Rayos brillantes de sol se abrieron paso a través de las ventanas de la oficina de Mayfair. Como magnetizadas, las partículas de polvo quedaban prisioneras en los dorados haces de luz.
La luz del sol brillaba en el lustroso escritorio policial de Jeffry Donaldson. Éste, sentado detrás del escritorio, en la silla giratoria, fumaba tranquilamente su pipa. El humo rosa formaba pequeñas nubes que se disipaban por encima de él y se arremolinaban en torno a la inmensa araña que colgaba del centro del cielo raso.
La silla apenas hacía ruido cuando Donaldson se movía hacia atrás y hacia adelante. En realidad, toda la habitación parecía antinaturalmente silenciosa; hasta los pasos del otro hombre quedaban ahogados por el gran espesor de la alfombra.
Tom Westley cruzó la oficina y colocó un vaso de cristal cerca de Donaldson, quien, levantando la vista del archivo que estaba leyendo, observó el contenido del vaso.
—Es un poco pronto para eso, ¿no, Tom? —dijo con una sonrisa.
—Si no lo quieres, lo beberé yo —respondió Westley mientras bebía su propio Scotch.
Era uno o dos años mayor que Donaldson y de constitución mucho más recia: hombre ancho y musculoso, de rostro tostado y manos grandes que no sólo empequeñecían el vaso, sino que amenazaban con romperlo si el hombre apretaba demasiado. De pie junto a la ventana, miró hacia fuera, a la zona pavimentada. Había un patio y un pequeño estanque donde lucía una fuente. La luz del sol brillaba en la superficie del estanque, donde el calor del agua estimulaba el movimiento del pez que lo poblaba.
Westley dio otro sorbo a su whisky, luego caminó por la habitación y le agregó un chorro de soda.
—¿Qué te pasa? —preguntó Donaldson.
—No me gusta esta situación, Jeff. Este asunto del IRA —respondió, volviéndose para mirar a su compañero—. He leído el informe de Doyle —explicó, y sacudió la cabeza—. Este… antagonismo entre Doyle y el IRA parece ir más allá del trabajo. Trata el enfrentamiento como si fuese algo personal entre él y los Provisionales.
Westley apuró el contenido de su vaso y se sirvió otro.
Esta vez no se molestó en echarle soda.
Donaldson observó atentamente a su compañero por un instante, para comprobar cómo éste, de un solo trago, daba cuenta de la mitad de tan ardiente líquido. Siempre había desaprobado los hábitos de bebida, a veces excesiva, de su compañero, pero, puesto que nunca interferían el trabajo, pensó que no era justo hacer de ello un problema. Cuando, dos años antes, su hija de veinte años había muerto en un accidente de coche, Westley se dio a la bebida; y aún en el presente, cuando sentía demasiado estrés, el whisky lo tentaba demasiado fácilmente.
Donaldson sonrió ligeramente.
—La pasión de Doyle por su trabajo podría redundar en nuestro beneficio —dijo.
Westley gruñó.
—Si quieres saber mi opinión, yo creo que el cabrón esta loco —dijo—. Desde que sufrió las heridas, cambió. Sus actitudes, sus métodos, todo.
—Siempre fue un poco excesivo en su celo profesional —comentó Donaldson, mientras cogía su vaso y daba un sorbo—. Incluso antes del accidente.
—Bueno, ahora es mucho más que eso. Me parece que es tan peligroso para los demás como para sí mismo. Algunos de los otros agentes piensan que tiene lealtades divididas.
Donaldson levantó una ceja con aire extrañado.
—Quiero decir, con su familia irlandesa —continuó Westley.
—Su familia está muerta. No tiene a nadie. Esto puede explicar su estado de ánimo.
—¿También explica su sed de muerte? —preguntó Westley en tono críptico.
Ambos hombres se miraron por un momento. Luego, Donaldson se inclinó hacia adelante y apretó un botón de la consola que había sobre el escritorio.
—Haga pasar al señor Doyle —dijo, y volvió a sentarse.
Westley sostuvo la mirada de su compañero un momento. Luego se sirvió otro whisky.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Doyle. Tras los saludos y los apretones de mano, Doyle se sentó frente a Donaldson. También aceptó la copa que le ofreció Westley. Tenía cuidadosamente en la mano el hermoso cristal mientras se sentaba, a la espera de que los otros dos hombres, mayores que él, ocuparan su sitio del otro lado del escritorio. Era como si Westley necesitara esa distancia entre él y Doyle.
—Terminaremos lo antes posible, Doyle —dijo Donaldson, que abría otro archivo.
Lo miró y luego se volvió hacia Doyle. Sobre los papeles se veía una fotografía. El hombre de la foto tenía unos treinta y cinco años, rasgos fuertes, el rostro enmarcado por una cabellera espesa de pelo ensortijado. En la mirada de los ojos chispeantes había algo de desafío.
—James Maguire, el responsable de los tiroteos en Stormont —dijo Donaldson—. Es el hombre que buscamos. Él y todos los compinches que sea posible.
Doyle miró la foto y asintió con la cabeza casi imperceptiblemente. Luego miró a sus superiores.
—Nunca se dejará coger vivo —dijo.
—Ya lo sabemos —replicó Westley—. Pero al menos puede usted probar.
Doyle se encogió de hombros.
—Lo que quiero decir es que él no se dejará coger vivo, y si eso es lo que quiere… —y dejó la frase sin terminar.
—Trabajará con otro agente —le explicó Donaldson.
—De ninguna manera —dijo secamente Doyle—. Yo trabajo solo. No necesito de nadie más.
—Esto no es un puñetero western, Doyle —le recordó Westley—, ni una mala serie policíaca norteamericana. Toda esa mierda rebelde, aquí no funciona. Trabajará usted con otro agente.
—Entonces busquen otro tío que haga el trabajo —replicó Doyle, poniéndose de pie.
—Aguarde —ordenó Westley.
—¿Quién es el otro agente? —preguntó Doyle.
—Willis —le informó Donaldson.
En los labios de Doyle asomó una sonrisita.
—¿Por qué Willis?
—Porque ningún otro querrá trabajar con usted —dijo Westley—. Y, francamente, no los acuso de eso.
—Otra vez Donaldson apretó un botón de la consola.
—Dígale a Willis que pase —dijo.
Cuando se abrió la puerta. Doyle se volvió. Otra vez sus labios lucían una sonrisa.
—Conoce a Doyle, ¿verdad? —dijo Donaldson mientras el otro agente se acercaba al escritorio.
Georgina Willis asintió con la cabeza.