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—En todo lo que alcanza la vista, esto es Merinda —dijo Hugh.

Joanna se quedó boquiabierta. Era como si estuviese contemplando un océano verde de pastos fértiles, que se ondulara con suavidad y cayera más allá del cielo sin nubes. Soplaba un viento fresco, que le chasqueaba la falda a ella y el ala del sombrero a Hugh. Por encima de sus cabezas, un águila de cola en cuña se dejaba llevar por las corrientes de aire y allá en la distancia se elevaban unas montañas brumosas, con las cumbres curiosamente curvadas, como una serie de olas, como si en otros tiempos las montañas hubieran sido un océano rompiendo sobre la costa y de pronto las olas se hubieran petrificado.

—En estos momentos Merinda sólo son cinco mil ovejas en veintiocho hectáreas, pero con el tiempo crecerá —le aseguró Hugh.

—¿Por qué tiene el nombre de Merinda, señor Westbrook?

—Merinda es el nombre aborigen de este lugar. Significa «mujer hermosa».

—¿Y sabe usted si se le dio ese nombre a causa de una mujer hermosa?

Miró a Joanna y observó que, a la luz del sol, sus ojos de color ámbar se oscurecían hasta adquirir un profundo color miel. Inesperadamente, por su mente cruzó el pensamiento de que la mujer hermosa se encontraba en estos momentos ante él.

—Nadie lo sabe —contestó—, aunque hay leyendas. La historia se remonta a una época, hace mucho tiempo, quizá en el período del Sueño, en la que hubo una mujer llamada Merinda. Era una mujer dedicada a cantar, lo que quiere decir que mantenía en su clan todas las canciones y líneas de canto. Dentro del clan, todo el mundo conoce algunas canciones, pero sólo una mujer o un hombre dedicados a cantar las conocen todas, porque conocerlas todas significa poseer el poder del clan. Según dice la leyenda, un día un miembro de un clan rival al otro lado del río decidió robar el poder de Merinda para poder atraer así a la gente de ella y conservar para sí mismo los buenos territorios de caza y pesca. Dicen que raptó a Merinda y trató de obligarla a que le transmitiera las canciones. Pero ella se negó y murió sin haber pronunciado un solo sonido, salvando así a su gente.

—¿Y eso ocurrió aquí?

—Según asegura la leyenda, ella murió en alguna parte, cerca de aquí.

—¿Qué les ocurrió a los aborígenes que antes vivían aquí? —preguntó Joanna.

—La mayoría de ellos murieron. Según dice la historia, cuando llegaron los primeros colonos, los nativos locales creyeron que sólo estaban de paso, que andaban a la búsqueda de su país de origen. Pero cuando los hombres blancos se instalaron y se quedaron y empezaron a expulsar a los aborígenes de su territorio ancestral, estallaron las luchas y fue algo muy sangriento. Si se robaba algo de la granja de un hombre blanco, él y sus vecinos organizaban una partida y masacraban a los primeros negros con los que se topaban, tanto si eran culpables como si no. Luego, los aborígenes se vengaban incendiando la granja, asesinando a la familia del hombre blanco y destruyendo su ganado. Hubo matanzas importantes, con tribus enteras eliminadas por hombres blancos que afirmaban estar defendiendo su territorio. Luego, los nativos que habían logrado sobrevivir empezaron a sucumbir a enfermedades contra las que sus cuerpos no estaban inmunizados, como la viruela, el sarampión o la gripe. Se ha calculado que durante los primeros años posteriores a la llegada de los convictos murieron miles de aborígenes, sólo a causa de las enfermedades.

Hugh añadió que, al cabo de poco tiempo, con sus familias y tribus destrozadas los aborígenes empezaron a perder su sentido de la unidad, su cultura. Comenzaron a rondar por los asentamientos blancos, esperando recibir limosnas. Desarrollaron el gusto por el alcohol. Los niños empezaron a pedir y las mujeres a convertirse en prostitutas.

—Como consecuencia de todo ello —siguió diciendo Hugh—, han empezado a desvanecerse los antiguos conocimientos. Con el desmoronamiento de las tribus, los aborígenes jóvenes no tienen forma alguna de aprender las Costumbres y las leyes de sus antepasados. Como esto continúe igual, su cultura desaparecerá algún día para siempre.

Joanna contempló los pastos verdes, bordeados por setos y vallas que se extendían hasta la base de las montañas, con enormes y viejos árboles y altos eucaliptos salpicando la llanura, y con grandes rebaños de ovejas fluyendo y refluyendo en el paisaje.

—Resulta difícil imaginar que un lugar como este pudo haber sido escenario de una tragedia —murmuró ella. Se preguntó si acaso los aborígenes entre los que su madre había vivido algún tiempo habrían sufrido un destino similar—. ¿Dónde está su casa, señor Westbrook? —preguntó.

—Allí —contestó él, señalando—, al final del camino. En realidad, es una cabaña de troncos. ¿Ve los edificios que sobresalen a través de los árboles?

—Sí, ya los veo —asintió Joanna mirando en la dirección que se le indicaba.

De repente, Adam, que estaba sentado entre los dos, gritó:

—¡Una granja! ¡Una granja!

Hugh y Joanna se volvieron al unísono a mirarlo.

—Vaya, Adam —dijo Joanna, tomándolo con suavidad por los hombros—. Por fin has hablado. ¡Puedes hablar!

—¡Granja! —exclamó el niño con excitación, señalando—. ¡Una granja!

—Bien, bien —dijo Hugh—. No le hemos podido sacar un sonido en cinco días, y ahora, de repente… —Se echó a reír—. Supongo que la forma de conseguir que hable consiste en llevarle a una granja.

El gran patio de la propiedad Merinda se hallaba rodeado por una serie de edificios un tanto destartalados, que parecían haber sido construidos con aquellos materiales existentes más a mano —algunas de las estructuras estaban hechas con madera de matorrales y tablones, mientras que otras eran de piedra—, y en distintas épocas, sin seguir idea preconcebida o plan alguno. En el patio predominaban los ruidos de la actividad: hombres a caballo gritando y silbando hacia ovejas asustadas para que entraran en los corrales, mientras los perros ovejeros correteaban de un lado a otro, ladrando frenéticamente.

Cuando Hugh detuvo el carro, un hombre se les acercó montado a caballo.

—¡Gracias a Dios que has vuelto, Hugh! —exclamó—. Tenemos algunos graves probl…

Miró a Joanna y se interrumpió de pronto en medio de la frase.

—Bill, te presento a la señorita Drury —dijo Hugh bajando del carro—. Se va a hacer cargo del chico en mi nombre. Y este es Adam. ¿Cuál es el problema?

Bill miró fijamente a Joanna durante otro rato más antes de contestar.

—Hemos descubierto una infección de piojos entre los rebaños de carneros.

—¡Pero si esos animales estaban limpios cuando me marché!

—Pues ahora no cabe la menor duda de que están infectados, Hugh. Los animales muestran esas inflamaciones características, y la lana se ha visto afectada.

—¿Cuándo lo descubriste?

—Hace unos cinco días. «Cordel» Larry cree que los piojos pudieron haber venido con esos merinos que trajiste el mes pasado de Nueva Gales del Sur. Pero yo no estoy tan seguro. Yo mismo inspeccioné a aquellos animales, Hugh, y te puedo jurar que estaban limpios. No se me ocurre qué es lo que puede haber causado esto.

Hugh saludó a un muchacho que estaba herrando un caballo delante del establo.

—¿Hasta qué punto se ha extendido? —le preguntó a Bill.

—No podría asegurarlo todavía. Si tenemos suerte, sólo habrá afectado a los carneros.

—Eso, de todos modos, representa una cuarta parte de la producción dé lana. ¿Qué ocurre con las ovejas con corderos?

—«Cordel» Larry y sus hombres las están inspeccionando ahora.

Hugh montó en el caballo que el muchacho del establo le había traído.

—¿Hay alguna posibilidad de salvar la lana infectada antes de que lleguen los esquiladores?

—Yo diría que no.

Hugh se volvió a mirar a Joanna, que seguía sentada en el carro, en compañía de Adam.

—Le presento a Bill Lovell, mi capataz. Lo siento, señorita Drury, pero tengo que ir a inspeccionar los rebaños con él. La cabaña está ahí. Usted y Adam pueden entrar e instalarse. Le pediré a un par de hombres que le entren el baúl. Si quiere algo para comer, pídaselo a Ping-Li, la cocinera.

Joanna empezó a decir algo, pero Hugh hizo volver grupas a su caballo y salió al galope del patio.

—Bien, Adam —dijo Joanna bajando al niño al suelo—, parece como si…

—¡Ovejas! —gritó el niño de pronto, señalando hacia un corral donde había unos hombres peleándose con un rebaño que no parecía dispuesto a cooperar.

—Sí, Adam, son ovejas —asintió, emocionada al ver que el niño había vuelto a hablar, y ansiosa porque continuara así—. Pero esos hombres no querrán verte a ti por en medio. Entremos a ver cómo es la cabaña por dentro, ¿quieres?

Tomando a Adam de la mano, Joanna cruzó el patio dirigiéndose hacia la cabaña que Hugh le había señalado. Al pasar por delante del establo, un hombre joven que llevaba un delantal de cuero se detuvo en plena tarea de herrar a un caballo y la miró fijamente. Otro hombre que cruzaba el patio miró a Joanna y siguió su camino y, de pronto, se volvió a mirarla de nuevo.

A medida que se acercaban a la cabaña, que Joanna observó había sido construida toscamente a base de troncos y cortezas de árbol, Adam se sintió repentinamente animado. Tiró del brazo de ella y señaló a lo lejos, gritando:

—¡Río! ¡Río!

Ella miró hacia los árboles que había más allá del extremo norte del patio, a través del cual se habían marchado a caballo Hugh y el capataz, y creyó distinguir un relampagueo de agua por entre una zona boscosa.

—Está bien, Adam —dijo ella, encantada de que el niño pareciera sentirse feliz tan de repente—. Vayamos a ver qué aspecto tiene.

Siguieron un camino que giraba por detrás de la cabaña, cruzaba un campo de hierba y se perdía en los bosques distantes. Lo siguieron y cuando ya estaban entre los árboles y hubieron llegado a un claro, Joanna se volvió para mirar maravillada a su alrededor.

Ella y Adam habían llegado a un lugar donde una corriente se bifurcaba del río y avanzaba serpenteando, formando un plácido y gran estanque. El aire estaba lleno con una sinfonía de sonidos: el agua borboteando en el riachuelo, el viento frío agitando las ramas de las acacias y los eucaliptos, el zumbido de los insectos en el aire primaveral. Joanna se sintió como si se encontrara en el Edén: se hallaba completamente rodeada de belleza. Un río majestuoso y antiguo despedía reflejos blancos sobre las aguas quietas. Las ramas de los zarzos explotaban en miles de brillantes flores amarillas. Una certiola blanca y negra, con la cabeza surcada por brillantes plumas azules, estaba posada sobre una rama caída, ladeando la cabeza de un lado a otro, mirando con curiosidad.

«¡Qué lugar tan hermoso!», pensó Joanna.

Recordó una plantación de té que había visitado una vez en la India, en compañía de sus padres. La casa principal había estado apartada del centro de trabajo de la plantación, situada a lo lejos sobre una colina, protegida entre los árboles y el abundante pasto verde. Le pareció una verdadera lástima que la cabaña de Merinda no se encontrara allí, junto al río, en lugar de estar junto a aquel patio tan ruidoso y lleno de barro.

Escuchó un chapoteo y, en el instante siguiente, Adam se soltó de su mano y echó a correr hacia el estanque. Se dejó caer al suelo y hundió las manos en el agua. Joanna se le acercó presurosa.

—Lleva cuidado —le dijo, aunque, ante su sorpresa, Adam estaba riéndose.

—¡Platipus! —exclamó chapoteando con las manos en el agua.

Joanna miró al niño, asombrada, viendo cómo la risa lo transformaba. Había un atisbo de color en sus mejillas, y las sombras parecían haberse desvanecido de sus ojos.

—¡Platipus! —volvió a exclamar.

La superficie del estanque, que parecía un espejo, se onduló y de ella surgió un animal de aspecto extraño que parecía ser un cruce entre un castor y un pato.

Adam chilló y chapoteó con las manos, y Joanna pensó: «Este lugar es mágico».

—¡Señorita Drury! ¿Qué está usted haciendo?

Se volvió asustada y vio a Hugh de pie tras ella, con el ceño fruncido.

—Queríamos ver el río —dijo.

—Señorita Drury, esta zona junto al billabong es peligrosa, sobre todo si no conoce bien el camino para atravesar el bosque.

—¿Billabong? —repitió ella mirando a su alrededor.

—Sí, billabong. La palabra aborigen para designar un estanque.

—Oh —exclamó Joanna—. Es un lugar muy hermoso.

—En efecto, lo es. Voy a construir la casa precisamente aquí. Ahora debemos de estar aproximadamente donde estará la puerta de entrada. El resto retrocederá hasta llegar por lo menos a esas ruinas de ahí. Pero aún no hemos empezado.

—¿Cómo será la casa? —preguntó ella sin dejar de vigilar a Adam, que se había quitado los calcetines y los zapatos y había metido los pies en el agua del estanque.

—Pensé que debería ser del estilo de Queensland, pero a Pauline, la mujer con la que me voy a casar, le gusta mucho más una casa que ha visto en una revista. Leyó una historia sobre reconstrucción en el sur estadounidense, ahora que ha terminado la guerra, y se enamoró de la imagen de una gran casa con columnas blancas, llamada Plantación de los Sauces, en el estado de Georgia. Afortunadamente, pude encontrar en Melbourne a un arquitecto estadounidense que está familiarizado con ese estilo.

—Parece maravilloso —dijo Joanna—. Debe usted de sentirse muy excitado.

—Sí —contestó Hugh.

Se quedó mirando a Joanna. Había algo en la forma en que la luz del sol parecía rodearla. Ella seguía pareciendo fresca después de cinco días de viaje, aunque unas pocas hebras de su cabello moreno se le habían escapado de las horquillas. Se dio cuenta de que deseaba decirle algo, pero no sabía de qué se trataba.

Joanna se acercó a un grupo de muros de roca que le llegaban hasta la cintura.

—¿Qué es este lugar? —preguntó.

—Son viejas ruinas. La gente vivió aquí hace muchos años. Hubo un asentamiento.

—¿Es este uno de esos lugares sagrados de los que me habló?

—Quizá. No estamos seguros. Sólo los ancianos, los hombres que cantan, son capaces de mirar una roca o un árbol y determinar si fue creado por un antepasado de la época del Sueño.

—Si fuera así, ¿haría eso que este lugar fuera santo?

—Eso depende de lo que usted considere como un lugar santo. Los lugares sagrados aborígenes son algo más que lugares santos, señorita Drury. Los aborígenes creen que todo aquello que haya ocurrido en un lugar determinado sigue estando ahí, sigue sucediendo todavía. Perturbarlo significaría perturbar el pasado.

—Y ese terreno de más allá —dijo señalando hacia el otro lado del río—, ¿pertenece también a Merinda?

—Eso es el principio de la propiedad de Colin MacGregor —contestó Hugh—. Se llama Kilmarnock, y es la siguiente granja ovejera.

—Está todo muy verde y es encantador —dijo Joanna contemplando lo que la rodeaba. De pronto, vio a un hombre de pie entre los árboles, a corta distancia, en silencio e inmóvil, que la estaba observando—. Señor Westbrook, ¿quién es esa persona?

Él miró por entre los árboles.

—Es Ezekial. Se trata del anciano aborigen del que le hablé. A veces trabaja para mí. Es uno de los últimos que quedan de su generación. Recuerda cómo eran las cosas antes de que llegara el hombre blanco. Si quiere usted saber algo acerca de la leyenda de Merinda, él sería el más indicado para preguntarle.

Joanna se quedó mirando fijamente al hombre que estaba junto a la orilla del río, como si acabara de materializarse allí procedente de arcilla marrón. Llevaba pantalones y una camisa, pero iba descalzo, y el cabello y la barba blanca casi le llegaban a la altura de la cintura. Estaba demasiado lejos como para poder verle los ojos, pero pudo sentir su mirada fija en ella.

—¿Por qué me está mirando de ese modo, tan fijo? —preguntó.

—No está acostumbrado a ver a una mujer en Merinda. Y nosotros estamos muy cerca de estas ruinas. Suele mostrarse muy protector con los antiguos lugares.

La mirada del aborigen no dejaba de estar fija en Joanna, y eso le produjo una sensación de incomodidad. En ese momento, Adam se le acercó corriendo.

—¡Mira! —exclamó el niño abriendo la mano para mostrar un saltamontes.

—Sí, ¿verdad que es un tipo elegante? —dijo Joanna, apartando la mirada del hombre que permanecía entre los árboles, tratando de quitarse de encima aquella extraña sensación que había tenido de pronto—. ¿Podrías repetirme a mí la palabra saltamontes?

Mientras Hugh miraba a Joanna, pensó en su propia juventud pasada en los territorios despoblados, con su existencia solitaria, allí donde un hombre podía pasarse semanas enteras sin encontrarse con nadie. Al comprar Merinda, cuando tenía veinte años de edad, no había tenido tiempo para desarrollar una vida social, y se había enfrascado por completo en la tarea de construir la granja. En todos aquellos años sólo había intimado con mujeres como las que trabajaban en una cierta casa de St. Kilda. Luego, Pauline había aparecido en su vida, una mujer como no había conocido a ninguna otra, y cuyo beso apasionado, en un atardecer lluvioso, le había despertado.

Hugh miró ahora a Joanna y pensó en lo hermosa que estaba, en lo capaz que parecía y, sin embargo, también en lo vulnerable que era. Pensó en los días que habían pasado juntos en la carretera y en las noches pasadas en los diversos campamentos, y le asombró el darse cuenta de que se sentía ligeramente deprimido por el hecho de que se hubiera terminado su viaje en común.

También se dio cuenta, después de haber inspeccionado a las ovejas, en compañía de Bill Lovell, de que, en lugar de pensar en seguida en Pauline, en ir a verla a Lismore, donde sin duda le estaría esperando, sólo había pensado en volver a ver a Joanna.

—Se está haciendo tarde —dijo ahora—. La llevaré a usted y a Adam a la cabaña.

—Suelta el saltamontes, Adam —dijo Joanna.

Y mientras iniciaban el camino de regreso, ella volvió la vista hacia el río donde Ezekial, el viejo aborigen, seguía observándola sin apartar la vista de ella.

La cabaña de troncos era tosca, tal y como le había advertido Hugh; estaba compuesta por poco más que una chimenea en un extremo, una cama en el otro y una mesa en medio. Pero eso no le importó a Joanna. Le serviría durante el corto espacio de tiempo que iba a estar allí.

Hugh los dejó a ella y a Adam allí, explicándole que tenía que revisar más rebaños, después de lo cual cabalgaría hasta Lismore. Joanna arregló sus cosas del baúl, con la ayuda de Adam, y luego instaló al niño junto al fuego de la chimenea con el pequeño animal de trapo que había heredado de su madre, un muñeco de aspecto extraño hecho de piel de canguro, al que lady Emily había dado en llamar «Rupert». Uno de los hombres de la granja llamado «Cordel» Larry, acudió con agua caliente para el baño, y leña para el ruego, y explicó entre risas que no le llamaban «Cordel» Larry porque fuera alto y delgado, sino porque una vez había tropezado con un cordel tendido entre dos postes de una valla y se había caído de bruces sobre el barro. Joanna bañó a Adam y los dos tomaron la cena que les habían enviado desde la cocina, una generosa comida compuesta de chuletas de cordero, pan fresco y natillas, acompañado por un jarro de leche y una taza de té para Joanna, todo lo cual resultó muy agradable después de las comidas cocinadas en las hogueras de los campamentos.

Adam se quedó durmiendo en la cama, que esta noche compartiría con Joanna, aunque se le había prometido otra cama para el día siguiente. El niño se quedó dormido enroscado de costado, con los brazos alrededor de «Rupert», el extraño muñeco de peluche que había sido una de las pocas cosas que lady Emily había llevado consigo desde Australia cuando se marchó del país, a los cuatro años de edad.

Era tarde, y la noche ya había caído sobre la granja. Una ligera lluvia de primavera empezó a repiquetear sobre el techo de hierro. Joanna se cambió sus ropas de viaje, se bañó, se puso un camisón limpio y se peinó el largo cabello. Luego se volvió hacia las cosas que había dejado sobre la mesa, desde donde una lámpara de aceite proporcionaba una iluminación cálida y tranquilizante.

En primer lugar, abrió el pequeño fardo que el camarero le había entregado en el muelle cuando le dejó a Adam, diciendo que el niño lo llevaba cuando lo subieron a bordo en Adelaida. Joanna había esperado encontrar dentro zapatos, uno o dos juguetes, pero, ante su sorpresa, la envoltura, que ahora le parecía el fragmento de una manta, puso al descubierto una pequeña Biblia de cuero negro, un peine de marfil y, lo más extraño de todo, una toallita de té de Devon, Inglaterra, que nunca había sido usada. Joanna abrió la Biblia y vio cuatro anotaciones en la página utilizada a modo de libro de familia. La primera decía: «Joe y Mary Westbrook, casados en este día, 10 de septiembre de 1865». La siguiente era: «Adam Nathaniel Westbrook, nacido el 30 de enero de 1867». La tercera decía: «Joseph Westbrook, muerto el 12 de julio de 1867, de heridas gangrenosas». Y la última decía: «Mary Westbrook, muerta de neumonía en el mes de septiembre de 1871».

Alguien había envuelto una delgada alianza de boda en un pañuelo que había introducido en el interior de la Biblia.

Joanna miró a Adam, cuyos párpados cerrados se movían en un sueño inquieto, y pensó: «Esto es todo lo que le queda como recuerdo de su madre: un anillo, unas fechas en una Biblia y una toallita de té de Devon».

Tomó el diario de su madre y lo sostuvo durante un rato entre las manos, antes de abrirlo.

Experimentaba una sensación reconfortante al sentir entre las manos la rica encuadernación de cuero; se imaginó que así estaría vivo con las corrientes y marejadas de la existencia de su madre. El diario también contenía la vida de Joanna, su pasado. Pensó ahora en todos aquellos años en los que había sido tan feliz, cuando, siendo una niña, había vivido en un mundo encantado, de ensoñación e inocencia, cuando creía que su madre, lady Emily, era una princesa de cuento de hadas, tan pálida y delicada como los pavos reales que deambulaban por los prados inmaculados de la mansión del virrey, y se había imaginado que su padre, el coronel, con su alto casco blanco y su uniforme impecable con botones de latón y botas pulidas, era el hombre que estaba al mando de toda la India. Lo veía como un caballero galante y honorable, como los héroes de los cuentos de hadas, pero lo más maravilloso que hubo en la joven mente de Joanna fue que se lo imaginaba apasionadamente enamorado de su esposa.

Crecer entre una clase de personas que creían en la necesidad de ser comedidos en el lenguaje y en las acciones, en una sociedad en la que había reglas que seguir, propiedad en cuyos derechos insistir, incluso entre parejas casadas, el amor de Petronius Drury por su esposa se había hecho legendario. En muchas ocasiones, durante su período de crecimiento, Joanna había escuchado comentarios: «Afortunada Emily, Petronius está tan dedicado a ella… Nunca mira a ninguna otra mujer… Si mi Andrew fuera así…».

Lo que terminó por convertirse, en opinión de Joanna, en la razón por la que le pareció que no podría seguir viviendo tras la muerte de lady Emily.

Joanna abrió el diario y leyó a la luz de la lámpara.

Durante los primeros años, las páginas aparecían llenas con frases de excitación y belleza, con descripciones de bailes en palacios, y las visitas de los príncipes indios. Había recetas de remedios hechos a base de hierbas, y anotaciones sobre los pensamientos filosóficos de lady Emily. Cuando contaba veinticuatro años de edad, había escrito: «Si una tiene que hacer algo, puede hacerlo». A los treinta escribió: «El optimismo da poder». Había observaciones sobre la moda: «Las damas británicas se han acostumbrado a llevar saris sobre sus faldas de aros»; y también sobre las costumbres: «Siento pena por la pobre y joven esposa que habló, cuando no le correspondía, con la esposa del oficial de más alta graduación». Pero llegó un día, después de haber estado escribiendo en el libro durante casi nueve años, y de eso ya hacía ahora trece, en que el tono de la escritura de lady Emily cambió de repente.

Era la fecha en que Joanna cumplió su sexto cumpleaños. Lady Emily había escrito: «Joanna cumple hoy seis años. Hemos celebrado una fiesta encantadora, con doce niños y sus padres». Fue entonces cuando empezó a escribir sobre las pesadillas.

«Han vuelto las pesadillas —había escrito lady Emily en la página siguiente—. No había tenido estos sueños desde que era una niña. Creí que me había librado de ellos para siempre, pero ahora han vuelto; los perros salvajes me persiguen; una gran serpiente con escamas que tienen los colores del arco iris trata de devorarme. Petronius dice que me despierto gritando. ¡Si pudiera recordar! Tengo la sensación de que lo que contiene la cartera de mi padre es la clave de las respuestas, pero temo abrirla. ¿Por qué?».

Mientras Joanna leía, empezó a caer una lluvia suave y la hoguera de la chimenea siseó ocasionalmente. Adam emitió un grito en sueños, pero sólo fue una vez y luego se quedó tranquilo.

«Extrañamente, la conmoción de nuestro encuentro con el perro rabioso me ha hecho recordar cosas —había escrito lady Emily hacía nueve meses—. El nombre de Karra Karra aparece en mi mente como una melodía. Tengo la sensación de que ese nombre tiene una enorme importancia. ¿Nací yo allí, quizás? ¿Es allí dónde está el terreno de mis padres? También aparece un nombre, Reena, creo que podría ser la joven mujer aborigen que me sostuvo en sus brazos. Pero hay algo más: la extraña sensación, asociada con Karra Karra, de que se suponía que yo debía de haber ido allí hacía mucho tiempo, pero que mi camino siguió otro curso».

«Tengo la impresión de que en alguna parte de mi mente hay encerrado un secreto —había escrito lady Emily más tarde, después de haber enfermado—. No puedo librarme de la sensación de que hay algo oculto que yo debo desenterrar. ¡Pero no puedo recordar! Los médicos dicen que no me pasa nada, pero sí me ocurre; algo me está envenenando, y me siento impotente para combatirlo. Y tengo miedo por Joanna».

En los días que siguieron, antes de que lady Emily se pusiera demasiado enferma como para escribir, llenó el diario con su obsesión de que «otro legado» la esperara en Karra Karra, algo que ella sentía el impulso de reclamar. Se sentía obsesionada por el creciente temor de que algo estuviera tratando de destruirla, algo procedente del pasado. En la última anotación, lady Emily escribió: «Ahora ya no temo por mí, sino por Joanna. Tengo la impresión de que aquello que me reclama a mí no terminará de hacerlo con mi muerte. Me asusta pensar que mi hija también pueda heredarlo».

De repente, se escuchó un sonido en la ventana. Joanna levantó la mirada, asustada. Vio un rostro de piel oscura, con ojos grandes, mirando hacia el interior de la cabaña. Joanna lo observó fijamente durante un momento y luego, al darse cuenta de que se trataba de una joven muchacha aborigen, se levantó y se acercó a la puerta. Pero, en el momento en que la abrió, la muchacha se giró y echó a correr, bajando con rapidez los escalones de la terraza.

—¡Espera! —le gritó Joanna—. ¡No corras, por favor! ¡Vuelve!

Ella misma bajó corriendo los escalones y rodeó la cabaña por el lado por donde había desaparecido la muchacha. En ese momento se encontró directamente delante de Hugh.

—¿Qué…? —exclamó él, sujetándola al tiempo que ambos tropezaban.

—¡Oh, señor Westbrook! ¡Lo siento! ¡No le había visto!

—Señorita Drury, ¿no sabe usted que está lloviendo aquí fuera? —preguntó él emitiendo una risa.

Echaron a correr hacia la protección de la terraza cubierta.

—Siento haber tropezado con usted de ese modo —se disculpó Joanna—. Vi a una muchacha en la ventana, mirando adentro. Quería hablar con ella, pero echó a correr.

—Esa era Sarah —dijo él—. La misión aborigen situada cerca de Cameron Town contrata a sus muchachas en las grandes casas del distrito, para que aprendan a realizar las tareas domésticas. Ella trabaja en la cocina y se encarga de la ropa. Sarah tiene catorce años y me imagino que siente mucha curiosidad sobre usted. Siento mucho que la asustara de ese modo. Yo me disponía a pasar a verla por si necesitaba algo.

De pronto, se dio cuenta de que ella sólo llevaba el camisón y sintió que una conmoción le recorría el cuerpo, como un asombrado y repentino aguijonazo de deseo.

—Adam y yo estamos muy bien, señor Westbrook —dijo Joanna, también repentinamente consciente de la forma en que iba vestida—. ¿Quiere entrar?

—No, no puedo quedarme. Me disponía a dirigirme a Lismore. Acabo de terminar ahora la inspección de los rebaños.

—¿Y cómo están las ovejas?

Apartó la mirada, asombrado por la excitación que se había apoderado de él de una forma tan rápida e inesperada.

—Me temo que mal —contestó—. El éxito de una granja ovejera depende de la producción anual de lana, y una plaga extendida de piojos significaría problemas financieros. No hemos sido capaces de determinar la causa. Todo ha ocurrido muy repentinamente. Lo que me extraña es que sólo parece haber quedado afectado Merinda.

No le contó lo demás, que el viejo Ezekial se le había aproximado, surgiendo en el campo donde estaba inspeccionando un rebaño, y le había dicho que veía mala suerte alrededor de Joanna, que ella no era buena para Merinda.

Pensó en cómo la había sentido hacía unos momentos, en sus brazos, suave y agradable.

—Por la mañana haré que uno de los hombres la lleve a Cameron Town para que le compre algo de ropa a Adam, así como cualquier cosa que usted pueda necesitar. Tengo cuentas abiertas en distintas tiendas. Le daré una carta de presentación para un abogado de allí que es amigo mío. Le pediré que se ocupe de estudiar su escritura y ver qué puede hacer para ayudarla a localizar Karra Karra. —Volvió a mirar a Joanna, la forma en que su cabello moreno le caía sobre la espalda, y un extraño dolor surgió en lo más profundo de sí mismo. Se sintió como si, de repente, se encontrara desequilibrado. Quería marcharse de allí y, sin embargo, no deseaba hacerlo—. La acompañaría yo mismo, pero me necesitan aquí, en la granja.

—Lo comprendo, gracias —asintió ella.

—¿Se han instalado bien aquí usted y Adam? Sé que esto es muy tosco…

—Estamos muy bien, gracias.

—Uno de los hombres traerá otra cama mañana mismo. Y yo la llevaré a visitar la granja. Tenemos algunos corderos recién nacidos y estoy seguro de que a Adam le encantará verlos.

Guardó silencio. Al mirarla a los ojos, luchó por reprimir aquel nuevo deseo que había surgido en él, y lo negó, alejándolo de sí. Pensó en Pauline, que pronto se convertiría en su esposa, y en lo apasionadamente que ella le había declarado su amor.

—Buenas noches —dijo por fin, haciendo un esfuerzo.

Giró sobre sí mismo y se perdió en la noche, bajo la ligera lluvia que caía.

Joanna lo vio alejarse y luego cerró la puerta muy despacio.

Se ocupó primero de mirar a Adam para ver cómo estaba. Luego regresó junto a la mesa y manipuló la lámpara para obtener más luz.

Treinta y siete años antes, su madre había sido apartada de sus padres y enviada junto a una tía que vivía en Inglaterra, dejándole como únicas posesiones un muñeco de peluche y una carpeta de cuero. Al parecer, la huida había sido precipitada, lo que indicaba la existencia de peligro. Y como quiera que la carpeta había sido incluida entre sus pertenencias, eso significaba que su contenido era valioso. Ahora, Joanna desató las hebillas plateadas y extrajo un manojo de papeles.

Todo lo que lady Emily había podido saber a partir de tía Millicent era que había sido recogida por un capitán inglés al llegar a Singapur, a donde fue llevada en un mercante. Lady Emily no recordaba nada de aquel largo viaje. Sus primeros recuerdos eran los de estar jugando en el jardín de tía Millicent. No conoció la existencia de la carpeta hasta que Millicent se la entregó, el mismo día que se casó con Petronius. Al parecer, Emily la recordó en seguida, o más bien reconoció su importancia, y la vista de aquella carpeta le hizo sentirse tan temerosa que cuando se la llevó consigo a la India, recién casada, la ocultó.

Joanna observó las aproximadamente cien páginas extendidas ahora ante ella. Estaban cubiertas de escritura, pero con una letra que ella no había visto nunca. No se trataba de inglés, ni siquiera parecía ser un verdadero alfabeto, pero era una línea tras otra de símbolos crípticos…

Se preguntó qué serían aquellos papeles y por qué le habían sido confiados a una niña pequeña que había sido apartada de sus padres. Y, lo más importante, ¿qué tendrían que ver aquellos papeles con Australia y con el viaje que lady Emily había tenido la intención de emprender? ¿Acaso se encontraría allí, en alguna parte, entre aquellos extraños símbolos, una explicación de sus temores, de los perros salvajes, de las serpientes, del pasado y del futuro?

Lentamente, Joanna repasó las páginas, pero sólo contenían símbolos misteriosos para ella. Fuera lo que fuese, había sido escrito en alguna clase de código. Pero ¿el código de quién y por qué? Sin embargo, se sentía demasiado soñolienta como para seguir pensando.

Apagó la lámpara y se metió en la cama, llevando cuidado de no despertar a Adam. Al dejar descansar la cabeza sobre la almohada, un olor familiar le hizo pensar instantáneamente en Hugh Westbrook, y se dio cuenta entonces de que era su olor el que había quedado impregnado en la almohada, un olor compuesto por la crema de afeitar, la suave fragancia del jabón de las manos, mezclado con un resto de tabaco, lana y algo más. Le asombró la reacción experimentada ante tal intimidad como significaba estar durmiendo en la cama de él, y se dio cuenta de que le excitaba estar acostada allí, donde normalmente dormía Hugh. Se sintió invadida por una sensación nueva y extraña para ella, algo que no había experimentado nunca hasta entonces, o quizá sólo de una forma muy fugaz, en alguna ocasión en que había bailado entre los brazos de un apuesto y joven oficial.

Trató de no pensar en Hugh, en la forma en que se profundizaba la arruga que había entre sus cejas cuando se concentraba en algo, haciéndole parecer aún más atractivo. O en la forma en que se echaba a reír de pronto. O en su costumbre de quitarse el sombrero con frecuencia, y pasarse la mano por el cabello. O en la sensación que le había producido su mano al sostener la de ella cada vez que la ayudaba a bajar del carro. Y, finalmente, pensó en su encuentro de un momento antes, cuando se había tropezado con él y la había sostenido entre sus brazos.

Ya sentía un poco de sueño cuando se metió en la cama, pero ahora estaba totalmente despierta, viéndose traicionada por su cuerpo, sus pensamientos sobre Hugh, preguntándose qué podría experimentar estando ahora con él, en esta misma cama.

Hizo un esfuerzo por recordar que él iba a casarse pronto, que ella sólo estaba allí para ayudar a que Adam se adaptara y para establecer un lugar desde el que iniciar su búsqueda. Sabía que no debía permitirse pensar en Hugh Westbrook de ese modo. Así pues, se concentró en la razón que tenía para estar allí: descubrir su herencia, buscar el legado que su madre había creído que la esperaba en Karra Karra, y poner punto final al veneno.

Pero al final, a pesar de sus intentos por enfocar la atención sobre todas estas cosas, su mente y su cuerpo terminaron por regresar a Hugh y al deseo que empezaba a sentir por él.