8

Adam miró él dibujo que había hecho Sarah. Era un ave en pleno vuelo, y él trató de describir lo que veía. Pero, al juntar los labios, las palabras no surgieron de ellos. Pronunció una «Go», y abandonó el intento, exasperado. Sarah le dirigió una mirada prolongada y pensativa.

—¿Por qué no habla el niño pequeño? —preguntó—. ¿Qué espíritu retiene tu lengua? —El niño la miró con una expresión como de disculpa, y Sarah le rodeó los hombros con su brazo—. Está bien, no te preocupes —le dijo cariñosa.

Estaban sentados en la escalera de la terraza, para su lección matinal de «inglés de blancos», que había sido idea de la propia Sarah. Pero las cosas no se habían desarrollado con la facilidad con que ella se las había imaginado. La dificultad de Adam para hablar no era la misma que la suya, que era el resultado de haber vivido en una misión cristiana, entre aborígenes que no sabían hablar inglés. Sarah sabía que, con el tiempo, ella sería capaz de hablar tan bien como lo hacía Joanna. Pero durante el corto período de tiempo que llevaba tratando de ayudar a Adam se había dado cuenta de que el problema del niño procedía de otras causas misteriosas.

Adam volvió a contemplar la imagen y trató de nuevo de formar las palabras, con toda intensidad. Quería complacer a Sarah. Ella se portaba amablemente con él, y nunca le regañaba por no ser capaz de decir el nombre de las cosas. Él quería decirlo, e incluso sabía lo que se suponía que debía decir en voz alta, pero no lograba conseguir que su boca funcionara correctamente. Era todo como el momento en que…

Pero no, aquello era algo que no deseaba recordar. Se trataba de algo que había sucedido, y que él había tratado de explicar, pero las palabras se negaban a salir de su boca y los policías uniformados se habían mostrado impacientes con él y Adam se había puesto a llorar; y ellos se habían enfadado aún más, hasta que habían terminado por dejarlo en un barco. Así que, ahora, volvió a intentarlo.

—Golondina —dijo—. ¡Golondrina! —repitió correctamente. Miró a Sarah y repitió, señalando el dibujo con el dedo—: ¡Golondrina!

—Eso es, muy bien, pequeño —afirmó ella abrazándole—. Muy bien. Y ahora dime adónde se dirige la golondrina…

De pronto, Sarah se quedó petrificada.

Allí delante, en el patio, había tumbado sobre el polvo un solitario perro pastor, haciendo oscilar la cola para espantarse las moscas. Era una lánguida mañana de diciembre, cálida y soñolienta, con la tierra reseca inmóvil y sumisa bajo la feroz energía del verano. Sarah levantó la mirada al cielo y envió sus pensamientos hacia arriba, tratando de averiguar qué era lo que le estaba ocurriendo. Volvió la mirada hacia los campos que se extendían hasta mucho más allá de Merinda, hacia el horizonte del este. Y pensó: «Algo está ocurriendo».

—¿Sarah? —preguntó Adam.

Ella le miró. La voz del niño había sonado demasiado fuerte. Algo estaba mal, podía sentirlo.

—Sarah —repitió Adam tironeándole de la falda.

Ella cerró los ojos y buscó en su interior.

Esto era algo que ya le había sucedido con anterioridad: de repente, en el interior de su mente resonaban advertencias. Allá en la misión, la vieja Deereeree le había dicho que eso era porque algún día Sarah sería como su madre, que había poseído el Conocimiento.

Pero, a menudo, los «conocimientos» de Sarah no eran completos, sino más bien vagos, poco claros. La vieja Deereeree había dicho que eso se debía a que la iniciación de Sarah se había visto interrumpida. Si se le hubiera permitido terminar su iniciación entre las mujeres ancianas, entonces el Conocimiento habría sido más nítido y claro, como lo había sido el de la madre de la propia Sarah. Así que ahora, sentada a la sombra de la terraza, mientras el patio y los edificios parecían envueltos en una luz extraña, Sarah no sabía qué era lo que estaba percibiendo. Sólo sabía que se trataba de algo urgente, y que tenía que ver con Joanna.

—Adam —dijo levantándose y tomando al niño de la mano—. Vayamos a dar un paseo.

Mientras se dirigían hacia los árboles, junto al río, Sarah intentó calibrar su temor. ¿Se trataba ahora de un verdadero «conocimiento», o sólo era una de sus aprensiones personales al saber que Joanna se había marchado para visitar las ruinas?

Había muchas cosas que Sarah deseaba comprender. Si al menos pudiera hablar con la vieja Deereeree, la anciana de la misión que la había instruido… Pero el reverendo Simms le había prohibido a Sarah verse con mujeres ancianas. La vieja Deereeree lo conocía todo. Ella habría podido decirle cómo y por qué Joanna era diferente desde la primera noche que llegó a Merinda y Sarah la vio con el libro, que Joanna leía todas las noches y en el que también escribía.

¿Podría ser que Joanna fuera una mujer-canción, o que su madre lo hubiera sido? Sarah sabía que el libro, que Joanna llamaba «diario», contenía las canciones de la madre de Joanna, que lo leía todos los días y creía que lo hacía para conservar los Sueños de su madre. Así era como las cosas habrían sido para Sarah en el caso de que hubiera terminado su iniciación: ella habría cantado los Sueños de su madre y habría añadido canciones propias, del mismo modo que Joanna estaba añadiendo canciones propias a aquel libro, para traspasarlo finalmente a sus hijas. Desde luego, ni Sarah ni Joanna habían hablado nunca de ello. En realidad, Joanna nunca había dicho que aquel libro fueran los Sueños de su madre. Pero Sarah lo sabía.

Se preguntó si Joanna habría heredado también los poderes de su madre. Parecía saber qué plantas curaban y cuáles eran mortales. Era capaz de percibir la muñeca de una persona y saber si el corazón era fuerte o débil. Joanna había llevado a Sarah río abajo, y le había mostrado las hierbas y las flores que crecían allí y que eliminaban la enfermedad. ¿Y no era ese un poder muy especial?, se preguntaba ella.

Sarah sabía que su propia madre había tenido los poderes especiales de una mujer-canción, y a menudo tenía la sensación de que ella también los poseía. Pero por el momento sólo eran como susurros, como si algo le rozara en la oscuridad, y se preguntaba si, puesto que no había sido iniciada, los poderes podrían desarrollarse algún día por completo o no. Se suponía que esos poderes se manifestaban cuando una niña se convertía en mujer, con la llegada de la menstruación.

Cuando Sarah y Adam llegaron junto a los árboles, aminoraron el paso.

—Sarah… —empezó a decir Adam.

Pero Sarah se llevó un dedo a los labios y hablo en voz baja:

—Ssssh, debes guardar silencio.

Se quitó los zapatos que Joanna le había dado, y luego caminó con suavidad, introduciéndose en el bosque. Encontró a Joanna cerca de las ruinas, sentada en el suelo, debajo de un antiguo árbol del caucho. Sarah observó que estaba escribiendo en el libro de su madre.

«He agotado el libro del señor Downs sobre taquigrafía —escribía Joanna sin darse cuenta de que estaba siendo observada—, y no he descubierto ningún sistema que se parezca, ni remotamente, al que utilizó mi abuelo. He escrito a la Sociedad de Taquigrafía de Londres. Supongo que si pudiera encontrar a Patrick Lathrop habría una posibilidad de que él estuviera familiarizado con esta taquigrafía en particular. Necesito encontrar una clave que me permita acceder a la vida de mi abuelo y, en consecuencia, a la de mi madre. Sigo teniendo pesadillas. Y ahora sueño casi cada noche con la horrible pintura en la corteza de árbol que vi en Lismore. Me está obsesionando».

Siempre percibía en sí misma la urgencia de encontrar respuestas al misterio de aquello que había destruido a su madre, y en los momentos en que la desilusión llevaba a la frustración, cuando se sentía perdida, su atribulado espíritu encontraba la serenidad en este pacífico billabong.

Había recibido cartas de las otras colonias, con mapas e informes de los archivos oficiales, pero los mapas, aunque eran bastante detallados, no incluían ningún lugar llamado Karra Karra, y los informes de los archivos oficiales afirmaban no haber descubierto ninguna prueba de que los Makepeace hubieran vivido en aquella colonia en particular. Ahora, Joanna trataba de concentrarse en el elusivo Patrick Lathrop, el compañero de clase de su abuelo en Cambridge.

Reanudó la escritura: «El señor Westbrook se ha ofrecido para entrar en contacto con el señor Asquith, que trabaja en la Oficina de Asuntos Aborígenes, en Melbourne. Según él, es posible que un hombre tan estrechamente asociado con el gobierno de los nativos pueda tener algún conocimiento de ellos. Había confiado en que Sarah pudiera ser para mí una fuente de información sobre los nativos pero ella sigue mostrándose reticente en todo lo relacionado con su pueblo. Sin embargo, sé una cosa: Sarah se siente cada vez más perturbada por mi presencia aquí, junto al río. Creo que quizá no le gusta que yo venga a este lugar, junto a las ruinas. Sigo sorprendiéndola espiándome desde la distancia. Parece como si estuviera a la espera de que ocurriera algo. La he interrogado al respecto, pero ella no quiere hablar de eso. Quizá sea porque este es el lugar de los muertos. Tampoco quiere hablarme de sus padres, porque están muertos y para ellos es tabú hablar de los muertos».

Joanna dejó la pluma y se apoyó contra un árbol. El día era cada vez más caluroso y se quitó el sombrero y se desabrochó el botón superior de la blusa. Miró por entre los árboles, y pudo ver, entre las ramas retorcidas de colores gris, rojo y rosado, las ondulantes llanuras de Merinda, amarillas bajo el sol abrasador. Buscó en cada una de las ondulaciones de aquel mar, observando los árboles que salpicaban el paisaje, a lo largo del río Murray, los rebaños de ovejas que pastaban, algún que otro jinete ocasional y se preguntó si Hugh Westbrook estaría allí. Y entonces lo recordó: aquella misma mañana le había dicho que se iba a acercar a caballo hasta Lismore. Sólo faltaban poco más de tres meses para la boda.

A Joanna le preocupaba el hecho de que el deseo que sentía por él no hacía más que aumentar. Ahora el dolor ya no la abandonaba; era como un hambre que la consumía y que sentía en todas las partes de su cuerpo en el corazón en las yemas de los dedos, en los muslos, era la necesidad de tocarle, de sentirle. Recordó que ya le había parecido un hombre atractivo la primera vez que le vio, en el muelle, hacía más de dos meses. Ahora le asombraba percibir lo elegante que se había vuelto, y ella se descubría a veces a sí misma estudiando su rostro, la línea de su mandíbula, lo recto de su nariz; en esos momentos sentía que se intensificaba el deseo que tenía de él.

Joanna recordó que, de jovencita, había soñado con su propia boda. Al igual que hacen la mayoría de las chicas, se había preguntado con quién se casaría y en qué parte de la India viviría. Había danzado en los bailes en brazos de oficiales jóvenes y apuestos y en cada ocasión se había preguntado: ¿será con este?

Y ahora, mientras escuchaba los sonidos de los bosques y recordaba que ya le faltaba poco para cumplir los diecinueve años, sus pensamientos regresaron una vez más al amor y a las bodas.

¿Cuándo y cómo conocer al hombre con el que se casaría? Pensó en el doctor David Ramsey, quien le había dicho: «Señorita Drury, he tenido la oportunidad de trabajar con las nuevas enfermeras Nightingale. Realmente, están elevando la enfermería al rango de una profesión muy respetada. Para un médico como yo sería de lo más adecuado tener como socio a una mujer así. Y estaba pensando, señorita Drury, que con sus conocimientos de los remedios naturales y el mío de la medicina, los dos podríamos formar un equipo formidable».

Joanna se maravillaba al considerar las diferentes formas en que la gente encontraba el amor. Para algunos parecía tratarse de una pasión instantánea, que se disparaba a partir de una simple mirada cruzada de un lado a otro de una habitación. Para otros, en cambio, parecía tratarse de algo gradual, creciente, como una semilla que se hubiera plantado y nutrido. Y ella sabía muy bien que no todo amor terminaba en bodas y felicidad.

Pensó en la India británica, donde las esposas de los burócratas y los militares eran ignoradas, con sus esposos ocupándose mucho más de su trabajo, de sus compañeros, de sus caballos y perros que de sus propias esposas. Los hombres se encargaban de hacer el trabajo como creadores del imperio, formaban clubes y se pasaban el tiempo en compañía los unos de los otros, mientras que, en sus hogares, las esposas languidecían, se aburrían, eran descuidadas y se sentían inútiles. En consecuencia, los amores secretos no eran algo desconocido entre las esposas de los oficiales británicos; Joanna había escuchado suficientes murmuraciones al respecto. ¿Cómo podía suceder eso?, se preguntó. ¿Por qué de pronto una mujer se sentía tan inquieta o se mostraba tan despreocupada por su propia seguridad? ¿Qué era lo que la impulsaba a abandonar todo sentido de auto conservación, de la vergüenza, todo temor al peligro?

De pronto, un kookaburra se echó a reír por encima de ella, asustándola. Joanna levantó la mirada y vio un ojo penetrante y brillante mirándola.

Pensó de nuevo en Hugh, en el aspecto que había tenido el día anterior cuando había entrado a caballo en el patio. Se preguntó cómo sería estar casada con un hombre así, sabiendo que, cuando llegaba a casa por la noche, llegaba a su lado.

Joanna suspiró de nuevo, sintiéndose imbuida por una inquietud muy peculiar. Era una sensación inexplicable, algo que no había experimentado hasta entonces. Se dijo a sí misma que eso se debía a la ansiedad por encontrar Karra Karra o a la frustración por no haber sido capaz de descifrar aquellos papeles, o quizá una reacción atrasada ante todos los cambios que habían ocurrido en su vida durante los últimos meses. Decidió que podía ser por muchas cosas, sin saber que en sus suspiros, en sus miradas llenas de deseo, en su paseo impaciente por la orilla del billabong, estaba imitando los mismos suspiros, miradas y pasos que caracterizaban los primeros días de muchas personas cuando se enamoraban.

Una ramita se rompió de pronto con un ruido seco y Joanna miró a su alrededor. Contuvo la respiración y escuchó con atención, escudriñando el claro. Sólo pudo ver los troncos de los viejos eucaliptos, mudando sus cortezas blancas y grises, y las ruinas aborígenes cubiertas de musgo. Tuvo la fuerte sensación de estar siendo observada.

Una especie de quietud extraña parecía haberse instalado sobre el claro. Hasta el sonido del agua en la corriente parecía haber enmudecido. Una familia de cacatúas de color salmón-rosado aleteó sobre las ramas, por encima de su cabeza, pero ella no la escuchó. Sólo fue consciente de la dorada luz del sol penetrando hasta el suelo cubierto de hojas y de los latidos de su propio corazón.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta. No hubo respuesta—. ¿Sarah? —insistió en voz más alta—. ¿Adam?

Tampoco hubo respuesta.

Joanna avanzó unos pocos pasos. No vio a nadie, pero seguía teniendo la sensación de que allí había alguien.

—¿Quién es? —preguntó—. Por favor.

Entonces escuchó una agitación más allá de los árboles, seguida por unos pasos que sonaban de una forma extraña.

Joanna frunció el ceño. No le había parecido como un sonido humano.

Continuó avanzando por entre los árboles, recelosa, escuchando. Se detuvo y miró hacia adelante, viendo ante ella únicamente las ondulantes llanuras de Merinda, un océano de amarillenta hierba veraniega que se extendía a lo lejos, hasta las faldas de las montañas. Miró a la derecha, donde vio los edificios de la granja, y luego hacia la izquierda, donde vio…

Joanna contuvo la respiración y miró fijamente.

—Hola —dijo al cabo de un rato. Dos grandes ojos marrones, dotados de pesadas pestañas, parpadearon al mirarla—. Hola —repitió Joanna, transfigurada.

Nunca había estado hasta entonces tan cerca de un canguro.

Se trataba de un animal grande, de color gris azulado, casi tan alto como la propia Joanna, que permaneció de pie a pocos metros de distancia, apoyándose sobre la cola y las patas traseras, con las cortas patas delanteras cruzadas sobre el pecho. Atisbando apenas por encima del borde de la bolsa asomó la cara de un pequeño canguro, a los que Joanna había oído llamar «joey», y que la miraba fijamente con unos ojos enormes.

Se quedaron como petrificados, mirándose el uno al otro. Joanna tenía miedo de moverse, miedo de espantar al animal. Estaba atónita por encontrarse tan cerca, por ver con tanto detalle las suaves coloraciones, el grano del pelaje, los bigotes que se retorcían bajo la nariz. Miró al joey. En realidad, era grande y apenas si cabía ya en la bolsa de la madre. Observó con fascinación cómo se movía la bolsa con los movimientos del pequeño, como si este tuviera espasmos y estuviera listo para saltar de allí en cualquier momento.

—¡Qué maravillosos sois! —dijo Joanna en voz alta.

El canguro parpadeó, luego se dio media vuelta y se dejó caer lentamente sobre las patas delanteras, alejándose a saltos hacia el billabong. Joanna le siguió como hipnotizada.

El animal avanzó con lentitud hacia el riachuelo, balanceándose con rapidez en sus enormes patas traseras, soportando su propio peso y el de su pesada carga. Al llegar cerca del borde del agua, se detuvo. Joanna rodeó al animal, permaneciendo a cierta distancia, y observó cómo el canguro hacía una cosa extraña.

Se inclinó despacio hacia el suelo, como si se dispusiera a ramonear la hierba, y dejó salir al joey de la bolsa. De repente, la bolsa pareció ceder y el pequeño canguro salió de ella dando volteretas.

Joanna permaneció muy quieta observando al joey, que se revolvía para recuperar el equilibrio sobre unas patas desgarbadas. La madre se inclinó protectoramente sobre el pequeño, observando cada uno de sus movimientos. El pequeño se inclinó, trató de ramonear la hierba de la ribera, y se cayó. Volvió a levantarse, pero no parecía saber muy bien cómo debía coordinar la desmesurada cola con las patas. Miró a Joanna, y se quedó muy quieto.

Ella le sonrió. Arrancó un puñado de hierba rica y se la tendió en la mano. Dio un paso hacia el joey, y luego otro. Se acercó lo suficiente como para tocarlo. Dejó caer la hierba y retrocedió. El joey miró la hierba, y luego la mordisqueó.

Finalmente, la madre emitió una serie de sonidos como chasquidos y el pequeño se le acercó. Ella le lamió el pelaje y le rascó entre las orejas, ayudándole después a entrar de nuevo dentro de la bolsa. Finalmente, el canguro se dejó caer sobre sus patas delanteras y se alejó a grandes pasos por entre los árboles.

Joanna le vio marcharse, sin darse cuenta de que otros ojos, ocultos por detrás de los árboles, estaban fijos en ella.

Sarah, con los ojos muy abiertos y temblando, sosteniendo todavía la mano de Adam, retrocedió lentamente.

Cuando Joanna vio a Hugh en el patio, colocando la silla a su caballo, bajó los escalones de la terraza.

—Me marcho a Melbourne, señorita Drury —dijo él, atando las alforjas al caballo—. Estaré de regreso dentro de dos semanas, a tiempo para las Navidades. ¿Necesita algo de la ciudad?

—No, gracias. No se me ocurre nada.

—Me pasaré por la biblioteca municipal y veré si puedo descubrir algo sobre Karra Karra. Allí también hay un bufete de abogados con el que ya he tratado anteriormente. Les preguntaré acerca de su escritura. ¿Se encontrará usted bien, señorita Drury, aquí sola?

—No creo que esté sola, señor Westbrook. Tengo a Adam, a Sarah y al señor Lovell. —Miró a su alrededor y preguntó—: Bill, ¿ha visto a Sarah?

—No la he visto desde esta mañana, señorita.

—Hasta ahora no había desaparecido durante tanto tiempo —dijo Joanna frunciendo el ceño—. Me pregunto adónde habrá ido.

En ese momento, Adam bajó corriendo los escalones de la terraza.

—¡Joey! ¡He visto un joey!

Hugh tomó al niño en brazos y lo levantó en el aire.

—¿Qué es eso de un joey? —preguntó Hugh.

—Esta mañana junto al río, vimos un bebé canguro —contestó Joanna.

—¿Él solo? —preguntó mirándola con atención.

—Oh, no, con su madre.

—Espero que no se acercara usted demasiado.

—En realidad me acerqué bastante. Le di al pequeño algo de hierba para que comiera.

—Señorita Drury —dijo él mirándola muy fijamente—, podría haber resultado muerta. ¿La vio la madre?

—Oh, sí. Hizo una cosa curiosa. Dejó que el joey saliera de la bolsa, y luego volvió a dejarle entrar, a pesar de que parecía muy grande.

—¿Ha visto usted nacer a un joey? —preguntó Hugh mirando a Lovell.

—Oh, no lo estaba dando a luz. Ya estaba algo crecido.

—Señorita Drury, los canguros nacen dos veces. El primer nacimiento se produce lo mismo que con los otros animales, pero luego el joey se queda en la bolsa de la madre durante unos ocho meses de lactancia. Cuando la madre decide que ha llegado el momento, deja que el pequeño salga de la bolsa y lo ayuda a salir al mundo por segunda vez. Usted ha sido testigo de ese segundo nacimiento.

—¿De veras? —preguntó ella.

—¡Yo también lo vi! —exclamó Adam.

Bill se rascó la cabeza y dijo:

—Creo que no he conocido a nadie que haya visto eso, y eso que conozco a hombres que han sido testigos de cosas muy extrañas.

Hugh frunció el ceño y terminó de preparar las alforjas.

—No quiero que vuelva usted a hacer cosas así, señorita Drury. Cuando un canguro se siente amenazado, ataca. Sobre todo si se trata de una madre con su pequeño. Esas patas traseras pueden ser mortales. —La miró fijamente; ella había bajado a la terraza sin ponerse el sombrero; el sol le daba en la espesa mata de cabello de color pardo. Le sonrió y añadió—: Prométame que a partir de ahora será más cuidadosa.

Ella retrocedió y le vio partir.

Bill Lovell se quitó el sombrero, limpiando el interior con un pañuelo y volviéndoselo a colocar en la cabeza.

—Bueno, será mejor que me vaya al establo. Tengo una yegua a punto de parir un potrillo. Si me necesita…

—¡Un potro! —exclamó Adam—. ¡Quiero verlo!

—No sé si… —empezó a decir Joanna.

—Está bien, señorita Drury, déjelo que venga a verlo. Vamos, Adam. ¿Quiere usted venir también, señorita?

—Sí, desde luego. Pero antes permítame ir a buscar mi sombrero.

Ya dentro de la cabaña, Joanna se detuvo. La forma en que Hugh la había mirado cuando le contó su encuentro con el canguro… Había parecido disgustado con ella, aunque no sabía exactamente por qué. Había oído rumores de que Ezekial andaba por ahí diciendo que ella traía mala suerte a Merinda y que, debido a ella, algunos de los peones aborígenes se estaban marchando. Hugh no le había comentado nada de eso, pero ella sabía que debía sentirse preocupado por ello. Eso le hizo pensar en el día de la fiesta para Adam en Lismore, cuando vio a Hugh hablando con Ezekial y, al parecer, sosteniendo una acalorada discusión en un extremo del jardín.

Eso la hacía sentirse tensa. Había estado de acuerdo en venir aquí sólo para ayudar a Adam. No había pretendido ser la causa de ningún problema. Recordó la oscura mirada que había visto en el rostro de Hugh cuando Bill Lovell le informó de que otros dos peones aborígenes se habían despedido.

¿Por qué no le caía bien a Ezekial? Ni siquiera había hablado una sola vez con él.

De pronto, una sombra cubrió el umbral de la puerta abierta y Joanna se volvió.

—¡Sarah! —exclamó—. ¿Dónde has estado?

—Venga —dijo la muchacha, tomando a Joanna de la mano—. Venga conmigo.

—¿Qué sucede? ¿Ocurre algo malo?

Al pasar junto al establo, Joanna se asomó y le dijo a Bill que regresaría al cabo de unos minutos.

Cuando ella y Sarah llegaron a las ruinas aborígenes, junto al río, Sarah se sentó en el suelo y le indicó a Joanna con gestos que hiciera lo mismo.

—La vi —dijo Sarah al cabo de un momento—. La vi con el canguro y el joey.

Algo aleteó en las ramas altas y Joanna levantó la mirada.

—Sí, lo sé —asintió—. Adam me lo dijo. ¿Por qué me has traído aquí?

—Hay algo que debo contarle —contestó la muchacha—. Hombre blanco nunca ha visto nacer al joey. Espíritu de Canguro nunca deja observar a hombre blanco. Sólo gente del tótem Canguro. Este lugar es sagrado en Sueño de Canguro.

Joanna observó el río y los árboles que lo bordeaban, así como la superficie perlada del billabong. Sintió moverse todo aquello que la rodeaba. Algo había ocurrido, estaba ocurriendo.

—Usted viene cada día a este lugar prohibido —siguió diciendo Sarah—, pero no morir. Ve nacer al joey, pero no morir. Usted camina en este lugar y Canguro no se enfada. Usted tiene gran magia, gran poder. Usted pertenece al clan Canguro.

—Pero yo no soy aborigen, Sarah —dijo ella mirando fijamente a la muchacha—. ¿Cómo puedo pertenecer al clan Canguro?

—Espíritu de Canguro aparecerse a mí en sueños y decirme que usted tener Sueño de Canguro, y decirme que hablarle de su Sueño. Usted tener que conocer su Sueño.

—Pero yo no he nacido aquí, en Australia —insistió Joanna sin dejar de mirarla.

Sarah cerró los ojos. Pareció volverse hacia dentro de sí misma. Al cabo de un rato, dijo:

—Todos los pueblos tienen tótems, también hombre blanco. El canguro le dio su signo a usted al dejar ver nacimiento del Joey. Usted es Sueño de Canguro especial. —Abrió los ojos y preguntó—: ¿Dónde estar su línea de canto?

—¿Mi línea de canto? No lo sé. No creo que tenga una línea de canto.

—Todo el mundo tiene una línea de canto. ¿Dónde está la línea de canto de su madre?

—No lo sé —contestó Joanna—. Quizá en alguna parte de Australia. ¿Por qué lo quieres saber?

—Porque usted estar siguiendo una línea de canto. Eso es lo que traerla aquí.

—Ni siquiera estoy segura de saber muy bien lo que es una línea de canto, Sarah, ¿cómo voy a poder seguirla? Explícame lo que son las líneas de canto.

—Este lugar pertenece a Sueño de Canguro, Joanna —dijo Sarah—. La línea de canto del canguro pasa a través de Merinda desde allí… —y señaló hacia el norte—. Desde muy lejos. En el período del Sueño, la antepasada Canguro viajó desde gran distancia para venir aquí, y continúa y muere en alguna parte ahí… —y señaló hacia el sur—. Eso es una línea de canto. Es una línea del espíritu, es una línea del tiempo. Es una línea de ahora y de ayer.

—Sarah —dijo Joanna mirando a la muchacha—, ¿cómo sabes tú que la línea de canto del canguro pasa por aquí? Yo no veo nada.

—Mira —dijo Sarah señalando hacia un altozano cubierto de hierba, situado río arriba—. Ahí duerme la antepasada Canguro. ¿Ves las grandes patas traseras, la cola larga y la cabeza pequeña?

Joanna forzó la vista. Creyó poderse imaginar el perfil de un canguro en el altozano. De repente, la muchacha empezó a cantar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Joanna—. Canto Sueño de Canguro para ti.

—No comprendo.

Sarah dibujó en la tierra líneas, círculos y puntos con un palo. Luego dijo:

—Esta es la línea de canto de la antepasada Canguro. Ella viene de aquí, ¿lo ves? Y va allí, ¿lo ves?

Pero Joanna sólo veía líneas, círculos y puntos.

La voz de la muchacha continuó sonando, mientras el calor de la tarde continuaba cayendo pesadamente sobre los bosques. Joanna se sintió como incorpórea; los árboles y el río parecían ilusorios; algo ensoñador pareció apoderarse de ella. De algún modo, Sarah pareció envejecer delante de ella. Cantaba palabras que Joanna no podía comprender, con un ritmo que invadió todo su ser, sintiéndolo en las venas, viéndolo detrás de sus ojos, haciendo sonar palabras viejas, más viejas que el tiempo, cantando, diciendo, pronunciando el pasado.

Joanna cerró los ojos. Se sentía pesada y con calor, y como si se estuviera moviendo en sueños. De pronto, vio montañas rojas y salvajes y fuego brotando de la tierra, y aves que volaban formando enormes bandadas, y siluetas humanas, destacándose, altas y fuertes, contra el cielo, saltando a través de un paisaje desnudo, levantando las lanzas al aire, dejando caer los brazos en una cadencia antigua. Y a continuación unas criaturas gigantescas, saltando en gráciles grupos en el paisaje, con grandes cuartos traseros y cabezas pequeñas —canguros— en número enorme, apretujándose sobre la tierra, ennegreciendo el horizonte con su número, oscilando, saltando sobre las llanuras rojas. Y las figuras humanas siguiéndolos, observándolos, reverenciándolos.

El sol de la tarde abrasaba a través de los árboles; las moscas y mosquitos llenaban el aire con su zumbido. Joanna intentó conservar la claridad de pensamiento. «¿Cómo es posible que pueda ver estas imágenes?», se preguntó. Recordó entonces uno de los pasajes del diario de su madre, uno de aquellos sueños de asombrosos recuerdos: «Anoche soñé con canguros en grandes manadas, saltando sobre una llanura roja. La montaña roja vuelve a estar nuevamente ahí, la misma que me ha visitado en otros sueños. Y veo las siluetas oscuras de las personas recortadas contra un sol rojo. ¿Podría haber sido testigo alguna vez de una escena tan fantástica?».

Una vez que Sarah hubo terminado de cantar, Joanna preguntó:

—¿Puedes hablarme de la Serpiente del Arco Iris?

—La Serpiente del Arco Iris es muy poderosa —contestó la muchacha—, y pertenece a los secretos de las mujeres, a los Sueños de las mujeres.

—¿Es que las mujeres tenemos Sueños aparte?

—Sí —contestó Sarah—. Las mujeres tienen sus propias líneas de canto, más poderosas que las de los hombres, poique llevamos la vida en nosotras. Puedo decírtelo, Joanna, porque eres una mujer. Los chicos pasan por muchas pruebas antes de convertirse en hombres. Sufren cortes y hemorragias. Pero las chicas no, porque la vida ya está en ellas. Se convierten en mujeres por sí mismas. —Hizo una pausa. Luego miró a Joanna y añadió—: Mi madre era una mujer-canción. Conservaba los mitos y ritos secretos de las mujeres, y cantaba las ceremonias de las mujeres. Si no hubiera venido el hombre blanco, yo también habría sido una mujer-canción.

—¿También eres miembro del clan Canguro?

—No —contestó Sarah—. Mi antepasado fue la Foca, así que yo tengo el Sueño de la Foca, que está lejos de aquí. Algún día, seguiré mi línea de canto, seguiré las huellas del antepasado y encontraré mi Sueño.

—Dices que tu antepasado fue una Foca. ¿Quieres decir con ello que desciendes de una foca?

—En el período del Sueño, el primer antepasado Foca saltó de las aguas del sur —contestó Sarah sonriendo—. Se cantó a sí misma para cobrar existencia, y luego cantó las islas y las rocas, para que cobraran existencia. Enseñó a sus hijos la Canción de la Foca. La Canción se transmitió de generación en generación. Esa misma canción, transmitida a través del tiempo, es la que ha llegado hasta mí.

—Pero ¿por qué no eres ahora una foca? —preguntó Joanna.

—Porque cambiamos. Llegamos a la tierra y lentamente nos convertimos en humanos. Pero mi Sueño sigue siendo el de una foca, aun cuando yo sea humana. ¿Conoces a Ezekial, el viejo explorador? Él tiene el Sueño de Emú. Y la vieja Deereeree, en la misión, tiene el Sueño de Cacatúa. Procedemos de esos antepasados. Ezekial no puede comer nunca emú, ni llevar puestas plumas de emú. La vieja Deereeree nunca come cacatúa. Y yo nunca mataré una foca, ni comeré su carne o llevaré su piel.

—Lo siento, pero sigo sin comprender qué es exactamente el Sueño —dijo Joanna con expresión pensativa.

—El Sueño nos conecta con madres que llegaron antes que nosotras y con hijas que aún tienen que nacer. Mi madre me cantó su Sueño, del mismo modo que su madre se lo cantó a ella, y así hasta cuando los antepasados cantaron sus primeras canciones. Yo les cantaré a mis hijas mi Sueño y de ese modo ellas quedarán conectadas, a través de mí, con sus madres anteriores, hasta retroceder al Sueño de la Foca.

—No es así como son las cosas con mi gente —dijo Joanna—. Mi madre nunca me cantó su Sueño.

—Claro que lo hizo —dijo Sarah con una sonrisa—. Tienes el Sueño de tu madre. Está en el libro en el que escribes.

—¿En su diario?

—Sí, es su línea de canto. Y tú también pones en él tus canciones. Tú continúas su Sueño. Tienes que preparar esto para tu propia hija.

Joanna se quedó atónita. Cuando Hugh le explicó lo que eran las líneas de canto, ella se había imaginado que se trataba de cosas físicas, como caminos abiertos a través de los bosques y señalados con postes. Pero ahora empezaba a comprender que eran algo mucho más que eso, que podían ser algo tan sencillo como un diario, o como cartas intercambiadas entre una madre y su hija. Las líneas de canto constituían la transmisión del espíritu, la sabiduría y los sentimientos, como enlaces entre las almas. En una ocasión, lady Emily había comentado en su diario: «Cuando escribo sobre mi madre, siento como si estuviera conmigo, todavía viva, a pesar de que ni siquiera me acuerdo de ella». Y ahora, por primera vez, Joanna empezaba a comprender el verdadero significado de «cantar para dar vida a la creación».

—¿Dónde está tu madre ahora? —le preguntó a Sarah.

—Se escapó de la misión, para regresar a su clan. Pero un hombre-canción dijo que ella había contado nuestros secretos a un hombre blanco, así que él le cantó una magia mala.

—¿Quieres decir una canción-veneno? —preguntó Joanna.

—Sí.

—¿Y… murió?

—No lo sé. Quizá regrese. Las mujeres-canción lo hacen.

—Sarah —dijo Joanna hablando muy despacio—, mi madre habló de veneno. Me pregunto si quizá murió a causa de una canción-veneno. Pero, en tal caso, creo que le habría sido cantada a su madre, y no a ella, es decir, a mi abuela.

—El espíritu de la abuela es muy poderoso —dijo Sarah.

—Cuando me miras, Sarah, ¿ves mala suerte a mi alrededor? ¿Ves una canción-veneno?

De repente, un extraño sonido llenó el aire, como un silbido agudo, y algo pasó volando junto a Sarah y Joanna, sin que ninguna de ellas pudiera distinguir de qué se trataba. Se pusieron en pie de un salto, a tiempo para ver cómo un boomerang chocaba contra un árbol cercano, introduciéndose en el tronco con un nítido ruido sordo.

Algo se movió por detrás de ellas. Se giraron y vieron a Ezekial acercándose por entre los árboles. Se acercó a Sarah y dijo con serenidad:

—Tabú. —Luego, se volvió hacia Joanna y añadió—: Vete. Este lugar no es para ti. Tú escuchas cosas tabú. Tú traes mala suerte a este lugar.

—No, viejo Padre, no es tabú —intervino Sarah, y hubo un parpadeo de sorpresa en los ojos del anciano.

—Tú hablas cosas tabú, niña —insistió.

Joanna observó que Sarah estaba temblando y había en sus ojos una expresión tanto de temor como de desafío. Por la forma en que Ezekial miraba a Sarah, también se dio cuenta de que este no estaba acostumbrado a ser desafiado.

—Malas cosas ocurren ahora —dijo el viejo.

Aunque Ezekial no levantó la voz, Joanna percibió su cólera y su propio y especial temor. El rostro del viejo era como una máscara y su voz sonó suave. Y a Joanna aún le pareció mucho más formidable a causa de su serenidad.

Pasó junto a Sarah y Joanna, arrancó el boomerang del árbol y continuó su camino por entre los bosques, sin volverse una sola vez.