—Señorita Drury, Frank Downs ha obtenido recientemente un mapa en el que podemos mirar —le dijo Hugh a Joanna mientras conducía el carro hacia el camino principal—. Me ha dicho que ocupa casi toda una pared y que se trata del mapa más completo de Australia que él haya visto jamás. Karra Karra tiene que estar en ese mapa.
Joanna no había esperado que la invitaran a la fiesta que Pauline Downs había organizado en honor de Adam, y por eso le sorprendió que Hugh le pidiera que fuese.
—Adam querrá que esté usted allí —había dicho—, y eso le dará una buena oportunidad para hablar con Frank. Si alguien puede ayudarla en su búsqueda, ese es Frank.
Así que ahora avanzaban bajo el calor de noviembre, pasando junto a los rebaños de ovejas recién esquiladas que pastaban en unos campos que empezaban a agostarse a causa del calor. Adam iba silencioso, sentado entre Hugh y Joanna, en el pescante del carro. Llevaba ropas completamente nuevas y Joanna le había peinado y le había arreglado el cabello. Se le había explicado adónde iban y por qué, pero Adam no parecía haberlo comprendido. ¿Qué era una fiesta, y por qué se la daban a él? Hugh también se había puesto sus mejores ropas: una elegante chaqueta de ante de color marrón sobre una camisa blanca sin corbata, unos pantalones oscuros y unas botas tan cepilladas que mostraban un brillo del color de la cereza; además, llevaba sobre la cabeza el familiar sombrero de los colonos. Por su parte, Joanna se había puesto un vestido de satén amarillo, con un sombrero amarillo a juego.
Habían dejado a Sarah en casa, ya que ni siquiera se planteó la cuestión de llevarla a la fiesta, a pesar de que Sarah ya estaba demostrando ser la mejor compañía posible para Adam. Le habían preparado una cama en la terraza y Joanna había arreglado dos de sus propios vestidos y se los había dado a la muchacha. Sarah ayudaba a cuidar de la cabaña, recogía las hierbas y raíces para Joanna pero, sobre todo, esta la entrenaba para que se hiciera cargo de Adam, con quien se mostraba muy paciente, llevándolo a pasear por el bosque, contándole historias sobre los animales que vivían allí, mitos aborígenes como el cuento de cómo el koala perdió la cola, o por qué tiene la tortuga un caparazón. Animaba al chico a hablar, permitiéndole que se tomara su tiempo y dejando que repitiera las palabras después de ella, y aunque el progreso era lento, lo cierto es que empezaba a mejorar.
Sarah intrigaba a Joanna. A menudo descubría a la muchacha mirándola fijamente, y aunque Sarah siempre le sonreía y hablaba, y se mostraba fascinada por los conocimientos de Joanna sobre la curación, para ella seguía siendo un enigma. Había confiado en aprender de ella algo de las cosas aborígenes sagradas, la había interrogado acerca de lo que estaba cantando y de los objetos que había encontrado junto a la puerta de la cabaña, e incluso le había preguntado por qué la estaba protegiendo, pero o bien Sarah no la comprendió o aparentó no comprender las preguntas que le hizo. No obstante, su actitud mostraba una gran dignidad, y parecía poseer un conocimiento especial de las cosas naturales, tales como saber si iba a llover o no cuando aún no había una sola nube en el cielo.
—¡Pinky! —exclamó Adam de repente, señalando con el dedo.
Acercándose a ellos por el camino avanzaba el carro alegremente pintado del señor Shapiro, balanceándose y traqueteando, con sartenes y botes colgando y tintineando de los costados. Pinky, el viejo caballo, se detuvo junto al carro de Westbrook antes incluso de que el señor Shapiro tirara de las riendas.
—Buenos días, señor —saludó el viejo buhonero llevándose una mano al destartalado sombrero—. Qué afortunada coincidencia haberme encontrado con usted. Precisamente me dirigía a Merinda. ¿Qué tal está, señorita Drury? —saludó metiéndose una mano en la chaqueta—. Le he traído correspondencia. Me temo que hoy sólo le ha llegado una carta.
—Gracias, señor Shapiro —dijo Joanna.
Como no había servicio postal en el distrito occidental, llevarle la correspondencia a un vecino era una cortesía que practicaba todo el mundo. Joanna leyó la dirección del remite del sobre. Procedía del cuartel general de la misión de la Iglesia de Inglaterra, en Sydney; era la respuesta a la pregunta que había planteado sobre sus abuelos.
Después de haber recibido las cartas de los diversos gobiernos coloniales pidiéndole dinero, ella había enviado los honorarios solicitados y ahora esperaba con ansiedad la llegada de los mapas y los informes sobre los archivos. También había escrito a todas las sociedades misioneras que pudo localizar. Por el momento, cinco de ellas le habían contestado, aunque ninguna poseía información alguna sobre los Makepeace.
—Aquí tienes, Adam —dijo ella tendiéndole el sobre, como solía hacer—. ¿Quieres abrirme la carta tú?
—De camino a la fiesta, ¿verdad? —preguntó el señor Shapiro—. Ya he visto a otros en el camino. Debe de ser una gran fiesta, la de Lismore. Tengo entendido que hay mucha comida, y también mucha cerveza.
Sonrió con timidez, como si de pronto se hubiera sentido azorado. Nadie conocía la historia del señor Shapiro; daba la impresión de haber formado parte del distrito occidental desde siempre. La gente calculaba su edad en algo situado entre los setenta y los noventa años, y hablaba con atisbos de un acento. No tenía un negocio muy lucrativo, y en ocasiones se veía obligado a pedir comida, pero todos le reconocían su amabilidad. Había rumores que hablaban de la existencia de una esposa y un hijo, hacía ya mucho tiempo, en el viejo país, que habían sido asesinados por los soldados.
—Señor Shapiro —dijo Hugh—, ¿qué clase de flores son esas? —preguntó señalando un ramillete que llevaba en un cubo colocado sobre el asiento del pescante, a su lado.
—Son primaveras inglesas, señor Westbrook. Recién cogidas esta mañana del jardín de la viuda Barns, en pago por unos hilos.
—¿Cuánto quiere por ellas? —preguntó Hugh llevándose la mano al bolsillo.
Los ojos nublados del señor Shapiro se abrieron mucho por detrás de sus gruesas gafas.
—Para usted, señor Westbrook, serán dos peniques.
—Aquí tiene usted tres peniques por todas sus molestias, señor Shapiro. Y que siga usted bien.
El viejo se quedó mirando las monedas en su mano. Luego, cerró los dedos alrededor de ellas y dijo:
—Que Dios recompense a un hombre generoso, señor Westbrook.
Y tras decir esto, el señor Shapiro tomó las riendas y reanudó su camino. Hugh le pasó las flores a Joanna, haciéndose cargo de las riendas del carro.
—Son para usted —le dijo.
Ella se volvió a mirarle.
—Cabello, Joanna —dijo en ese momento Adam, señalándole la cabeza.
—Está bien —asintió Joanna un tanto confundida ante el gesto inesperado de Hugh.
Le entregó el ramillete al chico, tomándole luego las pequeñas flores, una a una, y colocándoselas en el moño.
Una vez que hubo terminado, Adam le tendió el sobre abierto y ella leyó la breve carta que contenía. Ante su desilusión, la gente que trabajaba en el cuartel general de la Iglesia de Inglaterra en Sydney le comunicaba que en sus archivos no constaba que los Makepeace hubieran servido en ninguna de sus misiones en Australia.
—¿Buenas noticias? —preguntó Hugh.
—Me temo que no. Al parecer, mis abuelos no sirvieron en las misiones de la Iglesia de Inglaterra.
Dobló la carta y se la guardó en el bolso. Más tarde la guardaría con las demás, en un archivador que no hacía más que aumentar de tamaño.
Mientras se desplazaban por el camino campestre, Joanna observó distintas granjas entre los árboles y Hugh le fue contando sus historias.
Según le explicó, hacía una generación que el territorio que estaban atravesando ahora había sido tan misterioso y desconocido para los europeos como si se tratara de la Luna. Cuando los primeros exploradores informaron de lo que habían descubierto aquí y esas noticias llegaron a Inglaterra, donde ya no quedaban territorios «nuevos», donde todo era ya propiedad de una vieja aristocracia que lo conservaba celosamente, se produjo una gran oleada de emigración hacia las colonias australianas. Todos habían llegado desde Inglaterra, Escocia y Gales, los Cameron, los Hamilton y los MacGregor, acompañados por sus familias y sus poco convincentes sueños. Lucharon contra los aborígenes nativos que habían poblado los territorios durante miles de años, y los expulsaron de aquellas tierras o los exterminaron; luego, talaron los bosques y canalizaron las corrientes, introduciendo el cultivo del trigo y la ganadería de las ovejas. Y poco a poco se enriquecieron. Se construyeron mansiones y sus esposas empezaron a llevar vestidos muy caros; formaron clubes de caza y clubes privados para caballeros, y se olvidaron o mintieron acerca del hecho de que en otros tiempos habían sido mineros del carbón y mendigos callejeros.
Ahora vivían en propiedades impresionantes, con nombres que sonaban imponentes, como Monivae, Barrow Downs o Glenhope, en casas construidas en estilos georgiano, isabelino o gótico, algunas de ellas especialmente diseñadas para reflejar el país de origen del propietario, como el castillo escocés de Kilmarnock, y otras para demostrar el gusto de quienes vivían en ellas, como la «villa» mediterránea situada en Barrow Downs, y la curiosidad de estilo vagamente árabe que, según Hugh, estaba habitada por una rama de la familia Cameron. No había dos casas del distrito que fueran iguales entre sí. Pero todas, en su estilo, daban la impresión de pertenecer a algún otro lugar del mundo.
Hasta los jardines y los prados, o lo que ella podía contemplar de estos, parecían haber sido hechos a base de árboles y flores importados de Inglaterra, Escocia o Irlanda. Joanna pudo ver conejos y venados que, según sabía por los comentarios de Hugh, no eran nativos del continente australiano, sino que habían sido traídos especialmente de Gran Bretaña. También había aves, tales como estorninos, gorriones y jilgueros, que Joanna sabía no eran nativos de Australia. Le asombró el hecho de que las gentes que vivían en aquellas magníficas propiedades parecieran decididas a crear la ilusión de que vivían no en Australia, sino en Suffolk, Yorkshire o Cork.
Y Lismore, según pudo comprobar Joanna, no constituía una excepción. Mientras Hugh conducía el carro fuera del camino principal, para seguir un sendero bordeado de olmos, Joanna observó allá adelante una mansión inglesa que le recordó las casas majestuosas que había visto cerca del pueblo de la tía Millicent. Delante de la mansión se extendía un jardín de estilo inglés formal; había jardineros con rastrillos, tijeras de podar y mangueras de agua, en un intento por mantener el prado tan verde como uno inglés, mientras este se tostaba bajo el cálido sol australiano.
Había una hilera de carruajes detenidos delante de la mansión, y Hugh maniobró con el carro para situarlo en un lugar entre ellos, tendiéndole luego las riendas a un muchacho que se había acercado corriendo. Siguieron un camino empedrado que conducía hasta la parte posterior de la casa, y se encontraron en un vasto prado verde donde ya parecía haberse iniciado una fiesta.
Había tantas personas desparramadas por el prado, sentadas ante mesas o de pie bajo árboles frondosos, bebiendo, comiendo y conversando tranquilamente entre ellas, con niños de todas las edades corriendo de un lado a otro, que Joanna llegó a la conclusión de que allí debían de estar representadas la mayoría de las familias más ricas del distrito. Se habían instalado largas mesas cubiertas con manteles y llenas de comida, mientras las doncellas vestidas con uniformes servían a los invitados. Gruesas tajadas de carne de vaca y cordero se asaban en cinco grandes parrillas instaladas al aire Ubre, y enormes jarras de vino y cerveza llenaban ininterrumpidamente los vasos. Los adultos jugaban al croquet en uno de los prados, al badminton en otro, y para los niños había un carricoche en miniatura tirado por un burro. Debajo de un toldo a rayas tocaba una orquestina. A Joanna todo aquello le pareció más una pequeña feria, en lugar de una fiesta al aire libre.
Al ver a una mujer hermosamente vestida que se acercaba hacia ellos, supuso que aquella sería la prometida de Hugh. Y no tenía, en absoluto, el aspecto que Joanna se había imaginado. A diferencia de su hermano, a quien Joanna había conocido brevemente en Melbourne, Pauline Downs era alta, tenía una espesa cabellera rubia e iba vestida, a pesar del calor del día, con un asombroso vestido de terciopelo verde y un sombrero emplumado a juego.
—Hugh, cariño —dijo al acercarse, tomándolo por el brazo y besándolo en la mejilla—. Todos estábamos esperando ansiosamente tu llegada. Todos están deseando conocer a tu pequeño niño.
—Pauline —dijo él con formalidad—, quisiera presentarte a Joanna Drury.
Joanna sintió unos ojos fríos que se posaban sobre los suyos.
—¿Cómo está usted? —la saludó Pauline e inmediatamente se inclinó y añadió—: Y tú debes de ser Adam. ¿Cómo estás? —Le tendió una mano al chico—. Yo voy a ser tu nueva madre. ¿Qué te parece la fiesta, Adam? Todo esto es para ti.
Cuando Adam retrocedió, Joanna le dijo:
—Saluda, Adam. Y dale la mano a la señorita Downs. —Asintió con un gesto y añadió con suavidad—: Vamos, todo está bien.
Pauline se incorporó y deslizó la otra mano por el brazo de Hugh, al tiempo que decía:
—Tenemos que encontrar a Frank. Ha estado muy frenético desde que recibió un telegrama de Melbourne. Parece ser que tu aventura con la lanolina puede llegar a ser muy provechosa.
—Eso es algo que tenemos que agradecérselo a la señorita Drury —dijo Hugh—. Fue idea suya.
—¿De veras? —preguntó Pauline endureciendo la expresión de su sonrisa. Se volvió a mirar a Joanna, y sus ojos parpadearon al observar las primaveras que esta se había colocado en el pelo—. Qué bonito —dijo, dándole inmediatamente la espalda—. Vamos, tenemos que presentar a Adam a sus nuevos amigos.
De repente, apareció ante ellos un hombre de una complexión rubicunda, diciendo con una voz atronadora:
—Ah, por fin has llegado, Westbrook. Tenía ganas de hablar contigo acerca de esa nueva máquina para lavar la lana. He oído decir que…
—Ahora no, John —le interrumpió Pauline—. Hoy, Hugh… es mío. Quiero que conozcas a Adam, es nuestro invitado de honor, ¿sabes?
—Será bienvenido en cualquier momento que decida echarle un vistazo a la maquinaria, John —dijo Hugh.
Se acercó más gente, algunos de ellos queriendo oír hablar de la última innovación de Westbrook.
Joanna vio cómo Hugh y Adam se convertían en el centro de la atención de todos, con Pauline a su lado. Y, de repente, se dio cuenta de que había cometido un error al acudir a la fiesta. Estaba claro que ella se encontraba fuera de lugar allí, y que no era bien recibida.
Deambuló entre los invitados, que o bien no la conocían, o le dirigieron miradas de curiosidad hasta que, al recordar el mapa del que le había hablado Hugh, decidió entrar en la casa. Entró por la cocina, que estaba atestada de doncellas y conductores que parecían estar teniendo una pequeña fiesta propia. Se quedaron en silencio cuando ella entró y la miraron de forma extraña. Una mujer más vieja que las demás, con un almidonado vestido negro y un juego de llaves colgándole del cinturón, le preguntó:
—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?
Joanna se sintió observada por todos; uno de los hombres llegó a levantarse y a ponerse la chaqueta.
—No, gracias —contestó Joanna.
Y pasó con rapidez entre todos ellos y entró en la casa. En cuanto la puerta de la cocina se cerró tras ella, las conversaciones y las risas se reanudaron.
Joanna se encontró en un amplio pasillo oscuro, con habitaciones que se ramificaban a ambos lados. Caminó a lo largo del pasillo hasta llegar a una puerta abierta y al mirar adentro vio estanterías llenas de libros, desde el suelo hasta el techo, muebles forrados de cuero y una alfombra turca. Había encontrado la biblioteca. Y en ese momento vio el mapa, que cubría casi toda una pared.
Era tal y como Hugh se lo había descrito: un mapa de todo el continente de Australia, mostrando las ciudades costeras y los pueblos y asentamientos cercanos, así como un gran espacio en blanco en el centro que parecía tener más de mil quinientos kilómetros de un extremo al otro. Joanna se sintió repentinamente excitada mientras lo examinaba, confiando en encontrar nombres de lugares que pudieran parecerse a Karra Karra, o al «Bo… Creek» escrito en el documento que poseía. Estudió, sobre todo, los puertos y los ríos donde sus abuelos podrían haber desembarcado, confiando en que no hubieran viajado demasiado hacia el interior. Pero no encontró nada que se pareciera siquiera a lo que ella andaba buscando. Se quedó mirando el gran centro en blanco del mapa, donde no había nombres, ni ríos ni ningún otro indicativo, como si una vasta nube se lo hubiera tragado todo, ocultando lo que hubiese debajo. Karra Karra podía estar en cualquier parte de aquel inmenso territorio, pensó con desilusión, y allí se encontraría la «montaña roja» de los sueños de su madre.
Cuando Joanna se apartó unos pasos del mapa, su mirada se posó sobre la mesa de despacho que había bajo el mapa y vio un trozo de papel cubierto con una escritura que le resultó familiar. Era un poema, escrito a lápiz en el dorso de un recibo de una tienda. A estas alturas, Joanna ya sabía que Hugh era capaz de ponerse a escribir en los momentos más extraños, cuando se hallaba inspeccionando las verjas, o los rebaños, y que entonces lo hacía en cualquier trozo de papel que encontrara a mano. Se dio cuenta de que aquella debía de ser su última balada, titulada «El botinero».
Cuando lo estaba leyendo, se abrió la puerta de la biblioteca y alguien entró.
—Ah, está usted aquí, señorita Drury —dijo Hugh—. Andaba buscándola. Ya veo que ha encontrado el mapa. ¿Ha descubierto algo en él?
—Me temo que no.
Entonces vio lo que ella sostenía en la mano.
—Mi poema. ¿Qué le ha parecido?
—Es encantador —contestó ella—. Pero no acabo de comprenderlo. ¿A qué se refiere, por ejemplo, al hablar de un botinero?
—Los botineros son hombres que vagan por las zonas despobladas con todas sus pertenencias metidas en una especie de saco, una manta que llevan a la espalda.
—¿Y la «danzante Matilda»?
—Matilda es otra palabra para designar esa especie de saco. La «danzante Matilda» significa llevar el saco o, en otras palabras, vagabundear de un lado a otro.
—¿Y por qué se le llama así?
—No tengo ni la menor idea. Eso se remonta a los tiempos de los convictos.
Se miraron el uno al otro, en la biblioteca iluminada por el sol.
—Acabo de hablar con Frank —dijo finalmente Hugh—, quien me ha comunicado buenas noticias. Después de que me encontrara con usted en el recodo del río, empecé a preguntarme si no habría un mercado para la lanolina que obteníamos de los vellones. Hablé del asunto con Frank, que conoce a todos los hombres de negocios desde Adelaida a Sydney. Él entró en contacto con dos compañías farmacéuticas, que expresaron interés por nuestra oferta. ¡Y dijeron que comprarían toda la lanolina que fuéramos capaces de producir! —Guardó un momento de silencio antes de añadir—: Así que, después de todo, este año haré algunos beneficios. Y gracias a usted, señorita Drury.
Joanna se sintió repentinamente impresionada al observar lo bien que encajaba Hugh en aquel ambiente tan elegante. La cabaña de troncos que era su hogar y el patio embarrado de Merinda no parecían tener nada que ver con este hombre alto embutido en la elegante chaqueta de ante. Evidentemente, aquel era un aspecto de él que no había visto hasta entonces: el del ganadero caballero. «Esta es la clase de mansión que debería tener él, la clase de vida de la que debiera estar rodeado», se dijo.
—¿Volvemos a la fiesta? —preguntó él.
Hugh le ofreció el brazo y Joanna deslizó su mano en él.
—¿Cómo se las arregla Adam? —preguntó ella cuando ya abandonaban la biblioteca—. Por un momento pensé que pudiera sentirse asustado con tanta gente.
—Bueno, en realidad no parece saber muy bien qué hacer.
Ya en el mismo pasillo por donde había entrado, Joanna observó algo que antes había escapado a su atención, una curiosa pintura que colgaba de la pared. Se detuvo a mirarla.
No era una pintura ordinaria hecha sobre un lienzo o sobre madera. Parecía más bien como un gran trozo de corteza de árbol en el que se hubieran pintado círculos concéntricos, y líneas onduladas, grupos de puntos e hileras de rayas. Al ver cómo lo contemplaba, Hugh le explicó:
—Es una pintura sobre corteza. Frank me explicó una vez que se lo había comprado a un viejo aborigen que llegó procedente de una de las tribus del norte.
Cuanto más la observaba, menos caótica le parecía y las figuras empezaron a emerger. Distinguió un rostro humano; una mujer con grandes pechos y un hombre con unos genitales exagerados; un canguro con un pequeño en su bolsa; algo que podría ser un árbol, nubes y un río, y finalmente distinguió algo grande y grotesco que parecía abarcarlo todo. Joanna se dio cuenta de que se trataba de una serpiente que parecía estar a punto de devorarlo todo. Y eso la aterrorizó.
—Es espantoso —dijo, retrocediendo.
—Supongo que la intención era esa, que fuese espantoso. El anciano que se lo vendió a Frank afirmó que era la pintura de algo llamado canción-veneno.
Ella se volvió de pronto a mirar a Hugh, con expresión de asombro.
—¡Una canción-veneno! —exclamó.
—Era una forma de castigar a alguien. Los aborígenes tenían códigos de conducta muy estrictos, y cualquiera que transgrediera una de las muchas leyes y tabúes era condenado a muerte. Una forma de morir era ser «cantado». ¿Ve las figuras del centro de la pintura? Representan toda la creación, los seres humanos y los animales, los árboles y los ríos, las nubes, etcétera. Y esta otra figura, la que está en el borde, es la Serpiente del Arco Iris, que se dispone a devorarlo todo. Un hombre o una mujer-canción podrían contemplar esta pintura y cantar la canción-veneno que se desprende de ella. Y ellos creen que, cualquier persona a la que se le cante, morirá.
—¿Y mueren de verdad? —preguntó Joanna sintiéndose muy fría.
—He oído contar historias en las que así ha sucedido. Se sabe que las canciones-veneno constituyen una magia muy poderosa. Lo cierto es que una vez que un hombre ha sido «cantado», ya no puede invertir el efecto. No hay ninguna medicina que lo cure, porque los médicos se ven impotentes contra el poder del canto.
—¿Podría ser esto…? —dijo ella mirando a Hugh y resultándole difícil hablar—. ¿Podría ser esto el veneno que tanto temía mi madre? ¿Habría escuchado quizá una canción-veneno cantada sobre sus padres, o incluso sobre ella misma? ¿Fue eso lo que ella vio siendo una niña y que ya nunca más fue capaz de recordar? Señor Westbrook, ¿es posible que una canción-veneno matara a mi madre?
—Oh, lo dudo mucho, señorita Drury. Según dijo usted misma, ella era muy pequeña en aquella época. Difícilmente podría haber comprendido lo que estaba sucediendo.
De pronto Joanna recordó las notas de su abuelo.
—¿Y si mi padre hubiera registrado una canción-veneno? ¿Y si la sacó de Australia por medio de mi madre, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo? ¿Y si esos documentos que he estado intentando descodificar son el veneno que mató a mi madre?
—Señorita Drury, eso no son más que supersticiones —dijo él—. Somos demasiado civilizados como para creer que una canción pueda matar a alguien.
Pero, incluso mientras lo decía, Hugh sintió lo vacías que eran sus propias palabras. Los años pasados en las zonas despobladas, cuando su única compañía en muchos casos habían sido los aborígenes tribales, le habían enseñado que había poderes y misterios capaces de desafiar las explicaciones racionales o «civilizadas».
Recordó entonces la discusión que había sostenido hacía dos días con Ezekial. El viejo aborigen se estaba poniendo muy pesado con su afirmación de que Joanna era mala suerte para Merinda.
—Veo espíritus a su alrededor, amo —había dicho Ezekial—. Ella tiene poder fuerte, magia fuerte. Altera equilibrio. Los antepasados contarme en sueños: haz que se marche la muchacha.
Cuando Hugh volvió a decirle al viejo que estaba diciendo tonterías y que no quería volver a oír hablar del tema, Ezekial había dicho:
—Sus ovejas con piojos, amo. No lana. Y vienen cosas peores.
Ahora, al parecer, Ezekial andaba diciendo a la gente que trabajaba en la granja que aquel lugar estaba marcado por la mala suerte. Hasta ahora, cuatro de los mejores trabajadores de Hugh se habían despedido, y el resto ya empezaba a ponerse nervioso.
Ahora, al ver el temor en los ojos de Joanna y la forma como contemplaba la pintura, se dio cuenta de repente de que no podía permitir que ella se enterara de lo que Ezekial andaba diciendo, y que tendría que mantenerla alejada de aquel anciano.
—Señorita Drury —dijo, tocándole un brazo—. Vayamos a ver cómo le van las cosas a Adam, ¿le parece bien?
Al salir a la luz del sol del exterior, Joanna se sintió momentáneamente deslumbrada y se llevó una mano a los ojos. Aún veía ante ella la pintura en toda su grotesca belleza. No podía apartar de su mente ni aquellas imágenes, ni las palabras «canción-veneno».
Pauline acudió a reclamar a Hugh y Joanna los vio alejarse, caminando por el prado. Escuchó entonces a alguien pronunciando su nombre.
Se volvió y vio al doctor David Ramsey acercándose a ella. Llevaba una levita de color verde oscuro y un lazo negro a modo de corbata; y no llevaba nada en la cabeza, de modo que su cabello brillaba con un tono dorado rojizo bajo la luz del sol.
—Señorita Drury, qué agradable verla por aquí —la saludó.
—Hola, doctor Ramsey.
—¿Cómo está? ¿Y cómo está Adam? ¿Ha conseguido usted hacerle hablar un poco más?
—Sí, un poco —contestó ella buscando a Adam entre la multitud y viéndolo en compañía de un grupo de niños.
—Desgraciadamente, sabemos tan poco del cerebro humano, pero no me cabe la menor duda de que su amabilidad y paciencia serán de gran ayuda. Ese niño tiene mucha suerte al poder contar con usted, señorita Drury. Vamos, tomemos una copa de champán. —Mientras iniciaban el paseo a través del prado, Ramsey dijo—: He estado leyendo El origen de las especies, de Darwin. ¿Está usted familiarizada con ese libro?
—No lo he leído —contestó Joanna con la repentina sensación de estar siendo observada—. Pero lo conozco. Tengo entendido que mi abuelo, cuyo paradero ando buscando, estuvo en Cambridge en la misma época que Darwin.
Buscó entre la multitud desparramada por el prado, sentada en sillas o de pie, formando grupos. Nadie la estaba mirando directamente y, sin embargo, ella tenía la fuerte sensación de estar siendo observada.
—Envidio al señor Darwin —estaba diciendo Ramsey—. Debe de ser maravilloso saber que uno está haciendo realmente historia. Actualmente hay tantas cosas en marcha en la ciencia y la medicina, se están haciendo tantos descubrimientos y hay hombres tan grandes. Pasteur, Lister, Koch, todos ellos serán recordados. Mi ambición, señorita Drury consiste en hacer esa clase de contribución a la medicina.
En ese momento, ella vio a Ezekial en el extremo del jardín. Llevaba la acostumbrada y destartalada camisa y unos pantalones polvorientos, y permanecía tan quieto que casi podría haber sido una estatua, a excepción del cabello blanco y largo y de la barba, que se movían agitados por la brisa. La estaba observando del mismo modo que había hecho en otra ocasión, junto al río.
—¿Se encuentra usted bien, señorita Drury?
—Sí —contestó ella, sonriendo—. Desde luego. ¿Verdad que se siente bien el sol?
Se apartó de la mirada de Ezekial y vio entonces que Adam se había convertido en el centro de atención de un pequeño círculo de personas. Le estaban haciendo mimos, tratando de colocarle un sombrero de fiesta en la cabeza.
—Desearía que no se arremolinaran todos alrededor de Adam de ese modo —dijo Joanna—. Él no confía todavía en las personas o en las multitudes. ¿Quién es el guapo chico rubio que está hablando con él?
—Es Judd, el hijo de Colin MacGregor, y el que está detrás de él es Colin, su padre, una especie de noble escocés.
Joanna observó al hombre apuesto que vigilaba los intentos del tímido chico por entablar amistad con Adam.
—Ah, sí, el esposo de Christina MacGregor. ¿Cómo se encuentra ella?
—Si lleva cuidado, conseguirá dar a luz. Y a propósito, ¿ve usted a esa dama tan corpulenta, la que va vestida de negro y que parece tener una corte a su alrededor? —Joanna vio a una mujer de estatura imponente, que llevaba un voluminoso miriñaque y dominaba a un círculo de mujeres sentadas en sillas a su alrededor y bebiendo té—. Esa es Maude Reed —siguió diciendo Ramsey—. Es la que se podría denominar la matriarca del distrito; tiene ocho hijas, veintitrés nietos y un extraño número de bisnietos y, según tengo entendido, está a la espera de otros tres. La señora Reed es la esposa de ese otro hombre que está ahí, John Reed —dijo Ramsey señalando hacia donde se encontraba Hugh con Frank Downs y el hombre corpulento que le había salido al encuentro en cuanto llegaron.
Joanna vio que Hugh miraba hacia donde estaba Ezekial y, de repente, observó que fruncía el ceño. Mientras David Ramsey seguía hablándole a Joanna de los otros invitados a la fiesta, ella observó a Hugh cruzar el prado y acercarse hacia donde estaba el viejo aborigen. No pudo escuchar lo que se dijeron, pero le pareció que Hugh estaba enfadado. El rostro de Ezekial permaneció impasible, pero sacudió la cabeza e hizo gestos.
—Doctor Ramsey —dijo Joanna.
—Llámeme David, por favor —dijo él.
—¿Ve usted a ese anciano que hay allí?
—Sí, es Ezekial. La gente de por aquí suele utilizarlo como explorador cuando sale de caza.
—¿Vive aquí, en Lismore?
—Oh, no, nadie sabe exactamente dónde vive. Simplemente, aparece de vez en cuando, y la gente lo contrata. Entre un trabajo y otro, nadie sabe dónde se mete ni lo que hace. ¿Por qué?
—¿Por qué nos mira tan fijamente?
—Supongo que siente curiosidad.
Joanna vio cómo el rostro de Ezekial permaneció impasible mientras que el de Hugh mostraba claros signos de enfado. Se preguntó de qué estarían discutiendo y si no sería a causa de ella; volvió a recordar entonces la pintura de la canción-veneno y los sueños y sintió de nuevo un escalofrío.
—Me estaba preguntando, señorita Drury —dijo Ramsey—, ¿puedo contar con su permiso para visitarla de vez en cuando? Quiero decir, formalmente. Por ejemplo, en Strathfield se celebrará el baile de vísperas de Navidad. Me haría usted un gran honor si me acompañara.
—Me temo que no sé si podré ir. Es posible que para entonces sea mejor que me quede con Adam.
—Bueno, ¿qué le parece entonces un picnic algún domingo?
Joanna se volvió a mirar el rostro agradable del médico con aquellos ojos verdes enmarcados por pestañas rojizo doradas, y unas pecas salpicándole las mejillas, y le asombró darse cuenta de lo joven que parecía, aunque juzgaba que debía de ser por lo menos cinco años mayor que ella.
Luego vio a Hugh, que regresaba a la fiesta, mientras que Ezekial se alejaba entre los árboles. Cuando vio a Pauline que se acercaba a Hugh y le deslizaba posesivamente un brazo sobre el suyo, se escuchó contestar sin darse mucha cuenta de lo que decía:
—Sí, David. Lo del picnic suena muy bien.
De repente, Adam lanzó un grito. Joanna echó a correr hacia él y lo tomó en sus brazos. Un hombre vestido con un traje de payaso estaba diciendo:
—Yo no hice nada. Sólo trataba de hacer reír al niño.
—Oh, Adam —exclamó Joanna—. Todo está bien. Todo es para divertirse.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó Maude Reed, acercándose a ellos con una agitación de su enorme miriñaque—. ¿Cómo es posible que a un niño mayor como este le inspire miedo un payaso?
—Él no lo comprende —intentó explicar Joanna—. No sabe nada de fiestas ni de payasos. Pero en seguida estará bien, ¿verdad, Adam?
—La señorita Drury tiene razón, Maude —dijo otra voz y Joanna se volvió para ver a Pauline que se acercaba a ellos entre la gente—. Vamos, Adam, te voy a llevar a comer algo de helado. Apostaría a que nunca has probado el helado ¿verdad? Señorita Drury, ¿le apetece comer algo?
Se dirigieron hacia las mesas del buffet, donde los sirvientes vigilaban los pasteles y los budines, las ensaladas y las carnes frías, los quesos y las frutas, mientras que los chefs cortaban jamones, ternera y venado. Después de haberle dado a Adam un plato de helado, que el niño probó con cierto recelo y luego empezó a comer con ganas, Pauline dijo:
—¿Quiere probar algo de este budín, señorita Drury? Me han dicho que está hecho con una receta única en Australia, algo que, según tengo entendido, inventaron los convictos. Hugh me dice que es usted de la India. Victoria debe de parecerle un lugar muy extraño. He oído decir que la India es tan… —se detuvo un momento antes de terminar la frase—… bueno, tan estéril. ¿Está usted segura de que encajará aquí? Después de todo, la vida aquí, en Australia, es muy diferente. Nosotros, los del distrito occidental, no somos como otras personas. A los extraños siempre les resulta difícil adaptarse. A veces, simplemente, no lo consiguen. —Mientras hablaba, Pauline fue sirviendo en sus platos pequeñas cantidades de ensalada de patatas, ostras frías y rebanadas de rosbif frío—. No hace mucho tiempo hubo una mujer joven que llegó desde Inglaterra. De hecho, se parecía mucho a usted, era joven e inexperta. Se casó con uno de nuestros ganaderos locales y duró exactamente un año. Terminó por descubrir que odiaba la vida aquí y regresó a Inglaterra en él siguiente barco.
—Yo sólo estoy en Victoria temporalmente, señorita Downs —dijo Joanna—. Vine a Australia para ver algunas cosas relacionadas con mi familia. Y creo que he heredado algunas tierras.
—¿De veras? —murmuró Pauline. Se dio cuenta de que el cuenco de Adam había quedado vacío, así que dejó los platos y dijo—: Vamos, Adam, hay algo que quisiera enseñarte. Y a usted también, señorita Drury.
Los tres entraron en la casa.
—Según tengo entendido, el ambiente es algo muy importante a la hora de educar a un niño —comentó Pauline mientras subían una grandiosa escalera—. Yo ya conozco demasiado bien la cabaña de troncos de Merinda, que me parece muy inadecuada para un niño. ¡Y aquel patio! Estará usted de acuerdo conmigo en que no es el mejor lugar para un niño.
—Adam está acostumbrado a vivir en una granja —dijo Joanna.
—Sí, pero ya no seguirá viviendo en una de ellas. En cuanto Hugh construya nuestra casa, Adam llevará un estilo de vida mucho más cómodo. Ya hemos llegado.
Abrió una puerta y se apartó a un lado para dejarles paso.
Joanna y Adam se encontraron en la habitación de un niño, con una cama con dosel y un tocador, un papel pintado en la pared y la luz solar que penetraba a raudales por la alta ventana. La habitación estaba llena de juguetes, osos de peluche, soldados de madera, un tren, un caballete y pinturas, un caballo de balancín, todo aquello que un niño pudiera desear.
—Yo misma he comprado todas estas cosas —dijo Pauline—. Todo lo que ve usted aquí lo elegí especialmente para Adam. —Se inclinó hacia el niño y le preguntó—: ¿Qué te parece tu nueva habitación, Adam?
Joanna observó la habitación. Se preguntó cómo se adaptaría el niño a aquella clase de confinamiento, después de haber disfrutado de tanta libertad junto al río.
—Quiero que tú y yo nos hagamos amigos lo antes posible, Adam —siguió diciéndole Pauline. Luego, volviéndose hacia Joanna, añadió—: Se quedará aquí, en Lismore, a partir de hoy mismo. Después de la fiesta ya no volverá a Merinda.
—Pero el señor Westbrook no me ha dicho nada al respecto.
—Hugh no lo sabe todavía, pero estará de acuerdo conmigo. Adam y yo debemos disponer de tiempo para conocernos bien.
—Eso lo comprendo —dijo Joanna—, pero, recientemente, Adam ha experimentado numerosos cambios en su vida. Ha sufrido una pérdida terrible y otras cosas de las que ni siquiera sabemos nada.
—Sí, lo sé. Hugh me lo ha explicado todo. Tengo la intención de contratar a un tutor privado que le dará a Adam lecciones sobre cómo hablar correctamente. ¿Te gustaría eso, Adam?
A Joanna le horrorizó la simple idea de que Adam fuera obligado a asistir a un aula escolar. Y, sin embargo, también hubo otra emoción que se apoderó de ella: posesividad, no sólo de Adam, sino también de Hugh.
Regresaron a la mesa del buffet, donde Hugh, Frank y John Reed se estaban sirviendo.
—Te lo aseguro, Hugh —estaba diciendo Reed—, es una locura creer que puedes desarrollar una raza de ovejas a las que se pueda criar en partes de Queensland y de Nueva Gales del Sur, que son francamente demasiado cálidas como para criar ovejas. Eso ya se ha intentado y, hasta el momento, nadie lo ha conseguido.
—Pues yo tengo la intención de conseguirlo —afirmó Hugh.
—Vosotros, los de Queensland, sois bastante cabezotas.
—Ser de Queensland es como ser un superviviente —dijo Hugh.
—Hoy has estado muy tranquilo, Downs —dijo John volviéndose a mirar a Frank—. Eso no es propio de ti.
—Sólo tengo algunas cosas que me rondan por la cabeza, John.
Frank había querido invitar a la fiesta a Ivy Dearborn, a lo que Pauline se había opuesto. Ivy seguía negándose a salir con él, lo que no dejaba de extrañarle, porque ella había colgado su retrato en una de las paredes de Finnegan’s. No la culpaba por querer proteger su reputación; sospechaba que lo único que ella deseaba era que la trataran de forma respetuosa, y no como se suele tratar a las camareras de los bares. Así que ¿qué podía ser más respetable e inocente que una fiesta para un niño pequeño? Pero Pauline se había mostrado inflexible al respecto, y Frank había retrocedido en sus pretensiones. Si hubiera insistido y traído a Ivy a la fiesta, Pauline la habría hecho sentirse muy desgraciada, y en tal caso Frank habría perdido para siempre las posibilidades que aún tenía con aquella mujer. Sin embargo, no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente. Cuanto más se negaba ella a aceptar sus invitaciones, tanto más atractiva le parecía. Frank se encontró revisando la impresión inicial que se había hecho de aquella mujer como una persona bastante sencilla y nada especial. Durante las últimas semanas que llevaba visitando el pub de Finnegan’s, Frank había descubierto que Ivy poseía un atractivo muy sutil, y que era deseable en virtud de su inaccesibilidad. Pero se acercaba la Navidad y él tenía la impresión de que hacerle un regalo adecuado le permitiría ganar terreno con ella.
—Hugh —dijo John Reed—, te he visto hablar hace unos minutos con Ezekial y no me pareció que te sintieras muy contento. ¿En qué anda metido ahora ese viejo diablo?
—Sólo en negocios de ovejas, John —contestó Hugh mirando el contenido de su vaso.
—Hugh —intervino Frank—, creo que deberías saber que he oído hablar a algunos de mis peones de que Ezekial anda por ahí diciendo que Merinda ha entrado en una especie de fase de mala suerte. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—No hay nada que hacer al respecto —contestó Hugh mirando a Joanna—. Tuve la mala suerte de tener una plaga de piojos justo antes del esquileo. Supongo que es a eso a lo que él se refiere.
—Oh, señorita Drury —dijo Frank cuando él se refirió a Joanna—. Espero que me recordará. Nos vimos brevemente en Melbourne. ¿Ha conseguido descubrir algo sobre esa escritura?
—Pues claro que le recuerdo, señor Downs —dijo ella y a continuación le contó la visita que había hecho al abogado de Hugh en Cameron Town.
—Sí, él tiene razón —asintió Frank—. Hasta que pueda usted determinar en qué colonia se emitió esa escritura, me temo que tiene en las manos un documento sin ningún valor.
Joanna pensó en los documentos codificados de su abuelo, y en la fuerte posibilidad de que la clave de lo que necesitaba saber se encontrara en ellos. Pero el libro que Hugh le había regalado, Códigos, cifrados y enigmas, no le había sido de ninguna ayuda. Fuera cual fuese el código en el que estaban escritos aquellos papeles, no era uno que fuese comúnmente conocido.
—Permítame ver qué puedo hacer yo —dijo Frank, sacando un pequeño bloc de notas de su bolsillo—. Como le podrá decir cualquiera de mí, me encantan los misterios. Si me permite tomar una pequeña nota de lo que acaba de informarme, quizá alguien sea capaz de leerlo y…
Joanna miró lo que escribía y al ver las líneas y símbolos, preguntó:
—¿Qué es eso que está escribiendo, señor Downs?
—Se llama estenografía. Exijo que todo el personal que trabaja en el periódico la conozca.
—¿Estenografía?
—Sí, o taquigrafía, como se la conoce más habitualmente. Es una forma de escribir con rapidez, mediante el uso de símbolos y abreviaturas. Existen diversos tipos de taquigrafía, y este sistema en particular fue inventado por un hombre llamado Pitman, y se remonta a mil ochocientos treinta y siete. Como puede comprobar, es muy eficiente. Permite a un periodista tomar nota de toda una historia completa. Martín Lutero escribió todos sus sermones en taquigrafía, ¿lo sabía?
—¿Me permite? —preguntó Joanna. Frank le tendió el bloc. Ella extrajo a su vez los símbolos que había llegado a conocer tan bien, símbolos cuyo significado no había logrado encontrar, ni siquiera en el detallado libro Códigos, cifrados y enigmas—. Señor Downs, ¿conocería usted este código, por casualidad?
Él lo estudió brevemente y contestó:
—No se trata de ningún código, señorita Drury sino de otra forma de taquigrafía. Me parece vagamente familiar, aunque no estoy seguro de saber dónde la he visto.
—Señor Downs —dijo Joanna sintiendo que la excitación se denotaba en su tono de voz—, mi abuelo me dejó unos papeles escritos en esta clase de taquigrafía. Creo que si pudiera traducirlos, podría descubrir dónde vivieron mis abuelos y dónde se encuentran los terrenos cuya propiedad escrituraron. ¿Sabría usted cómo puedo descubrir qué clase de sistema de taquigrafía se utilizó para escribir esto?
—Tengo un libro sobre distintos sistemas de taquigrafía que puede usted llevarse a casa, señorita Drury. También le recomiendo escribir a la Sociedad de Taquigrafía de Londres y enviarles una muestra de esa escritura. —Frank volvió a guardarse la libreta en el bolsillo y añadió—: Publicaré su historia en la edición del lunes. Su identidad se mantendrá en secreto, claro está. Simplemente diré que, si alguien tiene información referente a…, a propósito, ¿cuáles eran sus nombres?
—John y Naomi Makepeace. Estuvieron aquí desde mil ochocientos treinta al treinta y cuatro, en un lugar llamado Karra Karra.
Cuando Pauline se dio cuenta de que Adam parecía tener sueño, le dijo:
—¿Por qué no subes a tu habitación y duermes un poco la siesta?
—¿A qué habitación te refieres, Pauline? —preguntó Hugh. Y cuando ella se lo explicó todo, añadió—: El niño no se va a quedar aquí. Regresa conmigo a Merinda.
—Pero este es un lugar mucho mejor para él, querido.
—Merinda es su hogar y allí es donde va a vivir.
—Creo que deberíamos dejar que fuese Adam quien eligiera dónde quiere vivir.
—Nada de eso, no vamos a dejar elegir al niño. Regresa conmigo a Merinda.
—Está bien, cariño —asintió Pauline sonriendo graciosamente—. Después de todo, cuatro meses no es mucho tiempo. Y luego yo seré su madre.
Al marcharse, con Hugh sosteniendo al niño dormido en brazos, y un criado llevando todos los regalos que Adam había recibido, Joanna se dio cuenta de lo agotada que se sentía. La visión de la corteza de árbol pintada seguía presente en su cabeza, así como la preocupación por Adam y la actitud de fría manipulación que había observado en Pauline. Y también se dio cuenta de que experimentaba una emoción que no había sentido nunca: celos.