Incluso antes de que el capitán Fielding regresara junto a ella, después de haber conferenciado con el guía negro, Joanna se dio cuenta de que algo andaba mal.
Ella y su grupo se encontraban en una zona salvaje semidesértica llamada mallee, una extensión de desierto cubierta de matojos al borde del Gran Desierto Victoria. Habían partido de Kalagandra hacía cuatro semanas, viajando en camello por el desierto, y habían estado siguiendo este camino en particular desde hacía nueve días. Pero, por el momento, no habían encontrado a ningún aborigen, ni huellas de campamentos, ni nada que pudiera ser tomado por Karra Karra. Joanna, sentada en lo alto del camello, miró a su alrededor, observando una llanura que se extendía hasta el infinito, con una monotonía únicamente interrumpida por la mulga de color gris verdoso, por unos eucaliptos achaparrados y por unos robles del desierto, con unas peculiares hojas en forma de aguja.
Ahora tenía una comprensión mucho más clara de las facetas más duras y fuertes de Australia. Los mapas mostraban una delgada franja costera que rodeaba el continente, y en la que crecían los pueblos y ciudades, con exuberantes bosques y llanuras cubiertas de hierba. Pero más allá de esa franja se extendía la gran zona polvorienta, el corazón arenoso de Australia, que era la razón por la que hacía tiempo se había decidido importar camellos. Desde que abandonaron Kalagandra, Joanna y su grupo habían viajado de un desierto a otro, de una zona silvestre a otra, entre escasos árboles retorcidos que crecían en medio de llanuras arenosas y lagos salados en miniatura, donde abundaban los lagartos, las moscas y las serpientes y donde sólo de vez en cuando aparecía un ualabi o un emú. Y no se observaba la menor señal de la presencia humana, ningún signo de civilización en muchos kilómetros.
El día de junio era cálido y húmedo, a pesar de hallarse en una región desértica y la única señal de que hubiera un posible cambio de tiempo estribaba en las amenazadoras nubes negras que habían aparecido en el distante horizonte.
Joanna pensó en los miles de años que se habían necesitado para esculpir los riscos de arenisca que se mantenían gracias a los espinos y los matojos, y en lo poco agradable que era aquel lugar. Parecía imposible que una joven aborigen, acompañada por una niña pequeña, hubieran podido cruzar aquella extensión a pie y solas. Ella misma estaba acompañada por cuatro hombres, ocho camellos, raciones de agua y alimentos, armas de fuego, tiendas, suministros médicos y una brújula; y, a pesar de todo ello, la marcha era muy difícil. Joanna se preguntó si quizá la mujer aborigen y la niña habrían recibido ayuda de alguna clase.
Joanna vio a Sammy, el guía negro, alejarse con un rifle y un boomerang. Luego, el capitán Fielding se le acercó montado en un camello, con el rostro envuelto en la sombra que arrojaba su sombrero de ala ancha, y con el que había sustituido su gorra de marino.
—Le he enviado a buscar agua. Nuestras reservas están disminuyendo —dijo.
—Hay algo más que le preocupa, capitán. ¿De qué se trata?
—Lo siento, señora Westbrook, pero me temo que, por lo visto, nos hemos perdido.
—¿Perdido? Pero ¿cómo puede ser?
El capitán le tendió la brújula y dijo:
—Observe cómo funciona esto.
Joanna sostuvo el instrumento en la palma de su mano. La aguja se estremecía señalando el «norte» y luego, de pronto, cambiaba de dirección y señalaba el «sur».
—Hace días que se comporta así —dijo Fielding—. Al principio no lo hizo de una forma tan intensa, y Sammy y yo pensamos que podríamos establecer nuestros propios ajustes. Pero la situación no ha hecho más que empeorar, y ahora me temo que la brújula es inútil.
—¿Cuál es la causa? —preguntó Joanna, observando extrañada cómo la aguja repentinamente y volvía a señalar el «norte».
—No tenemos ni la menor idea. Jamás había visto que una brújula hiciera esto.
—¿No podría estar rota?
—Bueno, yo mismo me he hecho esa pregunta. Pero un buen marinero nunca se embarca hacia alta mar con una sola brújula. —Metió la mano en una de las alforjas y extrajo de ella una esfera del tamaño de una naranja; la mitad inferior era de metal, y la superior de cristal. En ella flotaba un compás—. Esto es algo que utilizamos en los barcos —explicó—. La aguja flota en el alcohol, ¿lo ve? Es mucho más digna de confianza que el modelo de mano. Pues bien, observe lo que hace.
Joanna miró fijamente la aguja que flotaba en la esfera. Se deslizó hacia la lectura que decía «norte» y luego continuó lentamente hacia el punto que indicaba el «sur».
—Si me pregunta mi opinión, yo diría que aquí están actuando fuerzas muy extrañas —dijo Fielding contemplando la extensión desolada que les rodeaba.
—¿Y no hay forma de saber dónde nos encontramos?
—Señora Westbrook, ni siquiera tenemos forma de determinar cuál es la dirección que tenemos enfrente. Habitualmente, un simple reloj sería suficiente. —Extrajo un reloj de su bolsillo y se lo enseñó—. Normalmente todo lo que tiene que hacer es dirigir la marca de las doce hacia el sol, y la línea norte-sur pasa a mitad de camino éntrelas doce y la manecilla de la hora. Pero no he logrado establecer un punto fijo con el sol.
Joanna observó con los ojos entrecerrados la extensión llana y blanca del cielo. El cielo estaba cubierto por nubes altas, como estopilla sobre la boca de una jarra. No se observaba una única fuente de luz solar, y esta parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. La única interrupción en medio de aquella extraña blancura eran las nubes negras que habían aparecido en el horizonte, y que ellos habían estado observando desde hacía días. Fielding había dicho que allí estaba descargando una tormenta, en la zona donde aparecían las nubes. Pero era imposible saber si la tormenta se desarrollaba en el norte, el sur, el este o el oeste, ni a qué distancia se encontraba de donde ellos estaban.
—¿Y qué ocurre con Sammy? —preguntó Joanna, refiriéndose al guía negro al que habían contratado en Kalagandra—. ¿No puede sacarnos de aquí?
—Sammy es un aborigen pilbara, señora Westbrook. Y esta zona no es su hogar ancestral. Dice que aquí es incapaz de leer las líneas de canto.
Beth se les acercó, montada en su camello. Después de haber tomado unas pocas lecciones en Kalagandra acerca de cómo montar en camello, se había acostumbrado a este medio de transporte. Al igual que sus compañeros, llevaba una bufanda extendida sobre la nariz y la boca, para impedir que el polvo se le metiera en los pulmones; también llevaba un sombrero de ala ancha para protegerse del sol. Se había metido los bordes de la falda larga en el interior de las botas de cana alta.
—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó.
Cuando Joanna le explicó lo que sucedía con la brújula, Beth preguntó:
—¿Vamos a retroceder?
Joanna pensó en Hugh. Estaba segura de que en aquellos momentos estaría ya camino de regreso hacia Australia Occidental. Seis semanas antes, cuando emprendió el viaje hacia Merinda, le prometió que tardaría una semana en solucionar el problema de la plaga de la mosca, y que, en cuanto lo hubiera hecho, regresaría de inmediato a Australia Occidental. Lo que significaba que estaría en Kalagandra aproximadamente en las dos Semanas siguientes. Joanna le había dejado una carta en el hotel Golden Age, explicándole lo que había hecho y por qué, así como en qué dirección había partido su pequeño grupo. También le informaba de que estaría de regreso en Kalagandra hacia mediados de junio, y para eso sólo faltaban unos pocos días.
Se volvió hacia el capitán Fielding.
—¿Podemos encontrar el camino de regreso? —preguntó.
—Antes tenemos que determinar en qué dirección se encuentra la ciudad, señora Westbrook. Si cometemos un error y nos dirigimos en la dirección equivocada, terminaremos metiéndonos en el Gran Desierto Victoria, y una vez allí es casi seguro que encontremos la muerte.
—¿Qué es el Gran Desierto Victoria, capitán? —preguntó Beth.
—En realidad, nadie lo sabe. No ha sido explorado aún. Los hombres que entran en él, ya no vuelven a salir. Pero me imagino que debe de tratarse de un lugar bastante peor que la zona por la que hemos estado viajando durante las cuatro últimas semanas. Le aseguro que nadie tiene deseos de terminar allí.
Eric Graham bajó del camello y se frotó la espalda entumecida, murmurando algo sobre una «forma condenadamente loca de viajar». En ese momento reapareció Sammy, sonriendo ampliamente por debajo de su destartalado sombrero.
—Mucha agua allí, capitán —dijo, señalando en una dirección.
—¿Hay un pozo grande? —preguntó Joanna.
—Muy grande, señorita —contestó el aborigen separando mucho los brazos.
«Gracias a Dios», pensó Joanna mirando a sus compañeros. Ya habían transcurrido seis días desde la última vez que vieran un charco; todos tenían las ropas sucias y sudorosas, y las caras cubiertas de mugre. Y los platos en los que habían estado comiendo últimamente sólo habían podido limpiarlos con arena. Joanna anhelaba poder darles un buen lavado.
—Sugiero que instalemos allí el campamento, capitán —dijo.
Pensaba que si, en efecto, su grupo se había perdido y no regresaban a Kalagandra en una semana, Hugh emprendería la marcha para buscarlos.
—Sí, estoy de acuerdo con usted —dijo el capitán haciendo que el camello se arrodillara y deslizándose rígidamente hasta el suelo.
—Capitán Fielding —dijo Beth—, ¿a qué distancia cree usted que está Kalagandra?
—No sabría decírselo, señorita. Creo que desde la semana pasada estamos viajando en círculos. De hecho, recomiendo que nos quedemos en este campamento hasta que hayamos podido orientarnos. Es posible que el cielo se aclare dentro de un día o dos. Continuar la marcha podría ser peligroso. Podríamos encontrarnos metidos en el Gran Desierto Victoria sin habernos dado cuenta de ello, y entonces lo pasaríamos muy mal para encontrar comida y agua.
Instalaron el campamento como habían hecho cada noche durante las últimas cuatro semanas. Sammy se marchó en busca de comida, y Graham y Fielding se dedicaron a plantar las tiendas. Beth empezó a buscar leña. Joanna se retiró a su tienda para refrescarse antes de unirse a los demás para la cena.
Encendió la lámpara y se quitó las horquillas del pelo. Se lo cepilló vigorosamente y se lo levantó sobre la cabeza, con cuidado, mostrándose muy meticulosa con la nueva colocación de las horquillas para sujetarlo. Se lavó las manos y la cara con el agua que Sammy había traído y luego se aplicó un poco de colonia de lavanda. Como sabía que cerca había una charca se cambió, poniéndose la última blusa limpia que le quedaba. Se dijo que al día siguiente se dedicaría a lavar toda la ropa.
Salió de la tienda y ya encontró preparadas la mesa y las sillas. Los platos estaban puestos.
Sammy era el cocinero, pero Joanna siempre inspeccionaba la comida, antes de comerla. Esta noche estaba preparando un estofado con el ualabi que había conseguido atrapar.
—Asegúrate de que está bien cocinado, Sammy —le dijo al joven aborigen.
Luego, sacó las hogazas de pan humedecido de entre los carbones, las limpió y las colocó sobre la mesa.
Sammy prefería quedarse a comer junto al fuego y hacerlo con los dedos, pero Joanna y sus compañeros se sentaban en las sillas y comían con cuchillos y tenedores.
—Capitán Fielding —dijo ella sentándose ante la mesa—, esas nubes negras que estamos observando desde hace días, ¿estarán sobre el Gran Desierto Victoria? Quiero decir, ¿es posible que llueva en el desierto?
—Sí, señora Westbrook, en el desierto también llueve —contestó Fielding, sirviéndose un vaso de ron de una botella que había llevado consigo. Dirigió una mirada malhumorada a la botella casi vacía y añadió—: Pero, como pasa raramente, cuando lo hace es de forma torrencial. Debemos asegurarnos de mantener una distancia prudencial entre nosotros y esas nubes.
—Lo que me estaba preguntando es que, si esa tormenta está descargando en el desierto, entonces ¿no podríamos determinar que Kalagandra se halla en la dirección opuesta?
—No necesariamente. Podría estar lloviendo también en Kalagandra, en cuyo caso el desierto estaría por ahí —contestó el capitán, señalando por encima de su hombro.
—Lo que no comprendo es cómo se las arreglan los aborígenes para sobrevivir aquí —intervino Eric Graham—. ¿Cómo son capaces de ir de un lado a otro en días en que no puede verse el sol? Ellos no disponen de brújulas.
—Tienen un sistema de caminos, señor Graham —contestó Joanna—. Bueno, no se trata de caminos tal y como los conocemos nosotros, sino más bien de senderos invisibles que cruzan todo el continente de un lado a otro. Los aborígenes viajan a lo largo de ellos del mismo modo que nosotros seguiríamos la calle de una ciudad o un sendero en el campo.
—Pero, si esos caminos son invisibles, ¿cómo saben ellos dónde están?
—Porque memorizan las características del terreno —contestó el capitán Fielding—. Son capaces de mirar ese árbol de ahí y pensar: «Aquí es donde hay que girar a la derecha». O un montón de rocas puede recordarles que se encuentran a medio camino de una charca. Nosotros, en cambio, podríamos estar sentados en estos momentos en medio de una de sus autopistas, y no tener ni la menor idea.
Graham miró a su alrededor en la penumbra, con una expresión de escepticismo en sus ojos.
—Por lo que está diciendo, si nosotros pudiéramos identificar uno de esos caminos invisibles, ¿encontraríamos nuestro camino de regreso a la ciudad?
—Si pudiéramos identificar la línea de canto adecuada —asintió Joanna—, podríamos seguirla directamente hasta Karra Karra, en lugar de estar dando vueltas sin sentido en medio de esta zona desértica confiando en tropezamos con algo.
Al recordar que Sarah le había indicado en cierta ocasión que una línea de canto del antepasado Canguro pasaba por Merinda, Joanna se preguntó si podría intentar hacer lo mismo allí. Sarah había mirado un montón de piedras, un agrupamiento de árboles, y a partir de eso había sido capaz de leer las señales que indicaban.
Después de cenar, mientras Sammy lavaba los platos, los demás se reunieron alrededor de la hoguera de campamento para tomar el té. Aunque este se preparaba en una jarra de hojalata, Joanna había traído consigo un azucarero de cerámica, tazas de té, lechera y cucharillas. Eric Graham sacó su cuaderno de notas y empezó a escribir en él, como hacía todas las noches, mientras que el capitán Fielding extrajo su pipa y la llenó. Beth se sentó y se puso a leer.
Joanna estudió los rostros de sus compañeros. Eric Graham parecía arreglárselas bastante bien, a pesar de los problemas que tenía con los insectos. Había tenido que tratarle en diversas ocasiones a causa de las mordeduras y picaduras que no parecían afligir a los demás. Beth, aunque también se las arreglaba bien, había necesitado que Joanna abriera la bolsa de medicamentos en dos ocasiones. Su mayor preocupación, sin embargo, la constituía el capitán Fielding. Joanna se preguntaba si, a su edad, no estaría sometiéndose a unas condiciones de vida excesivamente duras. No es que se hubiera quejado, pero ella percibía la fatiga en su actitud y en el color grisáceo de sus mejillas.
Empezaba a preguntarse si no debió haber hecho caso de la advertencia del comisario Fox en contra de la idea de dirigirse hacia el desierto.
—Espere a que llegue su marido, señora Westbrook —le había dicho Fox—. Llévese con usted más hombres y provisiones.
Pero Joanna se había sentido embargada por una sensación de que el tiempo transcurría con excesiva rapidez. La hermana Verónica le había dicho que Emily había llegado desde esta dirección, lo que significaba que Karra Karra se hallaba por allí, en alguna parte y, posiblemente, también encontraría allí el clan de Djoogal. De hecho, se habían demorado dos semanas en Kalagandra para preparar su pequeña expedición, porque hubo que traer los camellos desde Albany, y también tuvieron que encontrar un guía nativo en quien pudieran confiar. Joanna había sido incapaz de seguir esperando más tiempo, y mucho menos después de haber recorrido un camino tan largo para llegar hasta allí, después de todo el tiempo empleado y de saber que se hallaba tan cerca.
Una vez que el capitán Fielding hubo encendido la pipa, llenando el aire con el aroma a humo picante, dijo:
—¿Les he hablado en alguna ocasión de la vez en que…?
Y se puso a contar la historia de uno de sus viajes por tierras lejanas, habitadas por doncellas exóticas, marinos asesinos y serpientes marinas. Sus compañeros se quedaron escuchándole amablemente, aunque sin gran interés, porque en las semanas transcurridas desde que abandonaron Merinda ya habían escuchado muchas de sus historias, y ahora empezaba a repetirse. Pero aquello era mejor que escuchar el silencio del desierto, que se había convertido en algo amenazador y zumbante, y que no hacía más que recordarles su propia vulnerabilidad. Mientras estaban medio escuchando a Fielding, sus compañeros seguían permaneciendo alertas al silencio, pensando en las advertencias que les había hecho el comisario Fox acerca de las serpientes, los escorpiones y los aborígenes, que eran capaces de matar a un hombre para robarle su tabaco. Joanna y Beth se habían mostrado particularmente vigilantes ante la presencia de dingos, contra los que también les habían advertido.
Mientras Fielding seguía hablando, Joanna observó la brújula que seguía teniendo en la mano. Se sentía como hipnotizada por esa acción tan peculiar de la manecilla, que giraba erráticamente entre el norte y el sur. Levantó la mirada hacia el cielo.
—Es extraño… —murmuró—. No hay luna ni estrellas; sólo una negrura muy peculiar.
El lápiz de Eric Graham produjo un sonido de rasgueo sobre el papel de la libreta donde escribía: «Nunca había escuchado un silencio como este —escribió—. Hace que me pregunte si no habremos sido transportados de algún modo a otro mundo, donde no hay ni luna ni estrellas».
Eric empezaba a sentir que le flaqueaba el espíritu, a medida que se hacía cada vez más remota la perspectiva de encontrar Karra Karra. Le preocupaba la idea de tener que regresar a Melbourne sin nada de que informar. Cuando Frank Downs le preguntó si le gustaría participar en la expedición, Eric aceptó la idea con entusiasmo. Estaba cansado de escribir historias sobre ballenas avistadas desde la costa. Anhelaba alcanzar renombre en el reportaje de noticias atrevidas. Y esta le pareció una oportunidad tremenda para un periodista ambicioso, dispuesto a correr riesgos, ya que sería la primera historia de su clase informada directamente por un periodista, en lugar de hacerlo de segunda mano. Eso podía proporcionarle prestigio y fama y una oportunidad para demostrarse a sí mismo ser el mejor en su campo. Además, eso también podría cambiar la actitud de cierta joven que había rechazado hacía poco su propuesta de matrimonio. Pero antes tenían que descubrir Karra Karra.
—¡Por Dios! —exclamó dejando caer el lápiz y frotándose las manos—. ¡Mira que puede hacer condenado frío por la noche!
De improviso, el capitán Fielding se levantó y miró a su alrededor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna.
El capitán aguzó los ojos y observó, tratando de penetrar la oscuridad.
—No lo sé —dijo—. El aire…, creo que hay algo extraño…
—Beth, ¿estás lo bastante caliente? —preguntó Joanna arrebujándose mejor en el chal.
—Estoy muy bien, mamá —dijo Beth sin levantar la mirada de la lectura.
Joanna le había entregado a Beth el diario de lady Emily el primer día que salieron de viaje desde Kalagandra, explicándole a su hija que ya era hora de que conociera la verdadera razón de su viaje por el desierto. Beth leía un poco cada noche y Joanna veía cómo su hija se enfrascaba en las palabras escritas en el pasado, lo quieta que se quedaba con una expresión ausente en la mirada. Después, cuando se retiraban a descansar, Beth solía tener tantas preguntas que hacerle, que a veces se pasaban una hora antes de quedarse dormidas. Ahora ya casi había terminado de leer el libro y estaba tan enfrascada en él como si se tratara del final de una novela de misterio.
—Me pregunto a qué viene todo esto —dijo finalmente levantando la cabeza—. Quiero decir, ¿por qué tenemos miedo de los perros, mamá? Yo sé que lo tengo debido a lo que ocurrió con los dingos y el pobre Button. Pero la abuela también tenía miedo de los perros, igual que tú. ¿Crees de veras que existe una maldición contra nosotras? ¡Qué apasionante!
—¿Apasionante? —replicó Joanna—. Bueno, supongo que en cierto sentido lo es.
—¿Y crees que el bisabuelo cometió un crimen? Me pregunto de qué se trataba. ¿Robó el ópalo, quizá? Sé que es muy valioso, pero yo creía que los aborígenes no tenían posesiones. Seguro que no creerían que un ópalo es un objeto valioso, ¿verdad?
—Quizás el ópalo tenga para ellos un valor distinto… posiblemente un valor religioso.
Joanna le había mostrado la piedra a Beth la primera noche que instalaron el campamento. Beth ya lo había visto con anterioridad, pero esta vez, cuando Joanna le explicó su verdadero significado, la joven lo sostuvo en la mano, sintiendo su calor peculiar, observando fijamente sus profundidades, hipnotizada por los brillantes destellos rojos y verdes antes de preguntar: «¿Por qué crees que lo ocultaron dentro de “Rupert”?».
—¡Yo apostaría a que el bisabuelo Makepeace descubrió una mina de ópalos! —dijo ahora—. ¿Verdad que la abuela menciona aquí algo sobre otro legado? —dijo, tendiéndole el diario a Joanna—. ¿Algo que ella tenía la sensación de que debía regresar a buscar? ¡Apuesto a que la escritura de propiedad se refiere a eso!
Pero Joanna no estaba tan segura de saber qué podría ser aquel «otro legado». Al guardar cuidadosamente el viejo libro en la bolsa de cuero, que también contenía las notas de su abuelo, la escritura y el ópalo, Joanna recordó algo que Sarah le había dicho hacía mucho tiempo: «El libro es el Sueño de tu madre. Es su línea de canto. Síguelo y encontrarás el lugar que andas buscando».
Pero ¿cómo podía seguirlo si era incapaz de comprender las claves que contenía?, se preguntó ahora. Quizá en el diario hubiera claves que indicaran el camino, pero, por alguna razón, Joanna no había sido capaz de encontrarlas y descifrarlas.
—¿Ocurre algo, capitán? —preguntó al ver que Fielding se alejaba de la hoguera del campamento.
—Tengo un mal presentimiento —contestó el capitán.
—¡Eh!, ¿qué es ese ruido? —preguntó Graham de pronto.
Todos se quedaron escuchando.
—Parece como si fueran truenos —dijo Beth.
Pero Sammy se había levantado de repente.
—¡Agua! —gritó.
Se volvieron hacia la dirección de donde procedía el ruido. No podían ver nada, pero sintieron retemblar la tierra.
—¿Qué…? —empezó a decir Graham. Y, de improviso, se abalanzó sobre ellos.
—¡Mamá! —gritó Beth.
—¡Beth!
Joanna abrió los ojos y miró fijamente el cielo. Levantó la cabeza y se sintió invadida por una oleada de náuseas. Permaneció quieta durante un momento, tratando de pensar. Rebuscó en su mente, tratando de encontrar sus últimos recuerdos. ¿Qué había ocurrido?
Se tocó la cabeza, y la arena se desparramó sobre sus ojos y boca. Tosió, se incorporó, sentándose, y el mundo pareció volcarse. Se llevó la mano a la frente y sintió un doloroso hematoma.
Miró a su alrededor. El terreno no le era familiar; no se encontraba en el mismo lugar donde habían acampado la noche anterior; las colinas y los árboles estaban en posiciones incorrectas. Entonces se dio cuenta de que las tiendas ya no estaban allí, ni los camellos… ni los hombres.
Y entonces lo recordó… la muralla de agua que se había derramado sobre ellos de improviso.
¡Beth!
Hizo esfuerzos por ponerse en pie. Registró frenéticamente el paisaje, buscando señales de la presencia de Beth y de los demás. Pero allí no había nadie.
Siguió mirando a su alrededor. ¡No podía haber sido ella la única superviviente! Sin lugar a dudas, los otros habrían podido mantenerse a flote de la repentina inundación y ahora se estaban recuperando, captando esta conmocionante realidad, y no tardarían en regresar hasta donde estaba ella.
Sin duda, ¡Beth no podía haber muerto!
Se envolvió con sus propios brazos y se dijo en silencio: «No te dejes llevar por el pánico. Conserva la cabeza fría. No pierdas el control».
Trató de recordar qué había sucedido. Habían estado sentados alrededor de la hoguera del campamento cuando Graham había preguntado: «¿Qué es ese ruido?». Se habían vuelto todos a tiempo para ver una oscura muralla de agua que se abalanzaba sobre ellos. Joanna recordó que Beth había tratado de llegar a su lado. Después de eso… ya no recordaba nada.
Empezó a temblar de pronto y el mundo volvió a tambalearse a su alrededor. Se dio cuenta entonces de que estaba pasando por una conmoción.
Vio un eucalipto cercano que, de algún modo, se había librado del agua embravecida y que todavía se erguía recto. Avanzó hasta él y se apoyó en su tronco, sin dejar de temblar, castañeteándole los dientes. El día se oscureció y luego se iluminó de nuevo y supo que estaba a punto de perder el conocimiento. Se sentó rápidamente en el suelo y colocó la cabeza entre las rodillas.
—¡Oh, Dios mío! —sollozó—. Que los demás sigan aún con vida. Beth…
Al cabo de un momento remitió la sensación de vértigo y Joanna pudo recuperar el control de sí misma. Registró los alrededores con la mirada, esta vez más cuidadosamente. A juzgar por la luminosidad del día, era casi mediodía. Vio la misma zona desértica, salpicada de eucaliptos tumbados y de mulga por la que había estado viajando durante cuatro semanas, sólo que los árboles y arbustos aparecían ahora desarraigados, y sus pálidas raíces señalaban hacia el cielo. No había la menor señal de su campamento, ni de las sillas. Era como si la faz de la tierra hubiera sido lavada.
Y Beth. ¿Dónde estaba Beth?
Se dio cuenta entonces de que también había perdido la bolsa… el ópalo, el diario de su madre.
Volvió a levantarse y, sujetándose al árbol, se afianzó. Vio sombras moviéndose sobre el suelo, a corta distancia de donde se encontraba, y levantó la vista para observar unas aves grandes que trazaban círculos en el cielo.
Y entonces vio algo más. Una forma oscura tumbada sobre la arena.
Reconoció la chaqueta azul marino y los botones de latón.
—¡Capitán Fielding! —exclamó echando a correr hacia él—. ¡Oh, gracias a Dios!
Estaba tumbado de espaldas, aunque en una posición nada natural. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Trató de encontrarle el pulso en el cuello. Estaba muerto.
Joanna se envolvió las rodillas con los brazos y trató de reprimir las oleadas de pánico y de histeria. No recordaba haber tenido tanta sed como ahora. ¿Dónde iba a encontrar agua? Extrañamente, el suelo estaba seco. ¿Cómo podía ser después de tamaña inundación? ¿Acaso había permanecido inconsciente más tiempo del que se había imaginado?
Levantó la mirada, parpadeando para observar un águila solitaria que trazaba círculos sobre su cabeza. Sabía que, a veces, las águilas eran capaces de arrebatar a corderos recién nacidos, e incluso bebés humanos. ¿Se atrevería a atacar a una mujer indefensa?
Tenía que hacer esfuerzos por controlarse. La repentina inundación lo había arrastrado todo, llevándoselo consigo. Pero ella no había muerto. Eso significaba que los otros también podían haberse salvado, así como, quizás, los suministros del campamento.
Mientras las formas oscuras continuaban trazando círculos sobre el suelo, Joanna cubrió el cuerpo de Fielding con arena y rocas y cuando hubo terminado se las arregló para confeccionar una tosca cruz con ramas de eucalipto que clavó en la arena, sobre la cabecera de la tumba. Rezó una oración y luego se incorporó. Se había quedado con la chaqueta azul marino del capitán.
Levantó la mirada para ver si se veía el sol en el cielo, pero sólo distinguió la misma y burlona blancura que se extendía de un lado a otro del horizonte. Estudió los árboles y arbustos que habían sido arrancados, y determinó cuál había sido el camino seguido por la repentina inundación. Luego, empezó a caminar.
A medida que iba dejando la tumba atrás fue aumentando su atención para tratar de distinguir cualquier objeto que le pareciera sospechoso. Sintió punzadas de hambre y una sed intensa le indicó que necesitaba encontrar agua con rapidez. Y mientras caminaba iba gritando:
—¡Beth! ¡Sammy! ¡Señor Graham!
Al cabo de unos pocos cientos de metros, empezó a encontrar cosas: un pellejo de agua, todavía lleno; una lata de ternera salteada, y otra de bizcocho; el sombrero de Eric Graham. Bebió un poco de agua, deteniéndose para valorar la situación. Decidió que disponía de alimentos y agua suficientes para resistir unos pocos días, siempre y cuando llevara cuidado.
Ahora tenía que encontrar a Beth. Pero ¿dónde había que buscarla? ¿Hasta dónde podría llegar con las pocas provisiones de que disponía? Entonces recordó las advertencias del capitán Fielding sobre lo peligroso que era aventurarse por el Gran Desierto Victoria que, con toda probabilidad, era un terreno mucho más hostil que este, y donde seguramente se perdería y moriría. Al pensar en Hugh, y en el hecho de que probablemente ya estaría en Perth, o incluso en el tren que lo conduciría a Kalagandra, decidió acampar donde se encontraba y esperar el rescate, convencida de que él saldría a buscarla en cuanto llegara a Kalagandra y no la encontrara.
Joanna tomó un pequeño sorbo de agua del pellejo y lo mantuvo en la boca durante un largo rato antes de tragarlo. Calculó que le quedaba apenas poco más de una taza de agua. Esa misma mañana había acabado sus últimas provisiones.
Salió de debajo del tosco toldo que había montado, apoyado contra el tronco del eucalipto, y observó el paisaje. Nada había cambiado en los cinco días que llevaba allí. El cielo seguía estando extrañamente cubierto y difuminando la luz en todas direcciones de modo que seguía sin poder determinar ninguna dirección. En el momento de la puesta de sol, todo el mundo parecía oscurecerse al mismo tiempo, de modo que era imposible saber dónde estaba el este y dónde el oeste. Joanna nunca veía la salida del sol, y siempre se despertaba bajo una brillante luz diurna. Pero ahora necesitaba conocer las direcciones, porque tenía que abandonar su pequeño campamento.
Durante aquellos cinco días, había sobrevivido con la esperanza de que alguien de su grupo la encontrara, de que Beth apareciera de pronto ante ella, o el propio Hugh. Cada día había emprendido el camino en una dirección diferente, alejándose de su campamento todo lo que se atrevió, sin perder nunca de vista el toldo, y dejando una hilera de piedrecillas. Exploraba así todo el terreno que podía y luego regresaba, poco antes del anochecer, siguiendo la hilera de piedrecillas hasta el cobijo, donde comía un poco de la carne enlatada y los bizcochos, y luego dormitaba a intervalos, envuelta en la chaqueta del capitán Fielding para protegerse del frío, deseando saber cómo podría encender una hoguera sin cerillas. Se había despertado muchas veces, aterrorizada, reviviendo en sus pesadillas la inundación repentina, o viendo a Beth apareciéndosele en sueños y muriendo de formas diferentes. Entonces, Joanna se despertaba asustada por sus propios gritos y se quedaba allí, temblando bajo el tosco techo que se había construido contra el eucalipto, rezando para que aquello no fuese más que un mal sueño y no tardara en despertarse de nuevo en su cama, en Merinda.
Y había llorado… por Beth, por el pobre capitán Fielding, por sí misma.
Ahora, se le había terminado la comida y estaba a punto de sucederle lo mismo con el agua. Joanna se enfrentaba a la dura perspectiva de tener que abandonar este lugar para intentar sobrevivir. Pero no sabía qué camino tomar. Había encontrado la brújula, con su aguja errática, y la bolsa de cuero con sus preciosos contenidos, sorprendentemente intactos. Pero eso no le serviría de nada para indicarle dónde estaba el este y dónde el oeste, ni la conduciría hacia el aumento y el agua.
Observó el pelado paisaje y trató de recordar lo que había escuchado decir a lo largo de los años acerca de la mejor forma de sobrevivir en una zona desértica. Sabía que allí había agua, oculta, pero una tenía que saber dónde se la podía encontrar. Y el alimento, si se era astuto y habilidoso, podía ser abundante.
Sopesó el pellejo de agua en su mano. Sabía que lo primero que tenía que hacer era encontrar agua.
Pero Joanna no deseaba ponerse en marcha de forma arbitraria siguiendo cualquier dirección que se le ocurriese. Tenía que caminar con un propósito, tenía que elegir el camino correcto. Observó las colinas bajas que se extendían a su derecha, y que había explorado en su primer día. Sabía que por allí no había agua. A la izquierda había un terreno de piedras desparramadas a lo largo de muchos kilómetros como si una montaña hubiera explotado hacía mucho tiempo. Por detrás tenía una extensión llana y monótona, y por delante continuaba el mallee, ofreciendo, quizás, la perspectiva más prometedora, con sus matojos salinos y los eucaliptos enanos.
Así pues, eligió emprender el camino en aquella dirección. Pero, antes de hacerlo, dejó una señal para que la vieran otros, si es que aparecían por allí, permitiéndoles saber que ella había estado allí. Se quitó uno de los pendientes de lapislázuli y lo ató a la rama baja de un árbol. Luego utilizando una piedra puntiaguda, grabó su nombre en la corteza del árbol. A continuación, creó sobre la arena una larga flecha, utilizando guijarros, indicando a quienes acudieran en su rescate la dirección que había tomado. Finalmente, abandonó la relativa seguridad y familiaridad de su pequeño campamento, llevando consigo la chaqueta de Fielding, la bolsa de cuero y el pellejo de agua, perturbadoramente ligero. Decidió caminar todo lo que pudiera, por muy débil que se sintiera, y que mientras tanto se negaría a beber agua, sin que importara la sed que tuviera. Deseó haber conservado el sombrero de Eric Graham, que había encontrado hacía varios días, pero que, en el estado de conmoción en que se hallaba, no se le ocurrió conservarlo.
Avanzó tambaleante por el semidesierto, levantándose los bordes de la falda y las enaguas, caminando sobre la llanura de arena y los lagos de sal secos, pasando por entre la mulga, los espinos y los eucaliptos que, con sus troncos múltiples y retorcidos, no se parecían en nada a los árboles altos y graciosos que estaba acostumbrada a ver en Merinda.
Transcurrieron las horas y ella mantuvo el buen ánimo dedicándose a pensar en su hogar, recitó fragmentos de las baladas de Hugh, mantuvo conversaciones imaginarias con Beth y con Sarah. Se imaginó encontrando a Beth justo delante de ella, sentada en su propio y pequeño campamento, y pensó en la enorme alegría de su encuentro mutuo. Al darse cuenta de que estaba oscureciendo, Joanna miró hacia atrás y ya no pudo distinguir el toldo, ni reconocer el terreno en el que se encontraba. No tenía ni la menor idea de cuánto había podido caminar, pero se sentía extremadamente hambrienta y la sed la atormentaba como no podría haber imaginado nunca.
Se sentó bajo la protección de un grupo de piedras, rezando para que aquello no constituyera la guarida de serpientes venenosas, y mantuvo el pellejo de agua sobre su regazo durante un largo rato, antes de tomar un sorbo desesperado.
El pánico y el temor empezaron a hacer nuevamente mella en ella. Levantó la mirada al cielo, pero seguían sin verse las estrellas o la luna. «Voy a morir aquí», pensó. Y empezó a llorar, no por sí misma, sino por aquellos que dejaría detrás.
Se despertó bajo otro cielo burlonamente lechoso, envuelta en un silencio que pensó iba a volverla loca. Después de haber dejado atrás su segundo pendiente y otra flecha confeccionada con piedras, continuó caminando, buscando entre las rocas y los lechos resecos por si encontraba algún pequeño charco de agua, excavando bajo los arbustos, tratando de extraer algo de humedad de aquel terreno tan despiadado. Al mediodía bebió sus últimas gotas de agua, pero conservó el pellejo con la esperanza de poder llenarlo pronto. Las punzadas de hambre se habían convertido en verdaderos dolores y, mientras seguía haciendo esfuerzos por continuar su marcha hacia un horizonte inhóspito, sintió temor del terrible final que probablemente la esperaba.
Al cabo de una hora o dos, tuvo que detenerse. Sabía que era inútil seguir esforzándose, sin saber hacia dónde se dirigía. El agua no iba a caer del cielo, ni surgiría mágicamente de la tierra. Tenía que encontrarla, y pronto, mientras aún le quedaran ánimos para intentarlo.
Tomó el cabello y se lo sujetó sobre la cabeza, formando un moño. Pensó en la mujer que había cruzado por aquella misma zona salvaje con su joven esposo y una niña pequeña. «Naomi era fuerte», habían dicho Patrick Lathrop y Elsie Dobson. Y Joanna se dio cuenta ahora de lo fuerte que había tenido que ser su abuela para sobrevivir en un lugar como aquel.
«Y yo soy la nieta de Naomi —se dijo observando el poco prometedor paisaje—. Yo también seré fuerte».
Entonces pensó en su madre, en lady Emily, que también había atravesado esta zona siendo una niña, en compañía de una joven aborigen, y se preguntó: «¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo fue posible que dos criaturas tan vulnerables, avanzando a pie, cruzaran tantos kilómetros de terreno inhóspito?».
Y entonces se le ocurrió la respuesta: porque ellas sabían seguir las líneas de canto.
Claro, esa era la respuesta. Ella había intentado sobrevivir pensando como una mujer inglesa bien educada, cuando debería haberse esforzado por pensar como la misma gente que había nacido en estas tierras, como los aborígenes. Ellos habían sobrevivido siguiendo las líneas de canto. Joanna sabía que las líneas de canto conectaban lugares de sueño, cada uno de los cuales representaba una fase del viaje de un antepasado, y que, habitualmente, se hallaban a un día de camino unas de otras. Pero ¿cómo encontrar una de ellas?
Se volvió, trazando lentamente un círculo, tratando de distinguir algo en el paisaje. Vio rocas, árboles enanos, colinas arenosas, lechos resecos, pero nada que se pareciera a una línea de canto. Y entonces fue cuando se preguntó a qué se parecía, en realidad, una línea de canto.
De repente, recordó algo sucedido hacía años cuando ella y Sarah habían bajado al río y Sarah le había dicho que el antepasado Canguro había pasado por Merinda. Había señalado hacia una colina cubierta de hierba y había dicho: «Aquí fue donde durmió el viejo hombre Canguro. ¿Ves sus grandes patas traseras, su larga cola, su cabeza pequeña?». Joanna había mirado con mucha atención la colina y, en efecto, había visto la forma de un canguro dormido.
¿Era esa la respuesta? ¿Observar el paisaje para captar claves e imágenes naturales? ¿Dejar de contemplar el terreno desértico con los ojos de una inglesa y tratar de ver este lugar como lo vería un aborigen?
Miró y miró y, poco a poco, el paisaje empezó a parecerle más interesante. Las rocas, los árboles y los lechos resecos empezaron a desplazarse; seguían quietos en su sitio, pero experimentaban una metamorfosis. De pronto, Joanna se quedó mirando fijamente un grupo de rocas; ¿no podía ser aquello el perfil de un emú?
Corrió hacia ellas, ávida por el hambre y la sed y al llegar a ellas buscó la comida o el agua que debería haber habido allí. Pero sólo se trataba de un grupo de rocas peladas.
Volvió a mirar a su alrededor. Allí, justo por delante, en aquel lecho reseco y la forma en que se curvaba. ¿Se parecía aquello a una serpiente? Joanna corrió hacia allí, cayó de rodillas y excavó en la dura arcilla. Pero no brotó agua.
Se levantó y volvió a observar el paisaje, ahora con los ojos llenos de lágrimas. La naturaleza parecía estar burlándose de ella, mostrándole lugares de sueño que en realidad no lo eran.
La desesperación surgió en ella como una oleada de calor. Pensó en el capitán Fielding, que ahora yacía en una pobre tumba, sin lápida, con su sueño de vivir sus últimos años bajo el sol de Fiyi tan muerto como él.
—¡No es justo! —gritó de pronto Joanna—. ¡Beth! ¿Dónde estás? ¡Oh, Dios…!
Volvió a caer de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Cuando las lágrimas saladas le llegaron a la boca, Joanna se quedó atónita. Al principio, pensó que había empezado a llover, y luego vio la humedad en sus manos. Se lamió las palmas y pensó a qué estado tan desesperado se había visto reducida. Se hundió lentamente hacia el suelo y se quedó observando fijamente la tierra seca. La mirada se posó sobre la bolsa de cuero, con sus hebillas deslustradas y las iniciales «JM». Pensó en los papeles que su abuelo había escrito tan cuidadosa y meticulosamente en taquigrafía, y en lo inútiles que le eran ahora a ella. A pesar de ser una crónica de sus observaciones sobre los aborígenes, no contenían ninguna información práctica. Había escrito que las mujeres se habían dedicado a recoger comida, pero no había dicho nada acerca de cómo lo hacían. Había dicho que el clan iba a los pozos de agua, pero no registró la manera en que encontraban esas charcas o pozos. Aquello no era más que un montón de papeles malditos sin valor alguno.
De pronto, levantó la bolsa y la arrojó lejos de sí, con toda la fuerza que pudo. La bolsa rebotó sobre un gran pedrusco y cayó con un ruido sordo. Mientras Joanna la miraba, sintiéndose miserable, recordó que allí guardaba la escritura, el ópalo y el diario, así que se levantó para recuperarla. Miró en el interior para asegurarse de que el ópalo no se había roto con el golpe y entonces vio sus propias notas, la traducción de los papeles de John Makepeace. Y su mirada se detuvo sobre una frase que ella misma había escrito: «El clan de Djoogal pertenece al tótem Canguro».
De repente, Joanna se dio cuenta de que había tenido razón en una cosa: debía encontrar una línea de canto y seguirla. Pero se había equivocado al pensar que ella pudiera elegirla. La línea de canto correcta tenía que estar allí, y no ser simplemente algo que se pareciera a un emú o a una serpiente o a cualquier otro símbolo que ella misma eligiera; había que saber con exactitud qué línea de canto cruzaba por este territorio en particular. Y, si se encontraba en el territorio ancestral del clan Djoogal, eso significaba que debía buscar la línea de canto del antepasado Canguro.
Subió a la orilla del lecho reseco y volvió a observar el paisaje con atención, buscando esta vez el antiguo camino que el antepasado Canguro tuvo que haber tomado hacía miles de años, cuando había pasado por aquí por primera vez, cantando para configurar la creación. Trató de dejar a un lado a Joanna Westbrook, y convertirse en una mujer djoogal, en un miembro de su clan, o quizás en la joven llamada Reenadeena. Si ellos hubieran estado aquí, buscando la línea de canto del Sueño Canguro, ¿qué habrían visto?, se preguntó.
¿Qué había allí, al otro lado? Una formación rocosa, surgida de la tierra hacía milenios, y que Joanna habría considerado antes como un ave lira dormida, o como una rata de Malabar en posición defensiva, pero que ahora le pareció como dos canguros, uno grande y otro pequeño, inclinados hacia la tierra, como si estuvieran pastando.
«Allí —pensó—. ¿Fue allí donde el antepasado Canguro se detuvo hacía mucho tiempo para descansar y comer?».
Empezó a caminar hacia la formación rocosa, apenas consciente de que el día se iba oscureciendo, o de que empezaba a sentirse mareada, o de que el pulso le latía de forma irregular en las sienes. Y antes de llegar a la formación rocosa, Joanna creyó haber encontrado un lugar de sueño del antepasado Canguro.
Joanna contaba el paso de los días recogiendo pequeñas ramitas. Cada mañana, antes de emprender de nuevo el camino buscaba una ramita y se la guardaba en el bolso. Luego, dejaba alguna clase de señal, o bien su nombre grabado sobre una roca, o sus iniciales grabadas en el tronco de un árbol, añadiendo siempre la flecha de piedras indicando la dirección en la que había emprendido el camino. Y para cuando cobró conciencia de haber abandonado la relativa seguridad del mallee, y empezado a adentrarse en el Gran Desierto Victoria, Joanna ya había recogido catorce ramitas.
Ahora disponía de agua y de alimento. En el primer lugar de sueño había excavado en la tierra hasta que encontró un agua salobre, pero potable. En el siguiente lugar de sueño, donde pudo ver en el perfil de una formación salina el lugar donde el antepasado Canguro se había apareado con otro canguro, Joanna extrajo los valiosos gusanos de las raíces de una acacia y se los comió crudos.
Un día se las arregló para cazar un lagarto, que también se comió crudo. Y entonces recordó algo que Bill Lovell le había dicho hacía mucho tiempo: que la corteza interior de un árbol se podía comer cruda. Y también había comido de eso.
Uno de los lugares de sueño era un enorme agujero en el suelo, que ella supuso debió de ser el cráter abierto por un meteoro, causado por alguna lluvia celestial prehistórica, porque cuando comprobó su brújula, la aguja se volvió loca, saltando de un lado a otro. El suelo del cráter se había convertido en un lecho de arcilla, y Joanna recordó que Sarah le había hablado de cierta clase de rana que se enterraba en terrenos arcillosos, justo por debajo de la superficie, entre un aguacero y otro, almacenando agua en su cuerpo. Excavó en la arcilla y encontró ranas que, al ser apretadas, vertían un agua fresca y potable.
Un día, a últimas horas de la tarde, vio una bandada de cacatúas de cola roja que pasó volando sobre su cabeza, y pensó: «Se dirigen hacia donde hay agua». Las siguió y encontró una charca de agua fresca.
Al quinto día de seguir el Sueño Canguro, Joanna se encontró con algo que la conmocionó y la desanimó mucho. Era el esqueleto de un hombre. Las ropas se habían podrido hacía ya tiempo, y los huesos aparecían totalmente limpios; dedujo por ello que no había sido ninguno de los miembros de su grupo. Pero aquel hombre había perecido allí, a solas, porque no había sabido cómo encontrar las líneas de canto. Joanna quitó de la calavera un par de gafas con montura metálica y se las guardó.
Aquella misma tarde, antes de que oscureciese, pudo encender una hoguera, utilizando una de las lentes de las gafas y dirigiéndola hacia el lugar donde se imaginaba que podía estar el sol. Finalmente, pudo comer alimento cocinado.
El octavo día, dos águilas volaron sobre ella, peleándose por un ualabi recién nacido al que una de ellas había atrapado. En su lucha, lo dejaron caer y Joanna corrió y lo atrapó. Le desgarró el costado y lo asó sobre los carbones calientes. Aquella carne le duró varios días.
Mientras seguía la antigua línea de canto, empezó a notar que su cuerpo se iba fortaleciendo, a pesar de su dieta tan primitiva y de los aspectos más incómodos del paisaje. En lugar de ir debilitándose y sentirse más impotente, como había esperado, sintió que una nueva y curiosa fortaleza invadía poco a poco su cuerpo.
Perdió las horquillas del cabello, de modo que este le colgaba, llegándole casi hasta la cintura, y tenía que echárselo hacia atrás, sobre las orejas. Cuando el tiempo empezó a hacerse más caliente, se desabrochó los botones superiores de la blusa y se subió las mangas. Se quitó las enaguas y las enterró, impulsada por un vago sentido de modestia. Mezcló agua con arcilla y se confeccionó una pasta que se extendió sobre la cara para protegerla de las quemaduras del sol. Ató ramas de mulga y se las puso sobre la cabeza, a modo de sombrero. Colocó todas sus pertenencias en la chaqueta del capitán Fielding, bien sujetas, y luego se ató esta alrededor de la cintura, de modo que pudiera caminar con las manos libres.
Un cambio se produjo en el terreno. Un buen día, Joanna observó de pronto que había entrado en un mundo maravilloso. El desierto centelleaba. Las charcas secas se extendían como depresiones en forma de salsera, llenas con depósitos minerales que relucían con los colores del arco iris, y palpitaban como cristal. Los lechos salinos relucían y el cielo era incandescente. Joanna se sintió abrumada por la sensación de haber retrocedido al principio de los tiempos, a la época del Sueño.
Finalmente, apareció el sol y pudo establecer la dirección que estaba siguiendo utilizando su reloj. La línea norte-sur corría entre el mediodía y la manecilla de la hora. Observó entonces que se estaba dirigiendo hacia el este, introduciéndose cada vez más y más profundamente en el corazón del Gran Desierto Victoria.
Sin embargo, sabía que no podía retroceder. Por detrás de ella no había más que desolación y el riesgo de perderse. Pero, mientras pudiera seguir la línea de canto, sabía que estaría a salvo.
También se dio cuenta de que parecía sentirse impulsada por otra fuerza. Esta era la línea de canto del clan de Djoogal, estaba segura de ello. Este era el mismo camino que habían seguido Naomi y John Makepeace, con sus tiendas y esperanzas. Este era el sendero que había recorrido Reenadeena para apartar a Emily del peligro. Joanna ya no se sentía sola. Los espíritus caminaban con ella.
Después de quince días de marcha, cuando se esforzaba por encender un fuego con las gafas, y se preparaba para tostar algunos gusanos, una sombra cayó de pronto sobre ella. Levantó la mirada y vio que el sol había sido bloqueado por la figura de un hombre, que permanecía de pie sobre ella, con una lanza en una mano y un boomerang en la otra.
Lentamente, se incorporó y vio que el hombre no estaba solo. Algunos otros hombres permanecían de pie tras él, también portando armas. Iban desnudos, con los cuerpos cubiertos de grasa y ceniza; llevaban cintas de cabello alrededor de las cabezas y la cintura, similares a la que Sarah le había confeccionado a Joanna hacía muchos años, durante la epidemia de tifus. Todos miraban a Joanna con rostros sin expresión.
—¿Son ustedes miembros del clan de Djoogal? —preguntó ella.
No le contestaron, así que, tras un momento de silencio, preguntó:
—¿Karra Karra?
Tampoco obtuvo respuesta.
Sintió la pesadez del aire caliente del mediodía, la vasta expansión del desierto extendiéndose hasta el horizonte. Olió los gusanos asándose en los carbones y recordó el sabor que habían tenido cuando se los comió crudos. Recordó haber cazado y comido un lagarto, y cómo había extraído un agua amarga de las raíces de acacia, sin que le importara la suciedad que había en ellas, ni el hecho de no disponer de una adecuada servilleta para limpiarse las manos. Así que ahora le pareció correcto hallarse allí de pie, en medio de aquel paisaje extraño, mirando intensamente aquellos ojos profundos y rojizos, sin experimentar ningún temor.
Sin decir una sola palabra, los hombres se volvieron y empezaron a caminar.
Joanna los miró fijamente. Y se dio cuenta de que querían que les siguiera. Recogió a toda prisa la chaqueta del capitán Fielding y la bolsa de cuero y se apresuró a seguirles.
Cuando llegaron al campamento, el sol era como un disco fundido sobre el horizonte occidental. Joanna observó la desparramada serie de mia-mias y hogueras de campamento, y le extrañó tanto su propia ausencia de temor como la aparente indiferencia de los aborígenes ante su presencia. Pasó junto a mujeres que estaban cocinando, despellejando animales o cuidando bebés, y todas le sonrieron, como si su presencia allí fuera de lo más normal. Ellas también iban desnudas. Por lo que vio, unas pocas jóvenes llevaban faldas hechas con plumas de cacatúa, pero todos los demás iban completamente desnudos, tanto hombres y mujeres como niños. Irónicamente, Joanna se sintió fuera de lugar con su blusa de lino, su falda larga y las botas que llevaba.
Los hombres se detuvieron. Se volvieron y el que parecía su jefe señaló con la lanza. Joanna miró hacia donde le señalaba y vio a una joven muchacha blanca tumbada sobre un hoyo abierto en el que humeaban ramas de eucalipto.
—¡Beth! —gritó echando a correr hacia ella.
La muchacha estaba inconsciente, quemada por el sol y tenía una fiebre muy alta, como Joanna pudo comprobar cuando le tocó la cabeza.
Una mujer cuidaba de Beth. Le dirigió una sonrisa a Joanna y dijo algo en su dialecto nativo.
Joanna miró a Beth. La visión de su rostro le impresionó; Joanna ya había visto antes aquella palidez inconfundible, durante la epidemia de tifus y en el rostro del capitán Fielding.
Tomó a su hija entre los brazos y la sostuvo apretada contra su pecho. Y, llena de temor, pensó: «No dejaré que mueras en este lugar».