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En el silencio del dormitorio él pudo oír la respiración de la mujer.

Había una calidad ligeramente nasal en la exhalaciones de Laura, producto de más de cinco años de cocaína.

Callahan no sabía exactamente qué efecto tenía sobre las vías nasales. En realidad, le tenía sin cuidado. Ella gozaba así. ¿Quién era él para negarle placer?

Se sentó en la cama, con cuidado para no molestar a su mujer. Durante unos prolongados instantes la observó dormir: el permanente subir y bajar de su pecho, el suave pulso de su garganta. Entonces, con mucho cuidado, bajó de la cama, se puso el albornoz y salió del dormitorio para ir el baño. Una vez allí, encendió la luz y lo sobresaltó el zumbido de los tubos fluorescentes antes de iluminar. Callahan abrió el grifo, se enjuagó la boca y se pasó la mano por el pelo oscuro y corto. Estuvo un rato frente al espejo mirándose en él, complacido de lo que veía.

Tenía treinta y seis años, cuatro más que su mujer, y su cuerpo era delgado y musculoso. Abrió el albornoz para inspeccionar los músculos pectorales. Todas las mañanas hacía ejercicio en el pequeño gimnasio que había hecho construir en la casa cuando la compraran, dos años antes. La casa y las seis hectáreas de tierra que la acompañaban habían sido relativamente baratas, naturalmente que para un hombre de los recursos de Callahan. No sabía con exactitud cuántos millones valía. No pensó mucho en el dinero. Tenía más de lo que necesitaba, de modo que no era preciso pensar en él. Sólo los que no tienen lo suficiente se obsesionan con la materia, pensó, divertido de su propia filosofía.

Se echó más agua a la cara y se enjugó la que sobraba con la manga del albornoz. Después tiró de la cuerda y el cuarto de baño volvió a quedar a oscuras.

Callahan regresó al dormitorio. Miró a Laura.

La mujer ocupaba ahora su lugar y tenía las piernas recogidas contra el pecho.

Callahan se quedó inmóvil un momento, contemplándola; luego fue a la ventana.

El dormitorio estaba en la parte delantera de la casa, y con ayuda de los grandes faroles que iluminaban desde el techo, Callahan podía ver unos veinte o treinta metros del camino que llevaba hasta la gran casa.

Visible a través de la oscuridad donde los establos alojaban a media docena de caballos. A la derecha se levantaban un par de graneros. Otro hueco de unos diez metros y luego se veía el ala occidental de la casa.

Toda la casa estaba enjalbegada, en ciertos sitios los muros estaban cubiertos de una hiedra tan densa que el trabajo en la piedra quedaba casi totalmente oscurecido por la planta parásita. Por doquier, docenas de ventanas reflejaban la noche como multitudes de ojos ciegos.

Todos excepto uno.

Callahan miró hacia afuera, al camino de entrada a la casa, y se acercó mucho al vidrio de la ventana para ver mejor.

Se encendió una luz en una de las habitaciones del piso de arriba.

Miró el reloj, cuyas agujas brillaban con un verde enfermizo en la oscuridad.

Las tres y treinta y dos de la mañana.

Seguramente, nadie del personal estaría levantado a esa hora de la mañana.

La luz desapareció otra vez y Callahan se relajó por un momento.

Se frotó los ojos, como si acabara de despertarse.

Volvió a encenderse la luz.

Otra vez se apagó.

Se encendió.

Callahan dio media vuelta y se dirigió a la cama, pero se detuvo un instante y abrió el cajón del gabinete.

Del cajón de arriba sacó un Smith & Wesson de calibre 38.

Revisó el tambor para cerciorarse de que el arma estuviera cargada y luego, satisfecho de que efectivamente lo estuviera, volvió a la ventana y miró hacia afuera.

Todavía había luz en la habitación del piso de arriba.

Callahan apretó el arma en la mano. Mirando hacia atrás a Laura, se encaminó a la puerta del dormitorio.