Las manos de Channing temblaban mientras giraba la llave del encendido.
El coche rugió con vida al primer intento y el historiador apretó el acelerador, conduciendo sobre las suaves ondulaciones hacia la carretera que lo llevaría de regreso al pueblo cercano de Machecoul. El sol todavía estaba alto en el cielo, pero había nuevas nubes que comenzaban a cubrir el cielo, ya algo oscuro. A cada momento oscurecerían el sol y la tierra quedaría fugazmente en sombra. El viento, que había soplado durante todo el día, parecía intensificarse. A medida que conducía, Channing vio que los árboles que flanqueaban el camino se balanceaban violentamente con cada ráfaga.
Cogió firmemente el volante, consciente de que tenía las palmas húmedas. En la frente, el sudor había formado pequeñas bolitas.
No todo era producto del calor que hacía dentro del coche.
Lo que había encontrado en la iglesia le había dejado sorprendido. No, se corrigió, lo había conmovido. Lo había sacudido. No sólo porque no se lo había esperado, sino también por la misma naturaleza de la cosa.
Todavía era muy vigorosa en su mente la visión de lo que había dejado detrás, de modo que le quemaba la conciencia como una suerte de tizón.
Se estremeció mientras conducía, enfadado consigo mismo por su reacción inicial, pero incapaz de sacarse de encima la extraña conmoción que había experimentado.
Se dirigió una rápida reprimenda mental, fastidiado de que su propio profesionalismo no hubiera respondido del todo bien cuando fuera puesto a prueba. Su autocontrol había fallado de la misma manera que la piedra de la iglesia.
Conducía velozmente por el sinuoso camino, ansioso por llegar al pueblo y a la posada donde se alojaba. Ansioso por conseguir un teléfono.
Tenía que hacer una llamada.
Disminuyó ligeramente la velocidad cuando llegó a las afueras de Machecoul, mientras rodeaba los establos que ocupaban el mercado. Los residentes del pueblo estaban ocupados con sus negocios. Los granjeros habían llevado el producto de las granjas locales para venderlo. Mientras Channing aparcaba fuera de la posada, pudo oír voces que se filtraban en el aire, voces que conversaban de buen humor, regateaban, reían.
Pero aquella escena de vida rural no era para él. Tenía cosas más importantes en que pensar.
Se metió en la pequeña posada pintada de blanco, no sin advertir lo fría que estaba en comparación con el exterior. La gorda que administraba el lugar le dio la llave de su habitación y estuvo a punto de preguntarle si se sentía bien cuando Channing desapareció en dirección a la escalera que llevaba a su dormitorio.
Había unas diez habitaciones para huéspedes y la mayoría de ellas, por el momento, estaban vacías.
Channing entró, fue directamente al teléfono, junto a la cama, y cogió el auricular.
Marcó y maldijo en un susurro cuando se dio cuenta de que se había olvidado marcar el código internacional de Inglaterra. Volvió a llamar. El código internacional, luego el código de Londres, luego el número buscado.
La mano le temblaba ligeramente.
Mantuvo el auricular contra el oído, atento a toda suerte de frituras, explosiones y pitidos que recorrían la línea mientras se conectaba el número pedido. Del otro lado de la línea, el teléfono llamaba.
Y llamaba.
—Vamos —murmuró con impaciencia.
—Sí… —comenzó a decir una voz femenina.
—Hola, Cath —dijo él, sin aliento.
La otra voz continuó.
—… soy Catherine Roberts. Me temo que en este momento no hay nadie…
—¡Mierda! —protestó Channing y colgó el auricular. Maldito contestador automático. Aguardó un segundo, volvió a marcar y esperó.
Lo saludó la misma voz metálica, y cuando ya estaba a punto de colgar por segunda vez, oyó un zumbido como si estuvieran desconectando el contestador.
—Diga…
—Cath, ¿eres tú? —preguntó Channing.
—Sí, ¿quién habla? —preguntó a su vez la mujer, del otro lado de la línea.
—Soy Mark Channing. No quise hablar con esa mierda de contestador.
—Acabo de entrar —explicó—. Creí que estabas en Bretaña.
—Así es. Escucha, Cath. He estado en la iglesia de Machecoul —le contó, en voz baja, casi sin aliento—. Allí hay algo. Tienes que verlo.
—¿Qué es? —quiso saber ella.
—¿Cuándo puedes coger un vuelo?
—Mark, por el amor de Dios —comenzó a decir, casi riendo—. No puedo dejarlo todo así como así.
—Tienes que hacerlo —insistió él, y ella percibió la angustia en la voz de Channing—. Es importante. Es de tu incumbencia.
—¿De mi incumbencia? —dijo ella vagamente, perpleja ante la insistencia de Mark.
—Tú eres una historiadora del arte, por el amor de Dios —gruñó, como si hiciera falta que le recordara su profesión—. Una medievalista. Necesito que mires lo que he encontrado. Necesito tu ayuda.