Preparación

El hombre había sido ahorcado tres días antes.

Su cuerpo colgaba de la cuerda y giraba suavemente, mecido por la brisa. La madera de la horca crujía luctuosamente, ofreciendo su postrer lamento.

Era difícil calcularle la edad; no tenía casi rostro.

Los cuervos habían realizado su trabajo a fondo.

Lo primero que había desaparecido eran los ojos, vorazmente devorados por los pájaros carroñeros.

Las moscas se habían dado un festín en las heridas abiertas, desovando en las laceraciones, de tal modo que ciertas partes de la cara parecían moverse. Como si los músculos todavía se crisparan en aquel rostro muerto.

Los gusanos se retorcían bajo los colgajos de piel y comían a sus anchas.

La cuenca de un ojo estaba hinchada de gusanos; de las desgarradas mejillas salían formas culebreantes que semejaban parasitarias lágrimas vivas.

El cuerpo seguía moviéndose lentamente mientras la brisa nocturna aumentaba de intensidad y arrastraba nubes alrededor de la luna como una capa, lo cual hacía todavía más profunda la oscuridad del campo.

Los dos hombres que miraban el cadáver colgante lo hacían con indiferencia.

No sabían el nombre de aquel hombre, no sabían por qué había sido ahorcado. No les importaba.

El primero era un individuo alto y delgado, cuyos dedos huesudos, por la posición en que el hombre los mantenía, parecían estar en plena partida de cartas. Su compañero también era alto, pero más corpulento.

Era el que llevaba el cuchillo.

La luna desapareció detrás de un banco de nubes y volvió la oscuridad.

El segundo hombre se adentró hacia el cadáver, para darse cuenta, finalmente, de lo cerca del suelo que se hallaban los pies del muerto. A unos treinta centímetros de la tierra. En verdad, quien había atado la cuerda alrededor del cuello del hombre no era precisamente un experto. El segundo hombre observó más de cerca el cuerpo colgante y vio cuán estirado se hallaba el cuello. Se veía la carne tirante sobre los ajados músculos.

Habían estrangulado a aquel hombre hasta la muerte, le habían negado la merced de un cuello roto.

El segundo hombre también se percataba del hedor que el cuerpo desprendía. Un olor a carne en putrefacción.

Al ahorcado le habían quitado la ropa, de modo que no había nada que contuviera aquel olor. Frunció la nariz cuando se acercó al cadáver y, por un segundo, detuvo la mirada en los genitales devastados, contraídos.

Probablemente, otra vez los cuervos, pensó. El escroto del muerto estaba abierto, y casi seguro que por obra de un poderoso pico de ave. Los testículos habían sido devorados; el pene, brutalmente atacado.

También los pies del cadáver exhibían diversos cortes. Probablemente, otros o tejones, incapaces de alcanzar el tronco en proceso de putrefacción, habían hincado el diente a las partes más accesibles. Faltaban tres dedos de los pies.

El hombre parecía empezar a cansarse de su contemplación del cadáver colgante y, en cambio, ponerse manos a la obra. Asió el brazo izquierdo con mano poderosa. Luego, con la otra, presionó el cuchillo contra la muñeca.

La piel del muerto era blanda y flexible, de modo que le resultó fácil cortar.

Hasta que llegó al hueso.

El filo del cuchillo chirrió contra el radio y el cubito, pero el hombre invistió, y sonrió cuando oyó un sordo crujido. Continuó con el cuchillo, que utilizó a modo de sierra, hasta que, finalmente, tirando al mismo tiempo del apéndice, separó la mano.

La blandió como una suerte de trofeo y retrocedió hacia el primer hombre, que había observado inmóvil todo el episodio.

Buscó en el interior de la chaqueta y sacó una cajita de madera de unos quince por veinte centímetros. La abrió y observó mientras su compañero ponía dentro la mano recién cercenada. Luego, satisfechos, ambos caminaron hasta los caballos que estaban atados allí cerca, montaron y se marcharon.

El ahorcado se meció suavemente en la brisa.