Billy aún reía entre dientes cuando apuntó al reverendo Pithers y disparó.
La bala, a una velocidad de más de seiscientos metros por segundo, hizo impacto justo sobre el ojo el Pithers y se abrió fácilmente camino a través del hueso frontal para explotar finalmente en la zona posterior del cráneo, destruyendo una gran parte del parietal y del occipital. La herida vomitó un espeso flujo de cerebro, impulsado por la fuerza de la bala que levantó del suelo al sacerdote y lo catapultó a varios metros hacia atrás. Cayó al suelo esparciendo sangre sobre todo el césped que su mujer cuidaba con tanto esmero.
Ambas mujeres gritaron, a la vez que la señora Pithers corría hacia su marido y la otra mujer atravesaba la puerta de la cerca como una exhalación y se lanzaba a la casa, probablemente para llamar a una ambulancia.
«Ahorra energías», pensó Billy, mientras estudiaba en la mira la obra realizada.
Pithers aún tenía los ojos abiertos, aunque la sangre que caía del orificio de entrada de la bala le había cubierto el izquierdo. Se esparcía rápidamente alrededor de la cabeza, mientras su esposa no podía hacer otra cosa que arrodillarse junto a él y gritar algo que ni Billy ni Maguire podían oír. En su mandil había manchas rojas, sin duda salpicaduras de sangre producidas por el impacto de la bala sobre el cráneo de su marido.
Los dos hombres del IRA se pusieron de pie y se marcharon tranquilamente hasta alcanzar el coche que los esperaba al otro lado de la colina con el motor en marcha. No habían dado todavía cinco pasos cuando Maguire cogió el fusil de Billy y volvió a la cima.
—¿Qué es lo que pasa, Jim? —preguntó Billy, mirando a su compañero. Maguire levantó el fusil hasta el hombro.
—Está muerto —protestó el más joven.
—Ya sé que está muerto —dijo Maguire mientras apuntaba—. Pero te diré algo, Billy —agregó tranquilamente—. Mi madre acostumbraba decirme que no hay nada en el mundo tan triste como una viuda.
Y disparó sobre la señora Pithers un único y certero tiro a la cabeza.