Apenas el cañón había abandonado los pliegues de la chaqueta, Newton oyó un disparo ensordecedor.
Se echó a tierra, la cabeza cubierta, pero cuando miró a su alrededor, todavía con el estrépito del disparo en los oídos, vio que el hombre sin afeitar yacía de espaldas junto a él, con un inmenso agujero en la frente.
Otros dos o tres hombres estaban de pie en torno a él, cada uno con una pistola en la mano. Newton observó la delgada pluma de humo que se elevaba del cañón de uno de los revólveres.
Si el barbudo hubiera sido un asesino, al parecer le habían disparado antes de que pudiera cumplir su misión. Los hombres de paisano de SAS le registraban los bolsillos, ignorando la sangre que seguía manándole de la cabeza.
Azorado y aliviado ante la rapidez con que habían actuado, Newton se incorporó.
Una explosión a sus espaldas volvió a arrojarlo a tierra.
A su derecha, otro hombre avanzaba sobre el grupo de políticos con una ametralladora Scorpion en las manos. La movía rápidamente a uno y otro lado a lo largo de la línea de hombres de prensa y de seguridad.
A la izquierda había otro hombre, análogamente armado.
Y otro.
Newton tuvo una idea ridícula mientras se levantaba del suelo, al tiempo que seguían resonando ráfagas de ametralladora en sus oídos.
¿Cómo coño consiguieron que las armas pasaran el control de seguridad?
A medida que las balas hacían impacto en la multitud, Newton vio que caían hombres agarrándose las heridas. Se oían gritos de miedo. De sorpresa.
De dolor.
Newton vio caer a uno de los parlamentarios unionistas, alcanzado en el pecho por una bala que le atravesó las costillas antes de salir por la espalda.
Uno de los hombres de Sinn Fein se zambulló para cubrirse, bramando de dolor cuando otra bala le arrancó dos dedos y los huesos saltaron por los aires, girando como peonzas. Rodó sobre el césped húmedo. Una tercera cápsula de gran velocidad le hizo saltar parte de la cara.
Los soldados trataron de obligar a los políticos a retroceder hasta la relativa seguridad del edificio del Parlamento. La mayoría no necesitó que se los convenciera.
Las balas que no se hundieron en carne humana gimieron sobre la grava de los senderos que rodeaban Stormont o rebotaron en las estatuas de los ornamentados jardines. De las esculturas saltaban montones de piedra, mientras el ruido de los cartuchos usados se mezclaba con el constante rugir del fuego y los gritos y chillidos de las víctimas.
Otro de los atacantes fue alcanzado, pero no antes de que consiguiera lanzar un río de fuego al hombre de SAS que le había disparado. Ambos cayeron a tierra. Pero dos compañeros del pistolero siguieron arrojando balas a los políticos en fuga. En verdad, a todo lo que se les pusiera delante.
Newton, que trataba de arrastrarse hasta una cerca próxima, miró hacia atrás y comprobó que, tirados sobre el césped e inmóviles, había ya una docena de cuerpos. Por último, llegó a la cerca jadeando como un caballo de carro, la respiración entremezclada con la lluvia que caía entonces copiosamente.
El aire apestaba a cordita, que, en densas nubes grises, giraba por igual alrededor de pistoleros y de hombres de seguridad y formaba densos bancos de una malévola niebla, cuyo tamaño crecía a medida que el fuego continuaba.
Un hombre de RUC cayó a tierra con una herida en el cuello, de la que brotaba sangre.
Uno de sus colegas gritaba en un aparato de radio, cubriendo con su cuerpo a un miembro del gabinete irlandés. La misma explosión de fuego los cogió a los dos. La radio cayó al suelo, inútil, a muy corta distancia de su propietario, acribillado a balazos.
Algunos políticos habían conseguido correr hasta el edificio y en su huida se le unieron los representantes de los medios de comunicación.
Newton echó una mirada a Julie Webb, a quien le corrían las lágrimas por el rostro y se cubría la cabeza con los brazos como para ponerse a salvo. Encogida en posición fetal, sólo atinaba a gritar de terror mientras las balas desgarraban el terreno a su alrededor y levantaban pequeños géiseres de tierra a medida que los proyectiles de 9 mm trazaban caprichosos dibujos en el terreno.
Luego, uno dio en ella.
Le destrozó la muñeca derecha y estalló dentro del cerebro, en su parte superior.
Newton vio como el cuerpo de Julie se sacudió de manera incontrolada durante un segundo; luego se quedó inmóvil, como tantos otros alrededor de ella.
El aire aun estaba lleno del rugido de ametralladoras. Las cajas de cartuchos usados volaban por el aire y matraqueaban sobre la grava a medida que caían a raudales de armas ya calientes de tanto fuego. Los destellos de las bocas de las armas brillaban mientras éstas continuaban vomitando su carga mortal y abriendo sangrientos surcos en todo aquel que hallaran en su camino.
Otro hombre de la SAS fue alcanzado y catapultado hacia atrás por el impacto de la bala que le rompió el esternón y lo dejó retorciéndose sobre el césped húmedo, que, en ciertos sitios, había adquirido ya un color rojo aceitoso.
Luego Newton oyó otro ruido, un estridente aullido en el que reconoció una sirena.
A su izquierda, dos coches de policía se acercaban rugiendo a aquella escena de carnicería. A Newton le pareció que había pasado una eternidad desde que el fuego comenzara. Se sorprendería al enterarse de que la matanza sólo llevaba cuarenta segundos.
A la derecha, otro coche, éste sin inscripción, también a toda velocidad hacia el lugar del enfrentamiento armado. Su conductor iba encorvado sobre el volante.
Uno de los hombres armados gritó algo a su compañero y señaló primero a los coches de la policía y luego al otro. El más alto de los dos colocaba un cargador nuevo en su Scorpion y apuntaba ésta a los vehículos de RUC, con los dientes apretados mientras sostenía firmemente el dedo sobre el disparador; gruñó de dolor cuando una bala de la SAS se le coló por la espalda.
Las balas astillaron el parabrisas del vehículo que marchaba adelante y el vidrio, que explotó hacia dentro, cayó como una ducha sobre el conductor y su compañero. El coche patinó, se salió de la carretera y quedó atravesado sobre una de las inmaculadas zonas de césped de Stormont, dejando grandes surcos en la hierba empapada.
El segundo siguió avanzando.
Lo mismo hacía el vehículo sin inscripción.
Cuando ambos coches atacaron a los hombres, Newton se olvidó repentinamente de su miedo y se acordó de la cámara que le colgaba del cuello.
Tanteó en busca de la Nikon, miró a través del visor y clavó a los hombres armados en el foco con tanta seguridad como ellos hacían con sus víctimas.
Realizó unos doce disparos.
El más alto fue el que lo vio.
Durante un interminable segundo, Newton creyó que el tiempo se había detenido. Todo estaba congelado.
El pistolero se volvió hacia él con una ligera sonrisa, casi como si posara para la fotografía.
Luego hizo fuego.
Los dos primeros disparos fallaron. El tercero fue más preciso.
La bala del MP5 dio en el centro vital de la cámara, rompió las lentes, perforó el objetivo, la hizo volar antes de ir a estrellarse contra la sien de Newton y astillarle el frontal. Durante un segundo, el fotógrafo sintió un dolor terrible, como si le hubieran golpeado con un martillo ardiente, cuando la bala penetró en el cráneo y salió por detrás, arrastrando un trozo de cerebro y de hueso pulverizado. El impacto lo levantó del suelo antes de caer. Las manos todavía sostenían los restos de la cámara. Algunas piezas de esta última habían ido a parar al interior de su cabeza, llevadas por la bala. La sangre manaba velozmente de lo que quedaba de su cráneo deshecho y el cuerpo se estremecía locamente mientras los músculos finalmente dejaban de aferrarse a la vida.
El más alto giró en redondo y vio que el coche sin inscripción estaba ya casi encima de él. El coche patinó hasta detenerse, grandes géiseres de grava volaron detrás del mismo cuando las ruedas traseras giraron mientras el conductor gritaba a los pistoleros que subieran.
El más alto se lanzó al asiento del pasajero. Su compañero, ya herido, no tuvo tanta suerte. Uno de los hombres de SAS le disparó en la parte posterior de la cabeza y su cuerpo cayó pesadamente en la grava mientras el Granada se marchaba a toda velocidad.
El coche de RUC se lanzó directamente sobre ellos; uno de sus ocupantes disparaba al Granada desde la ventanilla.
El hombre alto cogió la Scorpion y comenzó a disparar. Sonrió cuando vio que las balas daban en el coche policial. Vio como una perforaba el parabrisas y se incrustaba en el rostro del conductor. De inmediato, el coche quedó fuera de control, patinó locamente y por último se hundió en una cerca, tras haber dados varios giros.
El conductor del Granada trató de eludir el otro vehículo, pero no pudo. Al pasar, chocó en la cola y el golpe sacudió a sus pasajeros.
El policía restante luchaba desde el coche, levantando su revólver, tratando de acertar un par de tiros sobre los asesinos en fuga.
Un estampido de la MP5 lo abatió, la balas hicieron impacto a un costado del coche y una de ellas dio en el depósito de combustible.
Se produjo un estruendo ensordecedor y el coche policial desapareció en una bola de fuego de color naranja y amarillo. Trozos de la carrocería saltaron por los aires como una brillante granada de metralla. Una nube de denso humo negro, en forma de hongo, se levantó hacia el cielo, más oscura incluso que las nubes de lluvia que presidían aquella escena de destrucción.
El terreno estaba sembrado de trozos rotos de equipo, esparcidos entre los cadáveres, los moribundos y los que aún estaban demasiado aterrorizados como para moverse. Al bramido de las llamas que se elevaban de los restos del coche policial se sumaban gemidos de dolor. Los políticos, agentes de seguridad y miembros de los medios de comunicación reptaban entre los cuerpos, ignorando la lluvia que los calaba y la sangre que les salpicaba la ropa.
Una cámara de televisión, muerto ya su operador a causa de una herida en la espalda, continuaba filmando, registrando la escena de devastación hasta que alguien, por inadvertencia, chocó con ella y la tiró al suelo, rompiéndola.
El sonido de nuevas sirenas pobló el aire, lo cual se añadió a la cacofonía del ruido. El dolor, el rugir de las llamas.
El Granada había escapado.