Los cuatro se sentaron en la oficina mientras Donaldson daba las instrucciones. Doyle parecía no prestar demasiada atención, especialmente interesado en su compañera.
Georgina Willis tenía tres o cuatro años menos que Doyle. Su rostro delgado remataba en un mentón claramente en punta. El pelo rubio caía hasta más abajo de los hombros y a él se llevaría una y otra vez la mano mientras, cada tanto, echaba un vistazo a Doyle. Cuando lo hacía, Doyle miraba profundamente en sus ojos verdes y observó que eran muy claros y vivaces. Georgina estaba vestida con sudadera y tejanos, y mientras escuchaba a Donaldson se enroscaba en un índice el cordón de una zapatilla. Era bonita y Doyle no pudo evitar preguntarse cómo diablos había ido a parar a ese tipo de trabajo. «Tal vez tenga tiempo para descubrirlo», se dijo.
Tal vez.
Donaldson terminó por fin de hablar y miró a los dos agentes como si esperara de ellos alguna respuesta.
Pero éstos se limitaron a mirarse. Luego Doyle consultó su reloj.
—Si se terminó la lección, me parece que ya he oído demasiado —dijo.
—Tome los legajos de Maguire. Estúdielos —dijo Westley—. Mire todo lo que hay que saber de él.
—Es el enemigo —dijo secamente Doyle—. ¿Qué más hace falta saber? —agregó, y se puso de pie.
Georgina cogió uno de los legajos y siguió a Doyle hacia la puerta.
—Irán a Belfast en aviones distintos mañana por la mañana —les explicó Donaldson—. Una vez allí, hacen lo que quieren. ¿Cómo encontrar a Maguire? Ese es problema de ustedes. Nosotros no podemos hacer nada más.
—Es bonito saber que nos apoyan —comentó Doyle con acidez, y salió.
Georgina lo siguió y cerró la puerta tras ella.
Westley esperó un momento y luego dio un puñetazo sobre el escritorio.
—Cabrón insubordinado —gruñó.
Se dirigió a otra puerta de la habitación, en la pared recubierta de roble. La abrió y entraron dos hombres. Ambos estaban vestidos informalmente, y ambos rondaban los treinta y cinco años. Peter Todd se sacó el cigarrillo de la boca y cogió el tabaco que le había quedado en la punta de la lengua.
George Rivers miró el legajo que se hallaba sobre el lustroso escritorio y vio las fotos de Maguire.
—Tío jodido, ¿no es cierto? —dijo, sonriendo.
—¿Oyeron lo que decíamos aquí dentro? —preguntó Westley.
Ambos asintieron.
—Seguirán a Doyle y a Willis hasta que hayan encontrado a Maguire y sus secuaces —dijo Westley—. Luego matarán a Doyle y a Willis. ¿Está claro?
Los hombres asintieron.