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Finalmente, cuando salió de la ducha se quedó con la cabeza baja, de pie sobre la toalla que había extendido en el suelo del baño. Era una suerte de acto de meditación, Y así permaneció, con los ojos cerrados, mientras el agua caía por su cuerpo formando arroyuelos, algunos de los cuales seguían las profundas heridas como un torrente entre las rocas. Inspiró profundamente varias veces y, finalmente, cogió la toalla de baño y comenzó a secarse. Aún podía oír música desde dentro del salón. Frotándose la toalla contra el cuerpo se encaminó hacia la fuente del sonido y, al pasar, cogió el vaso de leche. El agua goteaba del pelo largo y Doyle la enjugaba a medida que le caía por la espalda.

Se acercó al estéreo y bajó ligeramente el volumen. Luego fue al teléfono y marcó unos cuantos dígitos.

Lo cogieron casi de inmediato. Doyle sonrió cuando reconoció la voz.

—Sí, ¿quién es?

—Ron, soy Sean.

—Doyle, ¿qué coño quieres? —quiso saber Ronald Wyatt—. Me he enterado por medios no oficiales de que has sido un chico desobediente —prosiguió y luego rió entre dientes—. El viejo Austin estaba hecho una furia por aquel irlandés que eliminaste.

—¡A tomar por el culo! —dijo secamente Doyle—. Los que me interesan son los otros. Necesito saber dónde los llevaron. Austin no me lo diría.

—¿Por qué necesitas saberlo?

—¿Por qué diablos crees que necesito saberlo? Necesito hablar con ellos.

Doyle se enjugó gotas de agua de la cara.

—¿Sobre qué?

—Vamos, Ron, ¿qué es esto? ¿Un interrogatorio? Dime simplemente dónde los tienen —dijo Doyle.

—Comisaría de Shepherd’s Bush Road.

Doyle sonrió.

—Gracias —dijo.

—De paso, si alguien pregunta cómo lo has sabido, recuerda…

—Ya lo sé, me lo dijo un pajarito —terminó Doyle con ironía.

—Un pajarito rubio con grandes tetas —Wyatt estalló en un ataque de risa.

Doyle mantuvo el teléfono a cierta distancia del oído durante un momento.

—¡Salud, otra vez, Ron! —dijo, y cuando estaba a punto de colgar, Wyatt habló nuevamente; su tono tenía una sobriedad repentina a inesperada.

—Sean, ¿qué coño está pasando? —preguntó—. Quiero decir, con el IRA. Sabes que estaban tan entusiasmados como cualquier otro con un plan de paz. Y luego, primero la masacre de Stormont y luego montones de Semtex aquí, en Londres. No tiene ningún sentido.

—¿Desde cuándo tiene sentido algo en esta mierda de Irlanda, Ron?

—De acuerdo —murmuró Wyatt, pensativo.

—Hablaremos pronto —dijo Doyle, quien esta vez colgó.

¿Conque Shepherd’s Bush? Tenía sentido. Era la comisaría más cercana al escenario de la acción. Debía haberlo adivinado.

Volvió al dormitorio, donde se secó rápidamente. Cogió del ropero tejanos limpios y una camiseta limpia, se puso ambas cosas y se calzó un par de botas de cowboy. Miró brevemente su reflejo en el espejo y volvió lentamente al salón. Allí cogió la 44 de su estuche, abrió el cargador y vació el arma. Recogió los cartuchos y se dirigió a un armario junto al estéreo, que todavía seguía lanzando música:

Déjame seguir durmiendo, olvídate de que estoy solo

Doyle abrió un cajón y sacó una caja, que llevó al sofá. Luego, en cuclillas ante el sofá, abrió la caja para dejar a la vista los proyectiles que contenía.

Un día de vida sin rostro tiene veinticuatro horas de más.

Los casquillos de cobre reflejaban la luz, relucientes mientras Doyle retiraba seis. Se quedó un momento admirando las balas y luego, lentamente, puso una en cada hueco del tambor de la 44.

Eran su orgullo y su alegría.

Proyectil número doce suspendido en teflón líquido en un casquillo de cobre.

Hermoso.

Doble poder explosivo que cualquier bala. No tenían que chocar primero con un hueso, sino que estallaban apenas daban en el blanco. Siempre bastaba con una.

Puso el último cartucho en el cilindro y lo cerró, para colocar luego el arma en el cinturón del tejano. Se puso la chaqueta de piel, apagó el estéreo y se encaminó a la puerta con las llaves del coche ya en la mano.

Se hallaba a mitad de la escalera cuando llamó el teléfono, pero sólo vaciló un segundo, sabiendo que el contestador automático cogería la llamada.

Sin embargo, después de dos timbrazos, nada.

Por segunda vez en esa noche, el comunicante había preferido no dejar mensaje.

Lo que tenía que decir debía decírselo personalmente a Doyle. Por ahora, podía esperar.