Cuando se abrió la puerta, Thomas Sheehan levantó la vista y sus ojos, parpadeantes, midieron al recién llegado. Si el irlandés se sorprendió por la aparición de Doyle, no dejó que tal cosa se le trasluciera en el rostro, salvo un ligero estrechamiento de los ojos. Se arrancó con los dientes una parte de la uña del pulgar y la escupió frente a Doyle, quien se dirigió sencillamente al otro lado de la mesa y apoyó un pie sobre la silla.
La mirada de Doyle jamás se apartó de la de Sheehan.
El hombre sudaba ligeramente, pero, supuso Doyle, no de miedo. Había visto antes hombres como Sheehan. Cabrones duros. Listos para pasarlo mal, si hace falta. A veces, el miedo a sus propios camaradas era un obstáculo más fuerte para la comunicación que el miedo a las autoridades.
Doyle quería modificar eso.
—Probablemente has tenido ya bastante de esta rutina policial —dijo Doyle mientras encendía un cigarrillo y echaba el humo en dirección al irlandés—. Ya has estado un rato sentado, con ganas de mear, desesperado por un cigarrillo, preguntándote cuánto tiempo más te tendrán aquí sentado. Bien, Tommy, esto no es nada para ti. Podrías quedarte aquí unas cuantas horas más, o unos cuantos días más. Me tiene sin cuidado. Puede que tú tengas tiempo para perder, pero yo no. Necesito hablar contigo, o, mejor dicho, necesito que tú hables conmigo. Si quieres ayudar, fantástico; pero si quieres ponerlo difícil, no puedo hacer nada por evitarlo. Quiero unas cuantas respuestas antes de salir de este cuarto.
—Buen discurso. ¡Vete a tomar por el culo! —dijo Sheehan, mirando a todas partes excepto a Doyle.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios de Doyle.
Bueno, bueno, no es extraño que Austin no haya podido sacarle nada, pensó el antiterrorista.
—No contestaré tus preguntas. ¡Vete al cuerno! —dijo Sheehan despectivamente, esta vez mirando a aquel hombre, más joven que él.
—Si me voy yo, tú vendrás conmigo —dijo Doyle, y observó la sorpresa en los ojos del irlandés al oír que le hablaban en su lengua nativa—. Ahora, comienza a hablar. ¿Por qué la reunión?
—A tomar por el culo.
Doyle apoyó la bota contra el borde de la mesa y la empujó con tanta fuerza contra el pecho del irlandés, que éste se salió de la silla por el impacto. Se aplastó pesadamente contra la pared y se golpeó la cabeza. En un segundo, Doyle estuvo sobre él, lo arrastró de los pies y lo golpeó contra la pared de azulejos blancos.
—¿Qué está pasando? —gruñó, esta vez en inglés—. ¡Habla, cabrón!
Sheehan sintió que le levantaban los pies del suelo mientras Doyle aumentaba la presión sobre su garganta. El irlandés acumuló saliva y la escupió al rostro del inglés.
Los ojos de Doyle se inyectaron de odio y descargó un puñetazo en el estómago de Sheehan. El golpe le cortó la respiración y liberó los últimos restos de control que había mantenido sobre su vejiga llena. Mientras caía al suelo, comenzó a extenderse una mancha oscura por la parte delantera de sus pantalones.
Doyle colocó un pie sobre el pecho de aquel individuo, observando como la orina le empapaba las ropas y parte de ella se encharcaba debajo de él.
—¡Niño guarro! —le reprendió, hundiendo con más fuerza el tacón de la bota en el pecho de Sheehan. Los músculos en un costado de la mandíbula del inglés latieron con rabia.
—¡Habla, cacho mierda! —exclamó Doyle, a cuyas fosas nasales llegó el ácido olor de la orina—. Has comenzado a apestar y no estoy dispuesto a perder aquí más tiempo del necesario. De modo que, ¿me dirás qué coño está pasando? —terminó y golpeó la espalda de Sheehan contra la pared con mayor fuerza aún.
El irlandés levantó las manos y trató de bajar los brazos de su victimario, tan sólo para aliviar la presión en la garganta, pero Doyle apretó más los pulgares, observando con fruición que la cara de su oponente comenzaba a ponerse roja.
Era como si Sheehan tratara de hablar, pero los únicos sonidos que podía emitir fueran jadeos ahogados. Doyle lo sostuvo un momento más y luego lo arrojó a través del cuarto. El irlandés dio una vuelta y se aplastó contra la otra pared, justo debajo del espejo bidireccional. Doyle dio dos pasos y volvió a estar sobre él. Esta vez se limitó a presionar la punta de la bota sobre el flanco del irlandés, satisfecho al oír un sordo crujido.
Una costilla menos, pensó.
Sheehan gimió y se agarró el costado herido, pero Doyle lo arrastró otra vez, mirándolo profundamente a los ojos.
—No puedes hacer esto —gimió el irlandés—. Tengo derechos.
—No tienes una mierda —susurró Doyle mientras volvía a golpearlo contra la pared.
Esta vez el impacto fue tan violento que abrió a Sheehan un tajo en la parte posterior de la cabeza. Del corte comenzó a brotar sangre, que chorreó por el pelo. Doyle miró la mancha roja sobre la pared sin una pizca de emoción. Golpeó a Sheehan contra un asiento que aún quedaba en pie, le cogió la cabeza por detrás y apretó en su mano un mechón de pelo, sin importarle en absoluto la sangre que le manchaba la palma de la mano. Tiró tan bruscamente hacia atrás que parecía que le quebraría el cuello.
—¿Por qué no hablas con los otros? —preguntó Sheehan con voz áspera.
—Porque son pescados pequeños. El que organizó la reunión de anoche fuiste tú. Tú eres el que sabe qué sucede y por qué. Ahora, dime o juro por Cristo que te romperé el cuello.
Como para reforzar la convicción de su juicio, Doyle tiró más fuerte aún del pelo del irlandés, hasta llegar casi a hacerle perder el equilibrio.
—No puedo hablar —dijo Sheehan con dificultad; sentía que estaba a punto de desmayarse.
—¿No puedes o no quieres? —espetó Doyle y, de pronto, arrojó a Sheehan hacia adelante, dándole con tal fuerza la cabeza contra la tabla de la mesa que le rompió la nariz.
La sangre saltó del apéndice destruido y corrió por la cara y la camisa del irlandés mezclándose con la orina que ya le había ensuciado los pantalones.
Doyle dio un paso atrás. Sheehan parloteaba incoherentemente, la cara convertida en una máscara roja. Finalmente, se las arregló para sentarse, mientras se cogía la cara con una mano. La sangre le chorreaba entre los dedos. Miró con odio al antiterrorista, pero en aquella mirada Doyle vio algo más.
¿Miedo, tal vez?
La respiración del irlandés era pesada; jadeaba profundamente con la boca abierta mientras se sostenía la pulverizada nariz, de la que ocasionalmente retiraba la mano para observar la cantidad de sangre que se acumulaba en los dedos.
—¡Hijoputa! —espetó a Doyle—. ¿Y esperas que hable? —agregó, y esbozo una sonrisa que quiso ser irónica, pero que más bien pareció lasciva.
—No lo espero —le informó Doyle—. Pero te lo aconsejo, a menos que desees terminar con las mejillas y la mandíbula en el mismo estado que la nariz. No había ninguna entonación especial en la voz, no había amenaza. Simplemente el enunciado de lo inevitable.
—¿Qué es lo que piensas que sé? —preguntó Sheehan, encogiéndose mientras con la manga de la camisa se limpiaba la nariz deshecha. Todavía goteaba sangre, que formaba un charco a sus pies.
—Dime simplemente qué es lo que está pasando.
—¿De qué coño hablas? ¿Qué está pasando? —dijo Sheehan, casi con sorna.
La expresión de Doyle no se alteró en absoluto.
—No te hagas el tonto, Tommy —dijo—. Sabes perfectamente que hace dos días, en el Norte de Irlanda fueron asesinados veintitrés políticos, incluso algunos del Sinn Fein. Nadie sabe quién les disparó, ni por qué, y ahora, esta noche, te encontramos a ti y a tus compinches con suficiente Semtex como para empezar una guerra —Doyle apoyó una bota en el borde de la silla y se inclinó hacia Sheehan—. Hace diez días el IRA Provisional dijo que estaban dispuestos, si sus líderes conseguían términos favorables, a detener las hostilidades contra el ejército británico y toda actividad en el continente, tanto contra objetivos militares como civiles —tras lo cual hizo una pausa para mirar fijo al irlandés—. Tu asquerosa organización estaba lista para anunciarlo. Basta de bombas, basta de disparos, basta de lisiados en atentados. Nada. Y ahora, ¿qué pasa? En el término de cuarenta y ocho horas, veintitrés personas asesinadas y encontramos vuestro depósito de explosivos. Ahora dime que no sabes qué es lo que está pasando.
Sheehan miró cautelosamente al antiterrorista, siempre limpiándose la nariz con la camisa.
—No puedes acusarme de lo que ocurrió en Stormont —dijo.
—Puedo acusarte de todo lo que me salga de los cojones, a menos que se te ocurra alguna información para darme —dijo Doyle con irritación—. ¿Quién estuvo detrás de esta matanza? ¿Quién te dijo que convocaras a una reunión esta noche?
—¿Qué coño estás diciendo? ¿Reunión?
—Tú y los otros trabajaron juntos antes en un equipo. ¿Pensaban volver a las andadas?
Ambos hombres se miraron durante unos instantes. Luego prosiguió Doyle:
—¿Quién te dijo que convocaras a una reunión? ¿El mismo tío que organizó la matanza de Stormont?
—¿Por qué no hablas con los protestantes? —protestó Sheehan—. ¿Cómo coño sabes que no se puede acusar al UVF?
—Una corazonada —respondió Doyle sencillamente—. Ahora te pregunto una vez más —dio un paso atrás mientras se llevaba una mano a la espalda de la chaqueta—. ¿Quién ordenó el tiroteo de Stormont?
—¿Quieres que me vuelva un chivato? —Sheehan rió entre dientes, siempre atendiéndose la nariz—. ¿Sabes lo que harían conmigo si yo hablara? Un saco sobre la cabeza y dos balas en el cerebro.
—Si te preocupa hacerte chivato es porque hay alguien a quien chivatear, ¿no es cierto? —dijo Doyle en tono llano.
—Eres listo —dijo Sheehan.
—No, soy impaciente. Dame un nombre.
—De ninguna manera.
—Como quieras.
En ese momento sacó el arma.