BRETAÑA, FRANCIA:
Hasta en la brillante luz de sol, la iglesia parecía oscura.
El campanario se elevaba en el aire como un dedo acusador que señalaba al cielo azul donde colgaba un sol brillante a modo de lustrado anillo. En el cielo no había casi nubes, y las que había sólo parecían delgados jirones blancos contra el acuoso azul del firmamento. Una ligera brisa agitaba la hierba larga que crecía alrededor de la iglesia, y también en las colinas que la contemplaban desde arriba.
En lugar de haber erigido el edificio en la cima de la colina, parecía que lo hubieran relegado al nivel del valle, como algo que había que ocultar. Que evitar antes que exaltar.
Una casa de Dios donde muy pocos habían estado y por donde, al parecer, Dios mismo había pasado de largo.
La iglesia era antigua y el paso del tiempo no había mostrado clemencia con ella. El labrado de la piedra estaba gastado y, en ciertos sitios, tan profundamente agrietado que toda la estructura amenazaba con derrumbarse. Los restos de una veleta giraban en la parte superior de un campanario que hacía doscientos años que no alojaba campana alguna. Donde no había nada nuevo ni nada cuidado.
Nadie visitaba nunca la iglesia.
El pueblo más cercano se hallaba a más de ocho kilómetros, y la iglesia misma quedaba apartada del estrecho camino que serpenteaba por la campiña bretona.
Ningún pájaro anidaba al atardecer. Ninguna rata visitaba la cáscara huera del edificio.
No parecía haber hombre, ni animal ni Dios que tuviera interés en ese sitio.
Carl Bressard estaba de pie en la cima de la colina, miraba hacia abajo, a la iglesia, y sentía frío a pesar de que el sol le calentaba la piel. Levantó brevemente la vista como para recordarse que el ardiente astro aún se hallaba allí, y al hacerlo, un jirón más espeso de nube se interpuso lentamente, proyectando una sombra fugaz sobre el valle y la iglesia.
Phillipe Roulon vio la expresión del rostro de su compañero y sonrió.
—Tienes miedo —dijo en tono de reproche, pegando la cara a la de su amigo.
A Carl le habría gustado decir a Phillipe que no, pero, si tenía miedo, eso sería una mentira.
Sin embargo, pensó, ¿qué había allí para tenerle miedo? La iglesia estaba vacía y vacía había estado desde hacía años, muchos más que los diez que él había estado en la tierra. Cientos de años, le habían contado sus padres, cuando él les preguntara. Le habían dicho que hacía más de doscientos años que la iglesia no se usaba.
Luego le habían dicho que se mantuviera alejado de ella.
Él había preguntado por qué, pero le contestaron que no pusiera su palabra en duda. Tenía que mantenerse alejado. Y punto.
Lo mismo le había dicho a Phillipe su madre. No tenía padre. En realidad, apenas podía recordar al hombre que había muerto cuando él sólo tenía cinco años. Los seis años intermedios habían servido para borrar la visión del hombre, de la misma manera en que, poco a poco, se difuminan las fotos.
Había visto antes la iglesia, pero, como ahora, sólo desde cierta distancia. Al mirarla, allá abajo, se le ponía la piel de gallina. Pero no podía echarse atrás. Ahora no. Entrarían juntos.
En ese sitio que les había sido prohibido.
Tal vez para descubrir por qué estaba prohibido.
Los dos muchachos se miraron por un momento. Luego comenzaron a bajar la colina. Carl casi tropezaba en la hierba alta mientras corrían. Pero, ya ganados por la risa, se lanzaban cuesta abajo. La abrupta pendiente de la ladera les incrementaba la velocidad.
Cuando llegaron al valle, ralentizaron el paso.
La iglesia ya no estaba ni a doscientos metros.
Desde allá arriba parecía pequeña, pero, tal como se la veía desde el valle, era enorme. Tenía las paredes oscuras y parecía que no la hubieran construido con trozos sueltos de piedra, sino que la hubiesen esculpido en una única masa rocosa. Pero aquel edificio monolítico también podía haber sido vomitado por la tierra misma, repudiado por ella. No deseado por la naturaleza, ni por Dios, ni por el hombre.
Los muchachos dieron unos pasos vacilantes hacia la iglesia con los ojos fijos en ella.
Carl pudo ver que, donde alguna vez hubiera vidrieras, sólo quedaban profundos agujeros en la roca. Las heridas de la piedra, a las que se les habían formado costrones en forma de entablado, clavado al azar sobre las aberturas, sin ningún cuidado por las apariencias. Los clavos que sostenían las tablas en su sitio estaban oxidados y rotos. Algunas de las tablas colgaban libremente. Una oscilaba suavemente hacia adelante y hacia atrás, impelida por el viento, que en ese momento parecía ser mucho más fuerte.
El sol ardía con radiación ininterrumpida, pero ambos muchachos sentían que el frío aumentaba a medida que se acercaban a la iglesia.
Tampoco se atrevían a dejar de caminar. Ni querían que el otro advirtiera el miedo que cada uno experimentaba.
Además, ¿qué había que temer en un edificio de piedra vacío?
Carl trató de calmarse con ese pensamiento, pero no consiguió prácticamente reducir casi nada la velocidad con que le latía el corazón.
Pasó otra nube cerca del sol y nuevamente el valle quedó en la sombra. Esta vez los muchachos se quedaron paralizados hasta que volvió el calor.
Se acercaron.
La hierba de alrededor de la iglesia era más larga todavía, y los muchachos tenían que levantar mucho los pies para evitar tropezar en los zarcillos que parecían adherírseles a los zapatos.
Una fuerte ráfaga de viento hizo girar la veleta. El estúpido crujido del metal oxidado cortó el silencio como una navaja. Había un angosto sendero de grava alrededor de la iglesia, también cubierto de hierba y maleza, pero, con todo, caminar por allí era más fácil. Ambos muchachos, que iban uno junto al otro, flanquearon el edificio hasta la fachada de la iglesia.
Ante ellos se presentó la enorme puerta doble. La madera estaba carcomida en ciertos sitios, los herrajes, oxidados, y las escamas parecían una piel seca y áspera. De las puertas colgaban dos grandes anillos. Sobre uno de estos anillos se cernió una mano de Carl.
Lo único que tenía que hacer era empujar la puerta abierta y la entrada a la iglesia estaría expedita.
—Vamos —dijo Phillipe con voz suave, ya sin bravuconería.
Carl cogió el anillo oxidado y tiró.
La puerta no se movió.
—Sabía que estaría cerrada —dijo, retrocediendo con alivio.
—Prueba la otra.
Se encogió de hombros y sintió que el color se le iba de las mejillas.
—Vamos —dijo Phillipe.
—Ábrela tú —susurró Carl, de pie un paso atrás y mirando como su compañero tomaba fuerzas y cogía el anillo de hierro con ambas manos.
Cuando la puerta se abrió un poquito, se oyó un gruñido sordo de protesta en las bisagras oxidadas.
Phillipe soltó el anillo de metal como si de pronto quemara. Se limpió las manos en los tejanos y advirtió que las manchas de óxido parecían sangre seca.
La puerta se abrió lo suficiente como para que pudieran deslizarse en el interior.
Los muchachos se quedaron mirando la puerta abierta, como si esperaran alguna señal que les indicara qué hacer.
Ya podían ver dentro de la iglesia, o al menos la impenetrable oscuridad que la llenaba por completo.
Phillipe fue el primero en moverse hacia la puerta, instando a Carl a que le siguiera y mascullando un insulto porque este último vacilaba.
El sol todavía estaba cubierto por una nube, aunque Carl sospechaba que el frío que sentía era más producto del miedo que de la ausencia de cálidos rayos. Ya no habría retroceso. Tenía que entrar. Entrar en esa iglesia vacía a la que sus padres le habían advertido que no se acercara.
Vacía.
Procuró aferrarse a la palabra, en busca de reconfortación.
Vacía.
Se acercó a la puerta.
Vacía.
Los muchachos entraron.
Apestaba. De abandono. De decadencia. De humedad. Así como el paso de los años había hecho que hasta el aire se viciara al punto de que cada inhalación de los muchachos iba acompañada de ese fétido olor. Carl tuvo la sensación de estar tragando una medicina particularmente horrible. Tuvo ganas de escupirla.
Pero lo que más deseaba era salir otra vez a la luz.
Unas varas de luz solar perforaron la oscuridad en algunos sitios, colándose a través de las tablas que cubrían los agujeros donde otrora había habido vidrieras, y daban la luz suficiente como para que los muchachos vieran dónde pisaban, pero no como para iluminar el interior.
Las acuosas varas parecían incapaces de penetrar tan abrumadora oscuridad.
Era como si ni siquiera la luz del sol tratara de entrar en este sitio.
Los muchachos se movieron lentamente por el pasillo central de la iglesia, escudriñando la oscuridad en torno a ellos.
A cada lado, volcados, bancos en los que hacía años que nadie se sentaba. Podridos, rotos. En algunos sitios estaban apilados contra la pared, como hogueras a la espera de ser encendidas.
A medida que los muchachos caminaban, advertían que sus pasos resultaban curiosamente apagados. Sofocados por la espesa capa de polvo y suciedad que cubría el suelo de la iglesia como una alfombra perniciosa. Dejaban sus huellas en el polvo.
Se acercaron al presbiterio. Aquí, el aire mismo parecía negro. Respirar se hacía más difícil aún.
Carl tosió y el sonido se repitió por toda la iglesia antes de que lo tragaran el silencio y la oscuridad.
Había una puerta en la pared, que separaba el presbiterio de la nave.
La puerta estaba ligeramente entreabierta.
—Vayamos ahora —dijo Carl en voz baja.
Phillipe se movió hacia el vano de la puerta, momentáneamente iluminado por la intrusión de un rayo de sol que se abría paso entre dos tablas de una ventana próxima.
—Ahí está el altar —dijo Phillipe—. Allí es donde sucede.
—Ve tú —dijo Carl, finalmente sin vergüenza de su miedo.
Se quedó observando. No se preocupó de que Phillipe y todos sus amigos lo llamaran cobarde cuando regresara al pueblo.
No quería atravesar esa puerta. Ni siquiera con la iglesia vacía.
Vacía.
Tal vez sólo un vistazo rápido.
Vacía.
Phillipe estaba a punto de empujar la puerta abierta.
Estimulado por el coraje de su amigo y la curiosidad, Carl se puso al lado de Phillipe y se prepararon para entrar juntos.
Repentinamente, la puerta se abrió de par en par. Un rayo de sol particularmente brillante se colaba en la oscuridad.
Y en ese momento ambos vieron la silueta.
La silueta se movía hacia ellos.