Sarah estaba en el solárium, preparando ungüentos hechos de consuelda y caléndula. Se hallaba rodeada por plantas que colgaban de macetas, enredaderas y pequeñas hierbas en macetas; por encima del rico aroma de la marga y el abono compuesto se percibían las delicadas fragancias del romero, la verbena de limón y el aroma de la cera de abeja. Seis meses antes, cuando Joanna partió para dirigirse a Australia Occidental, Sarah le había prometido que cuidaría el jardín de plantas curativas y mantendría las reservas medicinales. Cada día trabajaba un rato en él, cuidando las semillas, podando y trasplantando, recogiendo hojas, tallos y raíces. En un rincón había encendido un pequeño brasero, para contrarrestar el frío del invierno; cuando se ponía a llover, a Sarah le encantaba el sonido de las gotas sobre el techo de cristal.
A menudo se preguntaba qué estarían haciendo Joanna y Beth en ese momento en particular, y si Joanna abandonaría en algún momento la espera a que Hugh regresara y volvería por sus propios medios. Se suponía que él debía de haber partido para Kalagandra hacía ya varias semanas, pero aún estaba aquí, en Merinda, tres meses después de su regreso, continuando la lucha contra la plaga de la mosca, que había adquirido proporciones epidémicas.
Mientras Sarah comprobaba la consistencia de la cera de abeja fundida, sus manos se detuvieron de pronto. Levantó la cabeza y miró a través de la pared de cristal, hacia el billabong que permanecía inmóvil y plateado entre los árboles, y pensó: «Philip está a punto de llegar».
Apagó rápidamente la llama por debajo de la cera de abeja, se quitó el delantal, lo colgó y atravesó la casa corriendo, dirigiéndose a su dormitorio, donde comprobó su cabello y se quitó unas flores diminutas de la falda de lana oscura. Al cambiarse apresuradamente su blusa de calicó y ponerse otra de seda azul pálido, se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Se sentía excitada y recelosa ante la perspectiva de ver a Philip. Desde su regreso a Australia, ambos se habían mostrado muy cautos en cuanto al tiempo que pasaban juntos. Sarah sabía que por el bien de la carrera de Philip y de su éxito como arquitecto en el distrito, debían llevar cuidado. Los sirvientes hablaban, y también los peones de la granja. Y todo el mundo sabía que él aún estaba casado. No habían vuelto a hacer el amor desde aquella primera vez, hacía ahora tres meses.
Afortunadamente, Philip estaba muy ocupado, después de haber recibido encargos para construir mansiones para los Cameron y los McCloud, lo que le exigía efectuar frecuentes viajes a Melbourne para consultar con los suministradores de materiales, así como para visitar fábricas de ladrillos y patios de las empresas madereras. El tiempo de que disponía era limitado y las oportunidades de estar a solas con Sarah eran escasas. Había acudido a cenar varias veces en Merinda, y él, Hugh y Sarah habían asistido a conciertos en el parque de Cameron Town. Pero lo único que ambos deseaban, la libertad para amarse el uno al otro, para hacer el amor, estaba fuera de su alcance.
Ahora llegaba a Merinda solo y sin haberse anunciado previamente. Ella percibió su presencia en el camino y casi pudo imaginarse la ropa que llevaba.
Bajó corriendo al vestíbulo e interceptó al mayordomo.
—Está bien, Bernard —le dijo—. Yo me ocuparé de atender a nuestro visitante.
Abrió la puerta antes de que Philip pudiera llamar.
Los dos se quedaron mirándose fijamente.
—Hola, Sarah —saludó Philip sonriendo.
—Hola, Philip —dijo ella—. Entra, por favor. Me alegro de verte.
Él se quitó el sombrero y echó un vistazo al vestíbulo. Luego la besó y le dijo en voz baja:
—Estás muy hermosa, Sarah. ¿Cómo te encuentras?
Ella contempló su porte elegante, su altura, la nariz ligeramente curvada, y sintió un gran deseo por él.
—Estoy bien —contestó—, y no hago más que pensar en ti.
—Intento alejarme. No puedo concentrarme en mi trabajo. Yo también pienso continuamente en ti y lo único que deseo es estar contigo.
—Yo también —asintió ella tocándole un brazo.
—He venido porque hoy he recibido una carta de Alice. Sigue sin querer concederme el divorcio. No quiere que regrese a su lado, pero teme que un divorcio legal pueda hacerle daño a Daniel. Dice que quizá cuando el niño sea mayor.
Sarah asintió con un gesto. Comprendía el estigma social que significaba un divorcio para una mujer, del mismo modo que comprendía cuál era su propia situación, el estigma de ser la amante de un hombre casado.
—¿Cómo le van las cosas a Hugh? —preguntó Philip deseando poder decirle otras cosas a ella.
—Hugh ha acampado junto a los límites del norte —contestó ella—. Hace tres días que no viene por casa.
—Las cosas siguen estando mal, ¿verdad?
—Sí, me temo que sí.
—Cuando venía hacia aquí me he encontrado con el señor Ormsby. Si la plaga de la mosca dura un poco más de tiempo, teme llegar a perder Strathfield.
—Sí, eso es lo que he oído decir —asintió ella.
Volvieron a quedar en silencio. En el salón cercano, un reloj hizo sonar la hora.
—Puedes ir al campamento si quieres —dijo Sarah—. A Hugh le gustaría mucho verte.
—Creo que lo haré —dijo Philip. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un sobre—. Esta mañana, al pasar por la oficina de correos para recoger la correspondencia, la encargada me preguntó si pasaría por Merinda, ya que había esta carta de aspecto importante para Hugh.
Le enseñó la carta y ella leyó el nombre del remitente. Era de un tal comisario Fox, en Australia Occidental.
—Procede de Kalagandra, y no es de Joanna. Philip, algo anda mal. Lo percibo. Llevo sintiéndolo desde hace varias semanas. Tenemos que llevarle esta carta a Hugh inmediatamente.
Hugh dejó a un lado la pluma y miró a través de la ventanilla de la tienda. Observó a los peones de la granja moviéndose por el campamento provisional, sirviéndose té de la jarra de hojalata que siempre estaba puesta a hervir. Aquello le parecía a Hugh como un campamento militar, y sus hombres le parecían soldados. Salían a caballo todos los días para inspeccionar los rebaños, matar a tiros a las ovejas enfermas y enterrarlas, reunir a los animales que hubieran podido salvarse y hacerlos pasar por zanjas con desagradables productos insecticidas. Luego regresaban al campamento, con los hombros hundidos, sucios y cansados; bebían el fuerte té y comían los bocadillos preparados por Ping-Li; después volvían a salir a caballo para afrontar una nueva batalla en aquella guerra frustrante. Hugh también se sentía muy cansado. Le habría gustado interrumpir el trabajo, pero aún quedaba mucho por hacer. La plaga de la mosca había alcanzado proporciones alarmantes.
Tal y como había temido hacía tres meses, en cuanto llegó el tiempo cálido se desató una horrible oleada de mosca azul que se extendió sobre las llanuras occidentales, azotando a todas las granjas como nubes de muerte. Las ovejas morían a millares por todo el sudeste de Australia, mientras los ovejeros, desde Adelaida hasta la frontera con Queensland, se apresuraban en buscar una forma de detener la plaga.
Hugh volvió a tomar la pluma para reanudar lo que estaba escribiendo. Se detuvo un momento para contemplar la fotografía de Joanna, sobre el banco de trabajo. ¡Cuánto la echaba de menos! Habría deseado quedarse en Australia Occidental, o haber podido regresar allí hacía va semanas. Le escribía con regularidad, manteniéndola informada de esta batalla interminable contra la mosca azul, pero no había recibido ninguna noticia de ella. Se había informado del estallido de fuertes tormentas en el Bight, con pérdida de barcos, algunos de los cuales transportaban correo. También se había producido una huelga marítima, produciendo una virtual paralización del tráfico marítimo alrededor de la costa meridional australiana. Y Hugh sabía que el telégrafo era un medio de comunicación en el que no se podía confiar. Los incendios de la vegetación quemaban las líneas y, ocasionalmente, aborígenes rebeldes se dedicaban a cortar los postes.
«Dentro de poco, cariño», pensó imaginándosela en el hotel Golden Age, esperándole.
Volvió a su diario, un libro que, en su opinión, ya empezaba a parecerse a una crónica de fracasos, empezando por su primera anotación: «La lana de las ovejas jóvenes, introducida en una solución de tabaco y sulfuro, continúa infestada de larvas».
«Semana tres: los vellones continúan enfermos después de haber sido sumergidos en barro sulfuroso. John Reed sospecha de una inhalación de veneno. Continuaremos».
«Semana cinco: experimentamos con temperatura del agua más elevada. Fregamos la exudación sebácea de las ovejas, dañándola. A continuación, intentaremos disminuir la temperatura del agua, aunque Ian Hamilton ya lo ha intentado sin éxito».
«Semana ocho: Angus McCloud informa de una fórmula experimental utilizada por él en corderos de seis meses. Descubrió que almidonaba la lana; las larvas de mosca azul seguían presentes».
«Semana diez: Frank Downs informa de pérdidas desastrosas en Lismore».
«Semana once: ahora los carneros de Merinda se encuentran gravemente infectados. Hay que destruirlos».
Hugh tomó la pluma y escribió: «Semana doce: estoy convencido de que la mosca azul se reproduce casi por entero sobre las ovejas vivas. Eso explica el fracaso cosechado hasta ahora para detener la plaga. Hay que encontrar un método para interrumpir el ciclo vital de la mosca azul».
Observó los jarros que había alineados sobre el banco de trabajo de su tienda. Contenían muestras recogidas de los rebaños de Merinda, que habían sido tratadas con los baños de insecticidas habituales. Mostraban etiquetas en las que se leía: «Huevos de mosca azul, un día», «Fase de crisálida», y «Gusanos encontrados entre la lana». Eso demostraba que las inmersiones habituales para conseguir que las ovejas se vieran libres de la mosca azul ya no servían de nada para atajar el progreso de esta raza particular de mosca azul.
Hugh reanudó su escritura: «Ahora comprobaremos los resultados de la experimentación con inmersiones de arsénico».
Cuando anunció su plan para probar esta fórmula radical en sus ovejas, algunos de los otros ovejeros se manifestaron en contra.
—No sé —dijo Ian Hamilton—, el arsénico es algo peligroso. Eso puede enfermar a tu rebaño más que con la plaga de la mosca. Y luego hay que pensar en los esquiladores. Se negarán a efectuar su trabajo si creen que la lana está envenenada.
Pero Hugh decidió que ya había llegado el momento de correr riesgos. En los tres últimos meses había hecho descubrimientos notables. Entre ellos se hallaba el hecho de que una sola mosca azul era capaz de producir hasta dos mil huevos. Desarrollando la estadística a nivel matemático, a lo largo de varios ciclos vitales, y asumiendo que por lo menos la mitad de esas moscas eran capaces de producir otros dos mil huevos cada una, Hugh obtuvo cifras que mareaban. Cuando apareciera de nuevo el calor y todos los huevos se incubaran iba a producirse una nueva plaga tan abrumadora que nadie iba a poder impedir una pérdida catastrófica de ovejas.
Miró los sacos amontonados contra una de las paredes de la tienda. Estaban marcados con etiquetas que decían: «Carneros, tabaco y sulfuro, 10 de julio de 1886», y «Carneros castrados, sublimado corrosivo, 30 de junio de 1886». Ninguna de esas fórmulas había tenido éxito. Así que dos semanas antes Hugh había decidido hacer pasar a un grupo de ovejas seleccionadas por el controvertido baño de arsénico. Jacko había traído las muestras de lana esa misma mañana y ahora Hugh había decidido echarles un vistazo.
Tomó un saco con una etiqueta que decía: «Ovejas seleccionadas corral norte en forma de trébol, fórmula de arsénico número 12». Las ovejas seleccionadas ya habían dejado atrás el período de crianza, pero se las mantenía aparte para utilizarlas como madres adoptivas con las que criar a los corderos huérfanos.
Abrió el saco, extrajo unas pocas muestras de lana y se dirigió al banco de trabajo. Colocó unas pocas fibras de lana sobre un portaobjetos, ajustó la lente del microscopio y luego inclinó la cabeza para mirar por el visor.
Frunció el ceño, cambió el ángulo de la lente para disponer de más luz y ajustó el botón del foco. Observó con atención las fibras de lana del portaobjetos, muy aumentadas de tamaño. Movió el portaobjetos de un lado a otro. Cambió a otra lente de mayor potencia. Estudió las fibras.
No se veía la menor señal de la mosca azul.
Regresó al saco y tomó otra muestra, esta vez de otro animal, aunque procedente del mismo saco.
Volvió a examinar las fibras bajo el microscopio. Estas también estaban limpias. No había un solo huevo de mosca azul.
Tomó otra muestra, y luego otra, hasta que hubo observado cerca de veinte muestras. Todas estaban limpias.
El arsénico había funcionado.
Acudió presuroso a la puerta de la tienda y miró al exterior, con la intención de llamar a Jacko. Le sorprendió ver que un buggy acababa de llegar al campamento.
—Esto ha llegado hoy mismo para ti, Hugh —le dijo Sarah cuando ella y Philip entraron en la tienda—. Philip lo ha traído. Pensamos que podría ser importante.
Hugh abrió el sobre, desplegó la única hoja de papel que contenía y leyó: «Estimado señor Westbrook, se nos acaba de informar que las líneas de telégrafos han sido derribadas cerca de la frontera con Australia del Sur. Le he enviado varios mensajes que, ahora me doy cuenta, no deben de haber llegado a sus manos. En consecuencia, le escribo esta carta. Es mi triste deber informarle que su esposa, por decisión propia, emprendió el camino hacia el desierto el 6 de mayo, acompañada por su hija, el señor Eric Graham, el capitán Fielding y un guía negro. Al parecer, el grupo fue víctima de una inundación repentina, de la que sólo hubo un superviviente, el señor Eric Graham, que se encuentra en situación crítica. Debemos asumir que la señora Westbrook y el resto de los componentes de su grupo perecieron en el desierto».
Contempló fijamente la carta, incrédulo. Volvió a leer las palabras: «… asumir que la señora Westbrook… perecieron…».
—¡Dios mío! —exclamó—. Dios mío, Sarah…
—¿Qué ocurre? —Ella tomó la carta de entre sus manos y la leyó con rapidez—. Oh, no…
—¡No debería haberla dejado sola! —dijo Hugh.
—Hugh —dijo Sarah poniéndole una mano sobre un brazo—, Joanna está viva. Lo percibo. Si estuviera muerta, yo lo sabría. Pero también debo decirte que se encuentra en grave peligro. Está a punto de suceder algo. Tenemos que encontrarla, y pronto.
Judd MacGregor estaba en el despacho de su padre, trabajando ante la mesa; ahora ya no le tenía miedo a esta habitación; los fantasmas parecían haberse marchado con su padre. Escuchó unos golpes en la puerta y Pauline entró.
—Hola, madre —saludó Judd—. Diría que tienes un aspecto estupendo.
Ella sonrió al tiempo que se ponía los guantes.
—Gracias, Judd. Voy a marcharme a Lismore para visitar a Frank. Aún hay que limar algunas cosas antes de que pueda acceder al título de Kilmarnock. ¿En qué estás trabajando tanto?
—Bueno, pensaba que, puesto que no podemos salvar lo que queda de los rebaños, debido a la mosca azul, podríamos hervirlo todo para obtener sebo y dejar Ubres los pastos. Se me ha ocurrido una nueva idea para Kilmarnock, convertir la propiedad en granja dedicada a la producción de trigo. En estos momentos es un cultivo muy provechoso. ¿Recuerdas esas acciones en la mina de plata de Broken Hill que el tío Frank me entregó el año pasado, como regalo por mis veintiún años? ¿Crees que le importaría si las vendiera?
—No creo que le importe. Después de todo, esas acciones son tuyas. De modo que vas a dedicarte a cultivar trigo, ¿no es eso? Creo que me gusta la idea.
—Exige menos capital inicial, bastante menos mano de obra y, en último término, se consiguen mayores beneficios, sobre todo porque he estado trabajando en una clase experimental de trigo capaz de crecer en condiciones de sequía.
Pauline observó la forma en que movía las manos mientras hablaba de su plan, con una ceja ligeramente levantada, como le ocurría cada vez que se entusiasmaba por algo. Era parecido a Colin, pensó, antes de que los años de amargura y frustración le hubieran hecho aparecer arrugas en su rostro juvenil. Se dio cuenta de que en muchos aspectos Judd era como su padre: tozudo dedicado a alcanzar sus sueños, aunque, en su caso, poseía la influencia suavizadora de su madre Christina, que había muerto catorce años antes.
—Volveré a casa a tiempo para la cena —dijo Pauline inclinándose para besarle en la mejilla—. Le he pedido a Jenny que esta noche te prepare tu budín favorito.
Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, Judd dijo:
—Él nunca te apreció en lo que vales, ¿sabes?
—Creo que quizá sí lo hizo, al menos a su manera —dijo ella, sonriéndole tristemente.
—¿Crees que regresará alguna vez a nuestro lado?
—No lo sé, Judd.
—Para entonces, Kilmarnock te pertenecerá a ti. ¿Le permitirás regresar?
—Eso tampoco lo sé.
Pauline trataba de no pensar en lo que podría ser, en lo que le depararía el futuro. Estaba decidida a seguir viviendo su propia vida, a pesar de lo que sospechaba empezaban a pensar sus amigos. Ya lo había visto ocurrir con anterioridad; la sociedad del distrito occidental le echaba las culpas a la mujer abandonada, como si el hecho de que su esposo se hubiese marchado hubiera sido responsabilidad suya. Pero Pauline se negaba a considerar las acciones de Colin como un abandono. En su opinión, se había marchado porque se había sentido avergonzado de sí y porque se creyó capaz de salvar algunos restos de respeto por sí mismo regresando a su castillo ancestral en Escocia. No podía acusarle por desear escapar de un matrimonio que no debería haberse producido y de la ruina financiera. Pauline seguía apareciendo por el distrito, asistiendo a los acontecimientos sociales y llevando la cabeza bien alta, mientras la gente le dirigía miradas disimuladas. Y se había negado también a abandonar Kilmarnock a su suerte. Había utilizado su propia herencia, junto con una ayuda financiera adicional de Frank para pagar todas las deudas de Colin. Ahora esta era su casa y no tenía la intención de abandonarla nunca.
—A partir de ahora, todo va a ir bien, madre —dijo Judd—. Ya lo verás.
Pauline abrió la puerta y pensó en el verdadero milagro que se había producido, en alguna parte del camino, a partir del momento en que dejó de pensar en Judd como el hijo de otra mujer.
—¡Ah, estás ahí! —exclamó una voz tras ella.
Se volvió, asombrada al ver allí a Frank.
—Precisamente me disponía a ir a verte —le dijo.
—Sí, lo sé. Pero ha ocurrido algo. Tengo que ir inmediatamente a Merinda, y he pasado antes por aquí para decirte que tendremos que retrasar nuestra reunión para hablar de negocios.
—¿Qué está ocurriendo en Merinda?
—Parece ser que Joanna está teniendo problemas muy graves en Australia Occidental, y Hugh me ha pedido que le ayude.
—¿Qué clase de problemas?
—En la nota que me ha enviado no me dice nada al respecto. Pero, sea lo que fuere, es urgente.
—Iré contigo —decidió Pauline.
—Yo también quiero ir —dijo Judd levantándose y poniéndose la chaqueta.
—Ese es el caballo de Reed —dijo Frank cuando empezaron a descender por el camino que conducía hasta la casa.
—¿Y no es ese el carruaje de Hamilton? —preguntó Pauline—. Al parecer, Hugh ha solicitado ayuda en todas partes.
—Eso quiere decir que se trata de algo grave —dijo Frank ayudando a su hermana a bajar del carruaje.
Se vieron sorprendidos al encontrar a una pequeña multitud que llenaba el salón. Allí se encontraba hasta Ezekial, el viejo guía de cuerpo nudoso, con la poblada barba blanca, sujeta por el cinturón, de tan larga como la tenía. En el momento en que entraron los tres, el aborigen estaba diciendo:
—Tengo buenos ojos, jefe. Lléveme. Yo encontraré a la señora.
—Gracias, Ezekial —dijo Hugh—. Aprecio mucho tu predisposición para ayudar.
Pauline se sintió asombrada al ver el aspecto que ofrecía Hugh. Estaba despeinado y no iba vestido como solía hacer para recibir a las visitas. Además, en sus ojos y en su voz había algo que ella nunca había visto hasta entonces.
—Hugh —dijo, acercándose a él—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
Le explicó en breves palabras el contenido de la carta del comisario Fox diciéndole que había intentado enviar un telegrama a Australia Occidental. Pero cuando en las oficinas del telégrafo en Cameron Town se le dijo que las líneas seguían estando cortadas en Nullarbor, Hugh decidió organizar una expedición de rescate y acudir a Australia Occidental.
—Sobre eso sé algunas cosas —le dijo Frank a Hugh—. Sólo Dios sabe la experiencia que tengo en eso de organizar expediciones. Y esta vez no voy a enviar a ningún periodista. Yo mismo te acompañaré. Si Eric Graham muere, nunca me lo perdonaré.
Judd se acercó a Hugh y le dijo:
—¿Qué le ha sucedido a su hija? Beth también se marchó a Australia Occidental, ¿verdad?
—Ella también ha desaparecido —contestó Hugh con un hilo de voz.
—En tal caso —dijo Judd—, a mí también me gustaría unirme a la expedición.
—Será mucho mejor para todos nosotros que te quedes aquí —replicó Hugh rechazando su oferta—. Mi baño experimental con arsénico ha funcionado. Ahora hay que comunicárselo al resto de ovejeros. Es posible que algunos de ellos tengan una posibilidad de salvar sus granjas. Tú eres el hombre más indicado para hacer ese trabajo, Judd. Conoces la fórmula que he utilizado, y todos confían en ti. A ti te escucharán.
Más tarde, una vez que se hubieron trazado todos los planes, se hubo elegido a los miembros que participarían en la expedición, y se hubo terminado varias veces la jarra de café preparada por la señora Jackson, un silencio siniestro descendió sobre la casa. Sarah se acercó a Hugh y le dijo:
—Yo también te acompañaré a Australia Occidental. Te ayudaré a encontrar a Joanna y a Beth.