—¿Crees que hay líneas de canto allí, mamá? —preguntó Beth mirando por la ventanilla del compartimiento del tren.
—Supongo que la estamos siguiendo en estos precisos momentos, cariño —contestó Joanna—. En Perth nos dijeron que la línea del ferrocarril sigue exactamente las antiguas rutas migratorias de los aborígenes.
Beth estaba tan excitada que apenas si podía permanecer sentada. Apretó el rostro contra la ventanilla y miró al exterior; contemplando el paisaje silvestre y preguntándose quiénes habrían seguido este mismo camino hacía mucho tiempo.
Joanna también tenía dificultades para contener su excitación. Cuando el capitán Fielding le dijo: «Australia Occidental, allí fue donde desembarcaron los Makepeace», sintió incluso miedo de creerle, de volver a abrigar esperanzas. Aquel hombre podría haber sido otra persona como la señorita Tallhill quien, por sus propias razones, la había engañado con respecto a Bowman’s Creek y Durrebar, o podría haber sido como tantos otros a los que había conocido a lo largo de aquellos últimos años, que habían contestado a las cartas y anuncios de Joanna ofreciendo información a cambio de dinero. Pero Fielding le había contado a Joanna cosas que seguramente no habría sabido si su historia hubiese sido un fraude.
—El joven Makepeace andaba a la búsqueda del jardín del Edén… Su esposa, tan bonita, quedó embarazada al final del viaje… y tuvo el bebé en Perth… Creo que fue una niña…
Así pues, habían emprendido el camino. Constituían un pequeño grupo formado por Hugh, Joanna y Beth, acompañados por el viejo capitán de barco, que les entretuvo durante su largo viaje de cuatro semanas alrededor de la costa sur de Australia contándoles historias de sus aventuras. Como un favor especial a Frank Downs, también les acompañaba Eric Graham, un periodista del Times, encargado de informar acerca de lo que esperaba iba a ser una historia muy interesante. Sarah no iba con ellos.
—Será mejor que yo me quede —había dicho—, para que haya alguien aquí cuando Adam regrese de la universidad durante las vacaciones. Además, me ocuparé de cuidar el jardín. ¿Quién se encargaría de eso si yo me marchara también?
No obstante, poco antes de partir, Jacko expresó alguna preocupación al informar de que se habían detectado señales de una incipiente plaga de moscas en uno de los rebaños, una situación en que las moscas infestaban la lana de las ovejas, enfermándolas y, finalmente, matándolas. A pesar de todo, Hugh había insistido en que tenían que hacer el viaje.
—No habrá ningún otro momento mejor que este, Joanna —había asegurado—. El capitán Fielding se ha mostrado dispuesto a acompañarnos allí, y aquí, en Merinda, todo está tranquilo. Adam está fuera, en la universidad. Y Jacko puede ocuparse de esa plaga de moscas.
Pero cuando desembarcaron en Perth, Hugh encontró un telegrama, que le estaba esperando: «Grave plaga de moscas. No puedo detenerla. Podría perderse todo el ganado. Regrese a casa urgente». Estaba firmado por Jacko.
—Oh, Hugh —exclamó Joanna—. ¿Qué vamos a hacer?
—Este telegrama ya tiene una semana —dijo él—. La situación puede haber mejorado desde entonces. Le enviaré a Jacko un cable en seguida.
Pero al día siguiente llegó otro telegrama de Jacko, en el que se decía: «Hugh, verdadera emergencia en Merinda. No creo poder salvar el rebaño».
—Será mejor que regreses a casa —le dijo Joanna—. Beth y yo nos quedaremos aquí.
—No me gusta la idea de separarnos de este modo, Joanna —dijo él—. Nunca hemos estado separados. Pero arreglaré las cosas todo lo rápidamente que pueda. Creo que tardaré cuatro semanas en regresar a casa, una semana para solucionar la plaga, y luego tomaré el primer barco de regreso aquí. Vosotras estaréis bien. Tenéis al señor Graham y al capitán Fielding. Y yo estaré de regreso antes de que os deis cuenta.
Pero ahora, tres días más tarde, Joanna se hallaba en un tren que, tras haber salido de Perth, avanzaba hacia la costa oeste de Australia, acompañada por Beth, el capitán Fielding y el periodista del Times dirigiéndose hacia una ciudad situada en el interior, una ciudad minera llamada Kalagandra.
Después de que Hugh se hubiera marchado, Joanna había buscado pistas de sus abuelos en Perth. Llevó a cabo una búsqueda exhaustiva en la ciudad, que contaba con una población inferior a las ocho mil personas. Repasó registros, habló con la gente, exploró los cementerios. Al final, sin embargo, no pudo encontrar ninguna pista de que los Makepeace hubieran estado alguna vez en Perth.
—Después de todo —le dijo el capitán Fielding—, de eso hace ya más de cincuenta años. Cuando el Beowulf echó el ancla en esta zona, sólo había unas pocas tiendas en Garden Island, donde habían acampado los primeros colonos llegados el año anterior. En aquel entonces no había funcionarios de inmigración dedicados a comprobar los documentos de quienes desembarcaban.
Por otro lado, nadie había oído hablar de Karra Karra, de Bowman’s Creek o de Durrebar.
Joanna, sin embargo, escuchó contar historias acerca de «un hombre blanco loco», que se había llevado a su esposa al interior del desierto hacía ya muchos años, para vivir con un clan de los aborígenes. La historia tenía numerosas variantes, dependiendo de con quién hablaba Joanna. El jefe de un grupo misionero local le había dicho:
—Recuerdo haber oído algo de eso cuando yo era un muchacho. Fue escandaloso. Los aborígenes se comieron al hombre y a su esposa. En aquel entonces eran caníbales.
El funcionario de la Oficina Territorial Colonial que había examinado la escritura que le presentó Joanna, le dijo:
—Oí contar esa historia la primera vez que llegué aquí. Decían que el hombre blanco se había vuelto loco, que se casó con una mujer nativa y huyó al desierto con ella, abandonando a su esposa blanca y al bebé.
Al final, después de haber escuchado varias versiones horribles, Joanna llegó a la conclusión de que nadie conocía con exactitud la verdadera historia de los Makepeace, y que la leyenda del «hombre blanco que había ido en busca del Edén» no era más que una de las muchas que existían en el pintoresco pasado de Australia Occidental.
No obstante, después de tres días de búsqueda, Joanna se enteró de dos cosas: que si andaba buscando a la tribu que en otro tiempo había ocupado la región de Perth, debía buscar hacia el este, siguiendo aproximadamente la línea del ferrocarril, ya que ese era el antiguo camino migratorio de la tribu cuando emprendía la marcha; y que el hombre con quien tenía que entrevistarse era el comisario Fox, que «sabía todo lo que había que saber sobre esta zona». En aquellos momentos, Fox se encontraba en Kalagandra, durante una de sus dos visitas anuales oficiales al interior de la región.
Ahora se dirigían a la ciudad minera donde se había encontrado oro, mientras Eric Graham escribía en su cuaderno de notas, echando de vez en cuando un vistazo por la ventanilla, preparando, sin lugar a dudas, el trabajo de fondo para la narración de la historia; Beth, sentada a su lado, con la excitación reflejada en los ojos y en su postura, con la emoción de la aventura brillando en su joven rostro; y el capitán Fielding sentado a continuación, dormitando tranquilamente. Joanna estaba sentada frente a su hija; estaba situada en la dirección de la marcha del tren, observando el terreno que cambiaba con lentitud, pasando paulatinamente del bosque costeño a los terrenos de granja y finalmente al desierto. El tren estaba atestado y era muy ruidoso, lleno de hombres que se dirigían a los campos auríferos, esperanzados «buscadores» impulsados por «presentimientos», con sus sacos, palas y picos. Todo el mundo estaba cubierto por una tenue capa de hollín y cenizas. El meticuloso Eric Graham se sacudía continuamente, frunciendo el ceño de vez en cuando ante el estado en que quedaba su sombrero hongo recién estrenado, mientras que Joanna había dejado su sombrero en el portamaletas del compartimiento, dentro de la bolsa de papel marrón que la compañía ferroviaria proporcionaba a las damas.
Como quiera que Kalagandra se encontraba quinientos kilómetros hacia el interior, Joanna y sus acompañantes habían partido de Perth la noche anterior, y habían dormido en sus asientos mientras el tren traqueteaba atravesando la noche. Ahora ya era casi mediodía y los campos auríferos se hallaban cerca. Kalagandra era la estación término de la línea. Según le habían dicho, más allá no había nada, excepto matojos y canguros.
—¿Supones que hay líneas de canto aquí? —había preguntado Beth.
Joanna miró por la ventanilla, tratando de distinguir algo entre el humo negro que surgía de la chimenea de la locomotora; intentó imaginarse las líneas de canto que hubiera podido seguir una mujer aborigen, Reenadeena, acompañada por Emily una pequeña niña inglesa, mientras se abrían paso a través de aquella zona desértica, en dirección al río donde los cisnes negros arqueaban sus cuellos delgados. Una mujer y una niña pequeña, pensó Joanna, tratando de imaginárselas, solas en aquellos parajes, donde el sol castigaba un territorio desprovisto de agua, un paisaje de color beige roto únicamente por la presencia de la mulga o de un matorral reseco.
Joanna recordó lo que su madre le había dicho un día después de que mataran al perro rabioso que la había atacado:
—¡Joanna, he recordado algo de repente! Después de todos estos años, creo haber recordado algo de mi niñez. ¡Karra Karra! Me pregunto si esas pesadillas que he estado teniendo sobre una serpiente con los colores del arco iris están relacionadas de algún modo con Karra Karra. De repente me siento poseída por el impulso de ir allí. Tengo la sensación de que allí hay algo importante esperándome. Tuvo que haber sido a causa de la conmoción de ver ese perro rabioso…
Joanna se preguntó ahora qué significaría todo aquello. Escuchó la voz del revisor que gritaba al pasar: «¡Llegamos a Kalagandra!». Serpientes del Arco Iris y perros salvajes. Pesadillas y dolores de cabeza. Y el impulso de regresar y reclamar el «otro legado», fuera lo que fuese.
Joanna miró a su hija, y observó lo excitadamente que miraba por la ventanilla. Y por primera vez vio nuevos hoyuelos en las mejillas de Beth; unos hoyuelos insólitos, en lo alto de las mejillas, justo por debajo de los ojos. Recordó que su propia madre había tenido aquellos hoyuelos, y recordó también cómo la gente había notado la atractiva sonrisa de lady Emily. Y mientras observaba a su hija, Joanna pensó que era casi como si, después de todo, su propia madre hubiera estado haciendo el viaje con ella.
Pensó en cómo lady Emily había querido llevar a Joanna a Australia, por el bien de esta, así como por el suyo propio, del mismo modo que ella se había traído ahora a Beth consigo. Cuanto más pensaba en ello, mientras el tren recorría con rapidez el desierto, aproximándose a su destino, tanto más debía admitir que el impulso por localizar la situación de Karra Karra, que se había apoderado de ella durante aquellos últimos años, tuvo que haber sido el mismo que se apoderó de lady Emily antes de su muerte.
Pensó en lo que había leído en las notas de su abuelo: en el ritual que tuvo lugar en el interior de la montaña sagrada, un peregrinaje que efectuaban periódicamente las madres, en compañía de sus hijas.
¿Era eso lo que la impulsaba a ella ahora?, se preguntó. ¿Acaso su búsqueda se veía motivada por algo más que el temor que sentía por su hija y su futuro? ¿Se encontraban ella y Beth bajo alguna clase de impulso dictado hacía mucho tiempo por una raza antigua y determinado por sus creencias? Y, después de todo, ¿no podría ser que este viaje hubiera estado motivado no sólo por el temor, como siempre había pensado ella, sino también por fuerzas positivas?
De repente, Joanna pensó: «Es casi como si Beth y yo hubiéramos emprendido el camino para terminar algún asunto importante que hubiese quedado sin acabar».
Sabía que se acercaba el momento en que tendría que contarle la verdad a Beth, decirle cuál era la verdadera razón de que hubieran llegado hasta allí. Cerró los ojos y las ruedas del tren, con su traqueteo, parecieron susurrarle: «Date prisa, date prisa, date prisa…».
El tren entró en la estación con un gran silbido de frenos y los hombres empezaron a saltar de los vagones antes de que se detuviera del todo. Cuando el grupo Westbrook se reunió sobre el andén, había mucha gente gritando, vociferando y corriendo a su alrededor.
Joanna levantó la mirada en la neblina del atardecer. Kalagandra parecía haber surgido en una región hostil y árida. Hacia el oeste de la ciudad había unas pocas granjas trigueras, mientras que hacia el este se extendía el Gran Desierto. En toda la extensión que Joanna podía distinguir, se habían cortado todos los árboles, dejando una llanura arenosa extendiéndose a lo largo de muchos kilómetros, salpicada por cientos de pozos, como si se tratara de un paisaje lunar, con la tierra revuelta como si se hubiera producido una invasión de topos. Joanna vio cabezas de hombres por todas partes, apareciendo y desapareciendo de los agujeros; escuchó el sonido de los picos, el traqueteo de las artesas moviéndose de un lado a otro, y el ruido sordo y constante del vapor impulsando las trituradoras de cuarzo.
¡Había tanta gente! Una ciudad hecha a base de cabañas y tiendas rodeaba los campos auríferos, donde se habían levantado apresuradamente bastos alojamientos para acomodar a los miles de hombres que seguían llegando al distrito, con las palas al hombro. Una especie de prosperidad de urgencia se veía en los salones montados en cabañas de troncos, y en los teatros al aire libre, con paredes de lona, las calles de decorado y los cuadriláteros de boxeo, los vendedores de ginebra con una simple tabla entre dos barriles y las inevitables mujeres que llamaban a los hombres desde las puertas abiertas de sus cabañas. Joanna observó miles de tiendas, con banderas de todas las naciones; pudo identificar incluso el águila rusa ondeando sobre una destartalada cabaña.
Y, por lo que pudo ver, la propia ciudad era destartalada y tosca, con almacenes de madera, algunos edificios de piedra levantados a toda prisa y unas agrietadas aceras.
—Recuerdo otra ocasión en que se encendió la fiebre del oro —dijo el capitán Fielding mientras se dirigían hacia el hotel—. Fue en mil ochocientos cincuenta. Podía ir uno al puerto de Melbourne y ver los barcos atracados en los muelles, cargando pasajeros con destino a San Francisco. Poco después de eso, claro está, se descubrió oro en Victoria y de ese modo terminó el gran éxodo con destino a California.
—Pues aquí parecen ser prósperos —comentó Joanna mirando los escaparates de una tienda y viendo a la venta toda clase de artículos, desde botas australianas hasta sólidos relojes de oro.
—Sí, pero la gente que se está haciendo rica aquí no nació en este lugar —dijo Fielding—. Ni siquiera habían oído hablar de Kalagandra hace un año. Han llegado procedentes de toda Australia, e incluso de todas las partes del mundo. Se enriquecen, y luego se marchan. Y la ciudad morirá en cuanto se haya agotado el oro.
—¿Dónde están los aborígenes? —preguntó Joanna.
—Estoy seguro de que se encuentran en alguna parte. Supongo que viven al borde de la ciudad, como hacen en todas las demás partes, marginados, por así decirlo. Antes, esto era su territorio. A esta zona la llamaban galagandra, nombre derivado de un arbusto local común, pero no viven en la ciudad ni se benefician de su prosperidad.
Llegaron al hotel Golden Age y tuvieron que esperar a que los empleados atendieran a los clientes que exigían habitaciones, a pesar de que se había puesto un cartel en el que se indicaba que no quedaban habitaciones libres. Joanna observó el vestíbulo atestado de gente, donde muchos dormían en sillones o acampaban en los sofás.
Obtuvo las llaves de la habitación y subió a ella con Beth, que ya estaba ansiosa por empezar a escribir cartas a su padre, a Sarah y a Adam. Una vez se hubo asegurado de que su hija estaba instalada, se encontró con el capitán Fielding en el vestíbulo. Eric Graham ya se había marchado a la oficina más cercana de un periódico para ver qué podía descubrir acerca de los Makepeace. Joanna y el capitán cruzaron la calle para dirigirse a la comisaría de policía, donde preguntaron por el comisario Fox.
Un momento más tarde, un hombre salió del despacho interior.
—¿Señora Westbrook? Yo soy Paul Fox, el comisario de policía del distrito. Creo que deseaba usted verme.
El comisario Fox era un hombre apuesto, de poco menos de cincuenta años, con una cicatriz curiosamente atractiva que le recorría una mejilla. El uniforme caqui, con su cinturón Sam Browne y el arma en la funda, aunque polvoriento y manchado de sudor lo llevaba con la corrección propia de un hombre acostumbrado a mantener los niveles de buena presentación personal aun en contra de todas las probabilidades.
—Confío en que pueda usted ayudarme, comisario —dijo Joanna ofreciéndole la mano.
Cuando a Fox se le dijo que una tal señora Westbrook preguntaba por él porque estaba buscando a unos parientes perdidos esperó encontrarse con uno de los dos tipos de mujeres más habituales en Kalagandra: las que acudían para transgredir la ley y las que llegaban para predicar el Evangelio. No obstante, se sintió agradablemente sorprendido al encontrarse ante una mujer que no correspondía a ninguno de los dos tipos. La señora Westbrook era una mujer bonita, a la que le calculó unos treinta y cinco años, y se comportaba con la dignidad de una dama. Llevaba puesto un vestido muy bien cortado y un sombrero con estilo. Sus guantes, por lo que observó eran de la gamuza más suave.
Joanna le presentó al capitán Fielding y luego dijo:
—Señor Fox, he venido a Australia Occidental para ver si puedo encontrar huellas de mis abuelos. En Perth me dijeron que usted era el hombre que sabía todo lo que había que saber sobre esta zona.
—No estoy muy seguro de saberlo todo, señora Westbrook —dijo él con una sonrisa—, pero la ayudaré en lo que pueda. ¿Cuándo llegaron aquí sus padres?
—Desembarcaron en Perth en mil ochocientos treinta, pero no sé a dónde fueron a continuación, aunque tengo razones para creer que llegaron a esta zona.
—Eso fue hace cincuenta años, señora Westbrook. Dudo mucho de que encuentre usted alguna señal de ellos. —No pudo evitar el quedársela mirando fijamente, pensando en lo atractiva y refinada que era, una verdadera rareza en Kalagandra. Se preguntó dónde se habría metido su esposo—. Mi ayudante me ha dicho que ha llegado usted desde Melbourne. Ha hecho un viaje muy largo, señora Westbrook, sólo para encontrar huellas de sus abuelos.
—También estoy aquí por otras razones señor Fox. Creo que mi madre pudo haber nacido en alguna parte cerca de aquí. En tal caso, y si logro determinar con seguridad que fue así, esa información llenará un vacío muy importante en mi historia familiar. Además, también he heredado una escritura de propiedad de unos terrenos que, por lo que tengo entendido, deben de estar cerca de aquí, aunque, por el momento, no he podido determinar su localización.
—Comprendo. ¿Dispone usted de alguna otra información, además del nombre de sus abuelos? ¿Algún detalle que pueda ser de ayuda?
—Vivieron algún tiempo con un clan aborigen… durante unos tres años. En realidad, creo que fueron adoptados por el clan.
—¿De veras? ¿Conoce usted el nombre de la tribu?
—Desgraciadamente, no. Pero vivían cerca de un lugar llamado Karra Karra.
—Karra Karra —repitió el comisario Fox—. Ese nombre no me resulta familiar.
—Señor Fox, en el hotel me han dicho que en las afueras de los límites de la ciudad viven muchos aborígenes desplazados. ¿Sabe usted si alguno de ellos procede originalmente de la zona de Perth?
—Eso sería algo difícil de decir, señora Westbrook. Vienen de todas partes. Una vez que sus tribus se disgregaron, se dispersaron entre los asentamientos blancos, confiando en que alguien se ocuparía de ellos. Al hacerlo, traspasaron los límites tribales tradicionales que nunca se habrían atrevido a cruzar en otros tiempos. Así que por aquí se encuentran nativos que están muy lejos de los territorios de donde procedieron en un principio.
—¿Le importaría acompañarme a verlos y hablar con ellos?
—Estaré encantado de hacerlo, señora Westbrook —asintió Fox—. No es habitual que se me presente la oportunidad de interrumpir mis tareas de detener a borrachos y ladrones para acompañar a una dama por la ciudad. ¿Le parece bien dentro de un par de horas? Pasaré a recogerla en su hotel.
El sol de la tarde caía oblicuamente sobre las llanuras arenosas, desde un cielo sin nubes, después de haber dejado atrás lo más caluroso del día. Aunque Kalagandra ya se preparaba para la noche que se avecinaba, los hombres seguían trabajando en los pozos auríferos.
El comisario Fox y Joanna caminaron por la acera de madera, seguidos por el capitán Fielding, Beth y Eric Graham, en compañía de un policía negro llamado Michael. En el aire se percibía el aroma del café y el polvo, mientras los hombres seguían pasando por la calle, con palas y picos al hombro, y los ojos fijos en los campos auríferos que se extendían ante ellos.
—Señor Fox, además de oro, ¿se extrae alguna otra cosa aquí? —preguntó Joanna—. ¿Ópalos quizá?
—Nunca he oído decir que en Australia Occidental se hayan descubierto ópalos —contestó—. ¡Si los hubiera se produciría otra fiebre!
Llegaron al extremo norte de la ciudad, donde la ladera de una colina rocosa aparecía salpicada de pozos auríferos abandonados. Se trataba de una zona pelada y sin agua, donde no crecían ni plantas ni árboles, y donde la única protección del sol la proporcionaban los riscos rocosos, o los toscos abrigos hechos por el hombre que cubrían toda la ladera de la colina y el pequeño valle inferior. Joanna se detuvo y observó el paisaje.
La zona estaba ocupada por cientos de aborígenes. Aparte de unas pocas cabañas de piedra, la mayoría de las viviendas habían sido construidas a base de latas de queroseno aplanadas a martillazos, trozos de madera, tablas, cartones y ropas, y hasta botellas y latas. De las numerosas hogueras de campamento surgía el humo, llenando el pequeño valle con un espeso manto. Las moscas zumbaban en el aire y por entre las basuras y los restos deambulaban dingos que mostraban sus costillares.
Había una curiosa languidez en la escena. A Joanna le pareció que los habitantes se movían en una especie de sueño, con gestos lentos y expresiones extrañamente indiferentes. Los adultos se sentaban en sillas, o en el suelo, murmurando entre ellos, mientras que los niños jugaban en el polvo. Todos ellos iban pobremente vestidos, las mujeres con vestidos mal ajustados, los hombres con chaquetas y pantalones de distintas procedencias. La mayoría de los niños iban cubiertos impúdicamente. Algunos de los viejos se envolvían los hombros en mantas. Joanna vio a algunos envueltos en pieles de canguro o de zarigüeya.
—Señor Fox, ¿cómo es posible que estas personas hayan llegado a esto? —preguntó con serenidad mientras caminaban por los bordes de la ciudad de chabolas.
—Hace años trataron de luchar contra nosotros cuando llegaron los primeros blancos y se instalaron en territorio aborigen. Los colonos se vengaron quemando los terrenos de acampada de los negros y privándoles así de su suministro de comida. Al no tener nada que cazar, los negros se dedicaron a robar comida a los granjeros, actos por los que fueron castigados. Finalmente, capitularon. Decidieron que la única forma de sobrevivir consistía en unirse a nosotros, en imitarnos. Pero no tenían ni la menor idea de cómo comportarse para conseguirlo. Llevaban ropas desechadas que les entregaban las iglesias, se esforzaban por hablar inglés, bebían alcohol y fumaban tabaco, pero nunca llegaron a ser como nosotros.
Se detuvieron para observar a una mujer que hacía pan sobre unos carbones calientes. Iba descalza y el vestido le colgaba de mala manera. La chabola que había tras ella estaba hecha de cajones de embalaje, en algunos de los cuales se distinguían claramente las palabras: «Adelaide Produce Co.». La chabola sólo permitía acomodar a una persona, sobre un colchón con las costuras abiertas. La mujer miró a los visitantes y luego apartó la mirada.
Joanna siguió caminando lentamente y observó que a muy pocos de los negros parecía importarles la presencia de los blancos entre ellos.
—Mamá —dijo Beth en voz baja—, ¿no hay nadie que ayude a esta pobre gente?
—En realidad, sí lo hay —contestó Fox—. El gobierno cuida a los nativos a través del Consejo de Protección de los Aborígenes, que les proporciona comida y vestido, y se ocupa de sus intereses generales. Pero resulta difícil corregir problemas que se originaron hace mucho tiempo. Muchos de los primeros misioneros que llegaron aquí no vinieron para cuidar de las necesidades de los colonos, sino para cuidarse de los negros. Pero me temo que sus buenas intenciones salieron mal. Por ejemplo, insistieron en que los negros abandonaran sus capas de piel de canguro y vistieran como europeos. Pero los aborígenes utilizaban esas pieles de canguro para muchas cosas, y una de ellas era para resguardarse de los elementos. La piel de canguro repele la lluvia, mientras que el hombre que se guarece bajo ella permanece caliente y seco. Las chaquetas, sin embargo, quedan empapadas bajo la lluvia. Como consecuencia de ello, muchos negros contrajeron neumonía y murieron. Las buenas intenciones, señora Westbrook, pueden tener a veces consecuencias negativas.
Pero a Joanna le pareció que en aquella deplorable escena había algo más que el fracaso de unas buenas intenciones. Mientras pasaba ante ellos, observó en aquellos rostros negros una especie de rendición, como si ya hubieran abandonado toda esperanza. Joanna pensó en John y en Naomi Makepeace y se preguntó si los habitantes de esta destartalada ciudad de chabolas eran, de alguna forma, el resultado a largo plazo del crimen cometido por su abuelo cincuenta años antes. Y, lo que era peor, ¿acaso algunas de estas personas fueron en otro tiempo miembros del mismo clan con el que convivieron los Makepeace?
—Sin duda alguna, se podrá hacer algo por estas gentes. ¿No se las podría volver a situar en sus territorios ancestrales?
—Aunque ese territorio estuviera disponible, señora Westbrook, la mayoría de ellos ni siquiera saben de dónde proceden —contestó Fox apartándose con la mano las moscas de la cara—. Ahora ya no podrían reconocer las líneas de canto…, es decir, los caminos que conectan los lugares sagrados.
—¿Podemos descubrir si alguna de estas personas procede de Perth?
—Podemos intentar preguntarlo. Si no lo hacemos, no tendremos medio de saberlo. No tenemos registros de estas personas. Su número cambia continuamente. Son gentes que van y vienen, siguiendo su propia voluntad. Es posible que algunos estén hoy aquí y mañana se hayan ido, y en esa misma mañana puede encontrar a cien personas diferentes que se han instalado de un día para otro.
—Yo ando buscando una tribu con un tótem canguro. Seguro que recordaran cuál era su tótem.
—Muchos de los que hay aquí ni siquiera serán capaces de decirle cómo se llamaba su tribu —replicó Fox sacudiendo la cabeza con un gesto de pesar.
—De todos modos quisiera hablar con ellos —dijo ella—. Quisiera saber si alguno de ellos procede de Perth.
—Debo advertírselo, señora Westbrook —dijo Fox—. Estas personas tienen la costumbre de decirle aquello que usted desea escuchar. Y eso no es necesariamente la verdad.
Se acercaron a un anciano que estaba sentado bajo el único árbol que había en el barranco. La barba blanca le llegaba hasta la cintura, y estaba fumando una pipa. A Joanna le pareció que tenía una fuerte semejanza con Ezekial, que había salvado a Beth de los dingos. Eric Graham extrajo su libreta de notas y su lápiz y empezó a escribir impresiones.
—¿Habla usted inglés? —preguntó el comisario Fox.
—Hablo —contestó el anciano.
—¿De qué tribu es? —Unos ojos pequeños y entrecerrados observaron intensamente al comisario, por debajo de unas cejas pobladas. Al ver que el aborigen no decía nada Fox añadió—: No estoy aquí para cumplir ninguna misión oficial. Simplemente, queremos cierta información. ¿Sabe usted algo sobre el clan Karra Karra?
—Sí —contestó el hombre—. Conozco Karra Karra.
—Señor Fox —intervino Joanna, repentinamente impaciente—, pregúntele dónde…
—Un momento, por favor, señora Westbrook. Anciano ¿conoce usted el lugar donde el plato salió corriendo con la cuchara?
—Sí, lo conozco. Le llevo allí.
—A cambio de un precio, desde luego —murmuró Fox y volviéndose hacia Joanna añadió—: ¿Comprende ahora a lo que se enfrenta, señora Westbrook? Quizá debiera usted hablar con la hermana Verónica. Ella vivió en esta zona durante décadas. Es posible que sepa algo.
—¿La hermana Verónica?
—Es una de las monjas católicas que dirige una escuela y un pequeño hospital en las afueras de la ciudad. Hace mucho tiempo que está aquí. Puedo llevarla allí ahora mismo, si así lo desea.
Mientras se alejaban del campamento de chabolas, con Eric Graham preguntándose si iba a conseguir extraer o no una historia de todo aquello, y el capitán Fielding se detenía un momento para encender su pipa, Beth vio un cartel que atrajo su atención. Era un palo introducido en la arena y ladeado, con varios carteles claveteados toscamente en él, señalando en direcciones diferentes. Uno de ellos decía: «Bustard Creek, 30 km sur». Beth sonrió. Un bromista se había tomado la molestia de pintar una «a» sobre la «u» del nombre.
Los otros carteles decían: «Pozo de Johnson», «Durrakai» y «Laverton».
Beth lo observó con mirada extrañada. Por lo que ella podía deducir, no señalaban hacia ningún lugar en concreto.
El convento resultó ser una sorpresa para Joanna. Esperaba encontrar un sencillo edificio de madera en medio de una zona desértica y rodeada de matojos. En lugar de eso se encontró con una serie de edificios de piedra arracimados al borde de lo que en otro tiempo tuvo que haber sido la única fuente de agua en muchos kilómetros a la redonda. A Joanna le pareció como un pequeño oasis; allí había árboles y la hierba crecía a orillas de un riachuelo de agua clara. Fox la condujo hasta una gran casa hecha con tablones, que tenía una amplia terraza y una tubería de hojalata en el techo para recoger el agua de lluvia. Un cartel descolorido clavado sobre la puerta delantera decía: «Iglesia católica de St. Alban, padre McGill, sacerdote. Misa cada cuarto domingo del mes». Por debajo, se había añadido otro cartel que decía: ESCUELA Y ENFERMERÍA.
—Las monjas viven en esa casa de ahí —dijo Fox subiendo los escalones de acceso a la terraza—, pero estoy seguro de que encontraremos a la hermana Verónica aquí. Le encanta estar en la enfermería.
Joanna se sorprendió de nuevo al entrar en un vestíbulo fresco y tranquilo, que olía a linimento de limón y a flores frescas. El polvo y las moscas de los campos auríferos y del campamento aborigen parecían no poder llegar a esta avanzadilla religiosa que, según explicó Fox, era atendida por doce monjas totalmente dedicadas a su tarea.
La hermana Verónica era una mujer robusta que debía de tener casi setenta años. Llevaba un hábito blanco que acentuaba más su piel curtida, y aunque la expresión de su rostro ponía de manifiesto la dureza soportada bajo el sol del desierto, hablaba con un acento británico sorprendentemente refinado.
—Paul —saludó al comisario tomándole una mano—, qué agradable verle de nuevo. No nos visita muy a menudo.
Fox le presentó a Joanna, el capitán Fielding y la joven Beth. Eric Graham trató de no llamar la atención, siempre preparado con la libreta y el lápiz. El comisario explicó:
—La señora Westbrook anda buscando pistas de sus abuelos, que posiblemente pasaron por esta zona hace muchos años. Se llamaban John y Naomi Makepeace y vivieron durante algún tiempo con una familia de aborígenes en un lugar llamado Karra Karra.
—Lo siento —dijo la monja tras un momento de silencio en el que pareció rebuscar en su memoria—. Nunca he oído el apellido Makepeace, y tampoco conozco Karra Karra. Quizá si preguntara entre los aborígenes que viven en las afueras de la ciudad…
—Ya lo hemos hecho —dijo Joanna—. Temo que allí no hemos podido encontrar nada.
Cuando la hermana Verónica observó la expresión de desilusión en el rostro de su visitante, dijo:
—Quizá, si me dijera algo más de esas personas, yo podría recordar algo. Me disponía a relevar a la hermana Agatha en la sala de enfermos. Si quieren acompañarme, podemos hablar por el camino.
Salieron por la parte trasera del edificio y siguieron un camino que cruzaba prados sorprendentemente verdes. Al contemplar los altos árboles de flores rojas y las ramas de los eucaliptos, Joanna pensó en Merinda.
—Qué lugar tan hermoso —dijo—. Cuando una ve la ciudad y los campos auríferos, no puede imaginarse que cerca exista un lugar tan encantador como este.
—Aquí disponemos de un buen suministro de agua. Bustard Creek, que está situado treinta kilómetros al sur, se aumenta con un río subterráneo que fluye a través de cavernas de piedra caliza, a bastante profundidad bajo tierra. Hay pocas cosas que no podamos cultivar aquí.
—Son ustedes muy afortunadas de poseer estas tierras, hermana.
—Oh, no somos las propietarias, señora Westbrook —dijo Verónica—. El gobierno colonial nos permitió instalar nuestro hospital aquí, hace ya algunos años, con objeto de que cuidáramos de los pocos buscadores de oro que habían hecho reclamaciones. Luego, cuando se inició la fiebre del oro, nos encontrarnos de pronto con muchas cosas que hacer. Tuvimos que tratar muchas cabezas golpeadas y pies dañados. ¡Los hombres eran tan descuidados con sus picos y palas!
—Estoy segura de que los hombres están agradecidos por el hecho de que usted y las otras hermanas estén aquí.
—Oh, estamos muy ocupadas, se lo puedo asegurar. Pero nos hemos encontrado con un problema, señora Westbrook. Las autoridades están siendo presionadas para echarnos de estas tierras porque las compañías mineras quieren instalarse aquí. No somos una orden rica, señora Westbrook. El poco dinero de que disponemos apenas si es el suficiente para adquirir las medicinas y suministros. Si se nos obliga a trasladarnos no tengo ni la menor idea de adónde podremos ir.
Pasaron ante un cementerio cuidadosamente atendido; un invernadero, donde estaban trabajando otras monjas, con hábitos blancos, un huerto y un patio con animales de granja.
—Tratamos de ser autosuficientes —explicó Verónica—. Pero nos estamos echando muchos años encima. Nuestra hermana más joven tiene ya cincuenta años. Estamos teniendo dificultades para atraer a nuevos miembros, debido precisamente a nuestra pobreza.
Llegaron ante los escalones de un bungalow de madera, con un cartel sobre la puerta que decía: SALA DE ENFERMOS.
—Señora Westbrook —preguntó Verónica—, ¿en qué años estuvieron sus abuelos aquí?
—Entre mil ochocientos treinta y mil ochocientos treinta y cuatro.
—¿Y dice que vivieron con los aborígenes en alguna parte de los alrededores?
—Posiblemente. No estoy segura del todo.
La hermana Verónica se detuvo de pronto y se volvió a mirar a Joanna.
—Si estuvieron aquí en esa época, señora Westbrook, tuvieron que haber pasado por Perth en la misma época en que yo estuve allí. Yo llegué a Australia siendo novicia, a la edad de diecisiete años. Yo y otras dos hermanas llegamos con los primeros colonos. Vivimos en el asentamiento de Perth durante tres años y luego nos trasladamos hacia el este, donde establecimos una granja y una escuela para los hijos de los colonos. Espere un momento, estoy recordando algo…
Joanna esperó, mientras el sol descendía por detrás de los árboles y el constante ruido procedente de los cercanos campos auríferos parecía remitir de pronto.
—Fue en mil ochocientos treinta y cuatro —dijo la hermana Verónica—. Recuerdo la fecha porque acababa de pronunciar mis votos finales. Alguien trajo a una niña pequeña desde el desierto, señora Westbrook. Una niña blanca. Debía de tener unos cuatro años de edad, y se encontraba en un estado terrible. Físicamente estaba bien. Se habían ocupado bastante bien de ella en ese sentido, pero, cuando se le preguntó por sus padres, se puso histérica. Apenas si pudimos extraer algún sentido de lo que intentó decirnos… de tan asustada como estaba. Me parece recordar que intentaba hablarnos de unos perros… unos perros salvajes, y una serpiente grande. Y lo más asombroso de todo, señora Westbrook, fue que ella no hablaba inglés, sino dialecto aborigen.
»Las autoridades nos la trajeron para que la cuidáramos hasta que pudieran embarcarla con destino a Inglaterra. Parece ser que allí tenía parientes, o eso fue lo que se nos dijo. ¿Es posible que aquella niña tuviera algo que ver con sus abuelos?
Joanna estaba mirando fijamente a la monja, atónita.
—Era su hija —dijo finalmente—. Es decir, mi madre. —De repente, se sintió conmovida—. Eso quiere decir que estuvieron aquí. Que pasaron por aquí. Y, en tal caso, Karra Karra tiene que hallarse cerca.
—¿Qué hará usted ahora, señora Westbrook?
—Tengo que descubrir a dónde fueron, dónde vivieron.
—¿Por qué? Dudo mucho de que pueda encontrar algo ahí, después de tantos años.
—Ahí hay algo, hermana. Mi madre creía que se trataba de algo que la estaba esperando, y ahora, en cierto sentido, yo tengo la sensación de que también me está esperando a mí.
Los ojos de Verónica, pequeños y vivos, observaron con atención el rostro de Joanna.
—¿Se trata, entonces, de una especie de viaje espiritual? —preguntó—. Creí percibir eso mismo en usted cuando nos estrechamos las manos. Percibo en usted un fuerte propósito, señora Westbrook, quizá una sensación de destino. —Luego miró a Beth y añadió—: Y también en su hija. Me pregunto si Dios no la habrá traído hasta aquí por alguna razón.
—Lo cierto es que algo me trajo hasta aquí —asintió Joanna—, porque llevo haciendo este viaje desde hace muchos años. Y no ha sido del todo algo que yo haya elegido por voluntad propia. Más bien me he sentido impulsada a venir hasta aquí.
—Comprendo —dijo la hermana Verónica con una sonrisa—. Yo también me sentí impulsada a llegar hasta aquí hace ahora muchos años. Procedo de una familia rica, señora Westbrook. Y, si se me permite decirlo, era una joven bastante bonita en mis tiempos. Disponía de todas las ventajas de la vida. Pero fui «llamada». No tuve otra alternativa más que venir aquí, traer la bondad y el amor de Dios a estas tierras salvajes.
—¿Y qué hará si la obligan a abandonar estas tierras?
—Encontraremos otro lugar. Siempre lo hemos encontrado. —Tomó la mano de Joanna entre las suyas y añadió—: Que Dios la acompañe en su viaje, querida. Rezaré para que encuentre aquello que anda buscando.