Channing miraba en dirección a la puerta que daba al presbiterio. Tal vez la puerta principal de la iglesia se había cerrado de golpe a causa del fuerte viento. Se dirigió hacia allí, la abrió y miró hacia fuera. El rayo de la linterna eléctrica abrió una banda de luz, a través de la oscuridad y dejó ver la puerta principal.
Estaba completamente cerrada.
Otro golpe, esta vez desde arriba de ellos.
En el campanario.
—Vayámonos de aquí —dijo Channing con voz entrecortada—. Vamos. Creo que ya hemos hecho bastante por esta noche.
¿Se había percatado ella del miedo que asomaba en su voz? En realidad no le importaba. Estaba cansado, tenía frío y algo más que no le importaba admitir. No, ¡qué diablos! Estaba asustado. El sitio ya no resultaba incómodo en las mejores condiciones, y encima con esos malditos ruidos…
—Vámonos, Cath —volvió a decir, esta vez en tono más imperioso.
Ella continuaba mirando fijamente la vidriera y se acercaba a ella como si hubiera descubierto en el vidrio algo que Channing no podía ver.
—¡Por el amor de Dios! —dijo secamente—. Volveremos por la mañana.
Otra vez aquel golpe, y esta vez él supo que venía de arriba. Una parte racional de su mente le decía que era la puerta que conducía al campanario. El viento debía de haberla abierto y luego, con cada ráfaga, giraba sobre las bisagras y golpeaba. Ésa era la respuesta. De repente sintió rabia de sí mismo por encontrar siempre una solución, pero también siempre la más lógica. La falta de sueño le estimulaba la imaginación, se dijo mientras pensaba que era demasiado tarde; era filosofía casera.
Cath estaba arrodillada junto a la vidriera, mirando más detenidamente el rostro del niño apresado en la garra. Le quitó un poco más de polvo.
—Te esperaré en el coche —dijo Channing con irritación, y ella oyó retumbar sus pasos en la nave principal.
Cath miró el rostro en la vidriera y recorrió su contorno con la yema del índice, tratando de descubrir los rasgos.
Algo…
Channing murmuró para sí al tropezar y casi caerse en un banco.
… familiar…
Oyó un grito estridente ante él, al tiempo que se abría la puerta de la iglesia.
Por unos segundos parpadeó en la oscuridad, el viento rugía fuera y la luna brillaba libre de nubes.
… en esa cara…
Una silueta oscura llenó el vano de la puerta de la iglesia.
Oscura y enorme.
—¡Oh. Dios mío! —murmuró Channing, buscando la linterna.
—¡Cath! —llamó mientras encendía la linterna y la movía hacia atrás y hacia adelante.
La iglesia se llenó de un olor que no se parecía a ningún otro que hubiera sentido antes.
Un hedor a podrido.
Y se acercaba a él cada vez más, inundándole por completo las fosas nasales.
Oyó pisadas, infirió movimiento.
—¡Cath!
Retrocedió.
En el presbiterio. Cath miraba de soslayo mientras seguía estudiando los rasgos del niño de la vidriera.
Ella conocía esa cara.
Cath oyó que la llamaban y percibió el fétido olor.
Cuando oyó el grito desde el interior de la nave, miró alrededor.
—¡Mark! —llamó, poniéndose de pie y lanzando una última mirada a la vidriera. Al rostro del niño.
Cuando lo hizo, la respiración se le paralizó en la garganta.
El rostro del niño se contorsionó en una actitud de terror. El niño gritaba.
Pero ya no era un niño.
Tenía la cara de Mark Channing.