Cinco de ellos estaban sentados alrededor de la mesa, las caras sumidas en sombras profundas.
La única luz que había en el gran salón provenía de centenares de velas que formaban diversas figuras en el suelo. Una luz morbosamente amarillenta y el acre olor a miles de pabilos ardiendo llenaban la habitación. Humo rosado en pequeñas y etéreas plumas cada vez que una bocanada de aire apagaba una vela. Y cada vez que esto sucedía, uno de los tres hombres que vigilaban volvía a encenderla.
Los cinco individuos sentados a la mesa permanecían quietos en sus sitios, la cabeza baja, las puntas de los dedos en suave contacto.
En el centro de la mesa, enmarcado por más velas, yacía el cuerpo de un niño.
El niño estaba desnudo. Inconsciente.
La droga había requerido muy poco tiempo para actuar sobre él y, expuesto a las inquisitivas miradas de aquellos hombres, yacía en medio de ellos, abierto de brazos y piernas.
Uno de los hombres seguía mirando al muchacho, pero una palabra de uno de sus compañeros lo apartó de aquel placer y cerró nuevamente los ojos.
Afuera, el viento golpeaba como látigo alrededor del edificio, chillaba en las ventanas y apagaba más velas. Una vez más, volvían a encenderlas.
El hombre que había estado mirando al niño inconsciente oyó un movimiento a su derecha, pero levantó la vista. Sabía qué era lo que sucedía. Sabía que uno de sus compañeros se había incorporado y estaba de pie, los brazos bien abiertos en gesto cuya finalidad era abarcar a todos los que estaban sentados a la mesa.
El hombre que estaba de pie comenzó a hablar, pero no siempre era fácil entender sus palabras. No a causa de inconveniente alguno de lenguaje, sino de su propia naturaleza.
De sus labios brotaban frases extrañas, aparentemente sin sentido. Los otros oían las palabras, pero no comprendían.
Comenzaba a hacer más frío en la habitación.
En el centro de la mesa, el niño se agitó un instante, tal vez momentáneamente estimulado por el frío, pero después de un lamento breve, volvió a caer en el olvido.
El frío era cada vez más intenso.
Era como si alguien estuviera absorbiendo toda unidad de calor, no sólo del cuarto, sino también de los hombres sentados a la mesa. Comenzaron a temblar, especialmente el que se sentaba en la gran mesa de roble. Levantó la cabeza para ver que su compañero aún seguía hablando, pero las palabras parecían haberse convertido, de la serie de frases que eran, en un cántico.
El cántico fue ganando volumen.
El frío era mucho más palpable.
Una brisa pareció barrer la habitación y se apagaron muchas velas, cuyas luces amarillas desaparecieron como si unos dedos invisibles pellizcaran los pabilos.
Cuando los hombres que vigilaban se disponían a volver a encenderlas, el individuo que cantaba levantó una mano para detenerlos. Desaparecieron en las sombras, agradecidos de perderse en la oscuridad.
El cántico se detuvo.
Se oyó un sonido sordo y retumbante, que no parecía provenir de fuente particular alguna, sino de todos los que rodeaban la mesa.
De todos los que estaban en el salón.
Era como si todo aquel sitio y todos sus ocupantes estuvieran a punto de verse tragados por un seísmo.
Un candelero cayó al suelo y se estrelló ruidosamente contra el suelo de piedra. Le siguió otro.
Y otro.
A medida que caían, las velas se apagaban y la oscuridad de la habitación se hacía más profunda.
Lo mismo ocurrió con el frío.
El hombre que se hallaba en la cabecera de la mesa, entrecerrando los ojos en la penumbra, vio algo.
En el extremo del salón, incluso a través de la tenebrosa oscuridad, pudo discernir una forma. De algún modo más negra que la noche misma, era como si una porción de las sombras cósmicas hubiera adoptado forma tangible y se distinguiera del resto de las sombras.
En ese momento, esa sombra se movía hacia la mesa.
El hombre estrechó los ojos, no sólo para percibir en la oscuridad, sino también para tratar de captar exactamente qué era aquella forma.
Tragó con dificultad cuando se percató de que lo que habían visto se hallaba entre ellos.