27

—No me gusta el aspecto que tiene esto, Jacko —dijo Hugh examinando una oveja muerta.

Se arrodilló y estudió las heridas del animal. A juzgar por las llagas del cuerpo y el vellón de lana hecho jirones, sabía que se estaba enfrentando a una plaga de moscas.

Finalmente, se incorporó, se quitó los guantes y observó la escena. Había cadáveres de ovejas por todas partes. Las que aún estaban vivas daban la impresión de que no fueran a durar mucho más.

Hugh había tardado cinco semanas en llegar a Merinda, y en cuanto llegó a la granja ensilló un caballo y se puso en marcha para hablar con Jacko. Ahora apenas una hora más tarde se dio cuenta de que la situación era mucho peor de lo que había imaginado. Las ovejas morían a cientos por todo el distrito. Caían allí donde se encontraban, con los vellones de lana colgándoles hechos jirones, y los cuerpos cubiertos de llagas y gusanos. Había rebaños enteros afectados, desde Williams Grange hasta lugares tan alejados como Barrow Downs. Hacía frío ahora, pero Hugh sospechaba que, en cuanto llegara el calor y apareciera una nueva generación de moscas, se produciría una oleada más fuerte y de mayores proporciones que se extendería por todas las llanuras.

Tiró los guantes y se pasó una mano por el cabello. Se sentía cansado. Había viajado casi sin interrupción desde Perth, para pasar después cuatro semanas y media en el barco costero, y otros dos días para llegar desde Melbourne al distrito occidental. Ahora sabía que no podría reunirse con Joanna con la rapidez que él hubiera querido.

—Esta no es una plaga habitual, Jacko —dijo—. En esta hay algo extraño. Las ovejas están muriendo con mucha mayor rapidez que durante una plaga normal.

—Esa fue la razón por la que decidí pedirte que vinieras, Hugh. Sabía que yo solo no podría enfrentarme a esto.

Hugh caminó lentamente entre los cadáveres, observando cada uno. Al hacerlo, su extrañeza fue en aumento. Parecía transcurrir un período de tiempo demasiado corto entre la infección inicial de un animal y su muerte. Ahora se alegraba de haber partido cuando lo hizo, en lugar de esperar. Tenía la sospecha de que cada día que pasara iba a ser importante para descubrir la causa y una forma de impedir que siguieran muriendo más ovejas.

Llegó ante una oveja que todavía estaba con vida. Estaba tumbada de costado, con el cuerpo lleno de gusanos. Hugh regresó hacia donde había dejado el caballo, tomó el rifle, regresó hasta la oveja, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo.

—Diles a los hombres que excaven una zanja profunda, Jacko. Hay que enterrar los cadáveres.

—¿Y luego qué?

—Examinaremos todos los rebaños. Los que están infectados los pondremos en cuarentena. Los que estén limpios serán aislados inmediatamente. No sé, Jacko. Esto es grave. Nunca he visto que una plaga de la mosca actuara de forma tan rápida y mortal. El período de incubación es demasiado corto. Quizá se trate de un nuevo tipo de plaga.

—Sólo faltan cuatro meses para el esquileo —dijo Jacko con tono pesimista—. Creo que deberíamos empezar por lavarlas.

—Tengo la sensación, Jacko, de que el baño habitual en una solución insecticida no va a funcionar esta vez. Ordena que envíen este cadáver a la casa. Voy a hacerle yo mismo una autopsia. Quizá logre descubrir algo. Mientras tanto, voy a ir a las otras granjas y ver qué es lo que están haciendo.

Cuando Hugh regresó finalmente a casa estaba exhausto. Se hallaba a solas en la casa, a excepción de la señora Jackson, dedicada a preparar la cena.

Se cambió con gestos cansados sus ropas de viaje y se sirvió un whisky en el salón, experimentando un consuelo especial al verse dentro de las paredes familiares. La casa de Merinda era capaz de tranquilizar a un alma atribulada, gracias a su belleza, sus suelos pulimentados, los modernos cuartos de baño con azulejos, los paneles de cristal pintado de la puerta delantera, los exquisitos muebles y las luces de gas. Era una casa pacífica, sólida, grande y tranquilizadora, como una especie de santuario, pensó Hugh.

Pero más tranquilizadora aún que la sencilla elegancia de Merinda era la presencia de objetos familiares por toda la casa, cada uno de ellos con un significado especial, sobre todo en las numerosas fotografías de todos los tamaños y formas, en marcos de plata o de madera, o sin marcos, que cubrían las mesas y paredes. Adam a los nueve años sosteniendo con orgullo un pez que acababa de pescar en el río; Beth vestida para participar en una fiesta infantil; Sarah y Joanna trabajando en el invernadero, captadas por la cámara, sin que ellas se hubieran dado cuenta, mientras estaban de pie, con las cabezas inclinadas sobre las hierbas y flores que cuidaban, inundadas por la luz del sol. Había chucherías que traían consigo felices recuerdos, souvenirs de la Exposición Internacional, una cinta que Beth había ganado por un corderillo presentado en la feria ovejera, certificados de estudios de la escuela secundaria de Cameron Town, a la que Adam había asistido.

La casa de Merinda era más grande que cualquier otra que Hugh hubiera visto en su juventud, y mostraba un toque de gracia que nunca se encontraba en los territorios despoblados. Hubiera deseado que su padre viviera aún para ver lo lejos que había logrado llegar su hijo.

Hugh bebió el whisky a sorbos lentos, tratando de no pensar en las terribles escenas que había visto durante las últimas horas: ovejas pudriéndose cuando todavía estaban con vida, miradas de impotencia en los ojos de los hombres que sabían iban a perder sus granjas, todo aquello por lo que habían trabajado tanto. Al día siguiente, él mismo se arremangaría y se pondría a trabajar intensamente para descubrir una forma de combatir uno más de los azotes que habían afectado a los ovejeros de Victoria occidental. Pero, por el momento, esta noche buscó el consuelo de su familia.

Echaba de menos a Joanna, desearía que estuviese con él, o que él hubiera podido quedarse con ella. Se preguntó si habría descubierto algo en las cinco semanas que él había tardado en hacer el viaje. Al llegar a Merinda había encontrado un telegrama que llevaba esperándole desde hacía cuatro semanas y media: «Sigo viaje a Kalagandra. Me alojo en el hotel Golden Age. Te amo y te echo de menos. Joanna». Desde entonces no había recibido ninguna otra noticia.

Hugh escuchó pasos en el vestíbulo y se volvió, para ver a Sarah en el umbral de la puerta.

—¡Has regresado! —exclamó ella. Se abrazaron—. ¿Cómo está Joanna? ¿Ha encontrado alguna cosa?

—Me temo que no, al menos hasta que yo me marché. Confiaba en encontrar más noticias esperándome aquí.

—Lo siento, pero no hay nada —dijo Sarah—. Pero estoy segura de que Joanna no permanecerá ociosa, ¡si la conoceré yo! Lo que sí se han recibido son noticias de Adam. —Se dirigió a una mesa con cajones y volvió con un sobre—. Tardarás una hora en leerla. ¡Se siente tan feliz en la universidad!

Hugh observó la escritura que le resultaba tan familiar, y leyó las primeras palabras: «Querida familia, saludos de vuestro brillante y mundano hijo».

Hugh sonrió y una imagen cruzó fugazmente por su mente, la de un chico pequeño con una venda envolviéndole la cabeza y unos ojos llenos de confusión y temor.

—¿Qué ocurre con las ovejas? —preguntó Sarah—. ¿Has descubierto ya lo que les pasa? He oído decir a la gente que se trata de un nuevo ataque de la mosca azul.

—Creo que tienen razón. Pero en esta ocasión también hay complicaciones, con la aparición de una dermatitis micótica, algo que no había visto nunca en ninguna otra plaga de la mosca.

—¿Qué harás?

—En primer lugar, encerraremos a todos los rebaños, y les quitaremos a las ovejas toda la lana que podamos. En segundo, pondré en cuarentena a todas las ovejas con corderos… y hay más de dos mil. Si ellos también se ven afectados, terminaremos por perder todos los rebaños. A continuación, empezaremos a lavarlas y veremos qué es lo que funciona mejor.

—Hugh, si yo puedo ayudar en algo… —dijo Sarah.

—Gracias, Sarah.

Y entonces pensó: «Pero antes, un viaje a Cameron Town para cumplir la desagradable tarea de enviarle un telegrama a Joanna y comunicarle que, después de todo, no podré reunirme con ella como había pensado».

Sarah no pudo dormir. Se sentía afectada por una curiosa inquietud cuya naturaleza era incapaz de explicar. Quizá tuviera algo que ver con este nuevo problema que afligía a la granja ovejera, y a la preocupación que experimentaba por Hugh. O quizá no tuviera nada que ver con Merinda, sino que se trataba de algo cuyas raíces se encontraban en acontecimientos ocurridos a muchos miles de kilómetros de distancia, en la costa oeste del continente.

Sarah se echó un chal sobre los hombros y salió a hurtadillas de la casa. Era medianoche; el distrito occidental se hallaba profundamente dormido bajo una incierta luna de otoño. Se dirigió hacia el río, en cuyas orillas había plantado una nueva cosecha de albahaca y menta, y se preguntó dónde estaría Joanna en ese momento, qué estarían haciendo ella y Beth y qué habrían descubierto. Ahora, Sarah habría deseado haberse marchado con ellos a Australia Occidental. Joanna había dicho: «La señora Jackson puede encargarse de cuidar el jardín». Pero Sarah tenía el temor de que la señora Jackson no le dedicara al jardín los cuidados que este necesitaba. Luego, había pensado que Adam también podría regresar a casa durante las vacaciones, y que le habría gustado encontrar a alguien allí. Pero él había escrito para decir que había hecho tantos nuevos amigos, y había sido invitado a quedarse en tantas casas en Sydney, que había decidido quedarse allí, por el momento, antes que hacer el viaje de regreso a Merinda.

«Podría haberme marchado con Joanna», pensó Sarah arrodillándose para inspeccionar, a la luz de la luna, los primeros brotes de la menta nueva. En el instante siguiente, pensó: «Debería haberme marchado con Joanna», y llegó a la conclusión de que aquella debía de ser la causa de su inquietud. ¿Se encontraría Joanna metida en algún problema? ¿Necesitaría ayuda? ¿Estaría en un lugar tan lejano y extraño que le hiciera desear que Sarah estuviese allí con ella?

Al comprobar que la albahaca y la menta no habían desarrollado sus hojas con la abundancia y esplendor que debieran, cortó cuidadosamente las flores para estimular el crecimiento de las hojas. Mientras trabajaba allí tranquilamente, rodeada por los sonidos de la noche, observando las sombras que se movían a través de los bosques, a medida que las nubes parecían acariciar la cara de la luna, Sarah trató de desplazarse toda aquella enorme distancia que la separaba de Joanna, trató de percibir qué era lo que estaba sucediendo en el desierto de Australia Occidental.

Al escuchar un sonido tras ella, pensó al principio que se trataba de un animal, que hacía una pausa para valorar la presencia de un intruso humano, antes de regresar apresuradamente a su guarida. Pero un nuevo ruido, un crujido repentino, hizo que Sarah se pusiera en pie. Atisbo por entre los árboles. Y contuvo la respiración.

Y entonces le vio, caminando por el sendero que conducía hasta la casa, con una maleta en la mano.

—¡Philip! —gritó echando a correr hacia él.

—¡Sarah! —exclamó él. Dejó caer la maleta y corrió hacia ella. Se echaron el uno en brazos del otro, apretándose fuertemente. La boca de Philip encontró la suya. Se besaron durante un largo rato, y luego él dijo—: Sarah, Sarah.

—¡Estás aquí! ¡Estás realmente aquí!

—Sarah, Dios mío, cuánto te he echado de menos —dijo él tomándole el rostro entre las manos—. Pero, Sarah, te escribí… Sigo estando casado…

Ella le besó de nuevo y después apretó el rostro contra su cuello y dijo:

—Estás aquí. Volvemos a estar juntos, y eso es todo lo que importa.

—Tengo que explicarte, que decirte muchas cosas. Tenía que volver. He viajado por todas partes, Sarah, y allí donde iba, tú estabas conmigo. Traté de instalarme con Alice en un lugar, tal y como ella deseaba hacer. Pero no pude. Yo no pertenecía a ese sitio. Sentía que mi espíritu se desgastaba inútilmente. No podía hacer otra cosa más que pensar en ti, en lo tranquilo que me siento cuando estoy contigo, en las ganas de echar raíces que tengo estando contigo. Le pedí a Alice que me concediera la libertad. Ella me dijo que podía marcharme si quería. Ya no éramos las mismas personas que fuimos cuando nos casamos. Ella tiene a su familia; su hogar está en Inglaterra. No me necesita. Pero me dijo que no podía concederme el divorcio, todavía no. Sarah, mi amor. Sólo quiero estar contigo.

—Sí, Philip.

Y, de repente, comprendió la naturaleza de la inquietud que había invadido su alma, un desasosiego que ya había desaparecido del todo. Miró la boca de Philip, una boca en la que tanto había soñado. Le acarició los labios, y se los volvió a besar, con suavidad. Después, repitió el beso, pero esta vez apasionadamente.

—Sea cual fuere lo que nos espera, Philip, lo afrontaremos juntos. Lo superaremos de algún modo.

Y él la hizo descender sobre la hierba, entre la intimidad de los eucaliptos, los matojos y los setos. La cubrió con su duro cuerpo y ella vio la constelación de la Cruz del Sur por entre las ramas de los árboles. Y los bosques parecieron girar alrededor de ambos, al tiempo que Philip murmuraba:

—Nunca debería haberme separado de ti.

Y ya no fue necesario decir más.