STORMONT, IRLANDA DEL NORTE:
Le matarían.
Chris Newton no abrigaba duda al respecto.
Era hombre muerto.
Si fallaba en esa misión, le matarían. Colocó un carrete nuevo de película en la parte posterior de la Nikon que le colgaba del cuello, comprobó una y otra vez las otras dos cámaras que llevaba y luego miró el teleobjetivo de una de ellas, apoyada sobre el trípode que tenía delante. Ajustó la lente, tratando de enfocar con mayor nitidez el edificio del Parlamento, consciente de que en los últimos quince minutos ya había hecho tal cosa una docena de veces.
Le temblaban las manos, y no sólo a causa del viento helado que barría los grandes jardines frente al edificio. Estaba nervioso. No, eso era poco decir. Estaba cagado.
¿Había quitado la tapa a todas las lentes? ¿Eran correctas todas las exposiciones programadas? ¿Era adecuada la velocidad del obturador?
Controla.
Controla.
Se sintió como un astronauta primerizo que está dando los últimos toques a la preparación del despegue previo a su lanzamiento en el espacio. Y nuevamente le cruzó la cabeza el pensamiento de que, si no conseguía las fotos que le habían mandado hacer, probablemente el único puerto seguro que le quedaba era el espacio.
Los editores de The Mail habían considerado conveniente encomendarle esta misión sobre la base del trabajo que había realizado en el periódico durante los últimos siete meses. Había cubierto todo para ellos, de partidos de fútbol a fiestas de sociedad, y habían quedado impresionados. Lo suficientemente impresionados como para enviarlo allí.
Probablemente, los hombres que lo rodeaban estaban tan nerviosos como él, trató de decirse Newton. La mayoría fumaba; uno sorbía de un frasco de escaramujo. Newton compartió el licor. Cualquier cosa para calmarse los nervios.
Se esperaba que, en los próximos quince minutos, los políticos reunidos se hallaran fuera, en el césped.
Miró el reloj.
Junto a él se estaba instalando todo un equipo de filmación, mientras el reportero tamborileaba en el micrófono y se quejaba de que no funcionaba. El camarógrafo movía hacia atrás y hacia adelante la cámara que sostenía con la mano, como si se tratase de un arma, y con ella barría las filas de periodistas de ambos sexos, con alguna ocasional pausa para enjugar una gota de lluvia en la lente.
El cielo estaba encapotado, con amenaza de un fuerte aguacero. Desde que Newton llegara a Irlanda, dos días antes, no había parado de llover. En realidad, Belfast le recordaba a Manchester por esa lluvia casi permanente, aunque con la gran diferencia de que los soldados británicos no patrullaban las calles de Manchester.
Todavía no, reflexionó.
Allí enfrente había soldados, mezclados con una enorme cantidad de hombres de la policía del Ulster. Incoherente mosaico de uniformes sobre el majestuoso fondo de Stormont.
—¿Estás listo?
La voz lo sobresaltó y miró alrededor para encontrarse a Julie Webb, mirándolo.
Julie había volado con él y le había estado todo el tiempo recordando (como si le hiciera falta) la importancia de obtener buenas fotografías.
La Cumbre de Stormont era el encuentro más importante de este tipo en la historia de los seis condados: la última oportunidad para poner fin al derramamiento de sangre que había tenido escindido el país por más de cuatrocientos años. En aquel preciso momento, en el interior del edificio había miembros del gabinete británico, el gobierno irlandés, de los unionistas de Ulster. Hasta delegados del Sinn Fein, ¡válgame Dios!
Un encuentro de ideologías que, un año antes, habría sido impensable.
Pero sucedía precisamente en ese momento, y a Chris Newton se le había enviado allí para que lo registrara en una película.
Y si fallaba, sus editores lo matarían.
Así de simple.
Julie pateó el suelo con uno y otro pie, tratando de restaurar la circulación; bajo sus botas crujía la grava.
—Pronto saldrán —dijo a Chris, mientras sorbía del vasito de plástico de un termo, que sostenía contra el pecho como si se tratara de un recién nacido. Se sirvió otra taza de café humeante y se la ofreció a Newton.
Chris declinó el ofrecimiento con la cabeza. En cambio, se golpeaba las manos en un intento de lograr cierto calor y de dejar de temblar.
A unos pocos pasos, oyó la ráfaga de disparos de una Pentax.
A su izquierda, un reportero de uno de los principales informativos de televisión tomaba nota de la situación y la hora. Una vez hecho esto, volvió al edificio del Parlamento y murmuró algo apenas audible antes de mirar nuevamente el reloj.
Las tropas y las fuerzas de seguridad vigilaban atentamente los enjambres de periodistas. En esta ocasión, las medidas de vigilancia eran más estrictas que de costumbre, y la presencia de fuerzas de seguridad, más evidentes que nunca, al menos por lo que Newton podía recordar. Se rumoreaba que, además de las tropas y el RUC había una cantidad de hombres de SAS, irreconocibles entre la multitud. Newton miró a derecha e izquierda y se preguntó si el hombre que tenía al lado no sería en realidad uno de ellos, disfrazado.
Le habían controlado por partida doble su carnet de periodista, pues los guardias de la entrada de prensa no parecían convencidos de que el aspecto que presentaba en ella tuviera algo que ver con su identidad real. Por un horrible instante, Newton había pensado que le negarían la entrada, pero finalmente los guardias se ablandaron y lo dejaron pasar.
Continuó frotándose las manos y mirando en derredor.
Naturalmente, el interés que los medios de comunicación tenían en esa reunión era inmenso. Newton se preguntó si habría quedado algún reportero en Fleet Street. Al parecer, todos se habían concentrado allí; querían participar de aquel fundamental acontecimiento, con independencia de que correspondiera a su trabajo o no. Había equipos de filmación extranjeros, de sitios tan lejanos como Japón, aunque Newton no podía imaginar qué pintaban en todo aquello. Probablemente eran espías de Nikon que querían comprobar cómo iban las ventas, pensó, y volvió controlar su equipo.
Comenzaron a caer esporádicamente gotas más grandes, y buena parte del gentío allí reunido miró hacia arriba, a las henchidas nubes, y realizaron comentarios nada halagüeños acerca del clima de la provincia.
Newton sacó del bolsillo de la chaqueta una gorra de béisbol y se la puso. Se inclinó hacia adelante para mirar un vez más por la cámara montada, y se molestó cuando alguien la golpeó.
—¡Cuidado! —gritó irritado, mirando airadamente al autor de la ofensa.
El hombre sostuvo la mirada sin pestañear, casi desafiante. Era robusto y su barba reclamaba la navaja. Se quedó unos largos segundos mirando a Newton antes de perderse en la multitud.
—¡Cabrón! —murmuró el fotógrafo una vez seguro de que el otro no podía oírlo. Volvió a ajustar la cámara mirando por el teleobjetivo como un francotirador estudiaría su presa.
Fue uno de los primeros en ver que se abría la puerta principal del edificio.
—¡Jesús! —murmuró, al ver los hombres de seguridad armada que salían delante del primero de los políticos.
Luego toda la fría, mojada e irritable multitud de los medios de comunicación vio lo que había ido a ver. Por un momento, el tiempo y las malas condiciones dejaron de existir para ella.
Salieron más políticos, algunos bromeando sobre el mal tiempo, otros, preguntándose si no sería más prudente quedarse dentro del edificio hasta que dejara de llover.
El aire estaba lleno del crepitar de cientos de cámaras que disparaban una salva casi sincronizada. Los reporteros trataban de moverse hacia adelante, pero los hombres de seguridad los hacían retroceder y ahora los periodistas acechantes veían que, de todas maneras, los políticos se les acercaban, pegándose lo máximo posible a los senderos.
Newton, transido de ansiedad, como si en ello le fuera la vida, vio al primer ministro irlandés caminando junto a dos parlamentarios unionistas. Detrás de ellos, el secretario británico de exteriores caminaba a zancadas entre dos guardias de seguridad, conversando animadamente con un miembro del Sinn Fein. Newton sacudió la cabeza, perplejo.
Los políticos se acercaron más y se agruparon para facilitar la tarea de los equipos de los medios de comunicación. Los reporteros comenzaron entonces a lanzar preguntas a una velocidad que casi igualaba a la de los ojos que volaban sobre toda aquella gente, mientras llovían las preguntas y hombres robustos luchaban por acercar los micrófonos lo suficiente para captar las respuestas.
—¿Qué progresos se han hecho en las conversaciones?
—¿Es posible que se pueda llegar a un acuerdo antes del fin de semana?
—¿Qué significan las conversaciones tanto para Irlanda del Norte como para Irlanda del Sur?
—¿Se retirarán pronto las tropas?
Newton siguió disparando, feliz de cubrir todos los ángulos, de encuadrar cada rostro. Su nerviosidad parecía haber desaparecido. Estaba haciendo lo que mejor sabía hacer. Moviéndose alternativamente entre la cámara montada y las que llevaba colgando del cuello, cambiaba carretes con gran rapidez y pericia, con el deseo de no dejar al azar ningún posible disparo capaz de hacer historia.
Las preguntas continuaban fluyendo, las respuestas a veces eran vagas, a veces alentadoras, a veces eludían el compromiso. El propio Newton advirtió que una reunión en el máximo nivel y cuatro días de discusión no bastaban por sí mismos para curar una enfermedad que había afligido a la provincia durante tanto tiempo, pero, si los problemas del Ulster eran todavía una herida abierta, esta cumbre era al menos un paso adelante para cerrar esa herida. La curación definitiva tomaría mucho más tiempo.
En el momento en que se preparaba para hacer otra foto —cuando los políticos se reunieron—, recibió un golpe que por poco no lo tiró al suelo.
Giró sobre sí mismo, enfadado.
—¿Qué coño…? —espetó, al ver que se trataba del mismo hombre sin afeitar que lo había empujado un instante antes.
—¡Mira, compañero! —dijo Newton con rabia—. Aquí estamos todos en el mismo barco, ya sabes.
Una vez más, el hombre se mantuvo en silencio. Tenía los ojos fijos en los políticos reunidos, que en ese momento estaban prácticamente rodeados de reporteros, si bien las fuerzas de seguridad mantenían a distancia prudencial a la impaciente multitud. Tal vez fuera uno de los agentes de paisano de SAS, pensó Newton, que tienen la misión de mezclarse en la multitud y prevenir cualquier problema. Llevaba una cámara colgando del cuello, pero lo que buscaba no era la cámara.
Era el revólver que llevaba dentro de la chaqueta.