—Mamá, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Beth—. Las mujeres actúan de una manera extraña.
—Sí, yo también lo he observado —asintió Joanna.
Protegiéndose los ojos, escudriñó el horizonte occidental, como había hecho cada uno de los días que ella y Beth llevaban viviendo con los aborígenes, y de eso ya hacía cinco meses. Pero, una vez más, allí no vio nada, ni hombres ni camellos; sólo un desierto de color rojizo en toda la extensión que se podía ver desapareciendo más allá de la lejana línea de la tierra. Pero no por ello abandonaba la esperanza de ser rescatada pronto. Estaba segura de que Hugh las encontraría.
—No tendrás miedo, ¿verdad, cariño? —le preguntó a Beth.
Observó a las mujeres aborígenes, dedicadas a reunir alimentos; aquellas mujeres eran sus amigas. Y era evidente que hoy sucedía algo que las tenía agitadas y las hacía mostrarse inusitadamente animadas.
—No, creo que no —contestó Beth—, pero nunca las había visto así hasta ahora. No nos abandonarán aquí, ¿verdad, mamá?
—No te preocupes, cariño. Nunca nos harían una cosa así.
—De todos modos, desearía que papá estuviese con nosotras. Desearía estar en casa.
Durante los primeros días pasados con el clan, Joanna había intentado encontrar una forma de regresar a Kalagandra.
En cuanto hubo cuidado a Beth, logrando que recuperara la salud, Joanna había conferenciado con los líderes del clan, con la esperanza de que pudieran ayudarlas a regresar a la civilización. Pero el clan había emprendido una inquieta emigración hacia el este dirigiéndose hacia un lugar de encuentro, donde iban a tomar parte en una importante corroboree, o celebración. No pudo convencerlos para que cambiaran de dirección y se dirigieran hacia el oeste, de regreso a Kalagandra, o de que proporcionaran escoltas a Joanna y a Beth y les permitieran iniciar el regreso. Cuando Joanna consideró la idea de emprender el viaje con Beth a solas, los ancianos le recordaron que Kalagandra se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, a través de un terreno muy hostil. Si se quedaban solas, sin duda perecerían. Pero Naliandrah, una anciana inteligente les había asegurado que una vez que la tribu se hubiese reunido y participado en el corroboree, el clan volvería a dirigirse hacia el oeste, permitiendo que Joanna y Beth regresaran junto a su propia gente.
Joanna había seguido contando los días vividos con el clan, preguntándose cuando llegarían al lugar en el que darían media vuelta y emprenderían de nuevo la marcha hacia el oeste. Ahora estaban a finales de noviembre; sin duda alguna, Hugh andaría buscándolas. Ella había ido dejando un rastro a medida que avanzaban, marcando cada lugar donde se instalaba el campamento, y dejando una formación de pedruscos señalando en la dirección seguida por el clan. Cada día consultaba la brújula, observando cómo la aguja se volvía cada vez más errática, a medida que avanzaban hacia el este, como si se dirigieran justo hacia la fuente de donde procedía la perturbación. Ahora, el clan había acampado en un lugar llamado Woonona, que era el nombre aborigen para designar un «lugar de los jóvenes ualabis» y, para hacer honor a su nombre, el clan se alimentó muy bien mientras estuvo allí. Los hombres se dedicaron a atrapar a los pequeños animales, mientras las mujeres se dedicaban a su función incesante de reunir alimentos, ayudadas, como era habitual desde poco después de su llegada, por Joanna y Beth.
Un repentino estallido de risas hizo que Joanna se volviera a mirar a Coonawarra, una joven viuda, que representaba en esos momentos una de sus imitaciones del viejo Yolgerup, el jefe del clan. Tenía el ceño ferozmente fruncido y emitía un gruñido amenazador, pero Joanna ya se había dado cuenta de que su amenaza era como la de un perro viejo y perezoso. Yolgerup agradaba a todo el mundo, y las mujeres se burlaban de él más por afecto que por otra cosa. Coonawarra, cuyo nombre significaba «madreselva», deambuló de un lado a otro apoyada en un bastón, produciendo feroces sonidos, como hacía el viejo jefe cada vez que deseaba recordarle al clan la primacía de su estatus; en el momento siguiente, Coonawarra representó una pantomima del anciano sentándose en el suelo, jugando con unos niños invisibles y riendo con su risa desdentada.
Las mujeres aullaron e hicieron comentarios que Joanna no pudo comprender. Durante su estancia con el pueblo de Yolgerup sólo había logrado aprender unas pocas palabras aborígenes; el lenguaje le resultaba excesivamente complejo y difícil de aprender sin una instrucción formal. Así que se sentía muy agradecida con Naliandrah, la mujer inteligente, cuyo nombre significaba «mariposa», que había ayudado a Joanna a lograr que Beth recuperase la salud, que había pasado la niñez en una misión cristiana y que por lo tanto, hablaba un poco de inglés. Gracias a Naliandrah, Joanna había aprendido lo poco que sabía sobre las gentes con las que estaba viviendo.
Se había enterado así de cosas relacionadas con su estilo de vida, como la vez en que uno de los hombres jóvenes del clan regresó de una cacería con un brazo roto. La vieja Naliandrah había despellejado un ualabi y aplicado la piel caliente y ensangrentada sobre el brazo, envolviéndolo perfectamente y asegurándolo con una cuerda. El pellejo permaneció colocado en el brazo durante muchas semanas y Naliandrah le explicó a Joanna que, durante ese tiempo, el espíritu del ualabi pasaba al brazo del joven y curaba el hueso. Pero lo que Joanna había observado era que, a medida que el pellejo se iba secando, se ponía cada vez más rígido, hasta alcanzar la dureza de una tabla, convirtiéndose así en un entablillamiento que inmovilizaba el hueso roto; eso permitía que sus extremos se unieran y soldaran.
Gracias a Naliandrah, Joanna había aprendido las muchas leyes, reglas y costumbres que gobernaban la vida de la tribu, desde el tabú de pronunciar los nombres de los muertos hasta la ceremonia del matrimonio, que consistía simplemente en que una mujer dormía con un hombre y declaraba públicamente que este era su marido y ella su esposa.
—¿Tiene tu esposo otras mujeres? —le había preguntado Naliandrah, explicándole que un hombre aborigen podía tener más de una esposa.
Entonces, Joanna le preguntó:
—¿Cuántos esposos has tenido tú?
Naliandrah le explicó que puesto que las jóvenes aborígenes se casaban a partir de los diez años de edad, y un hombre no tenía su primera esposa hasta que alcanzaba una edad bien madura, para cuando una mujer hubiese alcanzado los treinta y cinco años, como era el caso de Joanna, habría tenido ya varios maridos.
Los conceptos más complejos habían sido menos fáciles de comprender, como lo ocurrido en cuanto a la forma que tenían los aborígenes de considerar el tiempo. Todo giraba alrededor del tiempo de Sueño que según descubrió Joanna no se había producido sólo en el pasado sino también en el presente y seguiría produciéndose en el futuro. De hecho, ellos no poseían palabras para designar pasado, presente y futuro, ya que todo era tiempo de Sueño. Y el clan no poseía palabras separadas para designar ayer, hoy y mañana, sino que disponían de una única palabra, punjara, que significaba, simplemente, «otro día».
Por lo que Joanna había podido aprender, todo aquello que gobernaba la vida de los aborígenes se derivaba de la naturaleza, como por ejemplo la forma que tenían de contar. En su lenguaje no había palabras para designar los números individuales, y en lugar de ello se referían a los animales. La palabra «perro», por ejemplo, indicaba la cantidad de «cuatro», porque era un animal de cuatro patas; un pájaro indicaba la cantidad de «dos», y un canguro la de «tres».
Joanna también había aprendido cosas sobre la muerte, que los aborígenes consideraban como otra parte de la vida. Uno no moría, sino que «regresaba». Morir significaba convertirse en un Antepasado. Cuando Naliandrah le preguntó a Joanna cuál era su Sueño, y ella le contestó que no lo sabía, la anciana sacudió la cabeza con tristeza y dijo:
—Entonces, ¿qué será de tu alma cuando mueras?
Finalmente, Joanna había descubierto que las mujeres no se denominaban a sí mismas «mujeres», sino «hijas del tiempo del Sueño».
Ellas a su vez se habían sentido fascinadas por Joanna. La habían visto seguir la línea de canto del antepasado Canguro, y al preguntarle quién era su tótem, y Joanna, al recordarlo que Sarah le había dicho hacía años, les había contestado que «Canguro», todas ellas asintieron, como si supieran bien de qué se trataba. Decidieron que ella estaba relacionada de algún modo con el clan y que, como su piel era del color de un fantasma, debía estar poseída por el espíritu de un Antepasado.
Entonces, se le sinceraron y le contaron sus secretos; contestaron las preguntas que Joanna les hizo sobre los lazos espirituales entre madres e hijas, las líneas de canto que unían a las generaciones; las mujeres hablaron con entera libertad sobre los rituales relacionados con la tierra, la lectura de las estrellas, la predicción del futuro, la curación y el nacimiento de la vida.
Pero cuando Joanna les preguntó: «¿Conocéis el clan de Djoogal? ¿Sabéis dónde está Karra Karra?», todas ellas se cerraron de repente con rostros inexpresivos.
Mientras observaban a Coonawarra entretener a las otras mujeres con sus pantomimas, Joanna le dijo a Beth:
—Parecen sentirse más felices de lo habitual. No creo que haya nada de que temer.
A pesar de todo, Beth siguió observando a las mujeres. Le pareció que, aunque felices, también daban la impresión de sentirse nerviosas. Sí, pero nerviosas ¿de qué?, se preguntó.
Joanna observó a una joven llamada Winning-Arra, que se unió a las pantomimas, lanzando su bastón come si fuera una lanza y luego balanceándose sobre un solo pie, imitando a uno de los hombres del clan y haciendo reír a las demás mujeres. Contempló las cestas y las bolsas de eneldo que llevaban a la espalda y se maravilló una vez más de su habilidad para lograr reunir tanta cantidad de comida de un territorio aparentemente estéril. Pensó en el esqueleto humano que había encontrado, y cuyas gafas se había guardado, y reflexionó sobre cómo aquella persona se había muerto de hambre en lo que, sin lugar a dudas, le había parecido un desierto inhóspito y estéril. Y, sin embargo, aquí estaban Coonawarra, Winning-Arra y todas las demás, ayudándose mediante la recogida de raíces y semillas, nueces y bayas silvestres, hormigas de miel, gusanos y lagartos, todo lo cual se convertiría en un apetitoso festín para todos los miembros del clan. Se encontraban en medio de un desierto hirviente y extenso, donde el aire era tan seco como la arena y los árboles más altos apenas si le llegaban a una a la cintura y, no obstante, allí estaba Coonawarra con su cinturón confeccionado de cabello del que colgaban cientos de gusanos que se retorcían y que, una vez asados al fuego, tenían un sabor muy parecido al de las avellanas, al menos por lo que Joanna podía comparar. Y allí estaba Winning-Arra, que había atrapado dos goanas rollizas mientras que las otras mujeres mostraban orgullosamente las ratas, serpientes y aves atrapadas en trampas, todo lo cual prometía la celebración de un gran festín por la noche, con el aire lleno por el aroma de las diversas clases de carne puestas a asar.
Joanna contempló fascinada a su nueva «familia». A excepción de la vieja Naliandrah, cuyo trabajo consistía en permanecer en el campamento y asegurarse de que no se apagaran las hogueras, todas las demás mujeres del clan se dedicaban a recoger comida, desde la bisabuela más vieja hasta la niña más joven sostenida junto al pecho de su madre. Había jóvenes prepúberes, con brazos y piernas larguiruchos y desgarbados, así como ágiles adolescentes que se movían con una gracia fluida, y jóvenes madres, matronas entradas en años y mujeres de hombros hundidos debido a toda una vida pasada entre la arena y el sol. Sus cuerpos aparecían decorados con las cicatrices tribales y los collares y cinturones estaban hechos de cabello humano, de plumas y dientes de dingo; a veces, si la recogida de alimento tenía un significado religioso particular, las mujeres se pintaban los cuerpos.
Joanna observó el poderoso lazo existente entre estas diversas mujeres emparentadas y las generaciones que representaban. Vio con envidia la escalera que había imaginado hacía tiempo, mediante la que se conectaban las mujeres, desde la bisabuela hasta las hijas. Hasta la más pequeña de las niñas podía mirar a una mujer de cabello encanecido, inclinada sobre el bastón con el que rebuscaba la comida, y observar de qué generaciones procedía ella misma. Quizá, pensó Joanna, fuera esa la razón por la que estas gentes no necesitaban de palabras para designar el pasado, el presente y el futuro, porque ahora, en estos precisos momentos, todos esos conceptos estaban allí mismo, juntos.
Joanna miró a Beth, que estaba de pie a su lado, y deseó que hubiera podido conocer a su abuela, a lady Emily, e incluso a su bisabuela, Naomi. Beth se parecía a las mujeres Makepeace, pensó Joanna. Poseía el mismo cabello abundante y moreno, la misma frente alta y los mismos ojos de pestañas espesas. Y estaba creciendo mucho, convirtiéndose en una joven alta. Beth había cumplido los trece años hacía un par de meses y se estaba transformando en una mujer joven y encantadora. Al igual que Joanna, Beth seguía llevando ropas europeas, aunque tanto la falda como la blusa empezaban a mostrar los signos del deterioro. Se había dejado crecer el cabello, al estilo aborigen y al igual que su madre, su tez se había oscurecido al contacto diario con el sol.
Pero, aunque ahora estaba fuerte y caminaba erguida, la convalecencia de Beth había sido lenta. En los primeros días, Joanna pensó que quizá le fuera difícil sobrevivir, debido a que había caminado durante tanto tiempo por el desierto, sin alimento y sin agua, antes de que los aborígenes la encontraran. Pero Naliandrah había hecho que su magia actuara sobre Beth. Cuando Joanna le preguntó por las propiedades medicinales de las raíces y bayas con las que Naliandrah alimentaba a Beth, la anciana le habló de la Serpiente del Arco Iris, la que configuraba todos los ríos y charcas, y la Madre de Todo en el cielo, que era la madre de todos ellos, y cómo era su poder, y no el de las raíces y bayas, el que curaba a su hija. Al principio, Beth había tenido que emplear todas sus fuerzas simplemente para comer, beber y hablar; al cabo de una semana, sin embargo, ya podía sentarse. Transcurrió un tiempo antes de que pudiera incorporarse y dar sus primeros pasos, y Joanna y Naliandrah la ayudaron a caminar hasta el río.
Cuando Joanna observó la mirada de profunda concentración en el rostro de Beth, mientras miraba fijamente a Coonawarra, pensó una vez más en el insólito comportamiento de las mujeres. Aunque las risas y las bromas constituían siempre una parte de su actividad diaria de recoger alimento, a juzgar por los aullidos agudos y por los bailes exagerados, llegó a la conclusión de que hoy era diferente a los ciento cincuenta días anteriores que llevaba conviviendo con ellas. Hoy parecían sentirse todas mucho más animadas, sus risas eran más espontáneas y chillonas. En cierta manera, comprendió que aquello podía ser un tanto desequilibrado.
Finalmente, las mujeres dieron por terminada la tarea de recoger alimento y regresaron al campamento. Joanna y Beth, altas y de piel blanca, con sus vestidos largos y sus blusas blancas, caminaron entre las mujeres de estatura más baja y piel negra, que no llevaban más que una capa de grasa de emú y de ceniza sobre sus cuerpos. Al igual que sus compañeras, Joanna llevaba cestas a la espalda, manteniendo las manos libres para excavar y buscar. Las mujeres cantaban mientras caminaban porque la antepasada Bruja se había mostrado hoy muy generosa, así como la antepasada Goanna y la antepasada Galah, y una nunca se marchaba sin mostrar la debida gratitud.
Antes de llegar al campamento, que se encontraba junto a un pozo de agua dulce existente entre rocas de origen volcánico, las mujeres escucharon las canciones de los hombres, que daban gracias al antepasado Ualabi, que también se había mostrado generoso. Coonawarra danzó, elevándose y descendiendo, y habló sobre cómo iba a comer aquella noche de modo que ya nunca más tendría que volver a comer.
Joanna y su bija disponían de su propia mia-mia, una pequeña choza hecha a base de ramas de eucalipto, con su propio fuego humeante y un palo del que colgar sus posesiones. Como quiera que los aborígenes tenían muy poco que pudiera considerarse como posesiones personales, los palos colgados delante de las demás mia-mias sostenían poco más que una bolsa de eneldo, una lanza y las piedras y plumas sagradas para mantener alejada a Yowie, la Bestia de la Noche. Pero la vara plantada delante de la mia-mia de Joanna, en la que ahora colgaba la cesta llena de gusanos que se retorcían, sostenía la chaqueta azul marino del capitán Fielding, la bolsa de cuero de John Makepeace, dos mantas de piel de ualabi que cada día tendían en el exterior para airearlas, y una colección de peines para el cabello, que ella y Beth se habían confeccionado a base de hueso y madera.
—Beth, ve a buscar algo de agua para lavarnos y yo hablaré con Naliandrah. Quizá ella me diga qué está sucediendo.
Naliandrah se hallaba acuclillada delante del fuego, removiendo los rescoldos y pronunciando hechizos mágicos. Ella era la hechicera del clan, a quien acudían los demás en busca de consejo; los ancianos la consultaban antes de la caza y las jóvenes enamoradas le pedían amuletos para el amor, mientras que las mujeres estériles acudían a inhalar el humo de su hoguera, con la esperanza de quedar embarazadas y hasta los matrimonios se celebraban ante el fuego mágico de Naliandrah. Su cabello era largo y blanco, y su cuerpo pequeño, como el de una muñeca, aparecía polvoriento y encogido, pero la mirada de sus ojos siempre era directa y penetrante, iluminada por la sabiduría y el conocimiento.
—Naliandrah —dijo Joanna, sentándose a su lado—. ¿Tenemos mi hija y yo algo de qué preocuparnos esta noche? ¿Debemos tener miedo de algo?
Los pequeños ojos de mirada intensa, por debajo de unas cejas pobladas se encontraron con los suyos. Joanna casi no pudo verlos, a excepción de un brillo de inteligencia.
—Tienes temor, Jahna —dijo la hechicera—. Siempre tienes temor.
Joanna le había explicado a Naliandrah la razón de su viaje por el desierto; le había hablado a la anciana de su madre, de la canción-veneno que, en su opinión, se había cantado sobre ella y de la impresión de que algo la esperaba en Karra Karra. Naliandrah la había escuchado sin expresión alguna en su rostro, con los ojos entrecerrados de forma misteriosa. Una vez que Joanna hubo terminado de contar su historia, la hechicera no le dijo nada.
Ahora, asombró a Joanna al decirle:
—Llegas al final de tu línea de canto, Jahna. Muy pronto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Joanna mirándola fijamente.
—Ver esta noche, en el corroboree.
El corroboree se celebró cuando la luna ya estaba alta en el cielo. El festín de ualabi, lagarto y aves asadas, acompañadas de miel silvestre, gusanos y bayas, fue compartido, como lo era cada noche; de acuerdo con un complejo sistema de prioridades y tabúes. Nadie tomaba el alimento ni se peleaba por su obtención; las porciones eran entregadas de acuerdo con reglas muy estrictas: un hombre que había matado un ualabi servía primero a sus padres y a los padres de su esposa, a sus hermanos y a los hombres que habían cazado con él; estos, a su vez, compartían sus raciones con sus familias o con los hombres con quienes habían contraído una deuda, con lo que, a veces, no quedaba nada para sí mismos. Luego, las mujeres repartían los frutos de su recogida diaria de alimentos de acuerdo con los lazos familiares de sangre, los lazos matrimoniales y otros criterios que Joanna no había podido desentrañar hasta el momento. Los jóvenes observaban unos tabúes estrictos: un muchacho que había atrapado un goanna no se lo comía él mismo, sino que tenía que dárselo a sus padres; una mujer sólo podía recibir alimento de un hombre que hubiera pasado ya por la iniciación; a una joven que ya hubiera empezado a menstruar se le prohibían ciertos alimentos.
A Joanna le pareció un festín feliz y ruidoso, a pesar, de las reglas y tabúes, y todos los miembros del clan comieron bien. Sin embargo, seguía sintiéndose preocupada por la sensación de que las cosas eran diferentes esta noche. Le pareció que la gente se mostraba algo más ruidosa de lo habitual, y que las risas surgían con mayor rapidez. Una vez que hubo terminado el festín, la sorprendió observar que no se había terminado de consumir toda la comida, como era la costumbre de los aborígenes. Joanna lo había aprendido porque los aborígenes sufrían frecuentes períodos de escasez y se regodeaban cuando había comida en abundancia, hasta que ya no les cabía nada más en los estómagos. Esta noche, sin embargo, se produjo una estudiada contención del apetito, y se reunió y reservó la comida, algo que ella no había visto hacer hasta entonces.
Mientras los hombres se marchaban para prepararse para la danza, Joanna se dirigió a su mia-mia a buscar las mantas de ualabi para ella y Beth. La noche empezaba a ser fresca y sabía que el baile podía durar hasta el amanecer. Levantó la mirada hacia la luna, que parecía colgada del cielo, como una bruñida moneda plateada, y se preguntó si, en ese preciso instante, Hugh estaría mirándola y observándola igual que ella. ¿Estaría cerca?, se preguntó. ¿Aparecería pronto?
Antes de regresar a la hoguera del campamento, comprobó la brújula, como tenía la costumbre de hacer cada noche. La aguja giraba alocadamente.
Se unió a Beth en el amplio círculo formado alrededor de la hoguera, donde las mujeres conversaban animadamente, hablando con demasiada rapidez como para que Joanna comprendiera lo que decían. Se quedó contemplando fijamente el centro vacío del círculo, donde los hombres no tardarían en ponerse a bailar. El clan organizaba corroborees la mayoría de las noches; mientras que algunas danzas tenían una importancia religiosa o ritual especial para los hombres, hasta el punto de que las mujeres no podían presenciarlas, o a la inversa, otras eran simples manifestaciones de entretenimiento, en las que se contaban historias, se ejecutaban danzas cómicas o se representaba una cacería notable. Joanna sabía que el corroboree de esta noche iba a ser diferente.
Mientras los hombres y los jóvenes se preparaban para la ejecución, pintándose, colocándose plumas en el cabello y adornando sus cuerpos con conchas marinas y dientes de animales, las mujeres masticaban hojas de pituri, un arbusto venenoso que tenía fuerza suficiente para matar, pero que, cuando se tomaba en pequeñas cantidades, resultaba ser un estimulante poderoso. Joanna observó sus pupilas encogidas y escuchó la rapidez con que hablaban.
Finalmente, los bailarines estuvieron preparados.
La primera vez que Joanna y Beth asistieron a un corroboree, habían visto una clase de baile que les pareció desorganizado y alocado, sin ningún orden ni sentido aparentes. Pero habían aprendido que cada movimiento era importante, cada gesto y salto tenía su lugar en el desarrollo de la historia que se contaba. Ahora, con los rostros iluminados por el fuego de la hoguera y el desierto extendiéndose más allá de la fantasmagórica luz de las estrellas y la luna, los bailarines surgieron ante ellas.
Naliandrah se sentó junto a Joanna y Beth y vio empezar la danza.
Un hombre llamado Thumimberie era conocido como el mejor bailarín de la zona. Cuando la tribu principal se reunía para celebrar un corroboree masivo, los clanes acudían para ver bailar a Thumimberie. A medida que el baile de esta noche se fue desarrollando, él saltó de un lado a otro, balanceándose primero en un pie y luego en otro, inclinándose y echándose hacia atrás, girando en el centro del círculo. Luego se le unió otro hombre cuyo cuerpo estaba pintado de rojo y azul, y que llevaba ramitas y hojas en el cabello. Él y Thumimberie se pusieron a bailar una danza frenética, en la que se juntaban y separaban, casi como si estuvieran luchando. Las mujeres sentadas en el círculo tomaron en sus manos lanzas y boomerangs y empezaron a golpearlos entre sí con un ritmo continuo.
—¿Qué clase de historia es esta? —le preguntó Joanna a Naliandrah.
—Leyenda muy importante, Jahna —respondió la hechicera—. Tú mira.
Los hombres bailaron alrededor de la hoguera al son casi ensordecedor de los tambores y boomerangs. Las mujeres empezaron a cantar, elevando las voces y pronunciando palabras que Joanna no pudo comprender.
—Por favor, Naliandrah, cuéntame la historia.
La anciana le explicó que aquella era la leyenda de Makpeej, el diablo, y de cómo había entablado batalla con la Serpiente del Arco Iris.
Joanna observó a los dos hombres levantando polvo con sus patadas alrededor de la hoguera; su baile era tanto de guerra como una especie de vals. Escuchó la voz tenue de Naliandrah contarle la historia de Makpeej y su esposa embarazada, que eran espíritus enviados por los muertos, porque su piel era blanca.
Joanna se quedó como hipnotizada al ver cómo otro miembro del clan se unía ahora a la ceremonia. Llevaba una larga peluca grasienta y mostraba el cuerpo pintado de blanco, desde la cabeza a los pies.
—Pero, Makpeej fue diablo —dijo Naliandrah—, enojó a la Serpiente del Arco Iris, y la Serpiente del Arco Iris se tragó a Makpeej.
Surgieron más bailarines, formando una hilera de hombres en una sola fila, con los cuerpos pintados con los colores del arco iris. Rodearon al hombre que iba pintado de blanco y este desapareció.
—Pero como Makpeej era diablo —siguió diciendo Naliandrah—, la Serpiente del Arco Iris vomitó, y de ella salió niña blanca, como Makpeej.
Entonces apareció en escena una bailarina más pequeña, pintada de blanco, que se desplazó y tambaleó alrededor de la hoguera, mientras el sonido de los boomerangs entrechocándose se hacía más fuerte.
—Ahora, la Serpiente del Arco Iris debe destruir a niña blanca —siguió diciendo Naliandrah—, pero mujer joven de la tribu convoca a su tótem antepasado, el Cisne Negro. Ella y niña blanca suben a lomos de cisne y vuelan hacia el oeste por donde se pone el sol.
Joanna observó a los aproximadamente veinte hombres que bailaban y daban patadas sobre la tierra polvorienta, con los cuerpos brillando a causa del sudor. Observó los rostros de las mujeres que permanecían en el círculo, con unas expresiones apasionadas iluminadas por las llamas. Su cántico llenó la noche con un ritmo enloquecedor.
Joanna sintió a Beth a su lado, rígida y tensa.
—Mamá, ¿sabes lo que es esto?
Joanna percibió un matiz de tensión en la voz de su hija, y distinguió una mezcla de temor y excitación en sus ojos.
—Makpeej —dijo Beth—, ¡es Makepeace!
Joanna se volvió hacia la hechicera.
—De modo que lo sabes —dijo—, has sabido durante todo este tiempo quiénes fueron mis abuelos y qué hicieron aquí. Naliandrah, dime qué es lo que va a suceder a continuación.
Pero el rostro de la anciana se había transformado en una máscara impenetrable. Se quedó observando a los bailarines, al tiempo que la canción cambiaba, el ritmo se aceleraba aún más y los hombres empezaban a representar la historia de Punt-jil, el antepasado Canguro derrotado.
Nadie durmió aquella noche. El baile continuó y al cabo de un tiempo se volvió a servir comida; todos comieron, se avivaron las hogueras y las emociones fueron fuertes. Hasta las mujeres, estimuladas por las hojas de pituri, saltaron y empezaron a bailar sus propias danzas. Al amanecer, cuando Joanna esperaba que la gente cansada se retirara a sus propias hogueras y mia-mias para pasar el resto del día durmiendo, como solían hacer, la sorprendieron al levantar rápidamente el campamento y emprender la marcha hacia el este.
El clan siempre viajaba con pocas pertenencias, necesitaba muy poco para su supervivencia. Naliandrah tenía el honor de portar el precioso rescoldo de fuego, de tal modo que en el siguiente campamento se pudiera encender una hoguera con rapidez. El resto de las mujeres llevaban bastones para excavar y buscar comida, cestas, piedras de amolar y a sus bebés. Los hombres sólo llevaban sus armas, por si se encontraban en el camino con algún ualabi o emú. Antes de abandonar el lugar llamado Woonona, se embadurnaron con barro, como medio de protección contra los insectos.
Joanna caminó junto a Naliandrah, quien «cantó» las características del terreno a lo largo de la antigua ruta: billabongs, pozos de agua, formaciones rocosas, todo lo cual había sido creado por los poderes espirituales ancestrales. Le enseñó a Joanna un lugar sagrado, donde la familia obtenía ocre para sus corroborees, y que era conocido con el nombre de Sueño del Perro. Había una hondonada reseca conocida como el Sueño de la Grulla Blanca y una acacia muerta que era el Sueño de la Hormiga. El pueblo de Yolgerup saludaba a los espíritus que habitaban en tales lugares y llevaba cuidado de que nadie hollara terreno sagrado, ni se perturbara ninguna roca o se tocara ninguna rama.
Y, mientras caminaban, formando una larga hilera, con el sol naciente ante sus ojos, Joanna se dio cuenta de que a pesar del festín y el baile de la noche anterior, todo el mundo parecía lleno de energía y vivacidad.
—¿Qué les sucede? —preguntó Beth—. Actúan como si estuvieran borrachos. Mira a Coonawarra. Está tan nerviosa que hasta el menor sonido es capaz de hacerla saltar. Y a Yolgerup, que debería estar exhausto después de lo de anoche. Pero míralo, caminando con esos hombres, hablando y moviendo las manos. ¿Qué es lo que está pasando, mamá?
Joanna rodeó con un brazo los hombros de su hija.
—Estoy segura de que pronto lo sabremos —le dijo.
Caminaron durante toda la mañana, mientras la luz del sol se extendía por todo el desierto rojizo. Joanna creyó escuchar extraños sonidos traídos por el viento. Caminaron de cara al este resplandeciente, recorriendo muchos kilómetros con la arena haciéndose cada vez más caliente bajo sus pies, el viento dándoles en la cara. Joanna captó fragmentos de sonidos procedentes de la dirección en la que avanzaban.
—Mamá, ¿escuchas…? —dijo Beth.
Y entonces, de improviso, Yolgerup hizo detener a su gente. Cuando Joanna y Beth llegaron a su lado, vieron que el clan se había detenido al borde de una gran meseta a partir de la cual el terreno parecía caer bruscamente a sus pies…, y contemplaron ante ellas una vasta llanura que se extendía hasta el infinito.
—¡Oh, mamá! —exclamó Beth.
Joanna no podía creer lo que veían sus ojos: acampados en la llanura arenosa que se extendía a sus pies había cientos, quizá miles de aborígenes, cuyas hogueras de campamento creaban una nube de humo que se extendía sobre la muchedumbre acampada hasta perderse en la lejanía.
—¡Es una reunión de los clanes, Beth! —exclamó Joanna, llena de admiración ante aquella vista.
—Pero, mamá, nunca había visto tantos aborígenes juntos. ¿De dónde han salido tantos?
Joanna contempló la impresionante escena, mientras la gente de Yolgerup se apresuraba a bajar a la llanura. Al ver que las gentes de los demás campamentos acudían corriendo a recibirlos y saludarlos, al observar los abrazos de felicidad que se daban los unos a los otros, y a las personas que levantaban a los bebés y se tiraban de las barbas grises, y al escuchar a todos hablando al mismo tiempo, dando gritos de alegría al tiempo que se señalaban los unos a los otros y se echaban a reír, Joanna comprendió de pronto la agitación que había embargado al clan durante los últimos días. Se había debido a la expectativa de este grandioso acontecimiento, que podría tener su equivalente europeo en una gran reunión familiar en la misa de Nochebuena.
—Beth —dijo—, esto es exactamente lo que mi abuelo describió en sus notas hace cincuenta años. Todos ellos se encuentran de esta misma forma una vez cada cinco años; renuevan las amistades, intercambian historias, fortalecen los lazos entre los clanes.
—¡Mira a Coonawarra! —dijo Beth señalando hacia el final del camino al fondo del risco, donde se había reunido un gran grupo de personas—. Ese debe de ser el hombre del que ha estado hablando, el hombre con el que se quiere casar. ¡Y mira a Yolgerup! ¿No es su madre a la que está abrazando ahora?
Pero Joanna no contestó. Estaba mirando fijamente la montaña que dominaba toda aquella llanura.
El desierto se extendía todo lo que alcanzaba a divisarse, completamente llano. Pero de él surgía abruptamente una montaña enorme, con la forma de una gran hogaza de pan. Al sentir el aire caliente en el rostro, y mientras la gente de Yolgerup seguía pasando presurosa a su lado bajando hacia la llanura, Joanna se sintió curiosamente separada de todos ellos. La montaña parecía tremolar bajo el calor, como si se moviera, como si respirara. Se sintió como si alguna clase de poder llegara de improviso hasta ella, impulsándola hacia la montaña.
Beth extrajo la brújula del bolsillo.
—¡Mira cómo gira la aguja, mamá! —exclamó—. Creo que la causante es esa montaña, que debe de estar magnetizada de alguna forma.
Joanna no podía apartar la vista de ella. De sus murallas rojizas parecían desprenderse oleadas de calor; en la base había como estanques plateados, que se estremecían a la luz del sol, y luego desaparecían, para reaparecer en algún otro lugar. A Joanna le pareció escuchar un zumbido que emanaba de la montaña, como el que pudieran producir un millón de abejas.
Naliandrah se le acercó, señaló la montaña y dijo:
—Karra Karra.
—¿Por qué no me dijiste que veníamos hacia aquí? —preguntó Joanna—. Sabías desde hacía tiempo que yo estaba buscando Karra Karra.
—Yo no poder traerte, Jahna. Tú tenías que venir sola, tenías que seguir tu propia línea de canto. Nadie podía seguirla por ti.
—Entonces, ¿conociste tú a mi abuelo? ¿Estuviste aquí cuando Djoogal era el jefe?
—Eso fue hace mucho, Jahna. Yo no estaba aquí. Yo estaba en escuela de misión cristiana.
—Pero ¿conoces la ceremonia que solía celebrarse en el interior de esa montaña? Creo que mi abuela debió de tomar parte en ella.
—Sólo aquellos que entran conocen el secreto de la montaña, Jahna. Yo no he entrado. Cuando tuve edad suficiente ya había sido robado el poder de Karra Karra.
«Robado por mi abuelo», pensó Joanna.
—Mamá —dijo Beth—, si esto es Karra Karra, ¿qué vamos a hacer ahora?
Mientras Joanna contemplaba la trémula montaña se sintió abrumada por una sensación de respeto y de misterio. Aunque aquello estuviera compuesto por rocas, tenía casi una presencia, un espíritu. Y pensó que allí se encontraba todo aquello que había acosado a su madre y se le había aparecido en sus pesadillas, el acontecimiento inexplicable del que Emily había sido testigo y lo que había hecho que fuera alejada de sus padres, la canción-veneno, las respuestas al misterio de la Serpiente del Arco Iris y los perros salvajes, y finalmente, el «otro legado» que había estado esperando el regreso de lady Emily.
Joanna pensó en los años que había pasado buscando este lugar, en los muchos kilómetros recorridos hasta llegar a él; ahora, apenas si podía creer que por fin lo había encontrado. Pero ahora que por fin lo había descubierto, se sintió invadida por una repentina sensación de urgencia. No podía esperar un solo día más, ni siquiera una hora más.
—Voy a tener que entrar en la montaña, Beth —dijo Joanna.
—¿Te parece seguro? —preguntó la joven mirando fijamente a su madre—. Creo que deberíamos esperar a que papá nos encontrara. Tiene que encontrarnos. Para eso has ido dejando un rastro.
—Beth, cariño, aunque tu padre estuviera aquí, tendría que ir sola. Esto es algo que tengo que hacer por mí misma. Pero estaré bien, no te preocupes. Según mi abuelo, las mujeres han ejecutado sus rituales dentro de esa montaña desde hace siglos. Así pues, ¿cómo puede ser peligroso?
—En tal caso, yo iré contigo.
—No, Beth, tú te quedas con Naliandrah. —Se volvió hacia la anciana—. ¿Puedes mostrarme cómo entrar? Mi abuelo describió una cueva situada en la base de la montaña.
—Te lo enseñaré —contestó Naliandrah—. Pero lleva cuidado, Jahna. La Serpiente del Arco Iris todavía vive en esa montaña.