18

—No puedes matarme.

En la voz de Sheehan se advertía una punta de desesperación mientras Doyle le apoyaba el arma a la mejilla.

—¿Quién ordenó la matanza? —preguntó, con tono neutro, Doyle.

—A tomar por el culo —gritó el irlandés.

Doyle le cogió la mano firmemente por la muñeca y la puso sobre la mesa, la muñeca firmemente asida, los dedos extendidos.

Con un movimiento que combinaba la velocidad del rayo y la fuerza demoníaca, dejó caer la culata de la pistola sobre la punta del índice de Sheehan.

La uña se hizo astillas bajo el impacto; el hueso se desintegró fácilmente. De la carnosa yema saltó la sangre a chorros.

—No lo sé —gimió Sheehan.

Doyle aplastó la punta del dedo corazón.

Un nuevo grito de dolor llenó el cuarto.

—¡Habla! —dijo Doyle con los dientes apretados.

—No puedo —insistió Sheehan.

Doyle aplastó un tercer dedo.

Luego un cuarto.

Era como si al irlandés le hubieran aplastado una y otra vez la mano con la puerta de un coche.

Doyle apuntó al pulgar.

La uña se desprendió prácticamente con un trocito de hueso en medio de un chorro de sangre mientras el pulgar quedaba pulverizado.

—Sólo te queda una mano —dijo Doyle, amenazador—. Ni siquiera podrás limpiarte el culo si no me das ciertas respuestas. ¿Quién ordenó la matanza de Stormont?

Arrojó una vez más a Sheehan a través del cuarto y luego se lanzó sobre el hombre caído, que trataba de protegerse la mano herida.

—¡Basta!… —jadeó; aún manaba sangre de la nariz rota.

—Entonces, habla —dijo Doyle inexpresivamente. Se arrodilló junto al irlandés, la 44 contra el pecho de éste—. ¿Quién ordenó la matanza de Stormont? ¿Fue el IRA?

Sheehan inspiró profundamente.

—Jesús —murmuró en voz muy queda—. Si te lo dijera…

—¿Fue el IRA?

—No.

Si Doyle se sorprendió, no dejó que se le trasluciera en el rostro.

—No oficialmente —le dijo Sheehan.

Doyle lo cogió por la parte delantera de la camisa manchada de sangre, lo arrastró hasta sus pies y lo descargó otra vez en una de las sillas.

—No oficialmente —remedó—. ¿Qué coño significa eso? ¿Fue el IRA o no?

—Fueron hombres del IRA los que dispararon, pero no actuaban oficialmente, sino contra las órdenes de Sinn Fein —dijo Sheehan, y se miró la mano y lo que quedaba de la punta de los dedos.

—Cuéntame más.

—Tenías razón en lo que decías; en el Sinn Fein estaban todos a favor del acuerdo de paz en los seis condados. Incluso dieron órdenes de que se suspendieran las hostilidades hasta que los políticos hubieran dicho lo que tenían que decir. Los hombres que dispararon en Stormont no querían eso. Querían que la guerra continuara. Nada de acuerdo de paz. Querían seguir luchando. También querían el dinero.

—¿Qué dinero? —preguntó Doyle en tono perentorio, otra vez con la atención plenamente concentrada, con la curiosidad renacida.

—El grupo que disparó allí se había fundado privadamente. Alguien les pagó una cantidad de dinero para que llevaran a cabo la matanza de Stormont.

Doyle se acarició la barbilla con expresión reflexiva.

—Y tú, ¿qué pintas en todo esto? —preguntó—. ¿Fue el mismo hombre que ordenó que convocaras a la reunión de anoche?

Sheehan asintió lentamente con la cabeza.

—Se suponía que nosotros comenzábamos atentando contra objetivos civiles, que provocábamos todo el desorden posible, recreábamos el sentimiento anti-irlandés y poníamos fin a la iniciativa de paz —confesó.

—¿Cuánto pagaron a los pistoleros para que desencadenaran el tiroteo? —quiso saber Doyle.

—He oído hablar de un millón, quizá más.

—¡Dios mío! —musitó Doyle—. ¿Quién les pagó?

—Eso no lo sé.

—¿Quieres perder la otra mano? —preguntó el antiterrorista—. ¿Quién les pagó?

—Juro por Dios que no lo sé.

—¿Cuántos hombres armados intervinieron en la matanza?

—Eso tampoco lo sé. Lo único que sé es que hay cinco o seis hombres trabajando en la brigada.

—¿Quién está a cargo de ellos?

—Su nombre es Maguire. James Maguire. Es todo lo que sé. Lo juro.

—Necesito saber quién les pagó el millón de libras y por qué —dijo Doyle.

—Ya te lo dije, no lo sé —insistió Sheehan.

Doyle dio un paso atrás.

—Tonterías —dijo, apuntando el arma al irlandés—. ¿Quién les pagó?

—No lo sé.

—Pues entonces ya no me sirves para nada —dijo el antiterrorista, con la atención fija en Sheehan. La mira apuntaba entonces a la frente.

—Ya he dicho que es todo lo que sé —gritó Sheehan frenéticamente, los ojos dilatados en las cuencas—. No puedes matarme.

Doyle sonrió.

—Te equivocas —dijo tranquilamente, y amartilló.

En ese momento. Sheehan se desmayó.

—¿No tiene usted ninguna duda de que no mintiera?

Las palabras de Jeffry Donaldson parecían reproducirse en eco dentro de aquel cuarto de la comisaría. Mientras hablaba, mordía la boquilla de la pipa y el humo que salía de la cazoleta se mezclaba con el aire ya denso de humo de cigarrillo. Parecía como si alguien hubiese cubierto el aire con una mortaja.

Doyle dio un sorbo a su café y puso cara de disgusto cuando comprobó que estaba frío.

—No sabía nada más —dijo—. No sabe quién contrató a Maguire y sus hombres.

—¿Quién diablos podría saberlo? —comentó Austin.

—¿A quién se lo adjudicaría usted? —preguntó Garner.

—¿A otra organización terrorista? Alguien con gran interés en que no se establezca la paz en Irlanda —sugirió Donaldson—. Hasta podría ser otro país.

—¿Cómo Libia o Irán? —comentó, divertido, Doyle.

—O alguno mayor —dijo Donaldson, levantando las cejas.

—¿A qué se refiere? —preguntó Austin.

—La mayor parte de las armas y de los fondos del IRA provienen de fuentes externas —le respondió Donaldson—: Oriente Medio, Estados Unidos. Rusia. Hay hombres del IRA que son enviados a Oriente Medio para aprender su oficio. Lo que tenemos que descubrir —miró a Doyle— es quién puso el dinero y por qué. Le quiero a usted, Doyle —concluyó, poniéndose de pie—, mañana en mi oficina a las diez de la mañana. Volveremos sobre esto.

Doyle asintió con la cabeza y arrojó el resto de su cigarrillo en un cenicero cercano.

—¿Y yo, qué? —preguntó Austin—. Tengo derecho a saber qué es lo que pasa. Qué deciden ustedes hacer.

—Por ahora está fuera de alcance para ustedes, Austin —dijo Donald—. Está más allá de la Brigada Móvil. Usted no tiene los recursos ni la capacidad para afrontar esta situación. A partir de ahora nos ocupamos nosotros —terminó y se marchó.

También Doyle se puso de pie y se dirigió a la puerta.

—Quizá le interese saber que Sheehan está hospitalizado —dijo Austin—. Pudo haberle matado.

—Me habría gustado —dijo el antiterrorista sin especial énfasis, mientras se detenía en la puerta—. Tal vez lo consiga la próxima vez —agregó, y se marchó también él.