Había oído los ruidos en el interior de la iglesia y se preguntaba quién podía haber llegado para perturbar su trabajo.
Mark Channing observaba mientras los dos muchachitos salían del edificio corriendo y chillando.
Se quedó inmóvil un momento, rascándose la barbilla y preguntándose por qué su aspecto habría aterrorizado de esa manera a los visitantes. ¿Acaso no habían visto su coche aparcado del lado occidental de la iglesia? Es evidente que no, reflexionó, observando como ambas figuras se lanzaban hacia la puerta y se precipitaban a la luz del sol. La iglesia volvió a quedar en silencio, que era como le gustaba a Channing. Sonrió para sí y volvió al presbiterio, empujando la puerta cerrada a su espalda.
Dos fuentes de luz alimentadas a pila iluminaron el presbiterio y proyectaron un frío destello blanco que hundía todas las cosas en una sombra profunda. Channing se sirvió una taza de té del termo que tenía en el bolso y se quedó de pie mientras lo bebía, mirando a su alrededor.
A la izquierda, la escalera que conducía al campanario se alzaba en una oscuridad todavía más cerrada. A la derecha, sostén de las dos lámparas, el altar. O lo que alguna vez fuera altar.
Era una pieza de piedra chata, con la textura del mármol y relativamente sin marcas. Sobre él había esparcido Channing varios de sus bloques de notas. Aún había un paquete de sandwiches y los restos de un pastel de cerdo a medio comer que había consumido una media hora antes, a modo de ofrendas a alguna deidad culinaria.
Lo mismo que en el resto de la iglesia, faltaban las vidrieras a ambos lados del presbiterio. Los huecos estaban cubiertos con tablas, como los de la nave.
El trabajo de Channel en la iglesia había revelado que la piedra que rodeaba las ventanas estaba desportillada, lo cual indicaba que las vidrieras habían sido quitadas intencionalmente. Esto es, que se las había arrancado físicamente de su lugar en la piedra, con marcos y todo. Su ausencia no era producto de un acto de vandalismo, sino de un propósito racional y bien estudiado.
Pero de un pensamiento que tenía como base la superstición y el miedo.
Channing conocía la iglesia y el área circundante. Las conocía por asociación. Por lo que había leído y lo que había escrito. Esta era la primera vez que estaba dentro de la iglesia, pensó.
Hacía cinco días que había llegado a Francia, y los tres últimos había estado trabajando en la iglesia. No había tenido que buscar permiso de nadie para entrar en el edificio. Nadie de las ciudades o los pueblos cercanos parecía preocuparse de que se dispusiera a trabajar allí, y Channing fue incapaz de descubrir a quién pertenecía la tierra sobre la cual se levantaba el viejo edificio. La iglesia era uno de los testimonios que quedaban del hecho de que, en otra época, esta parte de Bretaña había sido propiedad del habitante más rico de la provincia.
Pero esto había ocurrido cuatrocientos años antes.
Channing se había fijado en la iglesia por una cantidad de razones. Le debían unas vacaciones en su cargo de profesor en Balliol, de modo que aprovechó la oportunidad para ir a Bretaña para tomarse un descanso como cualquier hijo de vecino. Pero su objetivo principal había sido el de ver la iglesia que hasta ese momento sólo conocía a través de lecturas.
Sin embargo, su propietario le resultaba más familiar, pues había sido tema de un tratado que él había escrito dos años antes. Había formado parte de un libro publicado por uno de los principales editores del país. El título del libro se le escapaba a la memoria (aunque recordaba que era un volumen pedante y de escaso nivel científico, excepto su artículo, por supuesto). Pero no del tema sobre el cual versaba.
El antiguo propietario de este sitio desértico y tan desagradablemente húmedo era Gilles de Rais.
Durante el siglo XIV. De Rais fue responsable de los asesinatos rituales de más de doscientos niños, muchos de ellos cometidos en la iglesia donde Channing se hallaba en ese momento. La iglesia, simplemente, había formado parte de la vasta propiedad rústica que De Rais llamada Machecoul. El hombre había sido un héroe en su país natal; lo hicieron Mariscal de Francia por su intervención en la lucha contra los ingleses durante la guerra de los Cien Años, y en la culminación de su poder se rumoreaba que era el noble más rico de toda Europa. Pero su amor a la vida dispendiosa y toda una horda de consejeros parásitos se fue comiendo el dinero de las arcas de De Rais y terminó por hacer, de un hombre rico, un hombre en quiebra.
Entonces se dedicó a la alquimia.
Channing bebió más té, miró de nuevo alrededor del presbiterio y concentró la atención en las ventanas cubiertas de tablas.
Cuando se volvió vio algo que brillaba; uno de los haces de luz solar, en forma de espadín, había atravesado la oscuridad y rebotaba en un punto a la izquierda.
El historiador dejó su taza y cruzó el presbiterio, con cuidado para no obstruir el rayo de luz.
Debajo de una abertura en la piedra, que había dejado la eliminación de una vidriera, había un pequeño cuadrado de luz, como si algo ardiera dentro mismo de la piedra.
Channing cogió un pequeño cincel del bolso que se hallaba junto al altar y comenzó a golpear alrededor del cuadrado brillante, para advertir poco a poco que se trataba de un vidrio muy llamativo.
Vidrio de color.
Frunció el entrecejo.
La piedra era antigua y frágil, pero todavía notablemente fuerte y resistente al cincel, tanto que Channing golpeó este último con el pulpejo de la mano.
En la pared apareció una falla, que rápidamente cruzó de un lado al otro de la ventana y tenía una longitud de unos sesenta centímetros.
Channing respiraba con pesadez mientras seguía golpeando suave y repetidamente la quebradiza piedra.
Se desprendió más roca, que cayó a sus pies.
Channing tragó con esfuerzo, los ojos se le ensanchaban mientras escudriñaba en la oscuridad, pues el rayo de sol que lo había guiado hasta el presbiterio ya no iluminaba.
Sólo la luz de las lámparas de pila iluminaban lo que veía.
Se lamió los labios, el corazón le latía con fuerza contra las costillas mientras contemplaba.
Sólo dijo dos palabras, ahogadas en las tinieblas y el silencio que reinaban en la iglesia, que pronunció en voz queda debido a su propia conmoción. Miró fijo, sin pestañear y murmuró:
—Dios mío.