5

—Vilma Todd anda fanfarroneando y diciendo que te va a arruinar, Pauline —dijo Louisa Hamilton observando con envidia el cabello de Pauline.

Pauline Downs miró el reflejo de su amiga en el espejo y se echó a reír.

—Mi querida Louisa, Vilma Todd no tiene el valor suficiente para desafiarme.

Estaban sentadas en el dormitorio de Pauline y mientras Louisa observaba a la doncella que le arreglaba el cabello a Pauline, se llevó una mano a su propio y elaborado peinado, como para volverse a asegurar de que aún seguía allí.

La última moda consistía en llevar el cabello en un moño complicado que se proyectaba a bastantes centímetros por encima de la parte posterior de la cabeza, de tal modo que el sombrero quedara desplazado hacia adelante cayendo casi sobre las cejas. Pero había pocas mujeres con una mata de pelo suficiente como para poder hacerse un moño de esa clase, así que se acolchaban los moños con jaulas y cojines ocultos. Louisa Hamilton tenía suerte; su esposo era lo bastante rico y generoso como para proporcionarle una peluca de cabello original que, según le había asegurado un afamado importador, «no procedía de la cabeza de ninguna paciente moribunda de un hospital o mujer desamparada de la calle, como sucedía con la mayoría, sino de la cabeza de una joven novicia que había entrado a profesar en un convento católico». El colosal peinado de Louisa constituía su orgullo y su alegría, pero el orgullo fue de corta duración cuando vio las largas trenzas de platino de Pauline cayendo como cintas entre las manos de Elsie; ellas le recordaron que cada uno de aquellos mechones de cabello rubio pertenecían a la propia Pauline.

Louisa experimentó un segundo pinchazo de celos cuando la doncella ayudó a Pauline a quitarse el batín y ponerse los aros, polisones y enaguas que llevaría bajo el vestido. Louisa aún recordaba la época en que su propia cintura había sido tan delgada como la de Pauline, pero de eso hacía ya siete años de matrimonio y seis hijos. Ahora, a la edad de veinticinco años, estaba tan rolliza como una matrona y se veía obligada a recurrir a unos corsés ultraapretados y ocasionalmente a la morfina, que adormece el dolor, para poder tener algo de cintura.

Mientras Elsie abrochaba los numerosos y pequeños botones que había en la espalda del vestido de seda gris de Pauline, Louisa se vio fugazmente reflejada en el espejo. Hubiera querido arrojar algo contra lo que creyó ver: una típica esposa gorda de un ovejero, una mujer inútil sin otro propósito en la vida que gastar la fortuna de su esposo y producir bebés. Se sintió instantáneamente culpable; aquellos pensamientos la horrorizaron.

—Pauline, he oído decir que Vilma Todd se ha estado entrenando durante todo el invierno —dijo apartando la mirada de la visión del espejo—. Pensé que eso haría que te sintieras un poco nerviosa.

—El día en que me sienta intimidada por alguien como Vilma Todd, ese día podrás enterrarme, Louisa. No tendrá la menor oportunidad contra mí en el tiro con arco. He conservado durante cuatro años ese título, sin conocer la derrota.

En secreto, Pauline se sentía complacida al saber que Vilma iba a competir con ella en las pruebas de tiro con arco que se celebrarían durante el verano. Era una arquera excelente, y Pauline ya estaba enterada de su intenso entrenamiento. Aquello prometía ser una competición deliciosa. La competición no proporcionaba ningún placer si el oponente no estaba a la misma altura; para Pauline, cuanto mayor fuera la habilidad de sus competidoras, tanto mayor sería la alegría del deporte.

—No sé cómo te las arreglas, Pauline —dijo Louisa—. Yo me pongo nerviosa hasta cuando presento uno de mis pasteles al concurso de cocina de la exposición anual de los ovejeros. ¡Y si ganara en alguno de ellos, creo que tendría que permanecer acostada en la cama durante una semana!

—La competencia hace que una se sienta viva, Louisa —dijo Pauline, inspeccionándose en el espejo—. Ganar lo significa todo, es el máximo estímulo. Cualquier estúpida puede ser una perdedora, o apartarse de una competición. Pero ganar significa convalidar la propia existencia.

A veces, a Pauline le parecía que había algo de sexual en la competición, ya se tratara de competir con otras personas, como ella hacía, o contra la naturaleza, como hacía Hugh Westbrook. De hecho, era la intensidad y la lucha de Hugh la característica que más había atraído a Pauline, sobre todo cuando no permitió que una serie de reveses le impidieran establecerse en Merinda. Su determinación por alcanzar el éxito era excitante. Pauline siempre había sabido que sólo podría amar a un ganador. Le agradaba pensar que mientras las demás personas se emborrachaban con vino, ella lo hacía con la sensación de victoria.

Incluso con las pequeñas victorias, pensó arreglándose el sombrero sobre la cabeza. Como, por ejemplo, cambiar la opinión de Hugh acerca de la niñera que se había traído de Melbourne. Le había ofrecido traerse al niño a vivir a Lismore, pero Hugh había dicho que prefería que las cosas continuaran como estaban. Pauline sabía que podía ser un hombre tozudo, pero también sabía que, al final, ella se saldría con la suya. De una forma u otra, la señorita Drury tendría que marcharse.

Cuando Louisa emitió un suspiro repentino, Pauline se volvió hacia ella, diciendo:

—Tengo la clara impresión, Louisa, de que esta mañana no has venido a hablarme de Vilma Todd. ¿De qué se trata?

—Te he pillado en un mal momento, Pauline. Te estás preparando para salir.

Pauline le hizo un gesto a la doncella, indicándole que saliera. Luego se sentó cerca de su amiga, sobre la cama.

—Cuéntame lo que ocurre, Louisa. Quizá yo pueda hacer algo.

—No puedes hacer nada —replicó Louisa con lágrimas acudiendo a sus ojos—. Creo… creo que estoy embarazada.

—¡Pero Louisa, querida! Eso no es nada por lo que echarse a llorar.

—¿Que no? Pero si acabo de dar a luz a Persephone y ahora vuelvo a encontrarme otra vez así. Tú no sabes lo que es eso, Pauline. Tú no sabes nada de cuestiones de alcoba.

Cuestiones de alcoba, pensó Pauline, algo que ella anhelaba mucho experimentar. Pensó de nuevo en Hugh, en cómo había aparecido inesperadamente, hacía ya tres noches, después de su viaje a Melbourne. Apenas si lo había hecho entrar en el salón y cerrado la puerta cuando él la tomó de pronto entre sus brazos y la besó, impulsiva y ardientemente. Pauline retrocedió tanto ante lo inesperado de la actitud, como ante la naturaleza íntima del beso. Si el propio Hugh no lo hubiera recordado, habrían podido continuar y ahora Pauline no estaría esperando anhelante el delicioso misterio de la noche de bodas. Pero aunque Hugh se había comportado como un caballero, Pauline había percibido la tensión sexual que había en él, la energía contenida que le había inducido a ir de un lado a otro del salón. Él la había excitado más que en ninguna otra ocasión.

—Tú no sabes cómo son estas cosas —dijo Louisa secándose los ojos con un pañuelo—. Miles es tan exigente. ¿Sabes una cosa, Pauline? Hay momentos, por la noche, en que aparento estar dormida con tal de que me deje en paz.

—Louisa, no tenía ni la menor idea. Pero ¿es que no puedes hablar con él al respecto?

—¿Hablar con él? Pauline, Miles no sería capaz de hablar delante de mí ni de la reproducción de las ovejas, así que mucho menos de las propias cuestiones personales. Es muy correcto, ¿sabes?

—Sí, lo sé —afirmó Pauline preguntándose cómo era posible que su vivaracha amiga se hubiera casado con un hombre tan rígido y remilgado.

Cuando Miles Hamilton besó a Louisa en el altar, hacía siete años, Pauline pensó que daba la impresión de estar comiéndose una lima. No se imaginaba que pudiera ser muy exigente en el dormitorio.

—Me siento tan desgraciada, Pauline. No sé si voy a poder continuar así.

Pauline empezaba a desear que Louisa no hubiera ido a verla. Le disgustaban las muestras de carácter emocional, que consideraba como señales de mal gusto.

—Mi querida Louisa, debes aprender a hacerte cargo del control. Llorar no te ayudará a resolver la situación.

—Eso ya puedes decirlo ahora, Pauline. Pero espera a que te hayas casado. Entonces será diferente.

—No tengo la menor intención de permitir que mi vida cambie sólo porque estoy casada. Siempre intentaré conservar el control, casada o no. Y tú también deberías empezar a pensar así. Sin duda alguna, hay una solución, Louisa. Si no puedes hablar con Miles, entonces afírmate a ti misma. Cámbiate a otro dormitorio. Aduce que estás fatigada o mal de salud. Puedes hacerte cargo del control, Louisa. Sólo tienes que decidirte a intentarlo.

Louisa estrujó el pañuelo mientras sus ojos miraban a su alrededor. Finalmente, con un tono de voz que era casi un susurro, dijo:

—He intentado hacerme con el control, Pauline… He hecho algo terrible.

Al ver que Louisa no decía nada más, Pauline le aseguró:

—Querida, sabes muy bien que todo lo que digas en esta habitación no saldrá de aquí.

Louisa se levantó, se dirigió a la ventana y miró hacia los jardines que todos afirmaban eran los más hermosos de Victoria. Eran cuatro hectáreas de jardines, huertos, prados, lago y parque de ciervos lo que rodeaba la mansión de Lismore, de estilo Tudor. La casa se hallaba situada tan lejos de las principales instalaciones de la granja ovejera, que desde allí no se apreciaba el trabajo que se llevaba a cabo, permitiéndole creer a uno que se encontraba en una amplia casa de campo de Inglaterra. Louisa observaba la terraza de losas de piedra, situada allá abajo, donde Pauline y Frank daban sus fiestas en el jardín. Cerca había un rectángulo de césped para jugar al croquet, así como una pista para la práctica del tiro al arco. Más allá se encontraban los alojamientos de la servidumbre, la leñera, la lavandería y los amplios establos para caballos y carruajes. Louisa sabía que un personal doméstico compuesto por cincuenta personas se ocupaba de cuidar la casa y los terrenos para Frank y Pauline, mientras que otras muchas personas trabajaban en la granja ovejera. Lismore era casi como un pueblo, incluyendo tienda, herrería, taller de carros, veterinario y alojamientos para trabajadores tanto permanentes como transitorios. Aquella era una cosa más de las que Louisa le envidiaba a Pauline.

¿La comprendería Pauline?, se preguntó. ¿Podría una mujer que había llevado una vida tan protegida empezar a imaginar siquiera aquello por lo que ella estaba pasando?

Louisa también sabía que Pauline era una consentida. El viejo Downs, que en sus tiempos jóvenes había trabajado en Inglaterra como mozo de cuadras, había comentado con frecuencia la amargura y la frustración que habían caracterizado aquellos años de su juventud, cuando le habían pateado como a un perro, o azotado sin ninguna razón aparente, o había tenido que soportar los maltratos de los hombres ricos simplemente porque era impotente para defenderse. A cada golpe de látigo recibido, el padre de Pauline se había jurado a sí mismo que algún día él también iba a ser rico y a dirigir a otros hombres. Así pues, se embarcó con destino a las colonias y allí creó una próspera granja ovejera en las llanuras occidentales de la colonia australiana de Victoria. Luego hizo construir una mansión que era una copia de la de estilo isabelino en la que había trabajado de muchacho, y envió a pedir a Inglaterra los más exquisitos muebles, alfombras, candelabros y cuadros con que llenarla. No había escatimado en nada y sus dos hijos, Frank y Pauline, compartían ahora aquella recompensa.

Así pues, Pauline se movía en un mundo rodeado de riqueza y elegancia. Las habitaciones en las que se había introducido Louisa configuraban la suite privada de Pauline, compuesta por un dormitorio, un salón, un vestidor y un cuarto de baño personal. Louisa aún recordaba cuándo se había instalado este último y los comentarios que había despertado en todo el distrito. El arquitecto que había construido Lismore había fascinado a la población local con descripciones del extraño cuarto de baño de Pauline Downs. En una época en la que ni siquiera las casas más ricas disponían de sistema de grifería interior, Pauline había insistido en que se instalaran las tuberías y se construyera una taza con agua corriente, y una bañera empotrada justo en una habitación contigua a su dormitorio. A menudo, Louisa pensaba que aquello debía de ser algo parecido al palacio de Cleopatra. También había sido típico de Pauline el ir en contra de los convencionalismos: todo el mundo sabía que permanecer sentado en una bañera era malo para la salud. De hecho, los médicos habían aconsejado no practicar la inmersión en el baño, comentando que ni siquiera la reina se bañaba más de dos veces al año. Pero Pauline se jactaba de meterse cada día en la bañera de agua caliente y afirmaba estar convencida de que aquella era la práctica más saludable del mundo.

Ahora, Louisa se preguntaba si una mujer tan consentida podría tener la menor noción del tormento por el que ella estaba pasando. Louisa se sentía desgarrada. Tenía que hablar de su problema con alguien y le parecía que Pauline, aunque no la comprendiera del todo, no dejaba de ser una mujer con la que se podía contar para guardar un cierto secreto.

—Hice una visita al doctor Fuller, en Cameron Town —dijo al fin—. Le pedí consejo. Había oído decir que hay… formas de impedir que sucedan estas cosas. Winifred Cameron me dijo que, en Europa, las mujeres han encontrado una forma de impedir el quedarse embarazadas. Pero todo eso se guarda muy en secreto. Va en contra de la ley escribir o hablar de esas cosas. Sin embargo, pensé que el doctor Fuller, tratándose de un médico… Pensé que quizá lo sabría y me lo diría.

—¿Y te lo dijo? —preguntó Pauline mirándola fijamente.

—No —contestó Louisa negando con un gesto de la cabeza—. Me lanzó un sermón sobre las leyes de Dios y los deberes de una esposa, y luego me amenazó con comentarle a Miles el propósito de mi visita. Pero yo lloré y le rogué que no lo hiciera, y finalmente me aseguró que no lo haría, siempre y cuando yo abandonara esta estúpida idea de intentar evitar los embarazos. Hizo que me sintiera muy desgraciada, Pauline.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Hay un nuevo médico en la ciudad —contestó Louisa volviéndose a mirarla—. Un tal David Ramsey…

—Sí, le he oído a Maude Reed hablar de él. Dice que es muy bueno.

—Es un hombre joven, Pauline. Pensé que un hombre joven podría tener una mentalidad más liberal. Así que voy a ir a verle. Le rogaré que me proporcione la información que necesito. Le ofreceré dinero, o lo que quiera. No voy a abandonar mi idea. No quiero terminar como terminó mi madre, que murió al dar a luz a su decimoctavo hijo cuando apenas acababa de cumplir los treinta y nueve años.

—Sí, lo sé —asintió Pauline, preguntándose si existían realmente formas de que una mujer pudiera controlar su fertilidad.

Nunca lo había pensado hasta entonces; siempre se había imaginado su futuro como la señora de Hugh Westbrook rodeada por un montón de niños hermosos y perfectos. Pero la producción de esos niños, el darlos a luz, el soportar las consecuencias desagradables del embarazo, como la incomodidad física o el aumento de peso, por no decir nada de las limitaciones que el embarazo impondría a todo aquello que podía hacer una mujer, eso era algo a lo que Pauline no había dedicado mucha reflexión. Ahora lo hizo, y se sintió intrigada. Tenía la impresión de afrontar un nuevo desafío, porque no tenía la menor intención de permitir que nada la estorbara y le impidiera participar en sus actividades favoritas, tales como montar a caballo, cazar y practicar el tiro con arco. Pero, sobre todo, no quería acabar como Louisa y tantas otras jóvenes esposas del distrito, que habían dejado ya atrás su juventud y que habían envejecido prematuramente porque no habían sido capaces de controlar el momento en que se produjeron sus embarazos. Fueran cuales fuesen aquellos secretos especiales de las mujeres europeas, Pauline decidió en ese momento enterarse de ellos.

—Lo siento, Pauline —siguió diciendo Louisa—, no tenía la intención de venir aquí para echarte a perder la mañana. Pero me siento tan desgraciada que necesitaba hablar con alguien.

—No te preocupes, Louisa, lo comprendo. Me alegro de que me lo hayas dicho. ¿Cuándo vas a ir a ver al doctor Ramsey?

—Tendré que esperar hasta que encuentre una excusa para ir a Cameron Town. Esperaré a que Miles esté muy ocupado con el embalaje de la lana. —Louisa volvió a emitir un suspiro antes de añadir—: Y ahora tengo que volver a ocuparme de mis hijos.

—Hace un día tan encantador, Louisa. ¿Por qué no me acompañas a Kilmarnock? Voy a hacerle una visita a Christina.

—Gracias, pero será mejor que no lo haga. Kilmarnock es un lugar tan lóbrego. Y la pobre Christina… Sé que ella no puede evitarlo, pero es una pesada. No me imagino la razón por la que deseas ir allí.

—Los MacGregor van a ser mis vecinos dentro de pocos meses y quiero cultivar su amistad.

—¡Y ese marido suyo! Colin MacGregor es una persona distante, y se muestra muy orgulloso con su linaje. Nunca desaprovecha una sola oportunidad para recordarle a una que su padre es un lord. —Se dirigieron hacia el salón, y Louisa añadió—: Y a propósito, ¿qué te parece la niñera que se trajo Hugh de Melbourne?

—Todavía no me he formado una opinión. No la he visto aún.

—No me imagino cómo podrá ser. Nosotros contratamos a dos doncellas que acababan de desembarcar, y no sabían ni distinguir un tenedor de una cuchara. ¡Y eso sin hablar de los buenos modales! Sin embargo, siguen siendo mucho mejor que emplear a los aborígenes.

Llegaron a la entrada de la planta baja y Louisa captó un fugaz reflejo de sí misma y de Pauline en un espejo de cuerpo entero. Experimentó otro pinchazo de envidia. Nunca había visto hasta entonces un vestido con el nuevo estilo de polisón, y pensó que le sentaba muy bien a alguien tan alto y esbelto como Pauline. Louisa se preguntó si la nueva moda podría mejorar su propia imagen. Empezaba a detestar el remilgado miriñaque que se hinchaba a su alrededor como una nube grande y negra.

—Pues, si yo estuviera en tu lugar, Pauline, me sentiría llena de curiosidad —dijo—. Creía que tendrías ganas de acudir a Merinda y ver qué aspecto tiene ella.

En realidad, Pauline ya tenía una idea de qué aspecto tenía la señorita Drury. Frank le había dicho que era bonita; no cabía la menor duda de que era hija de unos padres pertenecientes a las clases inferiores, que había acudido a las colonias con la esperanza de encontrar a un marido rico. En opinión de Pauline, Australia estaba llena de mujeres así.

—Ir a Merinda sería como darle una importancia que no tiene —afirmó—. Se trata de una niñera contratada, nada más que eso. Y sólo de forma temporal. Una vez que yo y Hugh nos hayamos casado, tengo la intención de sustituirla por alguien más adecuado.

—Más vieja, querrás decir —dijo Louisa.

—¡Definitivamente, sí! —asintió Pauline echándose a reír.

Mientras esperaban a que llegaran los carruajes, Louisa dijo:

—Desearía ser tan fuerte como tú, Pauline. No hay nada que te asuste, ¿verdad? —preguntó, señalando hacia la vitrina donde estaban expuestos algunos de los trofeos que había ganado Pauline.

Ella sonrió, decidida a no dejar surgir a la superficie su temor más íntimo. Sabía que la gente la consideraba como una mujer que no se dejaba intimidar por nada. Cazaba con perros salvajes y montaba caballos inquietos. La repentina aparición un buen día de una mortal serpiente tigre durante un partido de tenis sobre hierba hizo que todas las demás mujeres echaran a correr, mientras que Pauline se había limitado a matarla con una certera flecha. Sabía que hasta su hermano Frank la consideraba como una cascara dura de atravesar.

—Pauline, si tuvieras que enfrentarte alguna vez con un león africano, ¡yo no apostaría por el león! —le había llegado a decir su hermano.

—Aquí llega tu carruaje, querida Louisa —dijo ahora—. Hazme saber cómo se desarrolla tu visita al doctor Ramsey —dijo—. Es posible que yo misma necesite esa información algún día.

—Gracias, Pauline, por haberme permitido hablar —dijo Louisa—. Ahora me siento mejor y, sí, te haré saber lo que me diga el doctor Ramsey.

Salieron a la brillante luz del sol.

—Si te encuentras con Vilma Todd —dijo Pauline—, dile que tengo muchas ganas de verla en el campo de tiro con arco, y que me encantaría apostar algo de dinero sobre el resultado de la competición, siempre y cuando ella se avenga a hacer una apuesta amistosa.

—¿Apuesta? ¿He oído decir algo sobre una apuesta? —preguntó Frank en ese momento, bajando la escalera—. Hola, Louisa. ¿Ya te marchas? Da mis saludos a Miles.

Pauline se quedó mirando fijamente a su hermano. Aún no era mediodía y allí estaba, vestido con una levita negra y una camisa blanca almidonada y llevando su sombrero de copa y su bastón. ¡En pleno día y durante la temporada del esquileo!

—Frank, pero ¿qué es lo que te ocurre? —preguntó ella—. En todos los años que llevas dirigiendo la granja nunca te he visto en otra parte que no fueran los corrales durante el esquileo. Ni el ejército de Napoleón podría hacerte salir de Melbourne durante el resto del año, pero en cuanto llega el esquileo, ya estás ahí vigilando a los esquiladores como un amigo. Y ahora, durante cuatro días seguidos, aquí estás, vestido y listo para salir. ¿Adónde vas, Frank?

—Tengo cosas que hacer en la ciudad —contestó él poniéndose los guantes—, y no se trata de nada de tu incumbencia.

—Ya comprendo —replicó ella—. ¿Se trata de una mujer, pues? —Pauline levantó una mano antes de que él pudiera contestar—. No, no quiero saberlo, Frank. Que disfrutes. Pero, por favor, no me vengas lloriqueando cuando se reduzca la producción de lana, o si no logras conseguir un buen precio de los tratantes de lana. Yo me marcho a Kilmarnock.

—Buen Dios, a ese lugar tan lóbrego.

—Lo hago por Hugh. Es importante que él empiece a establecer su posición en el distrito.

Mientras Frank la veía marcharse, se dio cuenta de que por primera vez en su vida, envidiaba a su hermana. Tenía al hombre que deseaba, mientras que él, a los treinta y cuatro años de edad, aún debía encontrar a la mujer a la que pudiera serle fiel. Y no era por falta de haberlo intentado.

Aquella primera noche que estuvo en Finnegan’s, cuando la camarera, Ivy Dearborn, hizo de él aquel dibujo tan lisonjero, Frank había regresado ofreciéndose para acompañarla a su casa. La señorita Dearborn rechazó la oferta, ante su sorpresa, ya que, después de todo, él era un hombre rico. A la noche siguiente le preguntó si le gustaría salir a dar un paseo en carruaje. Ella tampoco aceptó, sorprendiéndole de nuevo. La tercera noche, se ofreció a invitarla a cenar. Pero ella dijo que no tenía hambre. Así que decidió que, después de todo, ella no quería. Al fin y al cabo, ¿quién era ella para mostrarse tan melindrosa, sino una camarera? La noche anterior no había ido a Finnegan’s y se sentía orgulloso por ello. Pero esta mañana, al despertarse, se sintió incapaz de mantenerse alejado. Decidió almorzar en Finnegan’s antes de acudir al cobertizo donde se efectuaba el esquileo.

No iba a abandonar sus intentos tan fácilmente. En una de aquellas ocasiones descubriría aquello que la señorita Dearborn era incapaz de resistir. Y entonces la conseguiría, y sería el único hombre del distrito occidental en haberla conseguido.

La gran casa de Kilmarnock, parecida a un castillo, tenía muchas habitaciones, pero sólo una en la que el joven Judd MacGregor tenía miedo de entrar. Creía que la habitación estaba embrujada.

La granja ovejera de Kilmarnock, situada entre Merinda y Lismore, tenía una superficie de 120 hectáreas. La casa, construida en piedra azulada, debía ser una réplica del castillo de Kilmarnock, en Escocia. Era maciza, con torres y almenas y altas ventanas estrechas protegidas por barras de hierro. Lo único que faltaba era un puente levadizo, aunque se había creado la ilusión de un foso mediante un profundo lecho de flores que rodeaba toda la casa. Esta se levantaba en medio de vastos prados y estaba protegida de los vientos de las llanuras por altos eucaliptos. Producía en quien la visitaba por primera vez una extraña sensación melancólica, aunque la mansión era magnífica, al mismo tiempo que causaba malos presagios en el visitante. El interior también era una repetición de la decoración del viejo mundo, con paredes de madera oscura, pesados muebles góticos y armaduras importadas colocadas en puntos estratégicos. Su propósito consistía en crear un ambiente de feudalismo y señorío, y todo aquel que pasaba entre las puertas macizas de Kilmarnock y entraba en el vestíbulo revestido de madera oscura, de cuyas paredes colgaban espadas cruzadas y tapices medievales, no podía dejar de pensar en Colin MacGregor como el señor de este castillo.

La habitación en la que tenía miedo de entrar Judd MacGregor, de seis años de edad, estaba detrás de una pesada puerta con un arco de piedra. El niño estaba seguro de que en aquella habitación habitaban los fantasmas. Cada vez que Judd tenía que entrar allí, evitaba mirar los rostros de pieles cerosas que le observaban desde los lugares que ocupaban en las paredes; eran hombres y mujeres de aspecto austero, atrapados entre los marcos dorados, personas muertas desde hacía tiempo que parecían contemplar a los vivos con ojos celosos. También había fantasmas a los que no se podía ver, y cuyos espíritus agitados deambulaban entre los objetos de una vitrina de cristal en la que había una caja de plata, un par de gafas y el cuerno de un toro. Judd conocía la historia de aquellos objetos.

El primero había pertenecido a Mary MacGregor, de catorce años de edad, que había sido decapitada por haber ocultado al príncipe Carlos en el castillo de Kilmarnock, de quien había recibido, como recompensa, un mechón de su cabello, que ella guardó en la caja de plata. Las gafas las había utilizado Angus MacGregor, el barquero que había trasladado a lugar seguro al príncipe Carlos, y que más tarde había sido ahorcado por ello. Finalmente, estaba Duncan, el cuarto señor de Kilmarnock, a quien, en el siglo catorce, y hallándose de camino, le salió al paso un toro enloquecido. Armado sólo con un puñal, mató a la bestia y le cortó uno de los cuernos.

La habitación contenía cosas aún más extrañas que no habían llegado desde Escocia, sino que procedían de la propia Australia. Se trataba de armas de guerra y objetos mágicos, y Judd sabía que en otro tiempo habían pertenecido a los aborígenes y que contenían un gran poder, porque así se lo había dicho el viejo Ezekial, el viejo rastreador. Según le había explicado Ezekial, el espíritu de los animales muertos seguía viviendo en la madera de la lanza, en el boomerang, o en el tambor de piel de zarigüeya. Pero lo más poderoso de todo era la tjuringa que, según decía Ezekial, contenía el alma de alguien. Judd tenía miedo de la tjuringa y nunca se acercaba a ella por si acaso el alma surgía para apoderarse de él. Pero el padre de Judd se mostraba orgulloso de aquellas posesiones y llevaba a los visitantes a esta habitación, que era su estudio, para jactarse de su valiosa colección.

Judd permanecía incómodo en el estudio en esta tarde del mes de octubre, tratando de prestar atención mientras su padre hablaba. Colin le estaba contando a su hijo cuál había sido el heroísmo de un MacGregor en la batalla de Culloden:

—Y allí estaba Robert MacGregor, arrinconado y sin un arma con la que defenderse, cuando agarró la vara de un carro y mató a ocho de los hombres de Cumberland antes de que consiguieran matarlo a él. Y tú irás allí algún día, hijo. Te mostraré el lugar donde Duncan, el cuarto señor de Kilmarnock, mató a un toro salvaje y le cortó uno de los cuernos. Este mismo cuerno que ahora ves aquí, Judd —dijo Colin mostrándoselo al niño.

Colin lo sostuvo en alto con orgullo; durante siglos, los jóvenes MacGregor habían tenido que demostrar su hombría vaciando el contenido de este cuerno, lleno de clarete. Y en el escudo de armas de los MacGregor se veía la cabeza de un toro y el lema: «Resiste más».

Pero Judd no estaba tan seguro de que algún día iría a Escocia. Su padre le había descrito Escocia como un lugar de nieblas y monstruos que vivían en los lochs, donde habitaban los fantasmas inquietos de los jefes célticos, y donde había focas que se convertían en mujeres que se dedicaban a embrujar a los hombres inocentes.

Y lo peor de todo es que, por lo visto, los fantasmas y los demonios debían de ser muy numerosos allí porque su abuela, lady Ann, le había enviado una tarjeta del castillo de Kilmarnock, en Escocia, donde se leía: «Que el buen Dios nos proteja de fantasmas y demonios, y de cosas que saltan por la noche». Aquello colgaba en la habitación de Judd, y él tenía miedo de quedarse dormido por la noche, por si acaso Dios estaba ocupado en alguna otra parte, y los fantasmas y demonios entraban donde él dormía.

Mientras Colin hablaba con su hijo sobre las batallas en las que participó el gran clan y sobre los valientes jefes del mismo que habían residido en el castillo de Kilmarnock durante setecientos años, los ojos de Judd se dirigían hacia la ventana abierta, donde los rayos dorados del sol atravesaban las frondosas ramas de los olmos y los alisos. Deseaba estar allí fuera, en las llanuras abiertas, bajo el sol caliente, donde reía el kookaburra y los canguros parecían navegar por el cielo, contra el que trazaban grandes arcos en sus saltos.

Colin no observó la distracción de su hijo. Estaba pensando en su hogar ancestral, en la isla de Skye, en las Hébridas, la «isla del invierno suave», de ochenta kilómetros de punta a punta, donde el príncipe Carlos había encontrado refugio en otro tiempo, antes de abandonar Escocia para siempre. Era la isla de los ciervos rojos y las águilas doradas, de los profundos bosques y las corrientes claras, del zorzal que cantaba después de la puesta de sol y los murciélagos que salían revoloteando de una iglesia embrujada; Skye, firme y salvaje, país del brezo, el helecho y la turba molida, de picos graníticos, lagos de agua de nieve y ciénagas interiores y pequeñas islitas en el mar que eran tan profundas como fiordos. Y el castillo de Kilmarnock, una enorme y formidable fortaleza que se levantaba sobre un promontorio TOCOSO y que era el hogar de los MacGregor desde el siglo XI, cuando Escocia se llamaba Caledonia.

Colin soñaba a menudo con aquel hogar, donde el águila de cola blanca llegaba a alcanzar una envergadura de dos metros con las alas extendidas, y donde un mítico monstruo prehistórico nadaba en las frías y oscuras profundidades del loch Kilmarnock. Colin anhelaba volver a hablar en gaélico, «el idioma del corazón», y contemplar las nieblas del invierno arremolinándose sobre las austeras cumbres de las Cuillins Negras.

Colin había abandonado aquel hogar hacía veinte años, cuando contaba con diecinueve de edad, y él y su padre, sir Robert, habían discutido por el tema de los espacios libres. El anciano MacGregor había querido desahuciar a los campesinos para dejar libre el espacio necesario para la producción de lana y carne de cordero, mientras que el joven Colin se había puesto de parte de los campesinos expulsados. Colin había perdido e, impulsado por su espíritu apasionado, había jurado no regresar jamás. Finalmente, sin embargo, había vuelto ocho años antes, enfermo de nostalgia por ver de nuevo Skye. Su padre no quiso recibirle, pero su madre, lady Ann, lo trató con amabilidad y lo había despedido después de entregarle las reliquias de familia que ahora adornaban su estudio. Colin no consideraba aquel viaje como una pérdida de tiempo, puesto que ahora poseía los tesoros de su herencia, y también porque se había traído a su casa a una esposa.

Colin observó fijamente a su hijo y pensó en lo mucho que se parecía a Christina. A cada año que pasaba, Judd MacGregor se parecía más y más a la imagen de su madre. Tenía su mismo cabello blanco como el sol, los mismos ojos azules de caracol marino, la misma barbilla delicadamente partida. Colin no veía nada de sí mismo en el niño, no descubría en él la menor señal del cabello negro azabache de Colin MacGregor, o de sus ojos oscuros. Los labios del pequeño ya aparecían llenos y abultados como los de Christina, su barbilla era suave y redondeada como la de un querubín, mientras, que la boca de Colin era una delgada línea dura y su mandíbula era prominente y cuadrada.

—Algún día, hijo —dijo Colin—, serás el señor de Kilmarnock. Cuando mi padre muera, yo seré el señor. Pero después de mí vendrás tú. Y tú heredarás todo esto.

Judd, sin embargo, no estaba muy seguro de querer heredar «todo esto». Ya se sentía bastante feliz con su poni y su bate de cricket.

Se escucharon unos golpes en la puerta y apareció el mayordomo.

—El doctor Ramsey dice que puede usted subir ahora, señor MacGregor.

Padre e hijo subieron la escalera y, cuando entraron en el dormitorio, Colin se dirigió directamente hacia Christina, y se sentó en el borde de la chaise-longue.

—¿Cómo te sientes, cariño?

Christina estaba reclinada sobre unas almohadas de satén, con una manta de piel de zorro sobre las piernas. Las cortinas estaban corridas para impedir la entrada de la luz del sol, pero la procedente de las lámparas de aceite iluminaba una complexión pálida y un cabello muy rubio.

—Me siento muy bien, querido —contestó ella—. No estoy enferma. Sólo voy a tener un bebé.

Colin se volvió a mirar a David Ramsey quien, con su cabello rojizo y su estructura larguirucha, parecía demasiado joven como para ser un médico.

—¿Cómo está, doctor? —preguntó Colin.

—Señor MacGregor, su esposa tiene lo que se denomina una cerviz incompetente —dijo Ramsey al tiempo que guardaba su estetoscopio—. Lo que significa que existe la posibilidad de que su matriz no sea capaz de soportar al bebé. Podría operar, pero la cirugía produce a veces un aborto. Recomiendo el más completo descanso en cama, limitación en todo tipo de actividades y no realizar absolutamente ningún esfuerzo.

Aunque el diagnóstico parecía alarmante, a Colin pareció tranquilizarle. Había un cierto consuelo en los datos científicos, en contraposición con las declaraciones del viejo doctor Fuller, que había atribuido los abortos anteriores de Christina a la luna llena o a la existencia de plumas de pato en la almohada. Ahora, a Colin le alegraba haber aceptado el consejo de John Reed y haber enviado a buscar a David Ramsey a pesar de su juventud y de su reciente graduación de la facultad de Medicina.

Colin tomó entre las suyas las manos de su esposa y observó su rostro. Después de ocho años de matrimonio, seguía poseyendo el encanto que tanto le había atraído una noche mágica en Glasgow. Ahora, Colin se había sentido muy preocupado. Este peligroso embarazo no había sido idea suya. Después de haber dado a luz a Judd, Christina había sufrido dos abortos y un parto en el que el feto nació muerto. En contra del buen juicio y los temores de Colin, ella le había convencido para que le permitiera intentarlo de nuevo. Ahora, él rezaba para que no tuviera que lamentarlo.

En ese momento llegó el mayordomo, que traía una tarjeta sobre una bandeja.

—Tiene usted una visita, madame —dijo el hombre tendiéndole la tarjeta a Christina.

—No —dijo Colin—, nada de visitas.

—Oh, pero, querido, si es Pauline Downs. Me encantará verla.

—Está bien, señor MacGregor —intervino el doctor Ramsey—. Su esposa puede tener visitas, siempre y cuando no le exijan ningún esfuerzo ni la exciten.

—Tienes que cuidar de ti misma y del niño —le dijo Colin a Christina—. No podría soportar el perderte. Sin ti, Christina, la vida no valdría la pena.

Pauline entró en ese momento y vio a Colin besar a su esposa y le escuchó decir:

—Cuando te encuentres lo bastante bien, querida, te llevaré a ti y a los niños a hacer una visita a casa. Veremos la luz de la luna sobre los brezales y nos alojaremos en la misma posada donde pasamos juntos nuestra primera noche como marido y mujer.

Pauline pensó en seguida: «A mí y a Hugh nos ocurrirá lo mismo».

—Pauline —dijo Christina—, qué agradable que hayas venido. Siéntate, por favor. ¿Conoces al doctor Ramsey? Doctor Ramsey le presento a la señorita Pauline Downs. Colin, ¿quieres llamar para que nos traigan el té, por favor?

—He oído decir que Westbrook tiene ahora un hijo —le dijo Colin a Pauline dirigiéndose a tirar del cordón para llamar al servicio—. Pero no es lo mismo que uno propio, ¿verdad?

A Pauline no le importaba Colin MacGregor, pero debía admitir que tenía el aspecto moreno y agraciado de un highlander céltico. Ella conocía a varias mujeres del distrito que habían expresado su deseo secreto de conocerlo «mejor».

—Hablando de Hugh, ¿has visto esto? —preguntó Christina tendiéndole un periódico a Pauline—. Debes de sentirte muy orgullosa de él.

Pauline ya había visto el poema que Frank había hecho imprimir en la primera página del Times. Era la última balada de Hugh, titulada «Días de pastoreo», que había publicado, como el resto de sus poemas, bajo el seudónimo de «El viejo pastor».

El polvo sopla en el país del sur,

el polvo que sigue a diez mil cabezas,

sobre la tierra negra,

sobre la arena, sobre las crestas rojas.

«Hugh es demasiado modesto —pensó Pauline—. Tengo que convencerle para que publique sus cosas con su verdadero nombre».

—¿Cómo te sientes, Christina? —preguntó—. Oí decir a Maude Reed que has tenido náuseas por la mañana.

—¡Y por la tarde, y por la noche! —exclamó Christina con una sonrisa—. Pero hoy me siento mejor, como le estaba diciendo al doctor Ramsey. Esto me lo enviaron ayer.

Le tendió a Pauline un pequeño frasco lleno, que ella destapó, y olió la decocción aromática que contenía.

—¿Manzanilla? —preguntó.

—Y marrubio negro y reina de los prados —añadió el doctor Ramsey—, junto con un toque de clavo. Un remedio bastante efectivo para las náuseas matinales.

—¿Quién lo ha enviado? —preguntó Pauline.

Christina le entregó la breve misiva que acompañaba al frasco. Pauline la miró fijamente. Era incuestionable que aquella letra pertenecía a una mujer, y estaba firmada: «Joanna Drury, Merinda».

—Es evidente que la señorita Drury está familiarizada con las hierbas hasta un punto impresionante —dijo el doctor Ramsey—. Me la encontré el otro día en la farmacia de Thompson, en Cameron Town. Estaba comprando tal variedad de cosas y en cantidades tan grandes, que le pregunté qué tenía intención de hacer con todo aquello. Me contestó que siempre suele tener a mano un suministro de todo, por si acaso surge la necesidad. Al parecer, su madre había sido una especie de curandera. Maude Reed estaba en ese momento en la farmacia, hablando con Winifred Cameron de las náuseas matinales de la señora MacGregor. Por lo visto, la señorita Drury lo escuchó y ella misma se encargó de enviar esta decocción.

—Y ahora me siento mucho mejor —dijo Christina—. Debo agradecérselo.

—Me encantaría llevarle el mensaje a la señorita Drury en su nombre, señora MacGregor —se ofreció Ramsey con rapidez—. Precisamente mañana tendré que pasar por Merinda de camino hacia Horsham.

—Phoebe McCleod me dijo que la señorita Drury fue contratada por Hugh Westbrook para que se hiciera cargo del cuidado de ese niño huérfano que ha heredado —dijo Christina—. ¿Cómo es ella, doctor Ramsey?

—¿Que cómo es la señorita Drury? —dijo él y Pauline observó cómo se ruborizaba.

Mientras escuchaba a David Ramsey hablar con una actitud bastante consciente de sí misma de «la encantadora y femenina señorita Drury», Pauline le echó un vistazo a la nota que esta había escrito. Leyó de nuevo el correcto saludo y la terminación de la misiva, la perfecta escritura y puntuación, todo ello escrito por una mano delicada.

El mayordomo apareció de nuevo trayendo otra tarjeta de visita.

—Ha venido a verla la señorita Flora McMichaels, madame —dijo.

—Esto ya es demasiado —comentó Colin.

Pero Christina le pidió al mayordomo que hiciera pasar a la señorita McMichaels.

Sintiéndose repentinamente desconcertada con esta nueva información sobre Joanna Drury, Pauline se volvió hacia David Ramsey y le dijo con una sonrisa:

—¿Qué le parece la vida en el distrito occidental, doctor? Después de Melbourne, aquí debemos de parecer muy aburridos.

—Nada de aburridos, señorita Downs. Desde mi llegada, hace ahora cinco semanas, apenas si he tenido un momento de descanso. Especialmente ahora, durante el esquileo. En la facultad ya nos hablaron de los accidentes que se producen durante el esquileo, pero no tenía ni la menor idea de que pudiera ser una ocupación tan peligrosa.

Una mujer corpulenta entró en la habitación, vestida con un miriñaque tan ancho que amenazaba con derribar las mesitas pequeñas.

—¡Christina, querida! —exclamó avanzando hacia la chaise-longue con las manos extendidas—. Oí decir a Maude Reed que no te encontrabas bien. Y eso es algo que no podemos permitir, ¿verdad? Así que te he traído lo justo que necesitas.

Pauline observó a Flora McMichaels dejar en el suelo una cesta de mimbre y empezar a sacar tarros, botes y bizcochos envueltos en tela.

—Debes mantener tu fortaleza —dijo la señorita McMichaels, sin dejar de mirar a Colin mientras hablaba.

Pauline se sintió cada vez más incómoda. Flora McMichaels, que era un poco demasiado estruendosa, y que no ocultaba su encaprichamiento por Colin, era la personificación del temor más secreto de Pauline: la única criatura en el mundo que le daba miedo. No es que se sintiera amenazada por la mujer en sí, sino por todo aquello que esta representaba. La gente consideraba a las solteronas como mujeres desgraciadas que, de algún modo, no habían logrado conseguir un hombre. Se hallaban condenadas a llevar vidas de soledad, a ocupar una posición secundaria, a convertirse en las tías solteronas que cada familia soportaba con una caridad a regañadientes.

A Pauline no le gustaba encontrarse cerca de esa clase de mujeres; eso la inquietaba y su mera presencia le recordaba lo impredecible que podía llegar a ser la vida, y también cuán injusta. Ninguna mujer se merecía aquella clase de destino. Pauline sabía que Flora McMichaels había sido en otro tiempo una mujer muy bonita, viva y joven, que había llegado a estar prometida y a punto de casarse con un hombre joven muy agradable y de muy buena familia. Pero Flora perdió a su prometido en un accidente de caza en vísperas de la boda y ahora, treinta años más tarde, sus amigas se referían a ella en privado llamándola aún «la pobre Flora».

Pauline sabía que un destino como aquel podía golpear a cualquier mujer y en cualquier momento, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Ahora, mientras veía cómo Flora le sonreía zalameramente a Colin, Pauline pensó en las mujeres desesperadas y, por un momento, se preguntó si Joanna Drury sería una de ellas, ¿podría decidir intentar quitarle a Hugh? La señorita Drury vivía en Merinda, en la cabaña de troncos de Hugh. «Yo me he trasladado al barracón», le había dicho Hugh a Pauline. Pero eso, ahora, le servía de bien poco consuelo.

Entonces, Pauline recordó lo agitado que se había sentido Hugh la noche en que había regresado de Melbourne, hacía ahora tres días, mientras hablaba de una plaga de piojos que había afectado a sus mejores animales productores de lana, y de la posibilidad de tener que afrontar problemas financieros. Pauline no le había dado mayor importancia en aquellos momentos, pero ahora lo veía de una forma diferente: Hugh casi parecía haber estado advirtiéndola de que quizá no pudiera construir la casa.

Y había dado a entender veladamente que habría que retrasar la boda.

Pauline se dio cuenta del error que había cometido al mostrarse complaciente, en lugar de permanecer vigilante. De repente, Joanna Drury ya no era una niñera contratada, sino su oponente.

—La verdadera razón por la que he venido, querida Christina —dijo de pronto Pauline, interrumpiendo a Flora, que no dejaba de parlotear—, ha sido para invitarte a ti, a Colin y a Judd a una fiesta que daré la semana que viene para Adam, el niño que ha traído Hugh. Pensé que sería agradable presentarlo al distrito occidental y darle la oportunidad de que nos vaya conociendo y de que nosotros le conozcamos a él.

—Qué encantador —dijo Christina—. Y qué amable por tu parte, Pauline. El pobre niño debe de sentirse muy perdido. Colin, querido, debemos ocuparnos de que Judd entable amistad con el chico de Hugh. Y, a propósito, ¿dónde está Judd? ¿Dónde está mi bebé? Ven aquí, cariñito.

Judd abandonó el lugar que había estado ocupando en un rincón y se enterró en el abrazo de su madre. Sabía que ella estaba muy enferma por la forma cuidadosa en que la trataba todo el mundo.

—Sí —dijo Pauline mientras la idea iba tomando cuerpo rápidamente en su mente—. Será una fiesta en el jardín. Tengo la intención de que vengan payasos y un mago, y Adam podrá conocer a los otros niños.

«Y también tendrá regalos que abrir —decidió Pauline—. Recibirá su propio poni y un carricoche; tendrá todos los dulces que quiera y le prepararé una habitación en Lismore que yo misma me encargaré de llenar de juguetes, de tal forma que, cuando llegue el momento de marcharse, ya no querrá regresar a Merinda. Lo único que querrá será quedarse en Lismore, conmigo».

Y entonces ya no serían necesarios los servicios de Joanna Drury.