9

«¡Navidad!», pensó Pauline. Una época buena para los regalos y el canto de villancicos, para visitar a los amigos, comer pato asado y budín de ciruelas, para el muérdago y el vino especiado. Una época buena para la seducción, pensó con una sonrisa, viendo su propio reflejo en el espejo.

Volvió a mirar el espejo situado sobre la chimenea del dormitorio. Eran las ocho y media; hacía dos semanas, antes de que Hugh se marchara a Melbourne, le había dicho que pasaría a recogerla a las nueve para asistir al baile de la víspera de Navidad en Strathfield. Tres días antes había recibido un telegrama suyo anunciándole que partía de Melbourne. Ahora estaría ya en Merinda, preparándose.

Del mismo modo que se preparaba la propia Pauline.

No pudo dejar de sonreír a su reflejo en el espejo. Hugh se iba a llevar una buena sorpresa esta noche. Él no lo sabía aún, pero Pauline había decidido que esta noche sería su noche de bodas, y no dentro de tres meses a partir de ahora.

Se había puesto el batín de satén melocotón que formaba parte de su ajuar. El vestido de baile todavía estaba extendido sobre la cama, y el polisón y las enaguas seguían colgados en el guardarropa. La nueva capa de piel de foca, que Frank le había regalado para Navidad, continuaba guardada en su caja. Era una capa muy hermosa, compuesta por sesenta pieles de foca perfectamente engarzadas, y como quiera que las pieles de foca eran cada vez más difíciles de encontrar de hecho, se habían extinguido en algunos lugares, aquella capa le había costado una verdadera fortuna a su hermano. Pauline esperaba con expectación el momento de llegar al baile llevando la capa, además de un rostro encendido gracias al nuevo conocimiento del amor físico, o eso era, al menos, lo que ella esperaba.

El plan para seducir a Hugh se le había ocurrido aquella misma mañana, al despertarse y encontrarse con un bochornoso sol de diciembre. Se había quedado en la cama, envuelta en un mar de sábanas de satén perfumadas, saboreando los efectos tardíos de un sueño erótico que había tenido sobre Hugh. Le había anhelado, deseando que estuviera con ella en la cama, preguntándose cómo iba a poder resistir otros tres meses hasta que llegara el día de la boda. Y fue entonces cuando se le ocurrió la idea. La respuesta era bien sencilla: no iba a esperar.

Pero en su razonamiento también había un lado pragmático y desapasionado. Pauline había decidido que Joanna Drury representaba una verdadera amenaza. No podía dejar de pensar en el aspecto de Joanna durante la fiesta en el jardín. Aquellas flores en el cabello, ¡qué artimaña tan poco sutil!, pensó Pauline. Pero una clara muestra de que la señorita Drury estaba tratando de conseguir a Hugh. En aquel momento, Pauline había decidido lanzar una verdadera campaña contra ella, y estaba teniendo éxito. Se había ocupado de que los intentos de la señorita Drury por congraciarse con las mujeres locales no dieran ningún resultado. Y después de esta noche, una vez que hubiera seducido a Hugh, la victoria de Pauline estaría garantizada.

Hacía calor, el aire estaba cargado con el perfume de las gardenias y las mimosas. Pauline sentía el susurro del satén contra su piel desnuda. Movió la mano a lo largo del muslo y pensó en su plan. Había dado la noche libre a todos los criados, con la excepción de Elsie, su doncella personal, que estaba al tanto de la conspiración. En cuanto llegara Hugh, Elsie le haría subir. Él esperaría encontrarse a Pauline ya vestida y preparada para el baile. En lugar de eso, la encontraría tal y como estaba ahora, seductoramente vestida, preparada para su abrazo. Iba a ser algo perfecto. Él no podría resistirse y después de eso, Hugh sería suyo para siempre.

Cuando escachó una llamada en la puerta, Pauline se sobresaltó. Volvió a mirar el reloj. Hugh llegaba temprano.

Pero era su hermano Frank, elegantemente vestido.

—Sólo he venido a desearte buenas noches. Me marcho a Finnegan’s.

—¿No vas a ir al baile?

—Tengo otros planes. Va a haber una fiesta privada en Finnegan’s. Sólo para solteros —dijo, guiñándole un ojo.

Pauline sabía en qué andaba metido su hermano. Había visto el brazalete de diamantes que él había adquirido en secreto y había hecho envolver en papel dorado.

—Pues parece una forma bastante extraña de pasar la Nochebuena —comentó ella en tono burlón.

—Nunca se sabe —dijo Frank pensando en la habitación privada que había reservado en la posada «La zorra y los perros». Su plan consistía en esperar un momento discreto para entregarle a Ivy Dearborn su regalo de Navidad. Cuando ella lo viera, no podría resistir su invitación a una cena de última hora. Miró a Pauline—. Creía que esperabas a Hugh en cualquier momento. ¿Por qué no estás vestida aún?

—Estarás aquí para la cena de Navidad, ¿verdad? —inquirió ella pasando por alto la pregunta de su hermano—. Sin duda alguna, hasta Finnegan querrá pasar el día de Navidad con su familia.

—Estaré aquí —asintió Frank dirigiéndose a la ventana y mirando al exterior.

El cristal, importado de Inglaterra, era antiguo y partía la cálida luz de la luna, dividiéndola en prismas diminutos. Se preguntó qué prepararía la señorita Dearborn para la cena de Navidad. ¿Adónde iban las camareras de los bares en esa clase de fiestas?

—¿Qué es lo que sabes de ella? —le había preguntado Frank a Finnegan pocos días antes—. ¿De dónde procede?

—No lo sé —contestó Finnegan—. Simplemente, apareció un buen día por aquí y dijo que necesitaba un trabajo. Ahora, cualquier mujer puede trabajar en un bar, Frank. Me di cuenta de que no era ninguna gran belleza, y sé muy bien lo que a mis clientes les gusta mirar. Pero me mostró unos dibujos que había hecho, y vi cierto potencial en eso. Ahora me alegro de haberla contratado. Es alegre y trabaja duro, no se ha puesto un solo día enferma en cuatro meses y no es la clase de persona que daría mala fama a mi local, no es como Sal, en el Facey’s, con su revolcón de quince minutos en la cama de la habitación del fondo.

Habían sostenido aquella conversación el mismo día en que Frank acudió al pub y quedó asombrado al ver a Ivy con los ojos rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando. Aún le había sorprendido más sentirse repentinamente lleno de rabia, contra aquello o aquel que le hubiera hecho daño a ella, y también a causa de su propia incapacidad para ayudarla.

Ahora, mientras contemplaba los jardines de Lismore bajo la luz de la voluptuosa luna de diciembre, Frank se dio cuenta de que se sentía triste, una emoción que raras veces había experimentado.

—¿Qué te ocurre, Frank? —le preguntó Pauline. Él escuchó el susurro del satén y sintió la mano de ella sobre su hombro—. Algo te preocupa, ¿verdad? ¿Se trata de la expedición?

Eso formaba parte de ello. El día anterior, Frank había recibido la noticia del equipo de rescate enviado en busca de la expedición que había arrastrado un barco hacia el Nunca Jamás. Habían encontrado muertos a todos los miembros de la expedición, con la excepción de un solo hombre, que parecía haberse vuelto loco. Al parecer, habían sido asesinados por los aborígenes y Frank se sentía responsable. Lo de la expedición había sido idea suya y se había financiado con su dinero. Ahora, se había prometido a sí mismo hacerse cargo de las viudas y las familias de los hombres.

—Enviarás otra expedición, Frank —dijo Pauline—, y la próxima vez tendrán éxito. Encontrarán el mar interior y le darán tu nombre.

—No, no lo conseguirán si los aborígenes continúan allí.

—¿Por qué los mataron los negros?

—Al parecer, entraron en un sitio sagrado o algo así.

—Todo eso terminará alguna vez. Esa clase de incidentes son cada vez más raros. Algún día, a no tardar, todo el continente será un lugar seguro para los blancos.

—Sí —asintió Frank—, pero ¿a qué precio?

—Frank —dijo Pauline mirando a su hermano—, te encuentro de un humor extraño. ¿Qué te ocurre? No es sólo lo de la expedición lo que te preocupa, ¿verdad?

¿Por qué no lograba llegar a ninguna parte con la señorita Dearborn? ¿Y por qué eso le importaba tanto? Conversaban un rato, cada uno a un lado de la barra; ella se reía de sus bromas. Y a veces, cuando él tomaba un vaso de manos de ella, sus dedos se tocaban. ¿Por qué no podía quitársela de la cabeza? ¿Por qué no podía volverse a Melbourne, donde debería estar ahora, para hacerse cargo de su periódico? Frank había tenido a muchas mujeres en su tiempo, y no se engañaba; sabía que era su dinero lo que las atraía, no él. Pero la señorita Dearborn tampoco parecía sentirse atraída por eso.

¿Había quizá un marido en alguna parte? ¿Era acaso una esposa que había escapado de su casa? ¿Era Dearborn su verdadero apellido? Volvió a pensar en su rostro marcado por las lágrimas, en cómo había sonreído, tratando de ocultar un dolor que él sólo podía imaginar. Le enfurecía pensar que quizá uno de los clientes, uno de sus propios amigos, hubiera podido insultarla. ¿Qué había dicho o hecho alguien como para hacerla llorar?

De repente, pensó en el brazalete de diamantes que guardaba en el bolsillo. Al comprarlo, pensó que era hermoso, que sería un cumplido para Ivy. Ahora, en cambio, le parecía demasiado, excesivamente llamativo, y tan evidente en su propósito que casi parecía un insulto para ella. ¿En qué demonios había estado pensando? No podía regalarle una cosa así… por las buenas.

—Pauline —dijo, volviéndose hacia ella—, ¿qué es lo que quieren las mujeres?

—Supongo que lo mismo que los hombres —contestó ella levantando las cejas—. Felicidad, éxito…

—No —la interrumpió, apartándose. Ya era casi la hora de marcharse hacia Finnegan’s y de repente tuvo la sensación de que no tenía nada que ofrecerle a la señorita Dearborn, nada que ella pudiera aceptar—. Me refiero a que… suponte que fueras una mujer que no tuviera nada. ¿Qué te gustaría recibir como regalo?

—¿Si no tuviera nada? ¡Entonces lo querría todo! —Al ver su ceño fruncido, dijo con mayor suavidad—. En realidad, las mujeres no quieren cosas, Frank. Si le importas a una mujer, entonces sólo te quiere a ti.

Pero él se había estado ofreciendo a Ivy desde hacía tres meses y por el momento ella no le había aceptado.

Pauline no sabía gran cosa sobre el último interés de su hermano, pero empezaba a comprender que se trataba de algo más que del habitual flirteo pasajero. Lamentaba verle tan apenado cuando ella se sentía tan feliz con Hugh.

—¿Qué es lo que sabes de ella? —preguntó.

—Es una camarera de bar.

—En ese caso, dale algo que otros hombres no le dan.

—¿Y qué es eso?

—Respeto.

Frank miró fijamente a su hermana. Pensó en el brazalete de diamantes y en la habitación privada reservada en la posada «La zorra y los perros». Y entonces recordó algo sobre Ivy: siempre llevaba un pequeño crucifijo de oro alrededor del cuello. De pronto, supo qué era lo que tenía que hacer.

—Gracias, Pauline —dijo, besándola en la mejilla—. Y te deseo feliz Navidad. Esperemos que santa Claus nos conceda a ambos el cumplimiento de nuestros deseos.

Pauline se echó a reír al tiempo que cerraba la puerta tras él. No tenía la intención de depender de los buenos deseos. Esta noche estaba decidida a asegurarse de que su sueño se convirtiera en realidad.

Hugh se encontraba a tan sólo un par de kilómetros de Merinda, cabalgando bajo la luz de la luna, cuando vio algo en la cuneta del camino que le hizo detener su caballo y el caballo de carga que le acompañaba.

El carro del señor Shapiro estaba volcado sobre una zanja, con Pinky todavía enganchado a él, ramoneando tranquilamente la hierba. Hugh miró dentro del carro pero el viejo buhonero no estaba allí. Miró a su alrededor, por los campos que se extendían en la distancia como cobertores de platino. No se veía la menor señal del señor Shapiro.

Al montar en su caballo y continuar su viaje, Hugh se dijo que debía avisar al alguacil en Cameron Town.

Al llegar al patio y encontrarlo desierto y en calma, miró hacia la cabaña, por cuya única ventana surgía una luz dorada. Vaciló un momento y finalmente decidió entrar en el cobertizo, bañarse y cambiarse de ropa para el baile de Nochebuena en Strathfield, antes de hacerle saber a la señorita Drury que ya había regresado.

Tenía todo el cobertizo para él solo. Los peones o se habían marchado a una fiesta de Navidad en Facey’s, o se habían ido a sus casas, con sus familias. Hugh se vistió con mucho cuidado. Uno de los propósitos de su viaje a Melbourne había sido precisamente el de pasar por una sastrería y recoger ropas de noche para las que se había tomado medidas varios meses antes. En aquel entonces le había acompañado Pauline; ella había elegido la tela y el corte del traje, así como el forro de satén rojo para la capa de ópera. Una vez que estuvo vestido, se miró en el espejo y tuvo la sensación de estar contemplando a un extraño. Qué curioso le resultaba verse con aquellas ropas, con el sombrero de copa forrado de seda y un alfiler de corbata formado por una perla negra, elegido también por Pauline.

Mientras tomaba los paquetes que había traído de Melbourne, recordó el carro del señor Shapiro en la cuneta del camino y se preguntó adonde podría haber ido el viejo buhonero.

En el interior de la cabaña, Joanna estaba preparando un pastel de Navidad, mientras Adam y Sarah estaban sentados a la mesa, haciendo dibujos. La ventana estaba abierta a la cálida noche de verano y en el aire se notaba el aroma de la sidra especiada.

Mientras Joanna colocaba dátiles y frutos secos en el recipiente donde cocería el pastel, escuchó primero a Sarah, que trataba de animar a Adam para que hablara, y luego miró hacia la puerta, anticipando la visita de Hugh. Le había oído llegar al patio hacía un rato y esperaba que pasara a verlos en cualquier momento.

—Es una bonita granja la que has dibujado, pequeño —dijo Sarah—. Ahora pon a las personas.

—No, no hay personas —dijo Adam.

Pocos días antes, cuando el señor Shapiro se detuvo en Merinda y se quejó de un dolor de cabeza, Joanna le preparó un té de corteza de sauce. A cambio, el buhonero le había dado a Adam y a Sarah una caja de pinturas, y Sarah utilizaba ahora los lápices de colores como un medio de conseguir que Adam se comunicara.

Joanna volvió a mirar hacia la puerta, ansiosa por hablar con Hugh. Desde su encuentro con Ezekial junto al río, hacía dos semanas, no había dormido bien; había tenido pesadillas acerca de la pintura de la canción-veneno que colgaba en el vestíbulo de Lismore. Tampoco había logrado apartar de su mente la imagen del boomerang de Ezekial, lo cerca que había pasado de ella y la forma en que se había introducido en la corteza del árbol. ¿Acaso el viejo había tenido intención de lanzárselo a ella? Joanna no le había visto desde entonces, a pesar de lo cual seguía percibiendo su presencia en Merinda, debido a su enojo porque ella continuara allí. Sarah se negaba a hablar del tema, pero Joanna sabía que Ezekial ponía nerviosa a la muchacha, que se estaba produciendo una lucha en el interior de ella con respecto al viejo. Sarah se le había enfrentado —a un anciano—, y Joanna sospechaba que eso era tabú.

Finalmente, se escucharon unos golpes en la puerta. Joanna se detuvo un instante para arreglarse el cabello, quitarse el delantal y tratar de ocultar el nerviosismo que sentía, antes de ver a Hugh.

—Hola —dijo él, de pie ante el umbral de la puerta, con unos paquetes en los brazos—. Felices Navidades.

Joanna le miró fijamente. Nunca le había visto vestido de aquella manera. El sombrero de copa y la capa de ópera le hacían parecer mucho más alto, con los hombros más anchos. El frac y los pantalones a rayas daban a su aspecto una elegancia mundana y una sofisticación cuya elegancia casi le resultó a ella físicamente dolorosa.

—Hola, señor Westbrook. Bienvenido a casa.

Él no podía apartar los ojos de ella. Joanna llevaba un vestido rosa pálido, con las mangas subidas, y tenía las manos manchadas de harina. Las mejillas parecían arder, de tan rojas como las tenía. Y pensó que nunca la había encontrado tan hermosa como en ese momento.

—¡No, no! —exclamó Adam de repente y apartó rápidamente algo de encima de la mesa.

—¿Quiere que salgamos fuera, señor Westbrook? —preguntó Joanna con una sonrisa. Una vez que ella hubo salido y cerrado la puerta, le explicó tranquilamente—: Adam le ha preparado un regalo y no quiere que lo vea todavía. Debo advertírselo, es posible que no lo identifique. Se trata de un contenedor de pipas.

—Pero si yo no fumo.

—El pequeño lo vio en una revista y decidió que usted debía tener uno. Lleva días trabajando en ello. ¿Cómo le ha ido el viaje, señor Westbrook?

—Pasé por el registro de la propiedad en Melbourne y les di los detalles de su escritura. Pensé que, si ese terreno estaba en Victoria, ellos podrían localizarlo con los pocos datos que ofrece ese documento. Tendremos noticias de ellos dentro de pocas semanas. Desgraciadamente, las investigaciones que hice en la biblioteca no produjeron ningún resultado, aunque les dejé una solicitud para enviar cualquier información que pueda surgir acerca de un lugar llamado Karra Karra.

—Gracias —dijo Joanna—. Aprecio mucho todo lo que ha hecho usted.

Permanecieron de pie en la terraza, a la suave luz de una linterna.

—¿Cómo está Adam? —preguntó Hugh.

—Está empezando a hablar un poco más. Sarah se porta muy bien con él. Pero aún no hemos conseguido que hable de su madre, o de lo que sucedió.

—Mañana me lo llevaré a Lismore, para la cena de Navidad.

—Pensé que así lo haría.

—¿Y qué me dice de usted, señorita Drury? ¿Qué hará?

—El doctor Ramsey vendrá a cenar conmigo. Supuse que le parecería correcto.

—Desde luego —asintió él.

Observó unas mariposas nocturnas aleteando en torno a la lámpara, mosquitos zumbando en el calor y el sutil perfume de Joanna.

—Le compré un regalo a Adam en Melbourne —dijo.

Joanna tomó el paquete que le ofreció y al desembalarlo vio un elegante catalejo de latón, como el que usaban los marineros.

—Y esto es para la muchacha, para Sarah —dijo Hugh. Era un pañuelo bordado con flores—. Los dejaré aquí, en la terraza. Puede usted entregárselos por la mañana. —Luego, se introdujo la mano en un bolsillo—. Y esto es para usted.

Joanna levantó la tapa de la pequeña caja y encontró un par de delicados pendientes azules colocados sobre un lecho de terciopelo.

—Las piedras son de lapislázuli —dijo Hugh—. Supuse que era el mejor color. Trataba de que hiciera juego con el broche que lleva usted a menudo.

Eran muy hermosos, y hacían un juego perfecto con su broche.

—Gracias, son encantadores.

Era consciente de lo cerca que estaba Hugh de ella. Hubiera querido rodearle con sus brazos, besarle y decirle que era el regalo más maravilloso que hubiese recibido jamás, y que le amaba.

—Póngaselos mañana —dijo él.

Joanna observó la caja, que sostenía entre sus manos manchadas de harina, y pensó: «Estos pendientes no están destinados a lucirlos para el doctor Ramsey, ni para cualquier otro hombre que no sea Hugh».

—Yo también tengo un regalo para usted —dijo ella.

Entró en la cabaña y regresó en seguida llevando un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda. Cuando él lo abrió se quedó mirando fijamente el contenido.

—Es para su poesía —explicó ella.

Hugh pasó la mano sobre la rica encuadernación de cuero, intrincadamente elaborada, y sobre la palabra Diario, estampada en la tapa en paño de oro. Luego abrió el libro de páginas en blanco, de color blanco cremoso, que sólo esperaban ir llenándose.

—Es muy hermoso —dijo, pensando en la balada que había iniciado durante el camino hacia Melbourne.

El camino es largo y las represas están secas;

los erizos se agarran a los pies desnudos y rojos;

y bajo el descarado cielo

cuelga una bruma de calor…

Lo había escrito en la parte posterior de una factura. Ahora podría copiarlo en este libro.

—Bien —dijo—, feliz Navidad, Joanna.

Él hubiera querido decir: «David Ramsey está enamorado de ti, y quiere casarse contigo».

Y se sintió asombrado ante la oleada de deseo que se apoderó de él.

Mientras estuvo fuera, durante aquellas dos últimas semanas, no había podido apartarla de su mente. En sus pensamientos solitarios, a lo largo del camino, Joanna se le había aparecido como una figura mercurial, parte muchacha, parte mujer. No había logrado fijarla en su mente; su visión cambiaba de un momento a otro, como si no pudiera representársela con fidelidad. Pero aquí estaba ahora, llenando la silueta que él había guardado en su interior. Y, de repente, unas palabras acudieron a su memoria: «Ella atravesó los grandes e hinchados océanos, hasta esta tierra dorada…».

—Me marcho, pues —dijo, pensando que Pauline ya estaría preguntándose qué había sido de él—. Y, a propósito, pasado mañana vendrá un tal señor McNeal. Es el arquitecto que va a construir la nueva casa. La construcción empezará el día de Año Nuevo. Debería estar lista para efectuar el traslado en el momento en que se lleve a efecto la boda.

«Sí —pensó Joanna—. La boda, la nueva casa, Pauline…».

—Señor Westbrook, antes de que se marche, hay algo que debo hablar con usted.

A él le sorprendió la repentina seriedad de su tono de voz.

—¿De qué se trata?

—Le oí llegar al patio hace un rato, de modo que supongo que no ha tenido todavía tiempo de hablar con Bill Lovell. Señor Westbrook, el resto de su personal aborigen se despidió mientras usted se encontraba ausente.

—Maldita sea —murmuró Hugh—. Temía que pudiera suceder algo así.

—Es a causa mía, ¿verdad?

—¿Por qué me dice eso? —replicó él mirándola con fijeza.

—Sarah me dijo que Ezekial había estado diciendo que yo traía mala suerte a Merinda, que algo terrible iba a suceder aquí si yo me quedaba. Hace dos semanas, el mismo día que usted se marchó a Melbourne, me encontré con Ezekial junto al río.

Brevemente, le describió el incidente, aunque sin mencionarle lo del boomerang.

—Le dije a Ezekial que se mantuviera alejado de usted.

—No es culpa suya, señor Westbrook. No puede enojarse con él a causa de sus creencias. Su pueblo estaba aquí antes. Sólo intenta defender algo que es importante para él. Todo eso forma parte de lo que a mí me trajo a Australia: intentar descubrir la antigua forma de vida que solía practicarse aquí, una forma de vida que ha afectado a mi familia y me está afectando a mí. Y una parte de eso tiene que ver con lo que Ezekial ve a mi alrededor. Es algo que yo no puedo ignorar. Aún tengo que averiguar cómo puedo comprenderlo y adaptarme a ello. No quiero marcharme, pero creo que si me quedo únicamente habrá más problemas.

—No creerá en las tonterías que anda diciendo por ahí, ¿verdad? ¡No puede creer honradamente que trae usted mala suerte!

—Lo que yo crea no importa; lo que importa es lo que él cree. Y ha conseguido hacérselo creer a los hombres que trabajan para usted. Si yo me marcho, ellos regresarán…

—No —dijo él—. Usted no se marcha. No permitiré que ese viejo diablo dicte su ley en mis propiedades.

—Pero sus peones…

—Contrataré a otros. —De repente, la tomó por los hombros—. Señorita Drury… Joanna, no dejes que Ezekial te asuste. No te hará ningún daño. En realidad, es inofensivo…

—Pero no se trata sólo de Ezekial —dijo Joanna—. El mismo día que llegué al puerto un joven aborigen subió a bordo para hacerse cargo de mi equipaje. Si hubieras visto cómo me miraba… Creo que sintió miedo de mí.

—Una coincidencia.

—Y la plaga de piojos que afectó a tu rebaño. ¿Cómo es que sólo afectó a Merinda?

—¡Buen Dios, Joanna! ¡Importé unas ovejas infectadas, eso fue todo!

—Hugh, tengo miedo. Estoy asustada por Merinda, por ti y por Adam. Aquí hay otro mundo que nosotros no podemos ver, pero que yo sí puedo sentir. Percibo que hay fuerzas actuando. Mi madre también las percibió. Ella vivía a muchos miles de kilómetros de aquí, pero sabía que las fuerzas procedían de aquí, de alguna parte de Australia. Los aborígenes creen en los poderes sobrenaturales, creen en las canciones-veneno y en la magia. ¿Cómo podemos estar seguros de que están equivocados?

—No voy a permitir que te marches, Joanna. No de esa forma. —La presión de las manos se hizo más fuerte sobre los hombros y atrajo el rostro de ella más cerca del suyo—. No voy a permitir que un viejo supersticioso te aparte de mí. Tienes que quedarte, Joanna. Dime que te quedarás.

De repente, escucharon unos pasos. Alguien se acercaba corriendo a través del patio. Matthew, uno de los mozos del establo, subió corriendo la escalera, gritando:

—¡Señor Westbrook! ¡Venga en seguida! ¡El señor Lovell se siente muy enfermo!

Hugh se marchó con él y Joanna entró en la cabaña en busca de su bolsa de cura, y luego le siguió.

En la cabaña donde vivía el capataz, encontraron a Bill tumbado en la cama.

—¿Desde cuándo está así? —preguntó Hugh.

—No lo sé, señor Westbrook —contestó Matthew con los oscuros ojos muy abiertos—. No lo veíamos desde hacía un par de días. No nos extrañó. Pensamos que quizá se había marchado a visitar a alguien durante las Navidades.

—¿Bill? —preguntó Hugh—. ¿Puedes escucharme?

—Hugh… —gimió el capataz—. Hugh, sólo es un resfriado de verano.

—¿Me permites? —preguntó Joanna.

Se sentó al borde de la cama y estudió el rostro de Lovell. Luego le puso una mano sobre la frente y le tomó el pulso en el cuello. Los ojos de Bill parpadearon.

—Hola, señorita Drury —dijo con pesadez.

—¿Siente dolor? —preguntó ella.

—Sí… en la tripa.

—¿Cuándo empezó esto?

—Hace una semana… dolor de cabeza, garganta inflamada…

—¿Por qué no se lo dijo a nadie?

—Pensé que se me pasaría —contestó el capataz con una sonrisa.

—Quédese quieto y en cama. Nos ocuparemos de usted.

Salieron fuera de la cabaña.

—Es la fiebre propia de las zonas despobladas —dijo Hugh—. Hacía mucho tiempo que no veía un caso, pero reconozco los síntomas.

—Yo no estoy tan segura —dijo Joanna—. Me parece recordar algo… No sé. Normalmente, una fiebre va acompañada de unos latidos rápidos del corazón. Pero el pulso del señor Lovell es extrañamente bajo. Si sólo pudiera recordar… —Y entonces, de pronto, dijo—: Estoy segura de que en el libro de mi madre hay algo escrito al respecto.

Se dirigió hacia la cabaña y regresó al cabo de un momento.

—Ocurrió cuando yo era muy joven —dijo mientras pasaba con rapidez las páginas del diario—. Alguna clase de epidemia en el acuartelamiento donde estaba destinado mi padre. Mi madre lo registró y observó la característica extraña del pulso… Ah, aquí está. —Joanna leyó un momento y luego le tendió el diario a Hugh—. El señor Lovell tiene todos los síntomas clásicos —dijo mientras Hugh leía la narración que había hecho lady Emily de la epidemia—. Esa clase de síntomas no se encuentran en ninguna otra enfermedad.

—Fiebre tifoidea —dijo Hugh cerrando el libro. Se volvió en seguida hacia el mozo del establo y le ordenó—: Ensilla un caballo. Encuentra al doctor Ramsey. Dile que es muy urgente. Si no está en su casa, intenta encontrarlo en Strathfield. Seguramente, asistirá al baile. ¡Y date prisa!

—Si se trata realmente de fiebre tifoidea, nos encontramos ante una situación grave —le dijo Hugh a Joanna—. Y tendremos que actuar con rapidez.

—El señor Lovell tiene fiebre alta —dijo Joanna—, pero creo que aún llegará a ser más alta. Debo intentar disminuirla.

Mientras Joanna regresaba a la cabaña para buscar una jofaina de agua y toallas, Hugh se quitó la capa y el sombrero y los envolvió dejándolos en el extremo de la cama de Bill. Luego se sentó junto a su amigo.

—¿A qué viene todo este jaleo, compañero? —le preguntó con el tono de un escolar—. ¿Te sentías demasiado solo en Navidades y querías llamar un poco la atención?

Bill sonrió, pero era evidente que sufría.

Joanna regresó y le colocó a Bill una toalla húmeda y fría sobre la frente. Ella y Hugh se miraron, cada uno a un lado de la cama.

Finalmente, llegó David Ramsey, vestido todavía con ropas de fiesta.

—Hola, Joanna. Bien, Bill —dijo, quitándose el sombrero de copa—. Me acaban de decir que no te sientes muy bien. Echemos un vistazo. ¿Crees que puedes sostener esto en la boca?

Ramsey introdujo un termómetro entre los labios de Bill. Luego, le levantó la camisa y le examinó el abdomen. Había grupos de puntos rosados sobre la piel blanca. Cuando Ramsey presionó con suavidad, Bill gritó de dolor. Finalmente, le sacó el termómetro de la boca y leyó lo que marcaba a la luz de la lámpara de aceite.

—Es fiebre tifoidea, desde luego —dijo una vez que salió junto con Hugh y Joanna—. Jacko Jackson encontró en uno de sus campos al señor Shapiro, el buhonero. Estaba muerto. Daba la impresión de haberse arrastrado en un último intento por conseguir ayuda.

—¿Cree que nos encontramos ante un brote grave? —preguntó Hugh.

—Es posible. Sugiero que actuemos como si lo fuera.

—Díganos lo que tenemos que hacer.

—En primer lugar, poner a Bill en cuarentena. No dejen que nadie se le acerque, excepto aquellas personas encargadas de cuidarlo. Nadie sabe lo que causa la fiebre tifoidea, ni cómo se transmite. Pero yo creo en la nueva teoría de los gérmenes. Los experimentos efectuados con ciertas enfermedades han demostrado que, al aislar a las víctimas infectadas, se puede evitar la extensión de la enfermedad. No sabemos exactamente por qué, pero lo cierto es que parece funcionar.

—¿Y qué me dice de Bill? ¿Se pondrá bien?

—No existe cura conocida para las fiebres tifoideas. Lo único que podemos hacer es procurar que esté cómodo y mantenerlo bien alimentado e hidratado. Pero, sobre todo, debemos conseguir que le baje la fiebre. Si no se producen complicaciones, saldrá de esta en dos o tres semanas. Pero debo advertirles que, en estos casos, las complicaciones son frecuentes. Una de ellas es la neumonía; la otra es la perforación de los intestinos, que conduce a la peritonitis. Y ninguna de las dos se puede curar.

»Sin duda alguna tendrá que vigilar muy de cerca al resto de sus hombres. Vigile la aparición de dolores de cabeza o de espalda, y pérdida de apetito. Poco después de eso empiezan los dolores abdominales, acompañados de distensión. Joanna, le dejaré este termómetro. Es uno de los nuevos… y sólo tarda tres minutos. En cuanto a cuidar a los enfermos…

—No te preocupes, David. Sé exactamente lo que debo hacer —le interrumpió ella—. Está todo escrito aquí, en el libro de mi madre.

—Será mejor que nos pongamos a trabajar —dijo Hugh—. Tengo la sensación de que mañana a esta misma hora vamos a encontrarnos con más casos de fiebres tifoideas de los que seamos capaces de manejar.

Mientras el doctor Ramsey abandonaba el patio, a caballo, Ezekial salió de entre las sombras, donde había permanecido escuchando.