3

—Por aquí delante hay un lugar donde nos detendremos a pasar la noche —le dijo Hugh a Joanna mientras el carro rodaba por un camino cubierto por las sombras de los eucaliptos—. Espero que no le importe acampar. No hay muchas posadas a lo largo de esta carretera, así que la mayoría de la gente instala un pequeño campamento.

Eran las últimas horas de la tarde y Melbourne ya parecía haber quedado muy atrás, mientras avanzaban en medio del silencio del campo, pasando junto a campos verdes y granjas donde se veían grandes rebaños de ovejas, con los corderos recién nacidos. Era el mes de octubre, y las llanuras de Victoria aparecían muy vivas, llenas de primavera. Desde que abandonaron la ciudad, Hugh se había pasado la mayor parte del tiempo hablándoles a Adam y a Joanna del nuevo hogar al que se dirigían, una granja ovejera situada en el distrito occidental de la colonia.

—La cría de ovejas es lo que va a engrandecer a estas colonias, señorita Drury —dijo—. El mundo necesita lana y carne de cordero, y nosotros podemos proporcionar todo lo que se necesite. Siempre y cuando las colonias trabajemos juntas. Necesitamos encontrar formas de convertir las colonias australianas en las primeras del mundo en cuanto a producción de lana. Y yo tengo una buena idea de cómo conseguirlo.

Joanna observó que Adam empezaba a quedarse dormido; le agradó saber que no tardarían en detenerse.

—Sólo una pequeña parte de este continente está habitada, señorita Drury —siguió diciendo Hugh—. Sólo hay núcleos de población a lo largo de la línea costera. El resto, el interior, es demasiado inhóspito y defraudante, así que no se aprovechará. Yo he estado trabajando en un plan para producir una nueva raza de oveja que sea capaz de vivir en esa clase de territorios. Si tengo éxito en mi empeño, entonces podremos utilizar esos yermos y criar en ellos millones de ovejas.

Joanna observó que Hugh hablaba con lentitud, haciendo pausas entre las frases, midiendo bien sus palabras. No había en él ninguna precipitación por decir lo que pensaba, como Joanna había oído hablar a la gente en los clubes sociales o en los puestos militares de la India. Pensó en Hugh Westbrook como en un hombre que nunca había tenido que competir para tener la oportunidad de hablar, que no estaba acostumbrado a encontrarse entre grandes cantidades de gente. Las pausas hechas entre las frases indicaban una vida de soledad.

—Parece usted muy decidido, señor Westbrook —dijo.

—Lo estoy.

De pronto, Adam se irguió y señaló. Había gente en la carretera, directamente por delante de ellos, algunos a caballo y otros a pie. Se escucharon gritos y se vieron puños al aire.

—¿Qué sucede, señor Westbrook? —preguntó Joanna—. ¿Qué cree usted que está ocurriendo?

Hugh hizo restallar las riendas y el carro aceleró el paso por la carretera, con Joanna sosteniendo a Adam. Cuando llegaron al lugar de los hechos, uno de los hombres a caballo levantaba un látigo y amenazaba con «sacarte la piel a tiras».

Hugh se bajó del carro y gritó:

—¡Eh!, ¿qué está ocurriendo aquí?

Mientras hablaba, Joanna se dedicó a estudiar la escena. Lo primero que observó fue que los hombres montados a caballo eran blancos, mientras que los que iban a pie eran aborígenes. Iban vestidos con ropas viejas, que les sentaban mal, y supuso que formaban una familia, porque había una pareja de ancianos, varios hombres y mujeres y unos pocos niños; llevaban mantas y fardos sujetos a la espalda.

—¡Intentaron robarnos! —le gritó a Hugh el hombre del látigo—. Nos hicieron parar y nos pidieron limosna y en el momento en que no estábamos mirando hicieron que los pequeños trataran de robarnos de las alforjas.

—No, amo —dijo el más anciano del grupo, un viejo descalzo con barba blanca y ojos tan hundidos por debajo de unas cejas pobladas que casi no se los podía ver—. No cierto —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nosotros no quitar, no robar.

—¡Yo mismo te vi, viejo! —espetó el del caballo. Luego, volviéndose hacia Hugh añadió—: Hay que vigilarlos continuamente. Le roban a uno en cuanto pueden.

Mientras continuaba la discusión, Joanna sintió sobre ella las miradas de las mujeres aborígenes. Las miradas fueron tan intensas que se sintió repentinamente incómoda.

Finalmente, los hombres a caballo espolearon a sus monturas y se alejaron, mientras que el anciano le aseguraba a Hugh:

—Ese es mentiroso, amo.

—Quizá —dijo Hugh. Observó entonces a la familia, que se había reunido, con las ropas cubiertas de polvo y los niños cogidos de los vestidos de las mujeres—. ¿Tienen algo que vender hoy? —preguntó—. Me vendrían muy bien unas pocas canastas. O quizá unas mantas de piel de zarigüeya.

—No mantas, amo —dijo el anciano—. No cestas. —Las mujeres susurraban entre ellas. El anciano se volvió hacia las mujeres y después miró de nuevo a Hugh—. Mi esposa. Dice poder contarle buena fortuna.

—Sí —asintió Hugh con una sonrisa—. Está bien.

Se metió la mano en un bolsillo y sacó unas monedas.

La más anciana de las mujeres se acercó al carro y al ver a Joanna se detuvo y se la quedó mirando muy fijamente. Levantó las manos y dijo algo en un lenguaje que Joanna no comprendió.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Hugh al anciano.

—Dice que haber algo extraño en su señorita. Con sombras a su alrededor. Y un perro siguiéndola. Ella decir que ve la sombra de perro ahí, detrás de su señorita.

Adam se volvió con rapidez para mirar, pero Joanna se quedó como petrificada. De repente, la pesadilla recurrente volvió a ella, el perro rabioso en el funeral, la serpiente hecha de estrellas.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Joanna—. ¿Sabe ella interpretar los sueños?

—Los sueños forman una parte muy importante de sus creencias —dijo Hugh—. ¿Qué quiere usted saber?

—¿Qué significa soñar con una serpiente…, una serpiente gigante?

Cuando Hugh se volvió para repetir la pregunta al anciano, este levantó de pronto las manos al cielo y dijo algo que Hugh no comprendió.

—¿Qué ocurre, señor Westbrook?

—Me temo que acabamos de quebrantar un tabú. No les está permitido hablar de la Serpiente.

—No comprendo. ¿A qué serpiente se refiere? Espere, por favor, no deje que se marchen. Desearía que me explicaran algo.

Joanna vio cómo el anciano reunía con rapidez a su familia y los guiaba a todos, haciéndolos salir de la carretera e introducirse entre los árboles. La anciana se volvió una sola vez a mirarlos. Luego, se marchó.

—Lo siento, señorita Drury —dijo Hugh volviendo a subir al carro y haciéndose cargo de las riendas—. Pero hay ciertas cosas de las que los aborígenes no quieren hablar.

—Ella lo sabía —dijo Joanna—. ¡Esa anciana lo sabía!

Hugh le dirigió a Joanna una mirada enigmática.

—Señorita Drury —dijo—, está usted temblando. ¿Qué es lo que sucede?

—Esa anciana sabe algo acerca de mí. Lo sé por la forma en que me miraba. Conocía al perro que estuvo a punto de matarme y que, de algún modo, causó la muerte de mi madre.

—No lo creo —dijo Hugh—. Dijo que le iba a adivinar su futuro. Probablemente, debe haber un perro en su futuro.

—No —dijo Joanna mientras el carro reanudaba el trayecto, en el crepúsculo—. Yo sé a qué se refería. —«Las sombras, las sombras que me rodean», pensó. Se volvió de pronto para mirar a Hugh y preguntó—: ¿Qué sabe de importancia sobre la serpiente?

—Se la conoce como Serpiente del Arco Iris y forma parte de su mitología. No puedo decirle gran cosa al respecto, excepto que la Serpiente del Arco Iris es una criatura de destrucción, algo de lo que hay que tener miedo.

—Serpiente del Arco Iris —murmuró ella, pensando en las referencias a sueños acerca de una «serpiente con los colores del arco iris», incluidas en el diario de su madre.

—¿Por qué se había producido esa pelea, señor Westbrook? ¿Por qué estaban tan enojados esos hombres con estas pobres gentes?

—Decían que los aborígenes habían tratado de robarles. Sin embargo, yo dudo mucho de que fuera así.

—Pero uno de ellos se disponía a azotar al anciano. ¿Por qué?

—Desgraciadamente, algunos blancos les tienen miedo a los aborígenes. Creen que los negros tienen poderes especiales, poderes sobrenaturales. Así es que les temen.

—¿Y tienen realmente poderes sobrenaturales?

—Algunas personas así lo creen. ¿Por qué?

—¿Lo cree usted?

—Señorita Drury, yo he visto a los aborígenes hacer cosas extraordinarias —contestó Hugh guiando a los caballos a lo largo de la carretera—. ¿Quién podría decir que no tienen esa clase de poderes? Los hombres blancos ni siquiera habían aparecido por esta parte del país hace apenas treinta y cinco años. Apenas si conocemos a la raza que vivió aquí durante miles de años, mucho antes de que nosotros llegáramos. Algunos de nosotros nos hemos hecho amigos de ellos. En mi granja tengo a una muchacha aborigen, Sarah; se ocupa de ayudar a Ping-Li en la cocina y de lavar la ropa. Y tengo peones aborígenes entre mi personal; son buenos trabajadores. Y luego está Ezekial, que es más viejo que las colinas y recuerda la época en que su pueblo no había visto nunca a una persona blanca. La mayoría de los aborígenes y yo nos entendemos bien, aunque debo admitir que yo no les comprendo tan bien como soy capaz de comprender al hombre blanco.

Joanna observó las sombras que se extendían por el campo, a medida que el día iba dejando lentamente paso a la noche. Se preguntó de nuevo qué habría visto aquel anciano cuando la miró.

—¿Adónde se dirigen, señor Westbrook? —le preguntó—. Me refiero al anciano y a su familia. Parecen no tener hogar ni propósito alguno.

—Realmente, es triste. Se dedican a deambular de un sitio a otro, dejándose llevar por el instinto. Ahora que los colonos blancos se han apoderado de sus tierras, los aborígenes no tienen ningún sitio a donde ir. He oído decir que esta carretera formaba parte de una línea de canto. Quizá sea esa la razón por la que la siguen.

—¿Una línea de canto?

—No estoy muy seguro de poder explicárselo —asintió Hugh—. Las líneas de canto forman parte del acervo sagrado de los aborígenes, de sus creencias. Para ellos es tabú hablar de las cosas sagradas, sobre todo con el hombre blanco, de modo que sabemos muy poco sobre esas cosas. Pero por lo que yo sé, las líneas de canto son senderos. Marcan las rutas que recorrieron sus antepasados desde hace miles de años, y que han seguido recorriendo hasta hace bien poco, apenas unos treinta y cinco años. Las líneas de canto son como una especie de senderos invisibles que cruzan el continente en todas direcciones. Al parecer, sus antepasados tenían la costumbre de recorrer toda Australia a pie, y mientras caminaban cantaban los nombres de todo aquello con lo que se encontraban. Creían que al cantar hacían que el mundo cobrara su existencia. Los aborígenes creen que la canción es existencia, que cantar es vivir. Y esa es también la razón por la que, para ellos, todo lo que existe en la naturaleza es sagrado, las rocas, los árboles, los charcos. Hasta los niños pequeños que no hablan —añadió, volviéndose a mirar a Adam.

El niño le dirigió una mirada cautelosa y luego una débil sonrisa.

Joanna observó el paisaje rindiéndose lentamente a la noche, y con el crepúsculo llegó una extraña clase de silencio, una lenta acomodación del mundo, y ella percibió la antigua magia acumulándose a su alrededor. ¿La estaba siguiendo algo, una sombra o un veneno quizá, como había creído su madre? ¿Y no sería ese veneno el resultado de que los abuelos de Joanna se hubieran apoderado de la tierra de los aborígenes? El suceso ocurrido en Karra Karra había tenido lugar hacía treinta y siete años, aproximadamente en la misma época en que, según decía Hugh Westbrook, los aborígenes habían perdido su propiedad de la tierra. ¿Podría ser que un anciano de aquel entonces, muy parecido al anciano con el que se habían encontrado ahora en la carretera, hubiera pronunciado alguna clase de maldición sobre John y Naomi Makepeace y sobre su hija Emily, que entonces contaba con tres años y medio de edad? ¿No podría tratarse de un castigo que no había terminado con los Makepeace o con su hija, sino que seguía ejerciendo ahora sus efectos sobre Joanna?

Contempló las suaves colinas verdes de los pastos y trató de imaginarse las líneas invisibles por donde habían caminado los antiguos, y cantado, creando y recreando el mundo. Pensó en su madre, como niña nacida aquí, y en los aborígenes con los que acababan de cruzarse. Quizá alguno como ellos, hacía ya treinta y siete años, se había encargado de llevar a una Emily huérfana a las autoridades, que la pusieron en un barco, de regreso a Inglaterra. Quizá esa aborigen había sido la mujer joven que aparecía en los sueños de lady Emily, la que la había sostenido en brazos mientras todos los demás se reunían ante la boca de entrada a una cueva. En aquel entonces, a los aborígenes de la niñez de su madre todavía debía de quedarles dignidad.

Ahora, en cambio, los nativos no eran más que un grupo de personas tristes y abatidas, que caminaban lentamente por los caminos, dejándose llevar por su instinto, sin ningún sitio a donde ir, sin ningún destino al final del camino, siguiendo algún sueño vago, una especie de impulso heredado que, ahora que lo pensaba, no era tan distinto al impulso que la había traído a ella hasta allí, y que también había impulsado a su madre a regresar, con la esperanza de descubrir las pautas de su pasado, y, en cierto modo, la línea de canto de su familia.

Joanna se quedó mirando absorta en la lejanía, allí donde la oscuridad se iba haciendo más densa; vio la delgada cinta de la carretera desaparecer a lo lejos. Se imaginó que aquella carretera pudiera ser, en cierto modo, su propia línea de canto y que, si la seguía lo suficientemente lejos, llegaría hasta el final… y al principio.

Instalaron el campamento en un lugar llamado Emú Creek, donde otras familias ya habían instalado tiendas y encendido hogueras. Sobre el campamento se observaba el humo de las hogueras. Los niños reían y jugaban y el aire estaba lleno con el aroma del café y el beicon recién hechos.

—¿Quiénes son todas estas personas? —preguntó Joanna una vez que se hubieron acomodado delante de su propia hoguera, a la espera de que hirviera el agua para el té.

—Muchos de ellos son esquiladores —contestó Hugh agitando el té en lo que él llamó una «tetera a toda prueba»—. Está a punto de iniciarse la temporada de esquileo y los grupos de trabajo andan de un lado a otro por los caminos. El resto está compuesto por familias que se dirigen a las granjas situadas en el oeste y más al norte.

Joanna miró a su alrededor, maravillada. El aire de la noche parecía latir con vida propia, y su ritmo la invadía y agudizaba su excitación. ¡Había tanta gente en marcha!

Hugh se sorprendió a sí mismo observando lo bonita que era Joanna, la gracia con que su cuerpo se inclinaba hacia el fuego, y, todavía más, el hecho de compararla con Pauline, la mujer con la que pronto se casaría.

Desvió la mirada hacia Adam, dedicado a explorar el perímetro de su diminuto campamento.

—El niño parece sentirse ahora un poco mejor —le comentó a Joanna—. Sólo espero que este viaje no haya sido demasiado duro para él. Tardaremos de cuatro a cinco días en llegar a casa. Prepararé una cama en el carro para usted y para Adam. Yo dormiré aquí mismo, junto al fuego.

—Hay algo extraño en el hecho de que no hable —dijo Joanna—. No ha dicho una sola palabra desde que salimos de Melbourne. Es como si se hubiera refugiado dentro de sí mismo y se ocultara allí, con un secreto que no acaba de decidirse a contar. Si al menos supiéramos cómo murió su madre. Quizás eso explicara sus episodios de histeria y la razón por la que no quiere hablar.

Hugh miró a Joanna y ahora, al recordar la extraña urgencia que ella sintió por hablar con la anciana aborigen, hubiera querido decir: «Usted también guarda un secreto que tampoco quiere contar».

—Hábleme de ese lugar que anda buscando —dijo—. De Karra Karra.

Joanna se inclinó hacia un bolso que había dejado a sus pies y extrajo una hoja de papel amarillenta.

—Esta escritura de propiedad es muy antigua —dijo tendiéndosela—. Y, desgraciadamente, la tinta ha perdido intensidad. No hemos podido determinar cuándo ni dónde fue firmada.

Cuando Westbrook observó el documento con atención distinguió algunas frases: «Dos días a caballo de… y veinte kilómetros de Bo… Creek». Había una firma ilegible y un sello con aspecto de ser oficial. En algún momento de su historia, el documento había quedado expuesto al agua, y la fecha de la escritura había quedado prácticamente borrada.

—A partir de este documento resulta imposible saber dónde está esa tierra —dijo—. Dice usted que está cerca de un lugar llamado Karra Karra. Lo más probable es que se trate de un nombre aborigen y muchos de esos nombres han ido cambiando con el transcurso de los años, algunos de ellos desde hace tanto tiempo que hasta se han perdido los nombres originales.

—Lo encontraré de algún modo —afirmó ella enrollando el papel y volviéndolo a dejar en el bolso—. Tengo que encontrarlo.

El té ya estaba hirviendo y Hugh lo sirvió en tres tazas esmaltadas.

—Señorita Drury, no puedo evitar la sensación de que Karra Karra significa para usted algo más que una simple propiedad de tierra que ha heredado.

Ella llamó a Adam y cuando el niño se sentó a su lado le tendió una taza, diciéndole que llevara cuidado porque estaba muy caliente.

—Sí, creo que podría ser mucho más que eso, señor Westbrook —contestó por fin—. Es posible que ese sea el lugar donde nació mi madre. Eso fue algo que ella quiso descubrir durante toda su vida. Mis padres eran la única familia que yo tenía. Por eso es tan importante para mí hacer por ella las cosas que no pudo hacer en su vida.

—Yo no llegué a conocer a mi madre —dijo Westbrook con aire pensativo, mientras probaba el té—. Murió al darme a luz a mí. Después de eso, sólo quedamos mi padre y yo. No teníamos raíces, nunca tuvimos un hogar. Viajamos por los territorios, aceptando trabajos allí donde los encontrábamos, trasladándonos de un pueblo a otro, como cartas reexpedidas. Él murió cuando yo sólo tenía quince años. Un caballo le arrojó de la silla y murió instantáneamente. Nos encontrábamos de camino a la búsqueda de un trabajo como esquiladores. Le enterré junto al único árbol que había en cinco kilómetros a la redonda. Desde entonces, he seguido mi propio camino y sólo he dependido de mí mismo.

—Oh, lo siento. Qué solo debe haberse sentido.

—Esa fue la razón por la que le dije a las autoridades de Australia del Sur que me haría cargo de Adam. Un niño necesita un hogar y una familia.

—Tiene mucha suerte de poder contar con usted, señor Westbrook.

Hugh sonrió mirando a Adam y le preguntó:

—¿Cómo está el té? ¿Tiene azúcar suficiente para ti?

Adam no dijo nada, pero miró a Hugh por encima del borde de su taza y bebió. Hugh miró a Joanna un momento, observando la luz de la luna reflejada en sus ojos de color ámbar, y luego preguntó:

—¿Por qué quería interrogar a la anciana acerca de una serpiente gigante?

—Es algo que tiene que ver con mi madre —contestó ella al tiempo que volvía a buscar algo en el bolso y extraía de él un pequeño libro—. Ella tenía pesadillas en las que aparecía una serpiente gigante. Después de su muerte, yo también empecé a tener pesadillas sobre una serpiente monstruosa. Todo eso está escrito aquí.

Le tendió el libro a Hugh, quien lo abrió por la primera página, y leyó la inscripción. Decía: «A Emily Makepeace en el día de su boda, del mayor Petronius Drury, su amante esposo, 12 de julio de 1850».

—Es una especie de diario de recuerdos —explicó Joanna—. Mi madre empezó a escribir en él, pero pensó que si reflejaba por escrito sus sueños y todos aquellos recuerdos que acudieran a su mente, quizá pudiera ir rellenando los lugares en blanco que había en su vida. Y también explicar la…

—¿Y también explicar la qué? —preguntó Hugh mirándola.

—No sé qué quiere usted escuchar al respecto. Y me temo que pueda sonar un poco estúpido.

—Me agradará escucharlo —le aseguró Hugh con una sonrisa.

Joanna miró a Adam y comprobó que el niño tenía toda su atención puesta en el té, como si fuera lo mejor que hubiese probado en toda su vida. Después, habló con mayor serenidad.

—Mi madre creía que había alguna clase de maldición sobre su familia. No tenía ninguna prueba de ello; sólo se trataba de una sensación que tenía y aquellos extraños sueños.

—¿Qué clase de maldición?

—No lo sabemos. Bien pudo haber sido aborigen.

Hugh se la quedó mirando fijamente. Al cabo de un momento de silencio le pidió:

—Continúe, por favor.

Joanna habló con vacilación sobre el perro rabioso que había entrado en los terrenos militares donde ellos vivían, y de cómo lady Emily se había interpuesto para salvar a Joanna, justo cuando un soldado mataba al animal. A continuación, explicó cómo lady Emily había desarrollado los síntomas de la rabia al cabo de pocos días, muriendo finalmente a causa de ello.

—Creyó hasta el final que eso se debió a la maldición… o más bien a un veneno, según lo llamaba ella.

—¿Un veneno? ¿Qué veneno?

—No lo sé. También estaba convencida de que me pasaría a mí.

—¿Y usted cree eso?

—No sé en qué creer, señor Westbrook. Pero no puedo desprenderme de la sensación de que algo me está siguiendo, aunque no sé qué es. Tengo la impresión de que me persigue alguna clase de mala suerte, o como quiera llamarlo, que me rodea. —Cuando él le dirigió una mirada dubitativa, ella añadió—: El barco en el que llegué se encontró en una zona de calmas allí donde, según el capitán, nunca había sucedido nada parecido con anterioridad. Nos encontramos parados en medio del océano durante días, señor Westbrook, y empezaron a escasear las reservas de agua.

—¿Y cree que fue usted la causa de ello?

—Sé que parece monstruoso —dijo ella emitiendo un suspiro—, pero lo cierto fue que tuve un sueño, antes de abandonar la India, en el que vi que eso mismo iba a suceder. Y todo ocurrió exactamente tal y como lo vi en el sueño.

—Pero eso es algo que sucede a veces. Y ello no quiere decir que fuera usted la causa de lo ocurrido. Señorita Drury, ¿sabía usted en aquellos momentos que iba a venir a Australia?

—Sí.

—En tal caso lo que tuvo fue una pesadilla bastante común en la gente que está a punto de emprender un viaje. Muchas personas tienen miedo de viajar en barco. Los barcos se pierden en el mar; es una forma de viajar peligrosa. Su mente estaba preocupada por ello, eso es todo.

—Pero la mayoría de las personas sueñan con el barco yéndose a pique, o con ahogarse, no sueñan con encontrarse en una zona sin vientos.

Él hojeó el diario y descubrió que las primeras páginas contenían recetas de medicinas.

—Parece ser que su madre sabía muchas cosas sobre el arte de curar —comentó.

—Nos trasladábamos con frecuencia de un lado a otro, ya que mi padre era oficial del ejército británico, y a menudo nos encontrábamos en lugares donde no había médico. Mi madre aprendió de los curanderos locales nativos, leyó libros y hasta aprendió por su propia cuenta. Se ocupó de mi padre y de mí, de los sirvientes de nuestra casa y a veces hasta de los soldados heridos.

—¿Y cómo es que se interesó por el arte de curar? ¿Acaso fue médico su padre?

—No, fue un misionero que trabajó con los aborígenes aquí, en alguna parte de Australia.

—Comprendo —asintió Hugh. Al ver que la taza de Adam había quedado vacía, dijo—: Anda, ven, déjame que te la vuelva a llenar. —Después de devolverle la taza llena al niño se volvió a mirar a Joanna—. De modo que esa fue la razón por la que su madre creyó que la maldición, o el veneno, era aborigen… porque vivió durante un tiempo entre ellos.

—Sospechaba que pudiera serlo, pero no podía recordarlo, excepto quizá en sueños.

—Quizá fue así como heredó su interés por la curación: a partir de los propios aborígenes. Se trataba de una raza muy saludable cuando llegaron los primeros hombres blancos a este continente, hace menos de cien años. Sabían cómo ocuparse de casi cualquier achaque. En realidad, usted misma me dijo que su madre solía emplear aceite de eucalipto en sus remedios. El árbol del eucalipto ni siquiera se encontraba fuera de Australia hasta hace bien poco. —Le devolvió el diario a Joanna y añadió—: Y hablando de eso, me da la impresión de que Adam no parece sentirse muy feliz. ¿Qué es lo que te ocurre, hijo? ¿Te duele la cabeza?

Joanna le puso al niño una mano en la frente y descubrió que estaba caliente.

—¿Te duele la cabeza, Adam? —le preguntó. Cuando el niño asintió con un gesto, ella le dijo—: Te daré algo que hará que te sientas mejor.

Metió una mano en el bolso y sacó una pequeña caja de marfil. Al abrirla, Hugh vio una serie de pequeñas botellas. Joanna vertió unas gotas de una de ellas en el té de Adam.

—¿Qué le ha dado? —preguntó Hugh.

—Es un extracto de corteza de sauce; le calmará el dolor y reducirá la fiebre. Tuvo que haberse golpeado muy fuerte la cabeza en el muelle. Vamos, Adam, bébete esto y luego a la cama.

Una vez que hubieron dejado instalado al pequeño, durmiendo en el fondo del carro, Joanna preguntó:

—¿Ha tenido siempre problemas para hablar?

—No. Cuando Mary me escribía me decía que Adam se sentía muy feliz, y que era un niño sano. Las autoridades de Australia del Sur dijeron que estaba mudo cuando lo encontraron y que no habían conseguido hacerle hablar.

—Tenemos que conseguir que hable de lo que sucedió, pero hay que hacerlo con lentitud, respetando su propio ritmo. ¿No podríamos escribir a las autoridades y conseguir de ellas más detalles? Quizá si pudieran decirnos qué fue lo que sucedió, nosotros podríamos encontrar una forma de ayudarlo.

—Les enviaré una carta en cuanto lleguemos a Merinda.

—Ha sido usted muy bueno al hacerse cargo de Adam, señor Westbrook. Necesitará desarrollar una fuerte sensación de pertenecer a alguna parte.

—Cuando murió su padre le escribí a Mary, invitándola a ella y a su bebé a vivir en Merinda. Pero me contestó diciendo que la granja donde estaban había sido el sueño de Joe, y que deseaba seguir ocupándose de ella. Yo le envié dinero, pero quizá debía haber hecho más.

—Ahora la está ayudando. Se está haciendo cargo de su hijo y estoy segura de que, de algún modo, lo sabe.

—Quizá sea así. Los aborígenes creen que los muertos siempre están con nosotros, que regresan al Sueño, pero que siempre están con nosotros.

—¿Qué es el Sueño para ellos?

Hugh tomó un palo y agitó las brasas de la hoguera.

—Se trata de un concepto acerca del cual los hombres blancos, yo incluido, tenemos muy poca comprensión. Forma parte de la religión aborigen y como para ellos es tabú revelar conocimientos sagrados y, además, es algo que se castiga con la muerte, lo que sabemos al respecto procede de fuentes que no son del todo dignas de fiar.

Joanna se lo quedó mirando fijamente. ¡Que se castiga con la muerte! ¿No sería esa la fuente del «veneno»? ¿Acaso los abuelos de Joanna habían descubierto de algún modo un conocimiento sagrado y habían sido castigados por ello?

Pensó en uno de los sueños recordados por su madre y descrito en el diario: «Sueño con estar de nuevo esperando en la cueva. Soy pequeña y alguien me sostiene en brazos. Esta vez veo a mujeres saliendo del interior de la montaña roja. Todas ellas son de piel oscura y llevan objetos que no me son familiares, y cantan. Y entonces veo a una mujer blanca salir de la cueva, y me doy cuenta de que es mi madre. No lleva ropas y veo lo pálida que es su piel en comparación con la de las otras mujeres. La llamo, pero ella no me mira. Tiene una expresión extraña en el rostro y, de pronto, me siento atemorizada».

¿Se trataba de otro recuerdo enterrado?, se preguntó Joanna. ¿Acaso Naomi Makepeace, la madre de Emily, había roto alguna clase de tabú al entrar en aquella cueva? ¿O sólo se trataba de un sueño y nada más que eso?

—Por lo que soy capaz de juzgar —estaba diciendo Hugh—, la época del Sueño, o simplemente el Sueño, es lo que los aborígenes llaman el pasado distante, cuando las primeras personas caminaron sobre la tierra y cantaron todas las cosas para permitir su creación. Su espiritualidad se halla muy relacionada con la tierra. Procedemos de la tierra, nos mantenemos gracias a la tierra y, al morir, regresamos a la tierra. Herir a la tierra es como herirnos a nosotros mismos. Esa es la razón por la que los aborígenes nunca desarrollaron la agricultura, ni la minería, ni nada que alterara el medio ambiente de cualquier modo. En su caso, no es que ellos formaran parte de la naturaleza, sino que eran la naturaleza misma.

—¿Y tienen el poder para lanzar una maldición contra alguien? —preguntó Joanna—. ¿Son capaces de destruir a alguien de ese modo?

—Podríamos decir que tienen el poder para lanzar una maldición contra alguien que crea en ese poder.

—En tal caso, la forma de estar a salvo con respecto a su poder destructivo ¿consiste simplemente en no creer en él?

De repente, una chispa estalló en la hoguera y salió disparada al aire.

—No creerá en serio que hay una maldición sobre usted, ¿verdad? —preguntó Hugh con serenidad.

—No lo sé —contestó ella—. Supongo que debe de sonar como algo terriblemente inverosímil, pero lo cierto es que tengo que descubrirlo. Señor Westbrook, en Melbourne vimos aborígenes mendigando, prostituyéndose, y luego los hemos visto a lo largo del camino. ¿Queda todavía alguno que viva tal y como solían vivir? ¿Cómo vivían hacía treinta y cinco años?

—Lo que quiere usted saber es si los aborígenes de Karra Karra siguen teniendo el poder que la asusta.

—¿Podrían seguir estando allí?

Hugh se sintió impresionado por la intensidad de la pregunta.

—Señorita Drury, creo que los aborígenes que viven en los territorios despoblados siguen practicando su antiguo estilo de vida. Pero ellos viven a muchos kilómetros de distancia de aquí, en lo más profundo de los territorios del interior, que es un gran desierto inhóspito. Así que la forma en que vivan en la actualidad no deja de ser una suposición.

—Y en ese desierto, ¿hay una montaña roja, señor Westbrook?

—Podría haberla. Probablemente, aún quedan más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio por explorar. Ahí podría haber una montaña roja cuya existencia fuera desconocida para nosotros. —Sonrió y añadió—: No creo que usted esté maldita, señorita Drury. De veras que no.

Ella levantó la mirada al cielo, contemplando las estrellas que no le eran familiares. Se preguntó si Karra Karra estaba cerca o lejos, cómo iba a encontrar aquel lugar y cuándo. Y pensó en su madre, atormentada por las pesadillas, temerosa durante toda su vida de verse acechada por un terrible Desconocido, sucumbiendo finalmente a una muerte indecisa a una edad muy joven. Joanna sintió un nudo en la garganta y de repente se sintió terriblemente sola.

Cuando Westbrook vio cómo brillaba la luz de la hoguera en el cuello de ella, revelando la tensión, el temor apenas reprimido, pensó que su aspecto era muy joven y muy vulnerable. Buscó algo que decir, y recitó con suavidad:

Mantén encendida la hoguera del campamento,

una luz chispeante y resplandeciente,

con el campamento tan lleno de personas,

con tiendas, hombres y caballos;

donde se cuentan bromas inocentes,

y se cantan las canciones favoritas,

y se encuentra y se recibe la armonía

a través de la fortaleza del corazón y los pulmones.

Joanna apartó la mirada del cielo y se volvió hacia él.

—Eso ha sido encantador —dijo—. ¿Quién lo escribió?

—Yo. Es algo que suelo hacer —contestó, sonriendo—. A veces se siente uno muy solo contemplando los rebaños.

Sus miradas se encontraron a través del fuego del campamento. Luego, Joanna apartó la mirada. Tomó el chal y se lo echó sobre los hombros.

—Las noches de otoño, ¿son siempre tan frías aquí?

—Ahora no estamos en otoño, sino en primavera.

—Es verdad, lo había olvidado. Resulta extraño pensar que la primavera puede ser en el mes de octubre… —Sonrió y añadió—: Lo siento, señor Westbrook. Quizá no debiera haberle contado todo eso. Quizá ahora esté deseando no haberme pedido que viniera con usted.

—En absoluto. No se preocupe, señorita Drury —dijo Hugh—. Encontraremos lo que usted anda buscando. Después de todo, hicimos un trato. Dentro de pocos días estaremos en Merinda y entonces podremos empezar a trabajar en su problema. Mientras tanto, le puedo asegurar que yo no creo ni en las maldiciones ni en la Serpiente del Arco Iris, así que está usted a salvo conmigo.