Judd MacGregor sólo había leído unas pocas líneas de la tarea para hacer en casa, y ya sabía que tendría que poner un «excelente» en la parte superior de la página. Pero al volver la página para mirar cuál de sus alumnos había redactado el trabajo y ver la firma de Beth Westbrook, vaciló. Pensó que la chica debía de haber recibido alguna ayuda en casa. Ninguna chica podía ser tan buena en biología como ponía de manifiesto la realización del trabajo.
—Las chicas, sencillamente, no tienen la capacidad para el aprendizaje que tienen los chicos —le había dicho Judd a Miles Carpenter en el mes de diciembre, cuando se le dijo que Beth Westbrook había sido finalmente admitida en la escuela—. Señor Carpenter, le aseguro que no emplearé un solo minuto extra de mi tiempo en enseñar a esa chica. Se le asignarán los mismos deberes, y se le dedicará exactamente el mismo tiempo que a los chicos. No recibirá ninguna consideración especial por mi parte. Y cuando se vaya quedando retrasada en sus estudios, como estoy seguro de que sucederá, recomendaré su expulsión de la escuela. Y eso, señor Carpenter, le auguro que ocurrirá apenas una semana después de que hayan empezado las clases.
Pero las clases habían empezado en enero, y de eso ya hacía cuatro semanas y, hasta el momento, Beth Westbrook había mantenido el ritmo con los chicos. De hecho, Judd ya se había dado cuenta de que lo estaba haciendo incluso mejor que muchos de los chicos lo que le indujo a pensar que debía de haber alguien ayudándola en sus tareas escolares en casa.
Al escuchar unas risas al otro lado de su ventana, Judd se volvió y vio a unos chicos en el prado situado frente al edificio académico. Estaban metiéndose con Beth Westbrook, a quien Sarah King, su gobernanta aborigen, acababa de dejar ante las puertas de la escuela. Observó a la chica, que caminaba rígidamente, tratando de ignorar las burlas. Él sabía que los chicos le ponían las cosas difíciles a Beth, pero no estaba dispuesto a interferir. Si se estuvieran metiendo con otro chico tampoco intervendría. Los instructores de Tongarra raras veces intervenían en los problemas personales de sus alumnos. El cuerpo de estudiantes había formado su propio código especial de conducta, que se imponían a sí mismos. Y una de las reglas era que cada estudiante debía luchar sus propias batallas, sin andar corriendo a quejarse al maestro.
Eso hizo que Judd pensara en los primeros días que había pasado en la escuela. En aquel entonces había sido pequeño para su edad, y los demás chicos habían sido despiadados con él. Su padre le había dicho a Carpenter: «No le ofrezca a Judd ninguna consideración especial debido a su estatura. Trátele como a los demás chicos. Eso le convertirá en un hombre». Judd había logrado superar las pruebas e iniciaciones con el estoicismo que exigían las reglas de conducta no explicitadas, y había surgido de la prueba sintiéndose fuerte y seguro de sí mismo. En el proceso, también se había ganado la admiración de los compañeros que le habían atormentado, para terminar convertido en uno de los chicos más populares de la escuela.
La brisa de la mañana trajo hasta sus oídos el sonido de una voz:
—¡Aquí no queremos chicas! —le gritó a Beth uno de los chicos.
Y Judd recordó a su padre diciéndole, años atrás:
—Tienes que poner más empeño en ello, hijo. No querrás que los demás piensen que eres una chica, ¿verdad?
Judd levantó la mirada, contemplando el cielo de febrero. Daba la impresión de que las lluvias de otoño llegarían antes este año. Pensó en su padre, que ahora ya estaba ausente desde hacía cinco meses. Se imaginó a Colin sentado en su castillo recorrido por el viento, entre reliquias celtas, y se preguntó si sería feliz, o si se sentiría preocupado por el más mínimo atisbo de vergüenza.
—¿Qué sucede? —le dijo uno de los chicos a Beth—. ¿Es que no puedes ir a ninguna parte sin tu nana?
Al ver que Beth se volvía para replicar, Judd cerró la ventana. Decidió que la única desventaja de vivir en el campus eran las distracciones como aquella.
Echaba de menos la paz y la quietud de Kilmarnock, pero había descubierto que era incapaz de seguir viviendo allí. Los recuerdos constantes le resultaban demasiado dolorosos. Su padre seguía estando allí, en cada ladrillo y en cada madera de Kilmarnock, en cada armadura y cada taza de té y hasta en cada mota de polvo. Judd pensó en la carta de disculpas que había empezado a escribirle, pidiéndole que regresara a casa. Una carta que no terminaría nunca, y que nunca llegaría a enviar.
Al reanudar la lectura del trabajo de Beth recordó a la muchacha que había aparecido en su clase a primeras horas de la mañana, un día de enero, no tímida y vacilante sino, simplemente, como si esperara a que sucediese algo. Llevaba un largo vestido blanco, con el pelo formándole tirabuzones, y eso le hizo pensar en otros momentos del pasado en que la había visto en la feria anual ovejera de Cameron Town. En aquel entonces había sido una niña con aspecto de chico, con trenzas y un delantal, que entraba y salía corriendo de los stands, en compañía de otros chicos. Pero la jovencita que se había presentado en la clase antes de que llegaran los demás alumnos, no tenía el menor aspecto de chico. Judd sabía que Beth había cumplido los doce años en septiembre. Y ya podía observar las señales que, a lo largo de los meses, iban a hacer que Beth se convirtiera en una distracción para los chicos de la clase. Quizá los muchachos pudieran tratarla, por el momento, como uno más entre ellos —en realidad, se metían con ella de la misma forma en que en otro tiempo se habían metido con Judd MacGregor—, pero él sabía que no tardarían en empezar a mirarla de una forma diferente, y que su presencia les dificultaría cada vez más concentrarse en sus estudios.
Observando a los chicos meterse con ella, Judd concluyó que ella no permanecería en Tongarra mucho más tiempo. Los muchachos se lo estaban haciendo pasar realmente mal en la escuela. Se mostraban resentidos por su presencia, lo que resultaba comprensible, como sucedía con una parte del personal docente. Judd conocía a uno de los profesores que se negaban a preguntarle a Beth si ella levantaba la mano. Uno de los maestros había hablado incluso de dimitir a modo de protesta. También habían protestado algunos de los padres. Cuatro de los chicos abandonaron la escuela cuando sus padres se enteraron de que a las clases también asistía una chica. Cuando Judd se enfrentó a Miles Carpenter por la cuestión y le recordó el daño que le iba a hacer a la escuela la presencia de aquella jovencita, la respuesta de este se había producido en forma dé libras y chelines.
—El dinero entregado por Westbrook supera la pérdida de esos alumnos, señor MacGregor. Y contamos con su promesa de que renovará la donación cada año en que su hija asista a la escuela.
Judd, sin embargo, sostenía que se trataba más de una cuestión de honor que de dinero. Señaló como argumento los problemas que estaba causando la nueva legislación de las colonias, al permitir que las mujeres asistieran a las instituciones de enseñanza superior. Se habían producido protestas masivas en la universidad de Melbourne debido a la reciente admisión de estudiantes femeninas, lo que había provocado la interrupción de las clases durante varios días. Y los profesores que se habían marchado, se habían negado a regresar. Judd se sentía orgulloso de Tongarra. Le disgustaba mucho pensar en los efectos que podría tener sobre la reputación de la escuela esta nueva disminución de los niveles.
Decidió que, con un poco de suerte, la joven se marcharía por voluntad propia. Y, desde luego, si alguna vez acudía a él corriendo para quejarse por la forma en que los chicos se comportaban con ella, Judd solicitaría que fuera expulsada de la escuela.
Volvió a mirar el trabajo de Beth y tras decidir que había empleado demasiado tiempo en reflexionar sobre un problema menor, escribió la palabra «excelente» en la parte superior de la hoja.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a Beth un chico llamado Randolph Carey—. ¿Es que no puedes venir a la escuela sin tu nana?
Beth ya estaba harta. Los chicos se habían estado burlando de ella desde que cruzó las puertas de entrada al campus ante las que se había detenido el carruaje de Merinda y donde se había despedido de Sarah. Beth había ignorado sus insultos y chanzas, pero aquello ya le pareció demasiado.
—Sarah no es mi nana —dijo, volviéndose hacia ellos—, es mi amiga.
—Todo el mundo sabe que a tu madre le gustan mucho los negros —dijo Michael Callahan, de trece años—. Mi padre dice que, si le gustan tanto, que se vaya a vivir con los aborígenes.
—Y tu padre escribe poesía —intervino Randolph—. ¿Qué es, un mariquita?
—¡Muchos hombres escriben poesía!
En ese momento, Beth captó el movimiento de un rayo de luz. Levantó la mirada y vio a Judd MacGregor cerrando la ventana de su habitación, en el segundo piso. Se preguntó si habría escuchado.
Decidió que no lo había escuchado porque Beth sabía que el señor MacGregor era todo un caballero. Si hubiera escuchado a los chicos meterse con ella de aquella manera, les habría obligado a callarse.
Judd MacGregor era el profesor favorito de Beth. Le gustaba la forma en que no le dispensaba ningún tratamiento especial. Nunca la distinguía, ni se burlaba de ella, ni la trataba como si estuviera a punto de romperse, como hacía el viejo Carmichael, que no le pedía que hiciera trabajos duros, ni la obligaba a ponerse firmes cuando él entraba en la clase. Y si ella contestaba de modo incorrecto en la clase y los chicos se echaban a reír, el señor MacGregor nunca reía con ellos como hacía el señor Tyler. De hecho, el señor MacGregor la trataba con una especie de indiferencia que ella estaba segura de interpretar como una señal de la confianza que había depositado en ella. Sospechaba que él sabía que ella era capaz de alcanzar el éxito por méritos propios, sin necesidad de ninguna ayuda especial. Y eso hacía que se sintiera aún más desesperadamente enamorada de él.
—¿Por qué no te largas a Inglaterra, inglesa inmigrante? —dijo Randolph Carey, un muchacho alto, pelirrojo y con pecas.
—¡Yo no soy inmigrante!
—Tu madre lo es. Mi padre dice que es una inglesa inmigrante…
El señor Edgeware, el profesor de latín, apareció en ese momento ante la entrada del edificio académico. Los muchachos se quedaron en silencio. Luego saludaron:
—Buenos días, señor.
Y se marcharon corriendo.
—¿Por qué no me dejáis en paz? —les dijo Beth a los chicos cuando Edgeware ya no pudo oírla.
—Mira, Westbrook —replicó Randolph Carey—, si quieres que te dejemos en paz, tienes que convertirte en uno de nosotros, tienes que unirte a nosotros.
—¿Y cómo puedo hacer eso? —preguntó ella dirigiéndole una mirada recelosa.
—Tienes que pasar una prueba. Cualquiera que pretenda ser uno de nosotros tiene que pasar por una iniciación.
—¿Qué clase de iniciación?
—No puedo decírtelo antes de tiempo. Eso haría que la cosa fuera demasiado fácil. Pero, si crees que no puedes hacerlo…
—Claro que puedo hacerlo —le interrumpió ella.
—Muy bien. Esto es lo que tienes que hacer.
El cuerpo de estudiantes se estaba preparando para estrenar su espectáculo anual, una velada de pequeñas representaciones satíricas, canciones y recitales, todas ellas escritas, puestas en escena y ejecutadas por los alumnos, sin ninguna ayuda por parte de los profesores.
—Mañana por la noche habrá un ensayo en el auditorio —dijo Randolph—. Dile a tu nana aborigen que te quedarás.
—Pero mis padres saben que yo no participo en la función.
—Diles que sólo vas a ver el ensayo. Termina a las nueve de la noche. Pero no vayas al auditorio. Debes estar a las siete en la explanada de ensillado. Allí recibirás tus instrucciones. A menos, claro está, que te sientas demasiado asustada como para venir.
Beth vaciló. Observó a los chicos que la rodeaban. Vio la sonrisa en los labios de Randolph. Entonces recordó una serpiente que él le había ocultado en su pupitre.
—Estaré allí —le aseguró.
Una vez que Randolph y sus amigos se hubieron marchado, Tommie Watkins le dijo a Beth:
—Lleva cuidado. Carey está tramando algo.
Pero Beth ya sabía que lo que mese a ocurrir al día siguiente por la noche iba a ser una especie de prueba final. La serpiente muerta encontrada en su pupitre no había sido más que una más entre las bromas que se le habían gastado, como ponerle tinta en el asiento, cerrarle la tapa del pupitre con goma de pegar, robarle el almuerzo; todo ello formaba parte de las pequeñas pruebas a las que se la había sometido para ver si echaba a correr a contárselo a los maestros o a los padres. No obstante, Randolph y sus amigos aún tenían que quedar más satisfechos.
—Si vas, es posible que te hagan algo malo —le advirtió Tommie.
—¿Me ayudarás tú? —Al ver que Tommie vacilaba, Beth añadió—: Está bien, lo comprendo.
—No soy un cobarde —aseguró Tommie—. Lo que sucede es que mi padre me ha dicho que, si me meto en una sola pelea más, me sacará de la escuela y me pondrá a trabajar en la granja. Mañana deberías mantenerte alejada de la explanada de ensillado y regresar a casa como todos los días.
Pero Beth sabía que no podía pasar por alto el desafío de Carey. Había jugado con chicos durante toda su vida, conocía sus rímales y las pruebas a las que se sometían los unos a los otros. Y también sabía que finalmente tendría que enfrentarse a Randolph porque, si no lo hacía, nunca lograría ser feliz en la escuela.
—Es algo que tengo que hacer, Tommie. Nunca seré aceptada si no me pongo a prueba a mí misma. Pero no pasará nada, ya lo verás.
Joanna llamó a la puerta del dormitorio de Beth.
—¿Ocurre algo, cariño? —le preguntó cuándo Beth le dio permiso para entrar—. Apenas si has probado la cena.
—Estoy bien, mamá —contestó—. Sólo un poco cansada.
Joanna observó el rostro de su hija y luego le suavizó el cabello, pasándole una mano.
—¿Va todo bien en la escuela?
—Oh sí. Me lo estoy pasando maravillosamente bien. Y para cuando tú y papá regreséis, ya habré pasado con honores mis exámenes de invierno.
Joanna no había querido dejar a Beth sola en casa, pero el capitán Fielding les había aconsejado que no la llevaran consigo en su viaje a Australia Occidental, diciendo que aquel no era lugar apropiado para una jovencita. Además, Beth les había asegurado a sus padres que estaría bien, que ya era lo bastante mayor como para quedarse a solas y que, además, Sarah estaría allí, con ella. Hugh, Joanna y el capitán Fielding tenían planeado marcharse esa misma semana. Abandonarían Melbourne en un vapor costero que les llevaría a Perth. Adam ya se había marchado para asistir a su primer curso en la universidad de Sydney.
—¿Preferirías que no nos fuéramos, Beth? —preguntó Joanna.
—Oh, no, tienes que ir, mamá. Tienes que encontrar el lugar donde nació la abuela.
Cada vez que Joanna se sentía abrumada por las dudas sobre su decisión de viajar a Australia Occidental se recordaba que lo hacía tanto por Beth como por ella misma. Aunque había tratado de ayudar a Beth para que superara su temor a los perros, le había resultado casi imposible conseguirlo, puesto que ella misma sentía ese temor. Y lady Emily, que siempre se había sentido aterrorizada con los perros, había creído que la causa de ese temor y, en consecuencia, su remedio se encontraban en un lugar llamado Karra Karra.
Joanna pensó en el viaje que ella y su madre habían estado a punto de emprender hacía quince años, antes de que el veneno se llevara a lady Emily. Ahora se preguntaba si se encontraba al final de aquel viaje, si estaba a punto de terminar la búsqueda que había heredado de su madre. Lo que había empezado por ser un deber para con su madre, y se había transformado en un deber para consigo misma, se había convertido ahora en algo que tenía que hacer por Beth. A Joanna le pareció que eso era como una línea de canto, cuyo término se encontraba en alguna parte de Australia Occidental.
Miró a su hija y hubiera querido decir: «Voy a ir por ti, cariño, para descubrir una forma de impedir que el veneno te reclame también a ti». Pero en lugar de eso dijo:
—Me preocupa que nos eches de menos, que te sientas sola.
—Estaré bien, mamá. Estoy haciendo muchos amigos en la escuela. Y disfruto con mis estudios.
«Además —pensó Beth, recobrando la confianza en sí misma—, los chicos no pueden seguir así todo el tiempo». Llegaría el momento en que se cansaran de gastarle bromas y terminarían por aceptarla. Y no eran todos los chicos los que la atormentaban, sólo los pocos que seguían a Randolph Carey. Llegó a la conclusión de que él no tardaría en darse cuenta de la inutilidad de sus bromas, y la dejaría en paz. Porque Beth estaba decidida a no darle la satisfacción de verla desmoronarse.
Así pues, al día siguiente, el carruaje de Merinda no apareció ante las puertas de la escuela a la hora habitual y, a las siete en punto, Beth ya se encontraba en la explanada de ensillado.
Los chicos aparecieron cinco minutos más tarde, llevando una tabla estrecha y larga, que tendieron a través del amplio canal que se utilizaba para enseñar a los chicos a bañar a las ovejas. El canal tenía unos seis metros de anchura, y estaba lleno de un agua sucia y barrosa, que reflejaba la luna cuando surgía por detrás de las nubes.
—Tienes que atravesarlo —dijo Randolph—. Y entonces podrás ser uno de nosotros.
Beth se mordió los labios y observó la tabla. Era fácil de ver cuando salía la luna, pero cuando las nubes la tapaban, tanto la tabla como el canal quedaban envueltos en la oscuridad. Y era una tabla muy estrecha, suspendida a pocos centímetros por encima del agua llena de barro.
De repente, Beth puso en duda la prudencia de la decisión de aceptar el desafío de Randolph. Miró a su alrededor observando el tranquilo campus de la escuela; la mayoría de los edificios estaban a oscuras y los caminos apenas si estaban iluminados con luces de gas. Hasta allí llegaban las voces de los chicos, procedentes del auditorio y el aire estaba lleno con el olor de las vacas y las ovejas.
—¿Y bien? —preguntó Randolph—. ¿Demasiado asustada para intentarlo?
Pensó en la serpiente que había encontrado en su pupitre, y se preguntó qué habría hecho el señor MacGregor si la hubiera visto. Estaba convencida de que el señor MacGregor era justo y se pondría de su parte.
—¿Y bien? —repitió Randolph.
Beth vio que todos los chicos la estaban mirando.
—Si recorro toda la tabla hasta el otro lado, ¿podré ser uno de vosotros? —preguntó.
—Es lo justo.
Beth se encaminó hacia uno de los extremos de la tabla y comprobó que era incluso más estrecha de lo que se había imaginado y que se balanceaba en el centro. También se dio cuenta, consternada, de que al mirar hacia abajo, la falda le tapaba los pies. De ese modo no podía mirar dónde pisaba.
—Adelante —dijo Randolph.
Ella se volvió hacia Tommie Watkins, que no se atrevió a mirarla a los ojos. Entonces, empezó a caminar sobre la tabla.
Los chicos se quedaron formando un círculo alrededor del canal observando en silencio a Beth que efectuaba un vacilante pero cuidadoso avance sobre el agua. En ese momento salió la luna para volver a desaparecer casi en seguida. Se escucharon unas risas apagadas, procedentes del auditorio. Una vaca mugió suavemente en el cobertizo cercano.
Beth caminó con los brazos extendidos, colocando con mucho cuidado un pie delante del otro, sin dejar de mirar la tabla y el agua, unos pocos centímetros más abajo. Sopló una ráfaga de viento frío procedente del sur, que hizo rizar el agua. Beth contuvo la respiración sin dejar de avanzar a lo largo de la tabla.
—Lo está consiguiendo —escuchó decir a uno de los muchachos.
—Cierra el pico —espetó Randolph.
Beth sintió la boca reseca cuando la tabla se balanceó bajo sus pies. De repente, la noche pareció mucho más fría y ella empezó a temblar.
—Estás a medio camino, Beth —dijo Tommie.
Se detuvo un momento. El canal parecía demasiado ancho; el agua, profunda y fría. Cuando la luna parpadeó por detrás de unas nubes, Beth vio insectos flotando sobre la superficie del agua barrosa.
—Adelante —la animó Tommie—. Puedes hacerlo.
Siguió avanzando. El viento arreció un poco y le arremolinó la falda. La tabla se bamboleó bajo sus pies.
—Adelante, Beth —la animó otro de los chicos.
Al darse cuenta de que ya estaba cerca del otro lado, levantó la cabeza y vio a Randolph Carey, que estaba allí de pie, esperándola. Ella le sonrió.
Y luego se quedó helada.
Vio el perro que tenía al lado. Era uno de los perros ovejeros de la escuela.
—Vamos, Westbrook —dijo Carey—. ¿Qué ocurre? No tendrás miedo de un perro viejo, ¿verdad?
Beth empezó a temblar. Sentía la boca totalmente reseca y náuseas en el estómago. Intentó no mirar al perro, no pensar en su presencia. Sólo tenía que poner un pie por delante del otro, y luego otro, y otro… y llegaría al final.
Pero entonces miró los ojos del perro, dorados a la luz de la luna. No mostraba una actitud amenazadora, ni gruñía, ni la amenazaba de ninguna forma. Incluso conocía su nombre: Button. Un viejo y amistoso perro ovejero. Pero tenía los ojos fijos en ella.
Y entonces vio a los dingos… que la perseguían… y al pobre y viejo Button, tratando desesperadamente de protegerla.
De repente, Beth sintió que el mundo giraba a su alrededor y, de improviso, no encontró nada por debajo de sus pies. Chocó contra el agua con un chapoteo tremendo, y se hundió en ella. Por un instante, sintió verdadero pánico cuando el agua helada se cerró sobre su cabeza y sintió el peso de la falda que tiraba de ella hacia abajo. Luego, sus pies tocaron el fondo. Trató de incorporarse, pero el barro era demasiado resbaladizo. Levantó los brazos, agitándolos, tratando de respirar. Luego, de repente, se vio izada por Tommie Watkins y Declan McCloud.
Randolph Carey lanzaba enormes risotadas, a las que se unieron algunos de los presentes. Pero en el momento de salir del agua, con el cabello chorreándole sobre la cara, Beth pudo observar fugazmente las miradas de incertidumbre en los rostros de los demás chicos.
—Eso no ha sido juego limpio, Carey —dijo Tommie Watkins.
Por un momento Randolph se limitó a reír más fuerte.
—¡Sois todos un puñado de maricas! —exclamó—. Después de todo, creo que no puedes ser uno de nosotros, alteza todopoderosa. No has pasado la prueba. ¡Y mucho menos si vas a tener miedo de un viejo perro!
Se dio media vuelta y se alejó, llevándose el perro, seguido por unos pocos de los otros chicos presentes.
—Estás hecha un asco —dijo Declan McCloud ayudándola a terminar de salir del agua.
Beth estaba temblando de tal forma que le castañeteaban los dientes.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tommie—. ¿Se lo vas a decir al viejo Carpenter?
—Será mejor que te vayas a casa —dijo Declan—. No puedes permitir que ninguno de esos te vea de ese modo.
Pero Beth no podía hacerlo; el carruaje que pasaría a buscarla no aparecería hasta dentro de dos horas.
Intentó dejar de temblar. Miró alrededor, por el campus oscuro, y se preguntó qué iba a hacer. No recordaba haber sentido nunca tanto frío.
—Pillarás una neumonía —dijo Declan—. La gente se muere por eso.
—Puedes quedarte en el cobertizo —sugirió Tommie—. Allí podrás calentarte un poco.
—No, estoy bien —dijo Beth, rechazando la idea—. Podéis marcharos.
—Pero ¿qué vas a hacer? ¡Estás hecha una pena!
Beth miró la ventana con la luz encendida en el segundo piso de la residencia de profesores. Sabía a qué persona podía acudir para pedir ayuda.
—¡Buen Dios! —exclamó Judd al abrir la puerta y ver el estado en que se encontraba Beth—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Me he caído.
Observó el cabello y el vestido empapados, el charco de agua que se había ido formando a sus pies.
—Entra —dijo por fin mirando con rapidez a uno y otro lado del pasillo antes de cerrar la puerta. Luego llevó a Beth junto al fuego—. Cuéntame lo que ha ocurrido.
—Estaba paseando cerca del canal de lavado de las ovejas, y me caí dentro.
—¡El canal! ¿Y qué estabas haciendo allí? En realidad, ¿qué estás haciendo en la escuela a estas horas?
Al ver que no contestaba, Judd trató de pensar qué debía hacer. Beth estaba hecha una pena, con el cabello empapado y pegado a la cabeza, y la falda a las piernas. Y no dejaba de temblar.
Judd quitó una manta de su cama y se la tendió.
—Toma. Quítate esas ropas húmedas y envuélvete en esto. Quédate cerca del fuego. Encontraré a alguien que vaya a Merinda y se lo comunique a tus padres.
Poco después, cuando él regresó, la encontró sentada ante el fuego, envuelta en la manta, con las ropas extendidas a secar.
—Alguien ha ido a Merinda a dar aviso —dijo, mirándola con atención—. Beth, ¿quién te ha hecho esto? —Al ver que ella no contestaba, añadió—: Esto es algo grave. Lo comprendes, ¿verdad? Tienes que decirme quién te ha hecho esto.
—Sólo me caí, eso es todo.
Judd miró su reloj. ¿Cuánto tiempo tardarían en llegar los padres de ella? Sabía qué era lo que debía hacer en el caso de que alguno de los chicos se metiera en problemas, pero Beth le confundía. Sobre su mesa de trabajo había una pequeña lámpara de alcohol. Calentó algo de agua y preparó un té, sin dejar de vigilar a la muchacha, que seguía en silencio.
—Beth —le dijo, acercándole el té—, quiero ayudarte. No te meterás en ningún problema, te lo prometo. Sólo dime qué ha ocurrido.
Ella siguió contemplando las llamas, con los ojos temblorosos a causa de las lágrimas. Tenía varios mechones de cabello húmedo pegados sobre la mejilla.
—Los chicos te han estado gastando bromas, ¿verdad? —preguntó él.
—Todo está bien —dijo ella—. Los chicos no me fastidian.
Judd observó una lágrima que le rodó a Beth por la mejilla. Y de repente se sintió inexplicablemente incómodo.
—Si me dices quién te hizo esto, Beth, yo me ocuparé de que sean castigados.
Pero ella siguió sin decir nada. Se escucharon unos golpes en la puerta y el superintendente Carpenter entró, acompañado por Hugh y Joanna. Joanna se llevó a Beth a la habitación contigua, la secó y la ayudó a ponerse las ropas secas que había traído.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó—. Dime lo que ha ocurrido.
—Oh, mamá —dijo Beth, tratando de no llorar, pero sollozando a pesar de todo—. Fue un desafío. Me hicieron caminar por una tabla… y había un perro…
Joanna abrazó a su hija y la apretó con fuerza contra su pecho como si tratara de absorber el dolor de Beth en sí misma. «Todo esto va a continuar hasta que yo lo pare», pensó.
Regresaron a la otra habitación y Joanna dijo:
—Estará bien, señor Carpenter. Y ahora quiero saber quién ha sido el responsable de esto.
—Le aseguro, señora Westbrook, que estamos tratando de llegar al fondo del asunto —dijo el superintendente.
—Beth, dinos quién te impulsó a pasar sobre el canal —dijo Hugh. Pero Beth permaneció sentada, cerca de su madre, y no dijo nada—. ¿Te ha ocurrido alguna otra cosa como esta antes, Beth? —insistió Hugh—. ¿Han sido los chicos crueles contigo?
—Ya se lo advertí, señor Westbrook —intervino Judd—. Le dije que habría problemas. A una chica no le resulta fácil ser aceptada en una escuela de chicos.
—¿Ha hecho usted algo por ayudarla? —le espetó Hugh.
—No ha sido culpa del señor MacGregor, papá —dijo Beth.
—Daré instrucciones al personal docente para que vigile más en el futuro —dijo Miles Carpenter—. Y le aseguro, señor Westbrook, que esto no volverá a suceder.
—Señor Carpenter —intervino Joanna, rodeando los hombros de Beth con un brazo—, nuestra familia iniciará un viaje dentro de pocos días. Nos vamos a Australia Occidental, y Beth vendrá con nosotros.
—Pero mamá… —empezó a decir ella.
—Oh, querida señora Westbrook —dijo Carpenter—, desearía que no sacara a su hija de la escuela por esto. Le puedo asegurar que…
—No la voy a sacar de la escuela. Regresaremos dentro de pocos meses, a tiempo para el inicio del próximo curso. Confío en que, para entonces, habrá descubierto usted al responsable de este incidente indignante y lo habrá tratado como se merece.
—Tengo una ligera idea de quién está detrás de todo esto, señora Westbrook —dijo Judd—. De hecho, creo que voy a ver a ese chico ahora mismo y tener una conversación con él.
Mientras Miles Carpenter se apresuraba a ofrecer nuevas seguridades a Hugh y a Joanna de que todo iba a solucionarse, Beth se puso en pie de repente y salió corriendo en pos de Judd.
—Señor MacGregor, espere, por favor le llamó, deteniéndolo ya en la escalera exterior.
—Lo siento, Beth, pero tenemos que llegar al fondo de este asunto.
—No era eso lo que quería decirle. Sólo quería que supiera lo mucho que siento haberle fallado.
—¿De qué estás hablando?
—Sé que usted había puesto su confianza en mí, y yo deseaba demostrarle que tenía usted motivos para ello. Ahora debe de sentirse usted muy desilusionado y lo siento.
Judd se la quedó mirando fijamente. Las nubes se desplazaron en el cielo y la luz de la luna pasó sobre el rostro de Beth. Por un instante, Judd tuvo la curiosa impresión de que no estaba mirando a una muchacha de doce años, sino a una mujer de la misma edad que él, y que se encontraban en aquellos escalones por razones muy diferentes.
—Yo no quiero abandonar Tongarra —siguió diciendo ella con serenidad—. Regresaré.
—¿Es tan importante para ti estar aquí? —preguntó él, observando cómo la brisa de la noche le agitaba el cabello húmedo.
—Es más importante que cualquier otra cosa —le aseguró ella.
Los Westbrook salieron en ese momento del edificio.
—Vamos, cariño —le dijo Joanna—. Regresemos a casa.
—Señora Westbrook —dijo Judd—, hablaré con los chicos. Ellos me escucharán. Confío en que una vez que les haya dejado las cosas lo suficientemente claras, dejarán tranquila a su hija. —Miró a la muchacha y sonrió—. Quisiéramos ver aquí a Beth, entre nosotros, para el segundo curso.