—Es extraño —dijo Frank, golpeando con los dedos la tapa de cristal de la brújula—. No permanece estable. La maldita aguja vuelve a señalar hacia el sur. Échale un vistazo a la tuya, Hugh.
Estaban sentados alrededor de una hoguera de campamento, por la noche, cuatro semanas después de su partida de Kalagandra. El grupo de Hugh había tardado en llegar a Australia Occidental debido a las tormentas desatadas en el Bight; el capitán del barco que los transportaba se había visto obligado a buscar constantemente refugio en ensenadas y bahías situadas a lo largo de la costa sur de Australia. Luego, una vez llegados a Kalagandra, tuvieron dificultades para encontrar hombres dispuestos a ir al desierto para buscar a una mujer perdida, cuando allí mismo había tanto oro por encontrar. Pero finalmente, casi tres meses después de haber partido de Merinda, tuvieron los hombres, los camellos y los suministros necesarios y el primero de noviembre emprendieron la marcha hacia lo desconocido.
Ahora, veintiocho días más tarde, calcularon que debían de encontrarse ya muy cerca del lugar donde se había producido la inundación repentina. Hugh y Frank habían visitado a Eric Graham, que se encontraba en la enfermería de St. Alban, donde la hermana Verónica cuidaba de él.
—Nos perdimos —les había dicho Graham—. Las brújulas se volvieron locas. Y nos vimos sorprendidos por una inundación repentina. De no haber sido por aquellos buscadores de oro que me encontraron, yo habría perecido igual que los demás.
Hugh sacó su brújula y la miró.
—Sí —le dijo a Frank—, a la mía también le ocurre algo. Y nos encontramos más o menos en la zona donde Eric dijo que les sucedió lo mismo.
Graham había podido dibujarles un mapa tosco del camino que habían seguido al adentrarse en la zona desértica. Había perdido el cuaderno de notas durante la inundación, pero había logrado localizar ciertas características del terreno a lo largo del camino. Ahora, Hugh sacó el mapa y lo estudió a la luz de la hoguera.
—Muy bien —dijo—. Según Eric, viajaron en dirección este todo lo que pudieron, avanzando a un ritmo aproximado de unos cuarenta kilómetros diarios. Después de cuatro semanas se encontraban más o iremos por aquí, donde ha dibujado una serie de colinas escarpadas. Pasamos por esas colinas hace ya tres días, de modo que debemos hallarnos muy cerca de donde se produjo la inundación.
Frank observó el mapa, que terminaba precisamente en ese punto.
—¿Hacia dónde nos dirigimos a partir de aquí? —preguntó.
—A partir de aquí es donde tenemos que utilizar los conocimientos de Ezekial y de los dos guías —dijo Hugh enrollando el mapa y guardándolo en las alforjas—. Mañana registraremos la zona para buscar señales del lugar donde estuvo instalado el campamento original de Joanna. Si ella y Beth o alguien más logró sobrevivir, quizá pudieron haber recuperado algunos de los suministros y establecer un nuevo campamento no muy lejos de aquí, a la espera de un rescate. Seguramente, los supervivientes no se arriesgarían a internarse en el desierto.
—Pero ¿y si se vieron obligados a alejarse? —preguntó Frank—. Quiero decir: no hemos encontrado agua por aquí. Es posible que ellos también tuvieran que alejarse para buscarla.
—Incluso en tal caso, no podrían haber ido muy lejos a pie. Además, se habrían quedado junto a la primera charca de agua que hubiesen encontrado. No habrían tenido ningún motivo para continuar desplazándose.
Hugh se quedó mirando fijamente a su amigo, a través de las llamas vacilantes.
—¿Qué ocurre, Frank? Tengo la impresión de que se te ha ocurrido algo.
—Sólo estoy pensando, Hugh, que conociendo a Joanna, ella pudo haber decidido continuar la búsqueda de Karra Karra. Después de haber llegado tan lejos, es muy posible que no se limitara a permanecer sentada, a la espera de ser rescatada.
—Sí —asintió Hugh tomando un sorbo de su taza—, eso también se me ha ocurrido a mí.
Se volvió a mirar a Sarah, cuyos ojos rojizos miraban fijamente el fuego. Ella seguía afirmando que Joanna y Beth seguían con vida, y su certidumbre iba en aumento a medida que la expedición avanzaba más hacia el este.
—Bueno —dijo Frank guardándose la brújula en el bolsillo—, al menos contamos con el sol y las estrellas para guiarnos. Gracias a Dios, el cielo no está cubierto.
La expedición de rescate estaba formada por diez personas: Hugh, Frank, tres hombres de Merinda que habían viajado en barco desde Melbourne hasta Perth, junto con Sarah y el viejo Ezekial y el guardia Ralph Carruthers, que se había presentado voluntario en Kalagandra para unirse al grupo de búsqueda, junto con dos guías negros llamados Jacky-Jacky y Tom. Viajaban acompañados por quince camellos, con alimentos y agua suficiente para resistir varios meses, incluyendo suministros médicos, brújulas, tiendas, herramientas, rifles y munición.
—¿Qué dirección seguiremos mañana, señor Westbrook? —preguntó Carruthers.
Por el momento consideraba que la expedición había fracasado después de tantos días de avanzar bajo el sol, y de tantas noches pasadas alrededor de la hoguera del campamento. Carruthers era joven y soltero, y fue el atractivo de la aventura lo que le impulsó a unirse a la policía fronteriza. Al enterarse por el comisario Fox de que se organizaba la expedición de rescate, Carruthers había aprovechado la oportunidad para unirse a ella.
—Seguiremos hacia el este, señor Carruthers —contestó Hugh observando la negrura de la noche que les rodeaba.
Se preguntó si, en efecto, Joanna habría pasado por aquella zona, si se encontraba en algún lugar cercano, si en aquellos precisos momentos estaría contemplando la misma luna que él. Pensó en las muchas noches que habían pasado juntos en sus horas íntimas de pasión y amor; pensó en sus risas y alegrías y en todas las cosas que habían compartido y creado juntos. Rezó para que Joanna y Beth aún estuvieran con vida; se negaba a pensar que no lo estaban. Y estaba decidido a encontrarlas… no abandonaría aquel desierto hasta que la hubiera encontrado.
—Me pregunto adónde habrá ido Ezekial —dijo Frank.
Cuando Hugh miró a su viejo amigo, trató de calcular cuántos años hacía que se conocían. Recordó al joven y bastante jactancioso propietario de Lismore y del Times de Melbourne, que había entablado amistad con él cuando los otros ovejeros habían permitido que un oriundo de Queensland se instalara entre ellos para correr su propia suerte. De repente, Hugh se encontró recordando acontecimientos y conversaciones ocurridos hacía años y olvidados desde hacía tiempo: una feria ovejera en la que Ian Hamilton se había dirigido a él por primera vez; un baile organizado en un cobertizo y Frank diciéndole por lo bajo: «Lleva cuidado, Hugh, creo que mi hermana Pauline te ha echado el ojo encima». Resultaba extraño ver lo que las estrellas y el silencio del desierto eran capaces de hacer con la memoria, pensó.
—Dijo que iba a explorar un rato por ahí, a ver si encontraba huellas del campamento. Cuando se trata de ver en la oscuridad, Ezekial tiene la vista de un felino.
—Bien —dijo Frank levantándose y frotándose la espalda—, pues yo voy a acostarme.
Aunque había perdido peso desde que partieron de Kalagandra, aún no se había endurecido lo suficiente como para soportar bien aquel viaje. Ahora maldecía su vida sedentaria y deseaba haber seguido los consejos de Ivy, y haber hecho más ejercicio. Frank ya tenía casi cincuenta años y esta noche los sentía todos y cada uno de ellos. Mientras se dirigía hacia la tienda que compartía con Hugh, se hizo en silencio la promesa de que, una vez que regresara, se dedicaría a montar a caballo, a cazar y a navegar, e incluso a practicar el nuevo deporte que se había puesto de moda, el tenis.
Carruthers también decidió acostarse, anunciando su avidez por levantarse temprano y estar dispuesto para otra jornada prolongada. Los guías aborígenes y los tres hombres de Merinda se retiraron a sus sacos de dormir, instalados junto a los camellos atados, dejando a Hugh y a Sarah a solas junto a la hoguera.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato, observando el humo que salía de la jarra donde hervía el té. De vez en cuando levantaban la mirada hacia las estrellas, como para asegurarse de que seguían allí.
Hugh había percibido un cambio en Sarah durante las últimas semanas. El sol había oscurecido su piel, y el calor le había dado brillantez. Pero pensaba que se trataba de algo más que eso. Se había transformado en una persona más serena, más introspectiva. Pensó en la forma en que cada noche, cuando ella creía que todos los demás estaban dormidos, salía a hurtadillas del campamento y se perdía en la oscuridad del desierto. A veces sólo permanecía ausente durante una hora, pero en otras ocasiones no regresaba hasta el amanecer.
—Creo que deberíamos acostarnos —dijo Hugh—. Mañana tendremos que emprender el viaje sin la ayuda del mapa y sin disponer de brújulas que funcionen correctamente.
—Yo voy a quedarme despierta durante un rato más. Buenas noches, Hugh.
Ella siguió contemplando fijamente los brillantes rescoldos de la hoguera, pensando en Philip, en la forma en que él la había besado al despedirse en el puerto, sin que le importaran las miradas de los demás. Aquellas cuatro semanas pasadas en terrenos tan inhóspitos le habían proporcionado el tiempo y el silencio necesarios para pensar, para examinarse a sí misma. Pensó en Joanna, que había elegido partir a la búsqueda de su propio destino. Joanna no había permanecido sentada impasible, a la espera de que la vida se fuera desplegando; había establecido su objetivo y había salido a buscarlo, creando su propia historia, en lugar de permitir que alguien la creara para ella.
«Así es como debe ser también para mí —pensó Sarah—. Debo decidir qué es lo que deseo y seguir mi línea de canto hasta que lo haya alcanzado. Pero ¿cómo? Philip es lo que quiero, él es todo lo que deseo. Pero hay tantas leyes y tabúes que se interponen en nuestro camino…».
Cuando decidió que todos se habían quedado dormidos, se alejó todo lo que pudo del campamento, sin dejar de tenerlo a la vista, pero asegurándose de que nadie la veía. Llegó a un lugar en el que levantó la mirada hacia las estrellas. Se sintió rodeada por todos los antepasados. Percibió los movimientos de los espíritus que habían pasado por este mismo camino antes que ella, ya fuera como seres de creación o como personas reales: los jóvenes Makepeace a la búsqueda del Edén; Emily, la madre de Joanna, y Reena, aquella joven aborigen, que escapaban del peligro. Sarah sabía que las pasiones y sueños de todos los que habían pasado por este camino seguían existiendo aquí. Todo aquello parecía susurrar a su alrededor, como pequeños peces arremolinados alrededor de otro más grande. Sintió respiraciones sobre su cuerpo; escuchó murmullos y susurros. Y pensó: «Yo añadiré mi propia pasión a este lugar».
Cerró los ojos y trató de enviar su espíritu a través de la noche, imaginando que Philip, a más de mil quinientos kilómetros de distancia, estaba esperando para recibirlo. Le sintió adelantarse hacia ella y salir a recibirla con un abrazo, percibió su dureza y el calor de su cuerpo, la presión de su boca sobre la de ella. Anhelaba tenerlo a su lado, tocar su presencia.
Entonces otra visión cruzó por su mente: las expresiones de las caras de las personas que estaban en el puerto. ¡Un hombre blanco besando a una mujer aborigen en público! Y si encima hubieran sabido que ese hombre estaba casado…
«Oh, Philip —pensó—. ¿Qué vamos a hacer?».
Escuchó unos pasos en la oscuridad. Se volvió y vio a Ezekial que avanzaba hacia ella, caminando sobre la arena. Se sentó a su lado y volvió el rostro hacia las estrellas.
—Aquí es a donde pertenecemos —dijo con suavidad—. Esto es país de negros. Tú y yo, nosotros, aborígenes.
Sarah esperó. Al cabo de un momento Ezekial extendió una mano, con la palma vuelta hacia arriba. Ella miró y vio que sostenía un pendiente azul.
—¡Eso es de Joanna! —exclamó—. ¿Dónde lo has encontrado?
—Ese árbol de allí. Ella marcó el lugar, dejó una señal. Se marchó por ese camino —dijo, señalando hacia el este—. Por allí es por donde está la señora.
—¿Quieres decir que dejó un rastro?
—Ha creado una línea de canto.
—¡Ezekial, es maravilloso! ¡Tenemos que decírselo a Hugh!
Pero él la contuvo con la mano, diciendo:
—Yo no voy. Tú la encuentras ahora.
—¿Qué quieres decir, Ezekial?
—Mi nombre es Geerydjine —dijo. Los hombres blancos me quitaron el nombre hace mucho tiempo. Me llaman Ezekial. Pero yo soy Geerydjine. Hoy, pasamos junto al lugar de Sueño del antepasado Emu. Regresaré allí y me quedaré allí. Ahora, vuelvo a mis antepasados.
Se calló, y ella vio humedad en sus ojos. Luego, él la abrazó y Sarah sintió la tosca barba contra su rostro; le asombró percibir huesos frágiles y carne blanda. Siempre había creído que Ezekial era un hombre fuerte y robusto; ahora, en cambio, lo sintió como un hombre viejo y cansado que anhelaba el descanso.
Le vio alejarse hasta que finalmente se fundió con la oscuridad de la noche. Sarah no trató de impedírselo. Sabía que seguía la costumbre de su pueblo, la de morir en privado, con dignidad, una vez que le hubiera llegado la hora.
Observó el pendiente que le había entregado y pensó en la línea de canto que había creado Joanna. Y volvió a escuchar la voz de Ezekial, diciendo: «Nosotros, aborígenes».
Y entonces, de repente, Sarah vio su propio camino con tanta claridad como si lo hubiera trazado la luz de la luna sobre la arena. Era un camino que atravesaba tierra aborigen, que atravesaba las tierras del hombre blanco, y que conducía directamente hasta Philip. Y al final de ese camino se vio a sí misma, corriendo hacia los brazos del hombre al que amaba, besándole abiertamente porque no había nada de lo que avergonzarse, porque no estaban transgrediendo ninguna ley, porque ella era aborigen, tal y como le había recordado Ezekial/Geerydjine y porque, según las leyes de su pueblo, ella podía declarar a un hombre como su marido, y él podía tener más de una esposa.
Ávida ahora por reanudar la búsqueda y poder regresar así lo antes posible a Merinda, Sarah se detuvo un momento para despedirse en silencio de Geerydjine y luego se apresuró a regresar al campamento para darle a Hugh la noticia de que, en efecto, iban a encontrar a Joanna.
Cuando Joanna abandonó la luz del sol y entró en la oscuridad de la cueva, asegurándose de llevar la bolsa de cuero bien atada a la cintura de su falda, se detuvo un instante y sostuvo la antorcha en alto. La montaña rezumaba a su alrededor. Percibió su energía; era casi como si estuviera penetrando en el interior de un ser vivo. A partir de la entrada, y perdiéndose en una formidable oscuridad, se extendía un camino hollado muchas veces, por el que sin duda alguna habrían pasado muchas generaciones de madres e hijas. A medida que la luz del día fue retrocediendo a su espalda y se introdujo más y más profundamente en el corazón de la gran montaña palpitante, Joanna se preguntó qué encontraría al final de aquel camino.
En el exterior, Beth esperaba con ansiedad a la entrada de la cueva, después de haber escuchado cómo se perdían los pasos de su madre en el interior de la montaña. Observó la masiva aglomeración de aborígenes que había sobre la llanura, olió el humo procedente de sus numerosas hogueras, escuchó los cánticos y los tambores. En el momento en que el último de los pasos de su madre murió en el interior de la cueva, Beth se sintió invadida por el temor. Ahora ya no contaba con la presencia reconfortante de su madre; se encontraba a solas, rodeada por muchos cientos de aborígenes. Se quedó de pie y empezó a caminar. Miró hacia el sol, que se elevaba lentamente en su cénit, y se preguntó cuánto tiempo permanecería su madre en el interior de la montaña.
Su nerviosismo fue en aumento. Ante la hoguera de uno de los campamentos, los hombres danzaban una representación de la caza del canguro. Se habían pintado los cuerpos desnudos; llevaban lanzas y boomerangs; daban saltos y gritaban. Parecían seres salvajes y feroces.
Beth miró hacia la entrada de la cueva. La luz del sol iluminaba el principio del camino que luego se perdía en la oscuridad. Volvió la mirada hacia la llanura ruidosa y cubierta de humo y luego, sin pensárselo dos veces, se introdujo en el interior de la montaña.
Joanna perdió la noción del tiempo mientras seguía los pasajes oscuros y retorcidos. La llama de la antorcha arrojaba sombras danzantes y extrañas sobre los muros. Observó estrías de diversos colores sobre la roca, cintas de un verde brillante que atravesaban las masas de color rojo, naranja y pardo. Sintió cómo se le ponían de punta los pelos de la nuca, no a causa del temor, sino debido al poder de la montaña, quizás a su magnetismo, tal y como había sugerido Beth, o posiblemente debido a alguna otra razón. Se preguntó incluso si una montaña podía tener un pulso y una energía, como una persona.
El camino se estrechó; los muros se acercaron tanto que le rozaron los hombros; el techo era tan bajo que tuvo que agacharse para continuar. Siguió bajando más y más, introduciéndose más y más profundamente en el corazón de la tierra. Llegó ante pasajes tan pequeños que se preguntó si se atrevería a intentar pasar por ellos.
El tiempo fue pasando; la oscuridad aún se hizo más intensa. Pudo sentir el peso de la montaña maciza a su alrededor. Escuchó su propia respiración y le pareció demasiado ruidosa. Pensó que, si se detenía un momento, escucharía el pulso producir un eco tempestuoso resonando entre los muros subterráneos.
Bajó a mayor profundidad. Los oídos le latían. El aire cambió y se hizo pesado. La antorcha parpadeó y, por un momento, temió que pudiera apagarse. Sabía que, si eso sucedía, se encontraría envuelta en la más intensa oscuridad, tan definitiva como la propia ceguera.
Oyó un sonido, se detuvo y escuchó, esforzándose por distinguir de qué se trataba. Era un sonido suave y rítmico.
Abrió los ojos todo lo que pudo en la oscuridad. La luz procedente de su antorcha arrojaba un resplandor a sólo uno o dos pasos por delante de donde se encontraba. A cada paso que daba se sentía como si estuviera a punto de atravesar roca sólida y negra. Pero el camino continuaba, descendiendo, penetrando más profundamente.
Joanna se detenía de vez en cuando para escuchar. Seguía escuchando los golpes, como una pulsación; a veces eran más fuertes y otras veces más suaves.
Unas pinturas extrañas empezaron a aparecer en los muros. Joanna las examinó a la luz de la antorcha. Al bailotear y parpadear la llama, lo mismo hicieron las figuras de los muros, que parecieron danzar ante sus ojos. Observó fijamente las imágenes de hombres, mujeres, animales y bestias míticas que habían existido hacía miles de años. Continuó recorriendo el camino y las pintoras siguieron extendiéndose ante ella, cada vez más grandes y numerosas. Parecían estar contando una historia, pero fue incapaz de desvelar su significado. Joanna sintió la electricidad de la montaña-creación, contempló fijamente las pinturas antiguas y continuó introduciéndose más y más profundamente en el interior de la tierra.
De repente, una gran caverna se abrió ante ella. Joanna contuvo la respiración. Unas estalactitas macizas descendían desde el techo, para encontrarse con las enormes estalagmitas que se elevaban desde el suelo. Joanna se preguntó si aquel era el lugar al que había sido llevada su abuela, el lugar al que eran conducidas las madres y las hijas para ejecutar sus ritos secretos. El golpeteo se hizo ahora más fuerte, y Joanna se dio cuenta de que era producido por el goteo del agua. Vio un gran charco de agua, tan negra como la tinta, moviéndose en una clase extraña de corriente. La caverna era tan grande como la catedral que había visitado en cierta ocasión, en Londres. Los sonidos habían producido ecos en aquel lugar, como lo hacían ahora en este, y la construcción le pareció que se asemejaba al interior de esta montaña tan fantástica.
Entonces, su vista distinguió algo. Se inclinó para mirar desde más cerca y vio los huesos de unos animales pequeños, unas pieles de frutas secas, unas semillas y unas cáscaras de nuez desparramadas por el suelo. ¿Era este el lugar donde habitaba el poder del espíritu?
Continuó su camino, preguntándose si el habitante de este lugar sepulcral estaría observándola. Avanzó cuidadosamente sobre una repisa que rodeaba el lago negro, preguntándose si por debajo de la superficie del agua no habitaría algún ser monstruoso. La repisa se estrechó; se sujetó a la pared a medida que avanzaba con lentitud. Pero las paredes y la repisa eran resbaladizas. Extendió una mano para sujetarse mejor y perdió el pie. Resbaló y apenas si pudo sujetarse a tiempo para no caer, pero la antorcha se le deslizó de entre los dedos de la otra mano y cayó al agua negra.
Joanna observó horrorizada cómo caía la llama, y en el instante siguiente contuvo la respiración, atónita: la cueva se llenó de repente con una pálida luminiscencia verdosa. Procedía de las paredes, de las formaciones de piedra caliza, del techo abovedado que se extendía sobre ella; era un brillo verdoso y fantasmagórico que envolvía a la cueva en un misterio aún mayor, pero que era suficiente para que Joanna pudiera ver su camino.
Continuó avanzando a lo largo de la repisa y al llegar al otro lado del lago vio una abertura en el extremo más alejado de la pared, a través de la cual continuaba el camino.
Vaciló. La abertura parecía abrirse a una oscuridad aún más intensa que aquella por la que había pasado, y por lo que pudo deducir, el camino seguía introduciéndose y descendiendo aún más en el interior de la montaña. Pensó en la antorcha perdida, y en la luz del sol que había dejado atrás, donde había quedado Beth, esperándola. Y entonces sintió la llamada mágica de la montaña.
Y continuó su camino.
Beth avanzó lentamente a lo largo del oscuro pasaje, tanteando el camino en las paredes, avanzando cuidadosamente un pie delante de otro. No se había imaginado que la oscuridad pudiera llegar a ser tan absoluta. Ni siquiera en las noches sin luna en Merinda, cuando las estrellas quedaban ocultas por detrás de las nubes, había visto una oscuridad tan profunda y formidable como esta que ahora la rodeaba. Sabía que sólo estaba a pocos minutos de distancia de su madre, pero se dio cuenta de que, si seguía avanzando a aquella velocidad, posiblemente no la alcanzaría.
A medida que avanzaba, abría los ojos todo lo que podía como si con ello pudiera ayudarse para ver algo. Rezó para captar un atisbo de la luz de la antorcha por delante de donde se encontraba.
Se detuvo en un punto y miró hacia atrás. Las mismas profundidades tenebrosas se habían tragado la entrada de la cueva, la luz del sol había desaparecido por completo. Se mordió un labio; tenía la boca reseca. Muy lentamente avanzando paso a paso continuó su camino, teniendo miedo de lo que su mano pudiera tocar sobre las paredes, imaginando que, de pronto, pudiera abrirse un pozo a sus pies.
Pero Beth se dijo a sí misma que su madre no había tenido miedo de introducirse en la montaña; recordó que su abuela también había recorrido este mismo camino y había vuelto a salir. Mantuvo en su mente la idea de que generaciones de mujeres habían seguido el mismo camino y habían sobrevivido. Y sabía que aquello no podía continuar indefinidamente. Debía tener un final, ¿verdad?
—¡Mamá! —gritó—. ¿Estás ahí, mamá?
Pero la única voz que le respondió fue la suya propia gritando «¡Mamá!», produciendo infinidad de ecos que parecieron caer sobre ella.
—¡Mamá! —volvió a gritar, controlando su miedo.
Joanna se sintió aliviada al descubrir, momentos después de haberse introducido por la abertura encontrada en el otro extremo del lago subterráneo, que por allí también se extendía la misma luminiscencia verdosa. Vio así que había penetrado en un largo túnel y que había pinturas y figuras grabadas en los muros. Pero estas pinturas no eran como las que había visto con anterioridad, en las que se representaba a los hombres cazando animales o combatiendo en guerras. Estas imágenes, que parecían ser mucho más antiguas que las otras, sólo representaban a mujeres, como figuras toscamente trazadas y en las que se representaban el embarazo y el parto, los ciclos de la vida. Ahora, el aire tenía un olor extraño, Joanna trató de identificarlo, pero sólo se le ocurrió pensar en sangre y en polvo. Continuó avanzando a lo largo del túnel, pasando junto a una escena tras otra en la que se representaban mujeres con grandes pechos y vientres, con bebés en los vientres, y gente viajando, caminando a lo largo de una línea hecha con los giros, puntos y círculos familiares que Joanna había terminado por reconocer como típicos del arte aborigen. Se dio cuenta de que estaba contemplando los registros gráficos de antiguas líneas de canto, pintados hacía mucho tiempo por mujeres ya olvidadas. Y se preguntó si aquellas figuras no habrían sido creadas en alguna época distante, olvidada y matriarcal.
Continuó su descenso, penetrando más profundamente en el seno de la montaña. Se vio asaltada por más olores, a arcilla y a musgo, y percibió un olor carnoso, como de seta, y algo dulzón y pegajoso. La luminosidad verdosa la envolvía como un océano tropical; extrañamente, le pareció oler a agua salada y percibir el olor acre del océano.
Entonces, de repente, el túnel terminó y Joanna se encontró de pie al borde de una enorme caverna como una gruta verdosa, con un resplandor difuso y húmedo.
Se detuvo y miró fijamente. Lo vio por encima de ella… Era lo que la había llevado hasta allí después de tantos años y de tantos kilómetros recorridos, hasta encontrarlo finalmente en este lugar.
—¡Mamá! —gritó Beth—. ¿Dónde estás?
Intentó contener el pánico, conservar la calma. Pero la oscuridad que la envolvía era aterradora y había durado demasiado tiempo. ¿Y si había seguido por un pasaje equivocado? ¿Y si se encontraba a muchos kilómetros de distancia de su madre? ¿Y si se había perdido para siempre en el interior de esta terrible montaña, porque no había tenido la paciencia o el valor de quedarse esperando a la entrada de la cueva?
Sus manos se movieron sobre los muros húmedos, sus pies se deslizaron sobre el sendero resbaladizo. Ciega, hizo esfuerzos por mantenerse erguida. Al tiempo que contenía los sollozos, le prometió a Dios que, si se le daba una segunda oportunidad, nunca volvería a desobedecer a su madre.
Y entonces, de repente, como si fuera una respuesta a su oración desesperada, vio una luz difusa por delante de donde se encontraba. Aunque, en realidad, no se trataba de una luz, como comprobó al salir del estrecho túnel y encontrarse en una gran caverna que contenía un lago subterráneo de color negro. Todo el interior de la montaña relucía con un tono asombrosamente verdoso, y, Beth lo observó atónita, olvidándose por un momento de todos sus temores.
Vio la estrecha repisa que bordeaba el lago y distinguió otra abertura al otro lado. Una abertura a partir de la cual continuaba el camino.
Sintiéndose un poco más segura de sí misma ahora que ya podía ver, y pensando que probablemente su madre había pasado por allí y que, en realidad, seguía avanzando por delante de donde ella se encontraba, Beth empezó a caminar sobre la estrecha repisa y a rodear con precaución el formidable lago negro.
Joanna había experimentado un instante de temor cuando vio por primera vez la Serpiente del Arco Iris. Pero al observar fijamente el hermoso cuerpo macizo que mostraba los colores del arco iris, enfocar la mirada sobre los miles de detalles que configuraban la serpiente y distinguir los símbolos místicos y las imágenes que la rodeaban, vio los pechos y se dio cuenta de que la serpiente era hembra.
No pudo sino imaginar cuántos años o incluso siglos habían pasado, desde que fuera hecha esta serpiente, o cuántas manos habrían ayudado en su exquisita creación. Al aproximarse lentamente a la pintura, se dio cuenta de que tenía varios metros de altura y era tan larga que ni siquiera podía ver su final. Joanna se quedó maravillada ante la habilidad y la capacidad artística desplegadas en esta maravillosa pintura rupestre, con cada una de las escamas de su cuerpo perfectamente dibujada y coloreada, hasta el punto de que parecía brillar, de tal modo que era casi como si tuviera vida; como si se ondulara desde un extremo de la caverna hasta el otro. Llegó a la conclusión de que para hacer aquella obra de arte habrían tenido que intervenir varias generaciones.
Mientras contemplaba la gigantesca serpiente mural, empezó a distinguir algo por debajo de las capas de pintura, como estrías hechas en la propia roca, como capas geológicas que serpenteaban por el muro trazando cintas de colores rojo, naranja, pardo y verde. Y cuanto más atentamente miraba tanto más se daba cuenta de que la serpiente ya había estado allí presente, mucho antes de que se hubiera aplicado pintura sobre el muro.
Miró a su alrededor, contemplando la gruta, con su techo alto y abovedado, sus formaciones de piedra caliza, los primitivos dibujos en las paredes, la iluminación suave y difusa, y pensó: «Esto es como una iglesia».
Una corriente fluía a través de la caverna. Joanna vio recipientes utilizados para beber, desparramados sobre el suelo rocoso; eran calabazas y cáscaras de coco, tazas hechas de corteza de árbol y arcilla, piedras ahuecadas, todas ellas pintadas con los mismos símbolos místicos que rodeaban la Serpiente del Arco Iris, símbolos relacionados con la vida y el nacimiento… símbolos femeninos, pensó Joanna. Aquí era donde, sin lugar a dudas, las mujeres habían celebrado sus rituales secretos durante siglos. Aquí, donde esta agua surgía del centro, el seno de la tierra, era donde empezaba la vida.
Extendió la mano hacia una taza de barro y la introdujo en el agua, que corría como el cristal. Levantó la taza y se la llevó a los labios. Bebió.
Mientras Beth contemplaba asombrada los fantásticos dibujos hechos en el túnel iluminado por la difusa luz verdosa se dio cuenta de que sus ojos le estaban gastando trucos. Casi podría haber jurado que vio moverse algunas de las figuras. Caminó con mayor rapidez, asustada por aquellas ilusiones, temerosa de que pudiera marearse y perder el sentido.
Al ver el final del túnel y darse cuenta de que se abría a otra caverna iluminada, corrió hacia él. Entró en una gruta. Se detuvo. Sus ojos se llenaron con una asombrosa luz verdosa. El aire que la rodeaba parecía estar electrificado, como si se encontrara en medio de una tormenta eléctrica. Tenía todos los sentidos agudizados, estimulados. Vio la Serpiente del Arco Iris. Y luego vio a su madre.
Joanna estaba de pie junto a una corriente de agua.
—¿Mamá? —preguntó Beth.
Joanna se giró de pronto.
—¡Beth! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Tuve miedo mientras te esperaba.
Joanna tomó a Beth de la mano y la condujo hasta el borde del agua. Introdujo el recipiente de barro en el agua límpida y se lo tendió a su hija. Beth bebió y descubrió que el agua tenía el mismo sabor que su aspecto: transparente y pura.
—¿Qué es este lugar, mamá? —preguntó.
—Aquí es donde acuden generaciones de mujeres para celebrar la creación y la recreación de la vida.
—¿Y qué clase de ritual ejecutan aquí? —preguntó Beth.
—No lo sé —contestó Joanna—. Quizá se trate de una transmisión de conocimientos y sabiduría. Tu abuela estuvo aquí… hace muchos años. Quizá lo que ella presenció fue la transmisión de líneas de canto desde las madres a las hijas.
Beth la miró, con expresión confundida.
—Pero yo creía que una línea de canto era un camino.
—Nosotras somos las líneas de canto, Beth, las madres y las hijas. Y me pregunto si no será este el otro legado del que me habló mi madre… Quizá se le dijo que regresaría aquí algún día con su propia madre, y que experimentaría la belleza de este lugar. Pero no lo consiguió. Murió sin haberlo conocido.
Beth percibió el poder misterioso de la montaña que la rodeaba, envolviéndola.
—¿Y qué crees que les dicen aquí las madres a las hijas? —preguntó.
Joanna miró a Beth y pensó: «Tú fuiste la hija que yo deseaba. Tú eres mi alegría. Tú eres tú, tan perfectamente tú misma y, sin embargo, también eres una parte de mí. Te enseñaré una línea de canto; te enseñaré a escuchar la música que hay dentro de ti misma, la música de tu propia intuición». Y a continuación pensó: «Quizá fue eso lo que dijeron las mujeres aborígenes, en esta misma gruta, a sus hijas, hace miles de años. Quizá todo fue algo tan sencillo como eso».
Beth miró la Serpiente del Arco Iris y preguntó:
—¿Es esta la serpiente que mi abuela veía en sueños?
—Sí, creo que es esta. Mírala muy atentamente, Beth, y podrás ver, por debajo de la pintura, las capas naturales de la roca. ¿Ves cómo forman el cuerpo de una serpiente gigante? Creo que hace mucho tiempo, en un pasado muy distante, la gente tuvo que haber descubierto este lugar, y cuando vieron lo que les pareció una serpiente capturada en la roca, empezaron a reverenciar la figura. Con el transcurso de los siglos la embellecieron, la pintaron, haciéndola aún más hermosa.
—¡Mamá! —exclamó Beth de pronto, señalando—. ¡Mira el ojo de la serpiente!
Joanna miró la cabeza de la Serpiente del Arco Iris. Estaba pintada de perfil, de modo que sólo se le veía un ojo. Pero este no era más que un agujero en la pared, y parecía como si lo hubieran ahuecado con un cuchillo.
—¡El ópalo! —exclamó Beth—. ¡De aquí es de donde debe proceder el ópalo!
Joanna abrió el bolso de cuero y extrajo la piedra preciosa. La sintió cálida en su mano, al tiempo que despedía destellos rojos y verdes. Levantó la mirada hacia la pintura del muro. El hueco donde debería haber estado el ojo era exactamente del mismo tamaño y forma que el ópalo.
—Beth —dijo—, ¡este debió de ser el crimen que cometió mi abuelo! Tuvo que haberse introducido a hurtadillas en la cueva, en un momento en que nadie lo veía, para robar el ojo de la Serpiente del Arco Iris.
—¡Y mira allí! —volvió a exclamar Beth, con su voz arrancando ecos del techo abovedado.
Joanna miró hacia el lugar donde le señalaba su hija y vio unos pequeños esqueletos desparramados por el suelo de la cueva… los esqueletos de perros.
Volvió a mirar a la serpiente y vio algo que no había observado antes: unos toscos dibujos grabados en la roca, en la base de la pintura. Unas figuras que representaban perros.
—Dios mío —dijo al fin—. Naliandrah tenía razón. ¿Recuerdas, Beth, que durante el corroboree me dijo que las respuestas estaban dentro de mí? ¡Claro que sí! Ahora lo comprendo todo. He sabido las respuestas siempre, pero no supe configurarlas en mis pensamientos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Beth.
—Estos perros —dijo Joanna, indicando las figuras pintadas en la pared y los huesos esparcidos por el suelo— tuvieron que haber sido los guardianes de la Serpiente del Arco Iris. Cuando alguien cometió un crimen contra la serpiente, como tuvo que haber hecho mi abuelo, el castigo tuvo que proceder de los perros. ¿Recuerdas cuando Naliandrah nos contó la historia de Makpeej? Dijo que la Serpiente del Arco Iris se lo tragó entero. Beth, no fue la propia serpiente la que se lo tragó, sino los perros…
Joanna cerró los ojos por un momento, dándose cuenta de la enormidad de lo que estaba diciendo. Aquel tuvo que haber sido el castigo impuesto por la tribu a John Makepeace: echaron sobre él a los perros salvajes. Y, de algún modo, Emily, que entonces sólo contaba con tres años y medio de edad, tuvo que haberlo presenciado.
—Ahora lo comprendo todo —dijo Joanna, tratando de imaginarse lo que tuvo que haber ocurrido hacía cincuenta años en algún otro lugar cerca de allí.
El joven inglés no pudo resistir la tentación de apoderarse del ópalo, el clan lo descubrió y le echó los perros… Pero ¿qué fue entonces de Naomi? ¿Había sido también tan terriblemente castigada?
—El ópalo pertenece a este lugar —dijo Joanna—. Tenemos que colocarlo en su lugar.
«Y, al restaurarlo, habría terminado el castigo lanzado contra mi familia», pensó.
Joanna le entregó la bolsa a Beth. Luego, saltó sobre la corriente en un lugar en el que esta se estrechaba, y se incorporó para restituir el ópalo. En el momento en que Joanna giraba la piedra tratando de encajarla Beth miró la bolsa y su contenido. Vio una esquina de la escritura. La extrajo del todo y leyó las palabras desvaídas a la fantasmagórica luz de la cueva. Al llegar al pasaje que decía: «A dos días a caballo de… y a veinte kilómetros de Bo Creek», recordó de repente el cartel que había visto cerca de la enfermería de la hermana Verónica, en el que se decía: «Bustard Creek, 20 km al sur», y: «Durrakai».
—¡Mamá! —exclamó de pronto—. Creo que sé dónde está el terreno… ¡el terreno de la escritura! Se halla situado exactamente donde viven las monjas. ¡Es el hospital! ¡Estoy segura de ello!
Joanna le dirigió a Beth una mirada de asombro. Tras un momento de silencio, dijo:
—Si la escritura se refiere a esas tierras, entonces es ahí donde mis abuelos tuvieron que planear construir su granja. Lo encontramos, y ni siquiera nos dimos cuenta.
—¿Qué haremos con esas tierras, mamá?
Joanna pensó en la hermana Verónica y en cómo había cuidado a la pequeña Emily Makepeace durante aquellos primeros días inmediatamente después de que la niña saliera del desierto. Si la escritura seguía siendo válida y se podía reclamar el terreno, Joanna sabía muy bien qué era lo que iba a hacer con aquel terreno.
Una vez que la piedra preciosa estuvo colocada en su lugar, despidiendo destellos rojos y verdes, Beth preguntó:
—¿Crees que, ahora que el ojo ha sido restaurado en la serpiente, los aborígenes volverán a utilizar esta montaña? ¿Ejecutarán de nuevo sus ceremonias aquí, tal y como hicieron en otros tiempos?
—No lo sé, Beth. Quizá no. El ciclo fue interrumpido y ahora han transcurrido ya muchos años y han ocurrido muchas cosas desde la última vez que una celebrante pasó por aquí. Ni siquiera Naliandrah conoce con exactitud qué clase de ritual se llevaba a cabo aquí. Quizá sea algo que se haya perdido para siempre, y tú y yo seamos las últimas en hallarnos en presencia de la Serpiente del Arco Iris.
Beth reflexionó por un momento, antes de decir:
—¿Crees que hubo realmente una maldición sobre nuestra familia?
—En cierto modo, creo que sí la hubo. Mi madre, desde luego, creyó en ella, y de ese modo la convirtió en algo real, aunque sólo fuera en su mente. Pero ahora ya ha terminado. Ahora, ya todo ha terminado y nosotras somos libres. —Joanna pensó en Hugh, y en lo mucho que le necesitaba—. Ahora ya podemos regresar a casa.
Y después de dirigir una última mirada hacia la magnífica Serpiente del Arco Iris, se volvieron hacia el lugar por donde habían venido, e iniciaron el camino de regreso, que ascendía poco a poco hacia la luz.