6

Joanna estaba segura de que algo extraño estaba sucediendo. Había salido un momento a la terraza cubierta y encontrado un montón de plumas de cacatúa, cuidadosamente atadas con una cuerda, que alguien había dejado delante de la puerta.

No era esta la primera vez que sucedía una cosa parecida. En las dos semanas transcurridas desde que llegara a Merinda había visto cómo, de repente, se materializaban cerca de ella los objetos más extraños: brillantes piedras de río colocadas de forma misteriosa en el alféizar exterior de la ventana; flores silvestres, alineadas sobre el escalón superior de la terraza, y, hacía apenas dos días, un adorno en forma de círculo, tejido con hierba del río y cabello humano, colgando de la puerta principal. Y ahora aquellas plumas de cacatúa.

¿Quién estaba colocando aquellas cosas, y por qué?

Dirigió la mirada hacia el ajetreado patio donde las asustadas ovejas eran canalizadas hacia los corrales que daban a los barracones donde se efectuaba el esquileo. El ruido y el olor eran casi abrumadores.

El equipo de esquileo había aparecido al día siguiente de la llegada de Joanna a Merinda, y ella descubrió que estas tres semanas de cada mes de noviembre constituían la única razón de todo lo que se hacía en una granja ovejera durante el resto del año. Porque era ahora cuando se esquilaba a las ovejas de su vellón, para después enviar la lana a Inglaterra por barco. La temporada de esquileo significaba acostarse tarde por las noches y levantarse muy temprano por las mañanas, un trabajo muy duro, y poco sueño, comer apresuradamente y suspender todas las demás actividades hasta que el equipo de esquileo hubiera seguido su camino y la lana hubiera sido despachada al puerto. Durante todo ese tiempo, Joanna sólo veía a Hugh cuando este acudía a la cabaña cada noche para preguntar cómo estaba Adam y para asegurarse de que ella y el niño se encontraban cómodos.

Joanna se quedó de pie en la terraza y estudió las plumas que había encontrado delante de la puerta. Mostraban en las puntas un delicado color rosado con un matiz de amarillo, y habían sido cuidadosamente atadas con una delgada cuerda de corteza. Había tres, del mismo modo que había encontrado tres piedras de río y tres flores silvestres. No cabía la menor duda: alguien se había tomado la molestia de recogerlas y luego colocarlas allí donde fueran encontradas. Pero ¿quién lo estaba haciendo, y por qué razón?

Mientras reflexionaba extrañada sobre el asunto, observó a Adam que corría de un lado a otro persiguiendo gallinas. La marca ya le había desaparecido de la frente, y no había tenido más ataques, ni se había repetido el episodio del muelle, en el que se golpeó la frente. Para cualquier extraño parecería un niño totalmente normal y saludable. Pero el extraño no se daría cuenta de la forma tortuosa con que Adam miraba a veces cuando hacía esfuerzos por tratar de decir algo; un extraño no vería la forma en que el niño caía de pronto en prolongados silencios y se quedaba mirando fijamente hacia el vacío; un extraño no se despertaría en plena noche a causa de los gritos que Adam emitía en sueños.

Viéndole correr ahora, Joanna pensó en los juguetes que había en la cabaña y de los que el niño no hacía el menor caso. Se los había comprado al señor Shapiro, el viejo buhonero que efectuaba recorridos regulares por todo el distrito, con su carromato pintado de vivos colores, tirado por un viejo caballo llamado Pinky, y que vendía de todo, desde calicó hasta «genuino perfume árabe». Joanna le había comprado, sobre todo, objetos para la cabaña, como un colgador de alfombras, una tetera de cerámica, cortinas para la ventana, aunque también había adquirido una cometa y una pelota. Ante su sorpresa, Adam les recibió con indiferencia; ella se dio cuenta entonces de que el niño no estaba acostumbrado a los juguetes y que, de hecho, nunca había tenido juguetes con anterioridad. Prefería jugar con la naturaleza. Chapoteaba en el billabong, y se pasaba horas contemplando al platipo deslizándose por el fondo del estanque. Se llevaba a todas partes a «Rupert», el viejo muñeco de peluche con ojos hechos con botones, que había sido de su madre años antes. Pero la pelota y la cometa se quedaron olvidadas en un rincón, sin tocar.

Joanna había intentado diversas formas para relacionarse con Adam y conectar con él, para encontrar la clave que explicara su tormento privado. Pero, por el momento, no lo había conseguido. Cuando le mostró la Biblia y la alianza de casada de su madre, el niño se echó a llorar.

Joanna estaba ansiosa por recibir noticias de las autoridades de Australia del Sur. Confiaba en que pudieran decirle algo que arrojara algo de luz sobre lo que había herido al niño, ya que entonces confiaba en poderle curar. Pensó de nuevo en su propia madre y se preguntó si lady Emily podría estar aún viva en el caso de que alguien, hacía mucho tiempo, hubiera podido ayudarla a afrontar aquello que le había hecho daño, y extraerle el dolor a base de mimos.

Joanna también esperaba otras cartas en el correo.

A la mañana siguiente de su llegada a Merinda, había escrito a los gobiernos de las seis colonias en que estaba dividido el continente australiano, solicitando información de unos misioneros llamados John y Naomi Makepeace; también había pedido que se le enviaran mapas de las colonias. Había llevado la escritura al abogado de Hugh Westbrook en Cameron Town, aunque este sólo pudo decirle que, hasta que supieran en qué colonia se hallaba localizado el terreno, no había forma de descubrir dónde estaba, o de saber si aquella escritura era incluso legal.

También esperaba la llegada de un sobre con matasellos de Cambridge, Inglaterra.

Una de las anotaciones existentes en el diario de lady Emily había sido escrita hacía ocho años, cuando Joanna acompañó a su madre a una visita a Inglaterra. Lady Emily había escrito: «Aunque tía Millicent se niega a hablar de mis padres, de tan profundo como es el dolor por haber perdido a su hermana, he logrado enterarme de unas pocas cosas a partir de la vecina, la señora Dobson, quien conoció a Millicent y a mi madre incluso cuando eran muchachas jóvenes. Mencionó un nombre, Patrick Lathrop, y parecía recordar que había sido un buen amigo de mi padre, desde los tiempos de la escuela. Quizá si pudiera localizar al señor Lathrop, pudiera descubrir en qué lugar exacto de Australia nací y qué estaba haciendo mi padre allí».

Por lo que ella sabía, su madre nunca había seguido la pista de aquel Lathrop, aunque a ella le pareció una información que valía la pena investigar. Sabiendo que su abuelo había asistido al Christ’s College de Cambridge, desde 1826 hasta 1829, había escrito a la universidad dos meses antes de partir de la India, poniendo como remite la lista de correos de Melbourne. Ahora, el jefe de correos de Melbourne sabía que ella residía en Merinda.

Aún se hallaba reflexionando sobre las plumas de cacatúa que había encontrado cuando percibió un movimiento repentino entre las sombras del cobertizo de esquileo situado al otro lado del patio.

Se dio cuenta con un estremecimiento de que se trataba de Sarah, la joven aborigen que trabajaba en la granja. Se quedó muy quieta, mirando a Joanna de la misma forma que la había mirado Ezekial en el río, hacía dos semanas. La joven de catorce años la observaba ahora de aquella misma manera inquietante en que la había observado el viejo. Joanna no creía que la muchacha sintiera simple curiosidad por ella, como Hugh había sugerido. Más bien tuvo la impresión de que Sarah la observaba con cautela, como valorándola, y posiblemente hasta sintiéndose amenazada por ella.

Ya había descubierto a Sarah en otras ocasiones, espiándola en momentos inesperados. Joanna tenía de pronto la sensación de estar siendo observada, se volvía a mirar y encontraba allí a la muchacha. Había intentado hablar con ella, entablar una cierta relación, pero Sarah siempre se alejaba.

—Ella habla inglés —le había dicho Hugh cuando ella le preguntó por la muchacha aborigen—. No muy buen inglés, pero lo suficiente como para hacerse entender. Me imagino que te ha mitificado. No creo que haya tenido muchos contactos con mujeres blancas fuera de la misión aborigen donde creció.

Joanna pensaba que Sarah era una chica bonita, con altos pómulos y unos ojos grandes y almendrados. Llevaba el cabello largo y recto, y este era de un brillante color caoba, tan oscuro como su piel. Llevaba vestidos sencillos, pero nunca zapatos. Joanna se preguntó ahora por qué razón la estaría espiando. ¿Por qué mostraba Sarah una actitud de vigilancia y espera? ¿Era ella la responsable de haber colocado los extraños objetos que Joanna había encontrado en la terraza?

Bill Lovell, el capataz, apareció de pronto en el patio, con algo en los brazos.

—Hola —saludó—. He traído algo para el chico.

Joanna lo había visto poco durante las dos semanas que llevaba allí, pero, cuando se encontraba con él, el hombre siempre se había comportado amablemente. Tenía el cabello blanco y la piel curtida de un hombre que se ha pasado toda la vida bajo el sol; sus ojos azulados aparecían casi blancos, como si hubiera tenido que estrecharlos mucho para ver a grandes distancias.

Al subir hacia la sombra de la terraza, abrió el saco que llevaba entre los brazos y Joanna vio un par de diminutos ojos pardos parpadeándole. Aquellos ojos pertenecían a un rostro suave y peludo que poseía una nariz increíblemente grande, una pequeña barbilla blanca y unas orejas extrañas. Ella se quedó atónita; nunca había visto un koala desde tan cerca.

—Lo encontré río arriba, tumbado en el suelo —dijo Bill—. Yo diría que tiene unos ocho meses de edad, por lo que todavía no es un animal maduro del todo. Cerca de donde lo encontré vi una hembra muerta, que supongo era su madre. Le habían disparado. Probablemente un cazador que usa a los koalas como objetos de tiro al blanco. Pensé que al chico le gustaría tenerlo como animal de compañía.

—¡Adam! —llamó Joanna—. Ven a ver lo que te ha traído el señor Lovell.

Levantó la mirada hacia el cobertizo de esquileo y observó que Sarah había desaparecido de allí.

—En realidad, son una molestia —dijo Bill—, como sin duda habrá oído decir.

—Sí, señor Lovell, lo he oído comentar.

En aquella época el sueño de todo el mundo se veía perturbado por los koalas. Era la estación de apareamiento y los aullidos de los machos y las llamadas angustiadas de las hembras mantenían a la gente despierta durante toda la noche. Se animaba a los cazadores para que los mataran.

—A pesar de todo —dijo Bill—, no pude dejarlo abandonado para que se lo comieran los dingos.

—Aquí tienes, Adam —dijo Joanna colocando al animal en brazos del niño—. Pórtate muy bien con él, sólo es un bebé.

—¡Ko-la! —exclamó Adam con un brillo en la mirada.

—No, Adam. Se dice ko-a-la. ¿Sabes tú decir koala?

Adam frunció el ceño y la arruga entre ambos ojos se hizo más profunda.

—Ko-a-la —repitió correctamente.

—La palabra koala es la forma aborigen para decir «no bebe» —dijo Bill Lovell—. En realidad, no se trata de osos. Son criaturas estúpidas que lo único que hacen es permanecer colgadas de los árboles durante todo el día, emborrachándose con jugo de eucalipto. Y la naturaleza no los hizo bien. Sus bolsas no se abren por arriba como las de los canguros, sino por abajo.

—¡Yo diría que eso sería de lo menos eficiente para un animal que tiene que vivir en los árboles! —exclamó Joanna echándose a reír—. Le construiremos un corral. Le daré agua y… —Se volvió a mirar a Bill—. Y a propósito, ¿qué comen los koalas?

—Para empezar, no beben agua. Y sólo comen las hojas de ciertos árboles gomosos. Pero nos las arreglaremos para darle algo.

—Oh, se ha herido la mano.

—Una oveja ha tratado de morderme —dijo él—. No es nada.

—Permítame curarlo. Adam, ¿quieres entrar en la cabaña y traerme mi bolsa de curas? ¿Y me puedes traer también una jofaina con agua?

—Por favor, señorita, no se moleste —dijo Lovell mientras ella le quitaba el pañuelo con el que se había envuelto la mano—. Se pondrá bien. Stumpy Larson me echó queroseno encima.

Joanna se echó a reír. Durante el primer día de su estancia en Merinda había encontrado una botella de queroseno en la cabaña con una etiqueta que decía: «Curalotodo».

—Esto necesita algo más que eso, señor Lovell —dijo ella.

—Llámeme Bill, por favor.

—Está bien, Bill. Debe de ser usted uno de los pocos hombres que hay por aquí que no tenga un apodo.

—Me temo que a los australianos les gustan mucho los apodos. Es muy raro el hombre que no tiene uno.

Adam regresó llevando cuidadosamente una jofaina de agua y la bolsa de curas. Mientras Joanna le lavaba la mano a Lovell, utilizando agua y jabón, aplicando cuidadosamente un ungüento en la zona de la mordedura, Adam permaneció a su lado, sacando cosas de la bolsa y tendiéndoselas a ella cuando las necesitaba.

Bill observó a Joanna preparar el vendaje y luego miró su cabeza inclinada y el brillante cabello que despedía la luz castaño rojiza del sol. Se dio cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que dedicara un solo pensamiento a una mujer…, por lo menos desde la muerte de Mildred. Pero ahora sintió curiosidad por esta joven muchacha que Hugh había traído a casa. Y no era el único en sentir curiosidad por ella. Bill podría jurar que nunca había visto tantas cabezas tan bien peinadas y tantos rostros tan bien afeitados saliendo del barracón de la granja por la mañana. Y estaba aquel médico joven, el doctor David Ramsey, que había pasado ya unas pocas veces por allí. Siempre decía que se dirigía a algún otro sitio, y que pasaba para «ver si todo andaba bien». Bill se preguntaba cuáles serían las intenciones del joven con respecto a la señorita Drury, y le sorprendió sentirse un tanto celoso. Después de todo, ¿qué podía ver una mujer tan joven en un viejo carcamal como él?

—Desde luego, tiene usted un tacto muy delicado, señorita Drury —dijo al tiempo que flexionaba la mano vendada.

—Sólo desearía que los otros hombres también me permitieran ocuparme de ellos. He tratado de ayudar con algunas de las heridas que se han producido, pero todos salen corriendo.

—A los hombres no les gusta demostrar debilidad delante de una mujer.

—Pues es una tontería arriesgarse a morir desangrado hasta que el doctor Fuller o el doctor Ramsey puedan llegar. Mantenga esa herida bien limpia, señor Lovell. Las mordeduras de animales pueden ser engañosas. —Le tendió a Adam la gasa que había sobrado y le enseñó a enrollarla y guardarla en la bolsa—. ¿Cómo va la producción de lana, Bill? —preguntó después—. No he visto al señor Westbrook para poder preguntárselo.

—Me temo que no va nada bien. Los piojos son malos para las ovejas, hacen que la lana se deshaga con facilidad. En estos momentos, Hugh está vigilando precisamente el proceso de lavado y no parece sentirse muy feliz.

Joanna miró hacia los árboles que formaban el bosquecillo en el recodo del río, y un poema acudió a su mente:

En medio de los trajines cotidianos,

sólo dos cosas nos quedan:

la compasión es cosa de los demás,

el valor es nuestro problema.

Joanna lo había encontrado en la contracubierta de un libro que había visto en la cabaña. El poema había sido escrito con una mano temblorosa y la firma del autor, debajo, decía: «Hugh Westbrook, 17 años».

Había descubierto los libros de Hugh durante la primera mañana de su estancia en Merinda. Formaban una pequeña colección conservada en una estantería de madera. Se trataba de viejos y manoseados volúmenes de poesía, historia, agricultura y novela. Había obras de Trollope, Thackeray, Dickens y hasta de las Bronte. Cada uno de ellos parecía haber sido leído muchas veces, algunos mostraban párrafos subrayados y notas escritas a lápiz en los márgenes. En el libro titulado Granja ovejera y obtención de lana, Joanna había encontrado una colección de recortes antiguos y amarillentos de periódicos y revistas, con artículos que mostraban títulos como: «La crianza con el trébol subterráneo», y «La aplicación de los principios científicos a la producción de lana». El diccionario que había en la estantería estaba muy gastado, así como el atlas mundial y el libro de historia de las colonias australianas.

Cuando hubo terminado de repasarlos, Joanna había aprendido algo más sobre el hombre que era el propietario de Merinda.

—Yo nunca fui a la escuela —le había dicho Hugh la noche que pasaron en Emú Creek—. Nunca nos quedábamos en un mismo sitio el tiempo suficiente. Mi padre y yo teníamos que estar siempre en movimiento si queríamos encontrar trabajo. Fue un viejo eremita de los bosques, cerca de Toowoomba, el que me enseñó mis primeras letras.

La modesta colección de libros de Hugh le permitió a Joanna conocer el tortuoso camino seguido por el muchacho hacia la autoeducación. En Jane Eyre, por ejemplo, en casi todas las páginas había palabras subrayadas, sin duda alguna para buscarlas después en el diccionario. Dentro de la cubierta se habían inscrito dos fechas, el 10 de julio de 1856 y el 30 de junio de 1857, que Joanna supuso indicaban las fechas en que él había empezado y terminado de leer el libro. En aquel entonces, Hugh contaba con quince años de edad, y había necesitado casi un año para leer el libro. Pero Canción de Navidad sólo le había ocupado desde agosto de 1860 hasta octubre del mismo año, y en aquel entonces ya tenía diecinueve años y había muchas menos palabras subrayadas, lo que evidenciaba su progreso. Y mientras que las notas escritas en los márgenes del libro de historia, abierto por primera vez en 1858, estaban llenas de palabras mal escritas, las que había incluido en el manual de dirección de una granja ovejera ya eran casi perfectas y aparecían escritas con una buena letra; la fecha de ese libro era septiembre de 1867, es decir, de hacía apenas cuatro años.

Mientras Joanna estuvo manejando los libros, tuvo la fuerte sensación de estar viendo la vida de Hugh Westbrook desplegándose ante ella. Se imaginó al niño analfabeto esforzándose por escribir las primeras letras de la forma correcta con más de una de ellas escrita de forma equivocada; luego se imaginó al muchacho ávido por adquirir conocimientos, con la cabeza inclinada sobre el atlas mundial; en el mapa de Queensland se había trazado un círculo alrededor del nombre de una ciudad, con una cruz cerca. Joanna se preguntó qué habría ocurrido allí que fuera especial para él. Finalmente, se imaginó al hombre, ya confiado y seguro de sí mismo, asimilando el conocimiento «científico» de los granjeros de la lejana Inglaterra, impreso en las humildes páginas de los periódicos que llegaban a las zonas despobladas.

Por último estaban los poemas, escritos en trozos de papel, algunos a lápiz, otros con pluma, unos con palabras tachadas y unos pocos completos y sin tachaduras, como si todo el poema hubiera surgido de forma fluida y perfecta. Hugh había escrito baladas sobre los fuera de la ley australianos, conocidos como bushrangers: «“Lucharé, pero no me rendiré”, dijo el salvaje chico colonial». Y poemas sobre esquiladores: «Trabajan duro, y beben duro, y al final van a parar al infierno…». Y sobre las zonas despobladas donde «el viejo roble suspira en el recodo, sobre los estanques teñidos de lila, donde terminan los riscos verdes». Y había una balada titulada «La viuda del esquilador» que, según descubrió Joanna, no trataba sobre una mujer cuyo marido esquilador hubiera muerto, sino de una mujer cuyo marido «se había echado al camino», a la búsqueda de trabajo como esquilador, y permaneció ausente durante medio año para regresar al hogar sin un céntimo.

Joanna había visto reflejado el amor en cada una de las palabras de las baladas de Hugh.

—Siento mucho que el señor Westbrook tenga problemas —le dijo a Bill Lovell.

—En todos los años que conozco a Hugh, y ya hace unos cuantos, nunca le había visto tan desanimado como ahora.

Una vez que Bill se hubo marchado, Joanna le enseñó a Adam a limpiar los instrumentos de la bolsa de curas y a guardarlos.

—Tienes que asegurarte de dejarlo todo en el mismo sitio donde estaba —le dijo—. De ese modo, lo encontrarás allí cuando lo necesites.

Ambos levantaron la cabeza cuando escucharon una voz llamando desde el patio.

—Termina de guardarlo todo —le dijo Joanna a Adam levantándose y bajando de la terraza, saliendo a la luz del sol.

—Hola —saludó cuando vio al alguacil Johnson llegar montado a caballo.

Esta era la cuarta visita que hacía en las dos últimas semanas.

—Sabía que pasaría por Merinda, señorita Drury, así que pensé que le podía traer la correspondencia —dijo él.

Algo que a ella no le sorprendió, porque ya había dicho lo mismo en ocasiones anteriores.

—Gracias, señor Johnson —dijo—. Es muy amable por su parte.

Joanna observó que él llevaba el uniforme completo por primera vez desde que lo conocía, y se preguntó si se dirigía a alguna parte en misión oficial, ya que raras veces se dejaba ver con la rígida guerrera negra con brillantes botones de latón. Al desmontar, ella también observó que llevaba las botas muy limpias, y que la insignia de su cargo sobre el ala del sombrero reflejaba la luz del sol. También detectó la fragancia de la colonia y la brillantina.

—Es un encantador día de primavera, señorita Drury —dijo el joven policía entregándole la correspondencia.

—En efecto, señor Johnson —asintió ella.

Miró con rapidez los sobres. Su atención se fijó en seguida en dos remites: uno era de Australia del Sur, y el otro de la universidad de Cambridge, en Inglaterra.

Adam llegó en ese momento. El alguacil Johnson se volvió y dijo:

—Hola, hijo.

En ese preciso instante, el niño empezó a chillar.

Joanna trató de no conducir muy rápidamente para no alarmar a Adam. Después de haber tranquilizado un poco al niño, sosteniéndolo entre sus brazos e impidiéndole que se hiciera daño, le había sugerido salir a dar un paseo en el carro. Se había dado cuenta en seguida de que necesitaba sacarlo de aquel patio, y alejarlo también del alguacil Johnson.

Ahora avanzaban por un hermoso paisaje en medio del campo, seguidos por un pequeño y ruidoso rebaño de carneros y corderos. Joanna miró al niño. Aún tenía los ojos hinchados de tanto llorar, pero su atención se había fijado en todo aquello que la naturaleza le ofrecía a su alrededor. Cuando ella le preguntó qué le había asustado tanto, el pequeño se cerró sobre sí mismo como una flor.

Finalmente, llegaron a un recodo del río donde se encontraron con una vista extraordinaria.

Sobre la orilla había una máquina monstruosa que parecía una locomotora, lanzando al aire un penacho de humo negro y haciendo girar unas grandes ruedas que estaban conectadas por medio de correas de cuero con ruedas más pequeñas sujetas a lo que parecía ser un tanque de agua cuadrado más grande. El vapor surgía de la parte superior del tanque, mientras que el agua hirviendo se desprendía de los conductos de su base. Cuando Joanna detuvo el carro se quedó contemplando asombrada cómo las ovejas, que no dejaban de balar, eran empujadas hacia el río y dirigidas hacia el tanque de agua por hombres provistos de palos. Los animales eran lanzados a un estanque humeante donde unos hombres situados dentro de los barriles las frotaban vigorosamente, de tal modo que cuando la oveja salía por la otra parte aparecía empapada, pero hermosamente blanca y limpia.

Vio a Hugh de pie al borde del río, con las manos en las caderas y el ceño fruncido.

—¡Hola! —le saludó.

Se volvió y una visión relampagueó en su mente; la visión del aspecto qué había tenido ella aquella primera noche cuando había chocado con él después de salir corriendo de la cabaña tras el susto que le diera Sarah y él la había sostenido entre sus brazos por un breve instante. A pesar de todos los esfuerzos que había hecho por olvidarlo, el recuerdo permanecía vívidamente en su mente: el camisón de noche, el brillante cabello cayéndole sobre los hombros y el pecho, lo suave y lo cálida que la había sentido entre sus brazos.

Y de repente se encontró recordando algo que Bill Lovell había dicho una vez, hacía ya varios años, en cierta ocasión en que había bebido demasiado: «Fíjate en la mujer con la que yo estaba casado. A ella nunca le gustó que yo la tocara. Siempre se sentía agradecida cuando yo lo hacía rápido y terminaba de una vez con el asunto. Las mujeres son así. No son como los hombres. Hacerlo les produce repulsión. No me imagino cómo es que Dios hizo a los dos sexos tan diferentes. ¿Cómo espera que la raza continúe adelante de este modo?». Y luego, en su mente, susurró otra voz, la de Phoebe Ferguson, que dirigía el establecimiento en St. Kilda: «Aunque usted no lo crea, señor Westbrook, la mayoría de mis clientes son hombres casados. Por aquí no vienen muchos solteros como usted. Los maridos vienen por aquí para conseguir aquello que no les dan sus esposas. Las damas de clase elevada, en particular, no disfrutan mucho del dormitorio».

Hugh pensó en Pauline y en la forma en que ella había reaccionado a su beso, dos semanas antes. Sabía que en ella no habría repulsión alguna. Y entonces se encontró preguntándose cómo sería en el caso de Joanna.

—Señorita Drury —dijo—, qué agradable sorpresa. —Extendió una mano hacia ella y la ayudó a bajar del carro. Y entonces se dio cuenta de que, aunque sonreía, había una cierta mirada de preocupación en sus ojos—. ¿Está todo bien? —preguntó.

—Hace un rato, Adam sufrió un terrible ataque de miedo.

—¿De veras? —Hugh miró a Adam que contemplaba fijamente la caótica escena del río—. ¿Qué ha ocurrido?

Ella le describió el repentino ataque de histeria del niño.

—Fue incluso peor que el que sufrió en el muelle. Creo que se lo causó el hecho de ver al alguacil Johnson.

—¿Cómo puede ser? Adam ya ha visto a Johnson en otras ocasiones.

—Sí, pero no con su uniforme completo. Y esto ha llegado hoy mismo. —Se metió la mano en el bolsillo de la falda y extrajo la carta de las autoridades de Australia del Sur que se habían hecho cargo de Adam en un principio. Ella había podido leer su contenido mientras conducía el carro hacia el río; en cuanto al resto de la correspondencia, lo había dejado en la cabaña—. Dicen que un buscador de oro encontró a Adam. Dijo a las autoridades que había ido a la granja esperando recibir algo de comer y había escuchado al niño gritando. Vio que el pequeño estaba con una mujer muerta, así que acudió a un pueblo cercano y consiguió la ayuda de un policía. Cuando llegaron a la granja, encontraron a Adam a solas con su madre. Al parecer, ella ya llevaba muerta desde hacía algún tiempo.

—Dios mío —exclamó Hugh mirando de nuevo a Adam, que parecía hipnotizado por la máquina de lavar lana.

—Tuvo que haberse pasado varios días llorando —dijo, Joanna—. Y creo que esa es, de algún modo, la causa de los problemas de habla que tiene ahora.

—Y se ha asustado al ver a Johnson —dijo Hugh—. Claro, los policías vestidos con uniforme fueron los que le apartaron de su madre. —Hugh se acercó al carro y dijo—: Me han dicho que te has asustado mucho esta mañana, Adam. Bueno, no te preocupes, porque nadie te va a llevar lejos de aquí. A partir de ahora, esta es tu casa. Somos compañeros, ¿verdad?

Adam le miró.

—Vamos, ven a ver cómo lavamos a las ovejas.

Hugh le tendió la mano y, tras un momento de vacilación, Adam la tomó.

Caminaron hasta el borde del agua, y mientras el niño contemplaba maravillado el funcionamiento de la maquinaria, Joanna le dijo a Hugh:

—También había algo para usted en el correo, señor Westbrook… un paquete de la librería Emporium de Cameron Town.

—Ah, sí —asintió él sin dejar de mirar a las ovejas, al otro lado del río—. Bueno, puede usted abrirlo, señorita Drury. En realidad, es para usted.

—¿Para mí?

Como Hugh no dijo nada más, Joanna pensó en un libro que había encontrado en la cabaña, una historia de las colonias australianas de 1788 a 1860. En ella había un mapa del continente de Australia en el que se mostraba una isla maciza a los pies del mundo, con ciudades y asentamientos esparcidos a lo largo de sus costas. Pero en el centro del mapa había un gran hueco en blanco, llamado Nunca Jamás. Eso era el misterioso y silencioso corazón de Australia, un centro todavía no explorado en el que no había ríos en el mapa, ni se habían marcado montañas, ni identificado lugares; según se decía en el libro, sólo se trataba de una vasta y desconocida extensión de tierra que ningún hombre blanco había visto hasta entonces. ¿Qué había allí?, se había preguntado Joanna cuando lo vio. ¿Qué extraño mundo o razas y ciudades sin descubrir existirían ahora allí, en estos momentos, desconocidos para todos aquellos que vivían en las costas de Australia?

Al recordarlo ahora, se encontró pensando de improviso en el corazón secreto de Hugh Westbrook. A Joanna le parecía como aquel formidable Nunca Jamás… un terreno sin explorar, enigmático e impredecible.

—Esto es un nuevo proceso para lavar la lana —dijo Hugh al cabo de un momento—. Antes enviábamos los vellones a las fabricas textiles de Inglaterra tal y como los obteníamos de los lomos de las ovejas, y ellos se encargaban del lavado. Pero descubrimos que obtendríamos más dinero por nuestra lana si nos encargábamos de lavarla antes de enviarla por barco.

—El señor Lovell me ha comentado que no se siente usted muy contento con la producción de lana de este año, señor Westbrook.

—Me temo que el piojo ha afectado a mis mejores productores de lana. Como puede ver por sí misma, la lana es frágil, y las fibras se rompen en el agua. Esos vellones serán inútiles cuando los esquilemos. Acabo de perder, literalmente, cinco mil vellones inútiles y todo un año de beneficio.

Durante el breve período de tiempo que Joanna llevaba allí ya se había enterado de que toda la vida de uno de aquellos hombres, su dinero y su reputación, estribaban en la lana que producía. Cada mes de diciembre, inmediatamente después del esquileo, el ganadero no descansaba hasta que las balas macizas eran compradas por los intermediarios de la lana en Melbourne y enviadas a las fábricas textiles de Lancashire, enriqueciéndolas un año más. Pero cuando Joanna vio cómo el vellón se desmoronaba en el agua, se dio cuenta de que Hugh tenía buenas razones para sentirse desanimado.

Entonces, observó algo que llamó su atención, una especie de espuma amarillenta que se acumulaba en las orillas del río. Se acercó al agua, se arrodilló y, haciendo cuchara con la palma de la mano, tomó el residuo ceroso en las manos.

—Señor Westbrook, ¿qué es esto? —preguntó.

—Es lo que se obtiene al lavar la lana… grasa, una exudación sebácea de las ovejas, suciedad…

—¿Y lanolina?

—Sí, y lanolina.

—Los médicos de la India pagan la lanolina a precios muy altos —dijo ella sin dejar de estudiar la sustancia entre las yemas de sus dedos—. Dicen que es absorbida por la piel con mucha mayor rapidez que las cremas o aceites, lo que la convierte en un vehículo ideal para las medicinas que no pueden ingerirse por la boca. Mi madre utilizaba lanolina en muchos de sus remedios. Pero, desgraciadamente, era muy cara; teníamos que importarla de Inglaterra. Y, en cambio, aquí, la tenemos ahí, en la orilla del río. ¿Puedo recoger algo?

—Todo lo que usted quiera. A mí no me sirve de nada. —Tomó una lata que había quedado tirada junto a la orilla—. Aquí tiene, puede utilizar esto para recogerla.

—¿Te importada recogerla para mí, Adam?

El muchacho se adelantó ávidamente para tomar la lata.

—Mira, déjame que te enseñe cómo hacerlo. Sólo tienes que rozar la superficie…, sí, así, muy despacio. —Joanna se quedó observando al niño que efectuaba la operación. De pronto, se echó a reír y comentó—: ¡Cuando pienso en el cuidado que llevaba mi madre a la hora de utilizar la lanolina! ¿Sabe usted, señor Westbrook, que a veces pagábamos hasta una fibra por una jarra de lanolina cuyo tamaño era una cuarta parte del de esa lata? Y aquí se la puede recoger gratis.

—¡Ya está! —exclamó Adam con la lata llena.

—Una vez que haya extraído las impurezas —dijo Joanna—, y separado la lanolina de la cera, tendré una verdadera fortuna entre las manos. —Observó la espuma cerosa que iba siendo separada de la orilla del río y arrastrada aguas abajo por la corriente—. Parece una verdadera lástima dejar que él río se la lleve de ese modo.

—Esta es la primera vez que he utilizado esta máquina —dijo Hugh—. Hasta ahora, siempre había enviado los vellones sin lavar a Inglaterra. No se me había ocurrido hacer nada con los residuos.

Joanna se quedó mirando fijamente el río durante otro rato, antes de decir:

—¿Sabía usted, señor Westbrook, que el señor Thompson, el farmacéutico de Cameron Town, cobra diez chelines por diez gramos de lanolina?

Pero Hugh ya estaba sumido profundamente en sus propios pensamientos, sin dejar de observar la espuma cerosa que la corriente arrastraba río abajo y que giraba, produciendo remolinos, al llegar al recodo.

La tarde era calurosa y todo estaba en calma. Mientras Adam dormía una siesta en la cabaña, Joanna se sentó en la terraza y repasó la correspondencia que el alguacil Johnson le había traído, al tiempo que Bill Lovell se encargaba de construir una pequeña jaula para el koala huérfano.

La primera de las cartas que abrió Joanna fue la de la oficina del gobierno en la colonia de Queensland; pero no contenía ninguno de los mapas o de la información que ella esperaba; sólo se trataba de una breve carta en la que se le decía: «Remita, por favor, la suma de seis peniques para el servicio topográfico, y otros dos peniques para consultar el registro sobre los Makepeace».

La segunda carta, procedente de la universidad de Cambridge, ya era más prometedora. Según se decía en la carta, Patrick Lathrop había asistido al Christ’s College desde 1826 a 1830. «La última noticia que se tuvo de él en la universidad —añadía la carta—, fue en 1851, cuando el señor Lathrop embarcó rumbo a California. La dirección que tuvimos de él en aquel entonces fue la del hotel Regent, en San Francisco».

Joanna frunció el ceño. De eso hacía veinte años. Sin embargo, parecía algo con lo que poder empezar porque si, en efecto, aquel hombre había sido un íntimo amigo de su abuelo, cabía la posibilidad de que supiera a qué parte de Australia se había marchado John Makepeace para trabajar como misionero.

Lo último de la correspondencia era el paquete de la librería Emporium de Cameron Town, dirigido a nombre de Hugh Westbrook, y que él ya le había indicado que podía abrir. Al rasgar el papel marrón de embalar y romper la cuerda que lo sujetaba, se encontró con un libro titulado Códigos cifrados y enigmas. Lo miró asombrada y luego se puso a hojear las páginas llenas de códigos y alfabetos, sólo entonces se dio cuenta de que Hugh tenía que haberlo pedido expresamente para ella, con la intención de ayudarla a descifrar las notas de su abuelo. «Hicimos un trato», le había dicho la primera noche que acamparon en Emú Creek. Y Joanna sabía que aquel libro iba a ser algo muy especial para ella.

—Escuche —dijo de pronto Bill Lovell—. Alguien está cantando.

Joanna levantó la cabeza y escuchó la voz de una muchacha, y una melodía…

Y entonces vio a Sarah, de pie entre las sombras del cobertizo de esquileo. El cobertizo estaba vacío y silencioso, al igual que los corrales, ya que el esquileo se había terminado y el equipo había seguido su camino. Además, el calor del día era oprimente sobre la granja desierta y casi sin vida.

Sarah estaba de pie cerca del mismo lugar donde Joanna la había visto aquella misma mañana, pero ahora se dedicaba a cantar una melodía de notas agudas que se repetía una y otra vez, con palabras que ella no podía comprender. Y mientras cantaba, no dejaba de mirar directamente a Joanna.

—Bill —dijo Joanna experimentando una incomodidad repentina—. ¿Cómo es que Sarah ha venido a trabajar aquí, en Merinda?

—La aceptamos porque así nos lo pidió el director de la misión aborigen, el reverendo Simms. Nos dijo que esa muchacha corría el peligro de perder su alma.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno —contestó él mirando hacia la muchacha, al otro lado del patio polvoriento—, al parecer descubrieron a algunas de las mujeres de mayor edad efectuando alguna clase de iniciación con ella. Simms intervino inmediatamente y la hizo salir de allí. Uno de los propósitos de la misión consiste en entrenar a los aborígenes jóvenes para que se acostumbren a la forma de hacer las cosas de los blancos, e impedirles así aprender sus costumbres tribales.

—¿A qué clase de iniciación la estaban sometiendo?

—En realidad, no lo sé. Todo eso forma parte de un tabú muy secreto. Tiene algo que ver con la enseñanza a los jóvenes de las leyes del clan, el estilo de vida de los antepasados, las líneas de canto, la mitología de su raza. Cuando un joven aborigen ha sido iniciado en su clan, ya se le considera un aborigen para toda la vida, y eso es algo que no les gusta a los misioneros porque entonces resulta difícil controlar a los aborígenes. Sin embargo, si al joven se le priva de su iniciación, entonces no es aceptado por el clan y, en consecuencia, se vuelve hacia la cultura blanca en busca de ayuda, de identidad propia.

—Pero eso es cruel —dijo Joanna.

—Los misioneros tienen buenas intenciones, señorita Drury. Creo que ellos actúan de buena fe, convencidos de que preparan una vida mejor para los aborígenes. Pero, desgraciadamente, algunos misioneros también les tienen miedo. Creen que los nativos tienen una parte oscura y demoníaca que debe ser suprimida.

Joanna observó a la muchacha. Sarah tenía extremidades largas y delgadas y una piel que parecía relucir al sol. Su cabello, fluido y sedoso, le hizo pensar en una cascada. La melodía que estaba cantando era obsesiva.

—¿Y son felices los aborígenes en la misión? —preguntó Joanna pensando en sus propios abuelos, los Makepeace, que habían llegado a Australia cuarenta años antes, como misioneros.

—No sabría decírselo —contestó él—. En el caso de muchos nativos, resulta difícil saber lo que están pensando. En cierto modo, el hombre blanco ha aportado mejoras a las vidas de los aborígenes. Pero en otros sentidos se han producido también grandes pérdidas. A medida que los más jóvenes son educados fuera de las tribus, pierden su identidad cultural, ya no son aceptados por sus mayores, pero eso tampoco quiere decir que lo sean por la sociedad blanca.

A la mente de Joanna acudió entonces aquel viejo aborigen, Ezekial, y se preguntó qué pensaría él de Sarah, medio aborigen, medio iniciada, trabajando en la granja ovejera de un hombre blanco. Ezekial también trabajaba a veces para Hugh, pero ¿qué era lo que pensaba realmente de los hombres blancos y de la nueva raza que había invadido sus territorios?

—¿Qué está cantando ahora? —preguntó Joanna.

—Yo diría que está contando una historia, señorita Drury. La mayoría de las canciones aborígenes cuentan una historia. Eso es como su equivalente de los libros. Reconozco incluso algunas palabras. —Se detuvo un momento y escuchó con atención antes de añadir—: Está hablando de las ovejas… de ovejas que están perdiendo sus vellones, y está diciendo «Merinda». Supongo que está diciendo algo acerca de esta granja.

Joanna se quedó con la boca abierta mientras la canción seguía llenando el aire encalmado de la tarde.

—Bill —dijo, sin poder apartar la mirada de Sarah—. Últimamente he estado encontrando objetos inexplicables alrededor de la cabaña.

—Por lo que usted dice, parece cosa de magia aborigen —dijo el capataz cuando ella le hubo explicado la naturaleza de aquellos objetos—. Y a juzgar por la forma en que está cantando esa muchacha, yo diría que ha sido ella quien ha puesto esas cosas por aquí.

—¿Qué significado tienen? ¿A qué clase de magia se refiere?

—No lo sé. Supongo que será algo que Sarah aprendió de sus mayores en la misión. Sarah no es de sangre pura, ella no fue criada con un clan. Se nos dijo que su madre era aborigen pura, pero que el padre fue un blanco. No obstante, es evidente que aprendió algunas cosas de los aborígenes más viejos de la misión antes de que el reverendo Simms pudiera apartarla de su influencia.

—¿Qué clase de cosas supone usted que le enseñan?

—Bueno, cuando yo era un muchacho que vivía en las zonas despobladas, y de eso hace ya mucho más tiempo del que soy capaz de recordar, los aborígenes aún vivían de acuerdo con el mismo estilo con que habían vivido cuando llegaron aquí los primeros hombres blancos, hace cien años. Y recuerdo que ellos aún tenían corroborees, unos bailes durante los que cantaban sus canciones mágicas. En aquel entonces también había líneas de canto y una creencia en el período del Sueño, y reverencia por la Serpiente del Arco Iris, y no poseían concepto alguno referente a la propiedad o al robo de las cosas. Ellos lo compartían todo. Nadie tenía posesiones personales y todo el mundo formaba parte del territorio. Cuando una familia tenía un golpe de suerte, como matar a un gran canguro, todos comían bien. De ese modo la naturaleza podía regenerarse. Nunca bebían de un charco hasta dejarlo completamente seco, ni cazaban en una zona hasta exterminar toda la vida salvaje, y cuando mataban a un animal, solicitaban su perdón antes de hacerlo. Y practicaban una forma de magia muy poderosa. Me imagino que era todo eso lo que le estaban enseñando a Sarah.

Joanna pensó en su madre que había estado allí de niña y en los aborígenes con los que podría haber vivido. Y en el veneno —la magia— que pudo haber surgido de ellos y haberla destruido.

Y, una vez más, una sensación de malos presagios se apoderó de ella.

—La canción que está cantando, Bill, ¿es de buena… o de mala magia?

—¿Cuáles eran las cosas que usted dice haber encontrado? Ah, sí, ya recuerdo, las plumas de cacatúa, especialmente las rosadas y amarillas, solían utilizarse en la magia protectora.

—¿Protectora? ¿Qué quiere decir?

—Tengo la impresión de que esa muchacha está tratando de protegerla —contestó Bill encogiéndose de hombros— o de proteger esta granja de algo.

Joanna observó fijamente a Sarah durante otro rato y entonces recordó algo que había leído en el diario de su madre: «He vuelto a tener un sueño sobre el pasado —había escrito lady Emily—. Al menos, creo que debe de tratarse del pasado. Me veo como una niña pequeña y estoy con una mujer de piel oscura, la misma mujer que aparece en mis otros sueños, la que creo que podía llamarse Reena. Estamos escondidas detrás de unas rocas, escondidas del peligro, y veo cómo sus manos morenas hacen algo con unas plumas, y está cantando».

«Escondidas del peligro», pensó Joanna sintiendo un escalofrío, a pesar del calor del día.

—Bill —dijo—, ¿me está dando a entender que Sarah cree que corro alguna clase de peligro al quedarme aquí?

El capataz observó la pequeña rama de eucalipto que llevaba en la mano, y con la que había intentado engatusar al koala para que se la comiera. No dijo nada. No quería alarmarla ni inquietarla diciéndole que, por alguna razón, al viejo Ezekial no le gustaba la presencia de Joanna y estaba tratando de convencer a Hugh de que dicha presencia era mala para Merinda. Hugh había ignorado al viejo, y Ezekial había empezado a hacer circular entre quienes trabajaban en la granja la idea de que allí había mala suerte. Bill no sabía exactamente qué era lo que Ezekial tenía contra la señorita Drury, pero sí sabía que el viejo ejercía cierta influencia entre los peones, que solían ser muy supersticiosos, lo suficiente como para ponerlos tan nerviosos que hasta decidieran marcharse de allí. Y Hugh no podía permitirse el perderlos en estos momentos. Los negros se contaban entre sus mejores trabajadores, y él los necesitaba.

En ese momento, Sarah dejó de cantar y, ante la sorpresa de Joanna, cruzó el patio y se detuvo a los pies de la escalera que conducía a la terraza. Adam apareció de pronto en la puerta de la cabaña y al ver a la muchacha, echó a correr hacia ella. Trató de hablar, de decir algo, pero sólo le salió un murmullo ininteligible. Ella le dirigió una mirada curiosa y luego extendió una mano y se la colocó sobre la cabeza.

Wandjitnup —dijo.

—¿Qué está haciendo, Bill? —preguntó Joanna en seguida.

—No se preocupe, señorita Drury, no le hará ningún daño al chico. Esa es su forma de reconocer a un niño con afecto, colocándole una mano sobre la cabeza.

Joanna aún quedó más asombrada cuando Sarah se arrodilló y, mirando fijamente a Adam, dijo:

—Tú no hablas bien. Como Sarah. Quizá nos enseñamos uno a otro buen inglés de blancos, ¿de acuerdo?

Finalmente, levantó la mirada hacia Joanna y sonrió.