Fue una noche típica de los territorios despoblados, con un atisbo de distantes crestas montañosas por detrás de las siluetas de los eucaliptos; y había miles de estrellas desparramadas por el cielo. Una hoguera ardía con tonos dorados en plena oscuridad, una hoguera de campamento alrededor de la cual se habían repantigado los hombres cansados, con las miradas fijas, pacientemente, en la humeante jarra metálica. El silencio era casi tan vasto como el cielo y el horizonte que no se podía ver, pero lo que había allí fuera hablaba igual, con el gemido solitario del dingo, el crujido y los chasquidos de la hoguera. De repente, una voz atravesó la oscuridad, fuerte y alta, diciendo:
Fueron días crueles y de prueba,
días duros de otros tiempos,
cuando nos echábamos la bolsa al hombro y emprendíamos el camino
que sabíamos nos llevaría directamente al infierno.
La voz siguió hablando del gran territorio despoblado, con sus canguros bailarines, y los acechantes hombres negros, las cabañas construidas de árboles jóvenes y cortezas, y una muchacha llamada Ruth, enterrada en alguna parte del Nunca Jamás, «con un bebé dormido en sus brazos». Mientras la voz hablaba, los hombres que descansaban alrededor del fuego de campamento se dedicaban a realizar sus pequeñas tareas, como tender los sacos de dormir, desensillar los caballos, encender las pipas y cigarrillos, con el silencio y las estrellas pendiendo sobre ellos, «fríos, honestos y limpios». Se movían como sombras, representando una obra familiar cansados y encorvados, quebrados y quebrantados pero confiando en la promesa de la noche de traerles un mejor día. Al final, la hoguera fue perdiendo fuerza y los hombres terminaron de instalarse «bajo mantas que eran como viejas amigas», y la voz dijo: «Pero, a cambio de todos nuestros dolores y maldiciones, volveremos a tener esos duros y viejos tiempos».
El escenario quedó a oscuras y, por un momento, el teatro pareció quedar como suspendido en el tiempo y el espacio. Luego se encendieron las luces, y una escena completamente nueva asombró los ojos de los espectadores. Ahora era de día y había una cabaña con un hilillo de humo saliendo por una chimenea y campos de trigo dorado que se extendían hasta el infinito, bajo un cielo azul. Una mujer trabajaba en el patio, junto a la cabaña, y la voz dijo: «Qué maravilloso es pensar en todas esas rudas tareas que son capaces de realizar las manos de una mujer…».
Cuando terminó la balada El corazón de Hannah, la escena hogareña fue sustituida por un paisaje llano y rojizo, del que se elevaba a la feroz puesta de sol el imponente monolito de Ayers Rock, y un narrador invisible recitó las famosas líneas de «El Sueño. Para Joanna».
El decorado fue cambiando en el escenario a medida que se iba leyendo cada poema, creando un desfile de paisajes terrestres y marinos extraídos de todas partes de Australia. Había pocas personas entre el público que no distinguieran algo familiar al menos en alguno de aquellos decorados, pues, aunque quienes ocupaban sus asientos en el Music Hall de Melbourne en esta noche, dos semanas antes de Navidades, eran habitantes de la ciudad, aquellas escenas les recordaban su niñez al aire libre, o les hacían pensar en las historias contadas por los mayores. Las baladas les llegaban al corazón y hablaban de una forma de vida que estaba desapareciendo, mientras que, en el escenario, las escenas recordadas de tiempos pasados iban siendo recreadas con abundancia de detalles, desde el parpadeo de las estrellas como se veían en el desierto, y la risa del kookaburra, basta el restallido del látigo del boyero y el sonido del viento soplando a través de la mulga.
Joanna y Hugh contemplaban el espectáculo desde un palco. Estaban acompañados por Beth, que ya tenía doce años de edad y que llevaba un largo vestido blanco de encaje, con flores en el cabello, por Sarah, que llevaba un vestido de noche de color esmeralda, y por Adam, que ya contaba dieciocho años y vestía traje de etiqueta. Compartían el palco con ellos Frank e Ivy Downs. Habían acudido a Melbourne para asistir a la representación inaugural de «Historias vivas de los territorios despoblados», una puesta en escena muy imaginativa de una serie de baladas que habían sido publicadas tres años antes en un libro titulado Poemas de un hijo de los territorios despoblados. Hugh había invitado a Ivy Downs a pintar ilustraciones en color para acompañarlas representando los pinos de las Montañas Nevadas, «donde los oscuros árboles verdes de la goma tocan el brillante cuenco azul del cielo», y donde el desierto es tan grande y claro que «un hombre puede resguardarse los ojos con la mano y ver el mañana». El libro había tenido tanto éxito, y tan rápido en las colonias australianas, que se había puesto música a la balada más popular de Hugh, El hombre de la boba al hombro, que ahora se cantaba en las escuelas y los pubs, en los caminos y alrededor de las hogueras de campamento. El libro había sido muy bien recibido en todo el Imperio británico, de modo que la gente leía en todas partes la historia del convicto cuyos «pecados estaban escritos antes de que naciera», y de los «caminos del esquileo, que eran atajos hacia la muerte».
La siguiente representación fue un baile en un cobertizo, donde los esquiladores y las mujeres evolucionaban por el escenario, al compás de una polka muy viva, mientras que el público daba palmadas al unísono y apenas si se escuchaba la voz del narrador recitando «Tiempo de descanso». Luego, cuando se representó un rodeo en el escenario y el público se echó a reír y se puso a aullar ante las payasadas de «Lachlan Pete», dedicado a perseguir un ternero brioso, el ruido fue tan ensordecedor que apenas si pudo escucharse al narrador. Frank se inclinó hacia adelante y le dijo a Hugh:
—Desde luego, les estas ofreciendo todo un espectáculo por su dinero, Hugh. No hay sobre la faz de la tierra nada más rudo y ruidoso que un público australiano bien satisfecho.
El escenario quedó a oscuras por última vez, con la silueta de un viejo pastor a caballo, y la voz, desvaneciéndose, dijo: «Y esta es la vida, la vida del pastor», y a continuación bajó el telón.
Joanna contuvo la respiración. El teatro quedó en silencio. Y luego empezaron los aplausos, lentamente al principio, pero elevándose con fuerza al tiempo que se entendían brillantemente los candelabros eléctricos recién instalados. Un hombre apareció en el escenario. Era Richard Hawthorne uno de los actores más queridos en Melbourne. Había sido su voz familiar de barítono la que todos habían escuchado leyendo las baladas. Se inclinó dos veces, saludando al público, y luego levantó una mano hacia donde se encontraba Hugh. Todos los ojos se desviaron hacia el palco, y poco a poco, uno a uno, el público fue poniéndose en pie y sus aplausos llenaron todo el teatro.
—Te tratan como a una especie de héroe, Hugh —dijo más tarde Frank Downs, mientras esperaban su carruaje en la acera, frente al teatro—. Pero por Dios que le has enseñado al mundo entero que no somos un simple puñado de colonos atrasados.
—Reconoce también el mérito de tu esposa, Frank. Han sido sus pinturas las que han inspirado el espectáculo.
—Los dos os merecéis el éxito —dijo Joanna.
La acera estaba atestada de damas con vestidos de noche y caballeros con capas de ópera y sombreros de copa. Había sido una noche especial para los habitantes de Melbourne. Por una vez, el espectáculo que habían acudido a ver no era obra de un francés, un italiano o incluso un inglés; una realidad a la que, siendo un pueblo tan joven, ya se habría acostumbrado y resignado, sino que era el producto de un hombre nacido entre ellos, de Hugh Westbrook, un verdadero australiano. Muchos se le acercaron para ofrecerle su felicitación.
—Ha sido un espectáculo estupendo Hugh —le dijo John Reed, palmeándole en un brazo—. Por el cielo que me ha hecho brotar lágrimas en los ojos. Puede que haya nacido en Inglaterra, pero soy un verdadero australiano de corazón.
—John, ¿por qué no venís tú y Maude a cenar? Hemos reservado un comedor privado en el hotel.
—Gracias por la invitación, Hugh, pero me temo que tenemos otro compromiso previo.
Pauline, que había acudido a la representación en compañía de su hijastro, Judd, tendió la mano y dijo:
—Ha sido una velada hermosa, Hugh. Deberías sentirte orgulloso.
—¿Regresas con nosotros al hotel? —preguntó él—. Vamos a abrir todas las botellas de champán que sea capaz de ofrecernos el Rey Jorge.
—Estoy un poco cansada, y mañana tengo que tomar el primer tren para Kilmarnock. —Tomó la mano de Joanna entre las suyas y añadió—: Mis felicitaciones a los dos.
Ian Hamilton también estuvo allí, y Angus McCloud con el joven Declan. Alabaron a Hugh por el espectáculo y por sus baladas que, según declaró Harold Ormsby, serían atesoradas por los australianos durante las décadas siguientes.
Louisa Hamilton y su familia pasaron y, mientras felicitaban a Hugh, Joanna observó que Athena, la hija de diecisiete años de Louisa, le dirigía a Adam una mirada significativa.
—Hola, Adam —saludó la muchacha sonriéndole por debajo de unas pestañas negras.
Joanna había descubierto que, a los casi diecinueve años Adam parecía contar con un elevadísimo número de jovencitas llenas de esperanza por atraer su atención. Él era un joven apuesto, cuya actitud seria parecía despertar, por alguna razón, la pasión de los corazones femeninos jóvenes.
Joanna se sentía orgullosa de su hijo. Al cabo de un mes, poco después de que cumpliera los diecinueve años, Adam empezaría a asistir a las clases de la universidad de Sydney, que le había concedido una beca por haberse graduado como el primero de la clase en la escuela secundaria de Cameron Town. A Adam le produjo mucha ilusión ser admitido en la universidad de Sydney, ya que poseía, según decía él, «un departamento de ciencias de primera fila al que recientemente se ha incorporado un profesor de paleontología de los vertebrados, un hombre que es miembro de la Royal Society de Londres, ¡y que llegó a trabajar con Charles Darwin!».
Adam soñaba con seguir los pasos de Darwin, llegar a ser miembro de la Royal Society y dedicarse a explorar el mundo como naturalista, a descubrir nuevas especies, desenterrar huesos de dinosaurio, y contribuir a aumentar las crecientes pruebas en favor de la teoría de la evolución. Joanna sabía que iba a tener éxito; lo podía asegurar por la forma enérgica con que actuaba, el entusiasmo con que hablaba y la ilusión que relucía en sus ojos.
—Ha sido un buen espectáculo, ¿verdad, Joanna? —preguntó Hugh. Ella sintió el calor de su mano a través del guante y, al observar su sonrisa, recordó al hombre joven a quien había conocido hacía quince años. Esta noche, Hugh estaba tan elegante como entonces, si no más, ahora que, a los cuarenta y cinco años, el tiempo había añadido sabiduría a su rostro y una serena dignidad a su porte.
—Sí, Hugh —asintió—. Ha sido un buen espectáculo.
Él la miró por un instante, antes de preguntarle:
—¿Te encuentras bien, Joanna?
A ella no le sorprendió que él hiciera esta pregunta. A pesar de que no le había hablado de su problema reciente, que de hecho, había tratado de ocultarle, sabía que Hugh lo percibiría tarde o temprano.
—Sí, estoy bien —contestó.
—¿Te apetece cenar en el comedor? Si lo prefieres, podríamos subir directamente a nuestra habitación.
—Ni se te ocurra. No voy a permitir que uno de mis ridículos dolores de cabeza vayan a estropearte esta noche tan especial para ti.
Pero esta vez se trataba de algo más que un simple dolor de cabeza, o que la, resaca producida por otra de sus pesadillas. Joanna llevaba preocupada todo el día por una sensación extraña; era la clase de premonición que se experimenta antes de la tormenta. Y hoy no era la primera vez que lo había percibido; desde hacía varias semanas, estaba viéndose desequilibrada por una vaga pero creciente sensación de terror.
—¡Oh, papá! —exclamó Beth apartándose de un pequeño grupo de amigos—. ¡Están todos tan impresionados! ¡Eres decididamente maravilloso!
Mientras Joanna observaba el abrazo en que se fundían padre e hija, su memoria retrocedió al día en que se inició aquella extraña sensación de premonición. Había sido dos meses antes; Beth acababa de cumplir los doce años y había empezado a tener su menstruación. Mientras Joanna le explicaba a su hija los cambios que estaban produciéndose en su cuerpo, qué podía esperar de ellos y cómo debía cuidar de sí misma, empezó a experimentar los primeros y vagos temblores producidos por el terror. Había pensado: «Beth ya no es una niña pequeña; está creciendo».
Aquella misma noche, acosada por el insomnio, Joanna había repasado el diario de su madre para ver si había registrado en él algo importante relacionado con la época en que la propia Joanna había empezado a menstruar, justo poco después de cumplir los doce años. Pero no encontró nada; ni siquiera se mencionaba el acontecimiento, y no había el menor atisbo de que lady Emily se hubiera sentido inquieta con posterioridad.
El futuro asustaba a Joanna. Sabía que las pesadillas de su madre se habían iniciado cuando ella sólo contaba con seis años de edad, del mismo modo que las suyas habían empezado cuando Beth cumplió los seis años. Se preguntó si se trataba simplemente del poder de la sugestión, o si había alguna otra cosa en ello. Joanna había estado a punto de ser atacada por un perro rabioso cuando tenía diecisiete años; ¿quería eso decir que a Beth le esperaba la misma suerte al cabo de cinco años a partir de ahora?
¿Qué debía hacer? ¿Qué no debía hacer? No podía tener a Beth siempre a su lado; Joanna no quería ser una madre absorbente. Pero quería proteger a su hija de las fuerzas que parecían perseguir a los descendientes de Naomi Makepeace, fueran estas las que fuesen. Joanna sabía el violento temor que sentía Beth ante los perros. La inquietaba mucho ver a su hija, normalmente tan vivaz, y pensar en el oscuro y duro núcleo de temor que anidaba en el joven corazón de Beth. Joanna sabía lo que era eso, porque su madre, lady Emily, había llevado consigo ese mismo temor y, ahora, lo llevaba la propia Joanna. A veces pensaba que todo aquello era como si una verdadera enfermedad se estuviera transmitiendo de generación en generación, como la hemofilia, una inevitable maldición hereditaria que inducía a cada generación a sentir una gran simpatía por la siguiente, sabiendo lo que les estaba reservado en el futuro.
Joanna nunca olvidaría las semanas y los meses que siguieron a la noche en que los dingos atacaron a Beth. Se había llevado a su hija a un balneario en la playa, donde había luchado por restaurar el equilibrio de su hija, tanto emocional como físicamente, por medio de los poderes curativos de la luz del sol, el aire del océano y el cariño. Y, de hecho, Beth se había recuperado. Las heridas habían curado; la histeria y el dolor se convirtieron en un recuerdo. Pero, cuando regresaron a Merinda, Joanna comprendió que la cura no había sido completa. Beth se sentía aterrorizada incluso ante el perro ovejero más pacífico. El legado había pasado así a la siguiente generación.
—Oh, madre —dijo Beth ahora, mientras esperaban su carruaje—. ¡Casi me desmayaría de tanta excitación! ¡Todo el mundo adora a papá! ¡Es decididamente famoso!
Joanna había evitado contarle a su hija los detalles de su propio pasado y el de lady Emily. Había confiado en poder terminar con el ciclo limitándose a no permitir que la imaginación de su hija lo recreara como, sin duda, había hecho la propia imaginación de Joanna. Beth no había leído el diario de su abuela, no sabía nada sobre las aflicciones de lady Emily, sobre su muerte, extraña e inexplicada. Y en cuanto a la búsqueda de Karra Karra por parte de Joanna, Beth pensaba que se trataba simplemente de localizar una parcela de terreno.
Sintiendo un escalofrío, a pesar de la cálida noche de diciembre, Joanna pensó que, no obstante todas sus precauciones, los síntomas empezaban a manifestarse en Beth. Y en esta ocasión no podía achacar con facilidad su origen a la imaginación.
—Bueno —dijo Frank cuando llegaron por fin sus carruajes—. No perdamos más tiempo. ¡Me estoy muriendo de hambre!
El hotel Rey Jorge estaba situado en la calle Elizabeth que estaba muy de moda, no muy lejos, de hecho, del mismo piso en el que Ivy Dearborn había vivido hacía años. Cuando los Downs pasaron con su carruaje ante la familiar puerta verde, con su bruñido picaporte de latón, Ivy sintió la mano de Frank sobre la suya, con un apretón íntimo de recuerdo compartido.
En el segundo carruaje, mientras Sarah y Adam hablaban animadamente acerca de la función a la que acababan de asistir, y Beth volvía a decirle a Hugh lo orgullosa que se sentía de él, Joanna miró por la ventanilla, tratando de alejar el dolor de cabeza que la estaba molestando desde hacía días.
El carruaje pasó ante la oficina de una naviera, y recordó cómo ella y Hugh habían buscado el Beowulf, el barco en el que los abuelos de Joanna habían llegado a Australia. Finalmente, habían sabido que se había hundido con toda su tripulación en 1868. Se trataba de un barco de propiedad privada, cuyo capitán/propietario se había ahogado con la tripulación, por lo que no habían sobrevivido registros relacionados con las cargas transportadas o las listas de pasajeros. A continuación, Joanna había escrito a la Asociación de Marinos Jubilados y a algunas otras organizaciones similares, confiando en descubrir a alguien que hubiera podido viajar en el Beowulf en compañía de sus abuelos. Las pocas respuestas recibidas no le habían permitido llegar a ninguna parte.
Sintió una mano sobre su brazo y se volvió para ver a Sarah, que le dirigió una mirada interrogativa.
Joanna le sonrió tranquilizadoramente como dándole a entender que se encontraba bien, y luego dijo:
—¿Cuál fue la escena que más te gustó, Sarah?
—Me encantaron todas —contestó Sarah.
Estaba pensando en Philip, pues hubiera deseado que estuviese allí, y en cómo habría disfrutado él del espectáculo.
Recordó aquel día en el campo en que ella y Philip se encontraron accidentalmente y se besaron. Después habían paseado y hablado durante horas, sin tocarse, compartiendo su compañía mutua en un sentido más espiritual que físico. Él le había hablado de su juventud en Estados Unidos, de su familia, de cómo la guerra civil había cambiado sus vidas. Ella le había hablado de cómo había crecido en la misión, sin ser ni aborigen ni blanca del todo. Hablaron después de arquitectura y de curación, de música y de ovejas, de los indios navajos y de la Serpiente del Arco Iris. Finalmente, tal y como él le había prometido, cada uno siguió su camino por separado, él a Tillarrara para terminar el dibujo que había estado haciendo, y ella a Merinda para entregarle el correo a su esposa.
En los cinco años transcurridos desde su partida, Sarah había tenido ocasionalmente noticias sobre él, una tarjeta de Navidad escrita desde Alemania; una carta recibida desde Zanzíbar, donde estaba estudiando la arquitectura musulmana; una tarjeta postal desde París. También le había enviado un ejemplar de su libro, con un dibujo de Merinda en la cubierta. Sus comunicaciones siempre eran breves y ligeras; nunca habló de amor ni de su encuentro casual. Y Sarah percibió la soledad que había en las cartas, la inquietud de su espíritu que no dejaba de buscar. La última carta de él la recibió hacía seis meses. Le decía: «He pedido el divorcio a Alice, pero no quiere concedérmelo».
Finalmente, los carruajes llegaron al hotel Rey Jorge, brillantemente iluminado. Los Westbrook y los Downs cruzaron el vestíbulo del hotel y entraron en el pequeño salón de recepción del restaurante donde las camareras vestidas con uniformes se hicieron cargo de los abrigos de las damas y los sombreros y capas de los caballeros.
—Espero que el rosbif de esta noche esté poco hecho —comentó Frank.
En ese momento apareció un apresurado maître.
—Oh, lo siento —empezó diciendo—. Parece ser que se ha producido alguna equivocación. Teníamos hecha su reserva para mañana por la noche, señor Westbrook. Me temo que el comedor privado que solicitó está ocupado por esta noche.
—Oiga usted… —empezó a decir Frank.
—Está bien —intervino Hugh—. Los errores ocurren. ¿Dispone usted de mesas libres?
—Creo que sí, señor Westbrook. Permítame echar un vistazo.
El hombre desapareció tras una cortina que separaba el restaurante del saloncito de recepción.
—Imbécil —exclamó Frank.
—¿Y qué haremos si no queda una mesa libre? —preguntó Joanna.
—Podemos intentarlo en el Callahan —dijo Adam.
—Pero allí las mesas son muy pequeñas, Adam —dijo Beth.
—Iremos al café Moffat’s Crystal —decidió Hugh.
—Ya es bastante tarde —dijo Joanna—. ¿No cierra pronto ese café?
—A mí no me gusta el budín que preparan en Moffat’s —dijo Frank.
El maître regresó.
—Bien, podemos acomodar a su grupo, señor Westbrook —dijo—. Si tienen la bondad de seguirme…
Cuando Hugh apareció al otro lado de la cortina, al principio no reconoció los rostros familiares que observó, ni se dio cuenta del significado que tenía el hecho de que todos los presentes en el restaurante se hubieran puesto en pie. Pero cuando todos los presentes gritaron al unísono: «¡Sorpresa!», se dio cuenta de repente de que el caballero que estaba de pie cerca de la orquesta era Ian Hamilton, que los dos hombres que sostenían en alto las copas de champán eran McCloud y su hijo y que la mujer con las espectaculares plumas en el cabello era Maude Reed. Luego, mientras los músicos atacaban los compases familiares de El hombre de la bolsa al hombro, Hugh observó otros rostros conocidos, los Cameron y los McClintock, y más miembros de la familia Hamilton, hasta que terminó por darse cuenta, conmocionado, de que allí debían de estar representadas casi todas las familias del distrito occidental.
Cuando Pauline se le acercó, ofreciéndole una copa de champán, le dijo:
—Creía que debías tomar un tren a primera hora de mañana.
Todos los presentes se echaron a reír.
—¿Sorprendido? —preguntó Joanna.
—Atónito. ¿Estabas tú al tanto de todo esto?
—Todos lo sabíamos. Vamos, hay una mesa especial para nosotros.
—Buen Dios, pero si está hasta el gobernador.
Todos cantaron El hombre de la bolsa al hombro, mientras Hugh y Joanna avanzaban entre las mesas, y cuando terminaron la canción los aplausos que la siguieron duraron tanto tiempo que finalmente, Hugh tuvo que levantar las manos pidiendo silencio.
—Gracias a todos y cada uno de los presentes, mis queridos y viejos amigos —dijo—. No sé qué más decir.
—¡Nunca creí que llegara este día! —dijo Ian Hamilton.
Beth se acercó a Hugh y dijo:
—Papá, tenemos una sorpresa para ti.
La joven se volvió hacia el gobernador de Victoria y sonrió.
El gobernador, un hombre nombrado por la Corona británica para supervisar la dirección de los asuntos coloniales en Victoria, habló con gran energía y ceremonia, dirigiéndose a las casi cien personas reunidas en el salón, como si estuviera pronunciando un discurso ante el Parlamento.
—Le ha ofrecido usted a su pueblo su propia cultura —le dijo a Hugh— separada de la herencia que todos ellos trajeron de la madre Inglaterra hasta estas costas lejanas. Y para demostrarle el aprecio que se le tiene… —hizo una pausa y extrajo una hoja de pergamino, enrollada en una cinta y con un sello de cera—, representa un gran honor para mí el haber sido elegido para ofrecerle, Hugh Westbrook, esta citación especial de la propia reina-emperatriz Victoria.
Hugh aceptó la carta y empezó a leerla en alta voz, pero tuvo que detenerse con un nudo en la garganta. Joanna tomó entonces la carta y la leyó en voz alta para los invitados:
—Gracias a su poesía —había escrito la reina—, obtenemos una mejor comprensión de nuestros súbditos en tierras tan lejanas, con los que, tristemente, hemos tenido poco contacto, pero que nos son tan queridos como los más cercanos. —Joanna hizo una pausa, observó a los invitados allí reunidos, y terminó diciendo—: Está firmado, Victoria, reina.
Hubo un momento de silencio, y a continuación Angus McCloud pidió:
—Díganos unas palabras, Hugh.
Hugh se aclaró la garganta.
—Temo no haberme preparado para pronunciar discursos esta noche. Desde luego, me siento profundamente honrado de que Su Majestad haya leído mis poemas. Recuerdo a un viejo amigo mío, ya fallecido, llamado Bill Lovell. No poseía una educación brillante y apenas si podía hablar o escribir, pero era dado a expresar lo que tenía en la mente cada vez que le apetecía. Un día, un ovejero para quien trabajaba, le dijo: «Si no corrige sus modales, Lovell, le echaré de mi granja», a lo que mi amigo respondió: «No puede usted tratarme así. Soy súbdito británico».
Una vez que se hubieron apagado las risas, Hugh continuó:
—Mis queridos amigos. De lo que tratan mis poemas es de quiénes somos y dónde estamos. —Miró a Joanna y añadió—: Aun cuando hayamos venido desde muy lejos y no debamos olvidar nunca que Gran Bretaña es nuestra madre, sabemos que Australia es nuestro hogar. Y también nuestro futuro.
El aplauso resonó fuerte y se escuchó más allá de las puertas cerradas del restaurante, llegando un tanto apagado hasta el vestíbulo del hotel, donde un hombre, vestido con uniforme de marino, se dirigía al mostrador de recepción. Se trataba de un caballero con aspecto curtido, una barba blanca bien recortada y unos ojos azules claros; llevaba una chaqueta de color azul marino oscuro, con botones de latón y una gorra de oficial, y portaba una bolsa de efectos personales.
—Discúlpeme —le dijo al empleado de la recepción—. Tengo entendido que aquí se alojan el señor y la señora Westbrook ¿verdad?
—Un momento, por favor. —El empleado consultó el registro de clientes—. Sí, aquí están. Pero me temo que no se encuentran en su habitación. Tengo sus llaves, lo que significa que no han llegado aún.
—¿Sabe usted cuándo regresarán?
—No sabría decírselo, pero puede usted dejarles un mensaje si así lo desea.
El extraño se quedó un momento pensativo.
—No creo que eso sirva de nada —murmuró—. Tengo que tomar un barco, y allí a donde voy no hay dirección a la que me puedan escribir, de modo que no podrán ponerse en contacto conmigo.
Unas risas surgieron desde el restaurante y el capitán se volvió y miró a través del vestíbulo.
—Parece que alguien se lo está pasando bien —comentó con una sonrisa.
—Debe de tratarse de una fiesta privada —dijo el empleado—. Se me ha informado que el restaurante está cerrado esta noche. ¿Desea que le diga al señor y a la señora Westbrook que ha preguntado usted por ellos?
—Eso tampoco serviría de nada. Ellos no me conocen y yo tampoco les conozco. —Guardó silencio y se quedó pensando por un momento. Luego se encogió de hombros y añadió—: De todos modos, no es importante. Así que…, buenas noches.
Recogió la bolsa que antes había dejado en el suelo y salió del hotel perdiéndose en la noche.
Mientras la orquesta interpretaba valses y polcas y el vivaz Los esquiladores, y los camareros pasaban por entre la multitud con bandejas llenas de copas de champán y hors d’oeuvres, Joanna deambuló entre los invitados, dándoles las gracias por su presencia y aceptando las alabanzas por el éxito de su esposo.
Pauline se le acercó, diciéndole:
—Felicidades, Joanna. La fiesta es un gran éxito.
—Pauline, me alegra mucho que tú y Judd hayáis venido.
Pauline miró por encima del hombro de Joanna y vio a Beth que se situaba junto a Adam y su padre para hacerse una fotografía de grupo. Sintió un pinchazo de envidia no por Hugh, a quien ya había dado por perdido desde hacía tiempo, sino por la hija de Joanna. Beth era la clase de muchacha que Pauline hubiera querido tener como hija, inteligente, bonita y llena de vida. Era la clase de joven que había ocupado las fantasías de Pauline cuando aún había soñado en tener una hija, antes de que terminara aceptando el hecho de que ella era una de esas mujeres que no estaban destinadas a la maternidad.
—Siento mucho que Colin no esté aquí —dijo Joanna.
Pauline la miró, pensando en la primera vez que había visto a Joanna, hacía ya quince años, en la fiesta que ella misma había organizado para Adam. Resultaba extraño comprobar cómo cambiaba la percepción de una con el transcurso de los años, pensó ahora.
—Gracias —dijo, sabiendo que tanto Joanna como todos los habitantes del distrito sabían que Colin había abandonado Australia hacía tres meses.
Kilmarnock se encontraba envuelto en problemas. Cuando descendieron los precios mundiales de la lana, los arrendatarios de Colin dejaron de pagarle y, debido a la depresión económica que afectó a las colonias, los desahucios no tuvieron como resultado una compra inmediata. Entonces, MacGregor intentó dedicarse al negocio de bienes raíces en Melbourne, en un intento por recuperar sus pérdidas, dedicándose a comprar amplias zonas de casas nuevas en los suburbios, con la expectativa de venderlas y obtener enormes beneficios. Pero, debido a la depresión, el flujo elevado de inmigración de los diez años anteriores se redujo de pronto a un goteo, lo que puso punto final al esplendor inmobiliario que había conocido Victoria hasta entonces. Finalmente, había dejado de escucharse el sonido de los martillos y los cinceles, que había sido una de las constantes características de Melbourne desde hacía mucho tiempo. La oferta superó con mucho a la demanda, no había compradores para las casas nuevas y el sonido del martillo de los subastadores vendiendo propiedades en bancarrota se convirtió en la nueva característica de Melbourne. Colin se encontró propietario de casas vacías y la mayoría de los terrenos que antes había tenido arrendados continuaban ahora sin ser ocupados y sin producir ningún beneficio. En el distrito, todos sabían que se había visto obligado a hipotecar Kilmarnock para pagar sus deudas.
Pauline nunca olvidaría la expresión de su rostro el día en que entró en el vestíbulo, se plantó delante de ella y dijo:
—Estoy arruinado, Pauline. El banco me va a exigir el pago de mis compromisos. Me van a quitar Kilmarnock.
Pauline sospechaba lo que ocurría desde hacía algún tiempo, pero ahora la rigidez de su tono y la forma en que había hablado, le hizo comprender de pronto la aterradora realidad. Ella sabía lo que sucedería si el banco se apoderaba de Kilmarnock: dividirían la propiedad en pequeñas parcelas y las venderían individualmente. Así que, cuando Colin añadió que se marchaba a Escocia para ver si podía conseguir allí el dinero necesario para salvar la granja, Pauline se dio cuenta de cuál era la verdad: Colin nunca regresaría a Australia.
Ahora, le extrañaba pensar en su vida, mirar hacia atrás y darse cuenta de que precisamente ella, que siempre se había esforzado por la victoria y la conquista, a quien tanto le gustaba la competición y que vivía para ganar trofeos, había fracasado, tanto en el matrimonio como en la maternidad.
Ivy se sumó a ellas en ese momento, con una copa de champán en una mano y un panecillo tostado con caviar en la otra.
—¡Joanna! —exclamó—. ¡Qué fiesta tan maravillosa!
Ivy ya tenía cincuenta y dos años, y había canas en su cabello rojizo; llevaba un vestido largo que realzaba su atractivo. Además de las ilustraciones que había hecho para el libro de Hugh, Ivy también era famosa por sus pinturas. «La señora Downs —había escrito la Gazette de Cameron Town— se las ha arreglado de algún modo para captar en sus notables lienzos el azul de los cielos australianos y la clara transparencia de las distancias de Australia. Por una vez, y en opinión de este crítico de arte, encontramos escenas campestres locales que no han sido pintadas para que se parezcan al paisaje campestre inglés, ofreciéndonos vistas de setos cuadrados y neblinas bajas. La señora Downs nos ofrece en sus paisajes el viento cálido del norte, la hierba seca y la luz fuerte. Ella es muy consciente de estar viviendo en Australia, no en Surrey, y esa es una idea muy refrescante».
—Sí, es una fiesta maravillosa —le dijo Pauline a Ivy.
Sus prejuicios en contra de la esposa de Frank ya eran cosa del pasado. Las desilusiones sufridas en su propia vida habían inducido a Pauline a suavizar el juicio sobre las vidas de los demás. Había terminado por apreciar a Ivy como una mujer capaz de hacer feliz a Frank, y la admiraba por considerarla como una mujer que, gracias a su propia determinación, se había abierto camino en la vida, en una profesión dominada por los hombres.
—¿Has tenido ya noticias de Colin? —le preguntó Ivy.
—Dijo que me escribiría en cuanto llegara a Escocia. Espero recibir una carta suya en cualquier momento.
—Desearía que le hubiera permitido a Frank ayudarle —dijo Ivy.
—Yo misma intenté convencerle de ello, pero Colin es un hombre tozudo. Dijo que no estaba dispuesto a cargarse con más deudas, y ya sabes cómo se siente acerca de aceptar caridad, incluso de su propia familia. No aceptaría un solo penique de Frank.
—Pauline —preguntó Ivy—, ¿existe realmente alguna posibilidad de que perdáis Kilmarnock?
—Sí.
Se escuchó la repentina detonación del fogonazo de polvos de un fotógrafo, desde el otro lado de la sala en el momento en que tomaba una fotografía de Hugh con el gobernador.
—Sabes que siempre tendrás un hogar en Lismore, Pauline —dijo Ivy.
—Gracias, Ivy, pero todo se arreglará. Colin encontrará la forma. Regresará con el dinero.
Las tres se quedaron en silencio, envueltas por el ruido y la música de la fiesta.
Pauline pensó en las últimas horas que había pasado con Colin en el puerto, mientras esperaban a que él subiera a bordo del barco. Colin había pretendido que ella no acudiera a despedirlo, pero Pauline había insistido. No habían hablado durante el trayecto en tren y, ya en el muelle se habían dicho pocas cosas. Se abrazaron con amabilidad y él subió la pasarela. En este preciso momento, Pauline se dio cuenta de que sólo recordaba sus buenos momentos: sus primeros días como marido y mujer, sus noches de pasión, sus días de competición. Pensó en el cuerpo duro de Colin y en la forma en que la excitaba. Pensó en las hermosas fiestas que ambos habían presidido en Kilmarnock, y en lo elegante que había sido su vida en común. Y se preguntó si no habría podido conseguir un mayor éxito para la vida de ambos, si no debiera haberlo intentado con mayor insistencia y menos egoísmo. ¿Acaso no había sido ella y no él la verdadera responsable de la falta de amor entre ellos? Ahora, ya nunca lo sabría. Finalmente, Pauline se había quedado sola, destinada, después de todo, a ser la «pobre Pauline».
—Tengo que advertírtelo, Joanna —dijo Ivy—. Mi esposo y otros cuantos están tratando de convencer a Hugh para que se presente al Parlamento.
Las tres mujeres se quedaron mirando al grupo de hombres reunidos en el bar y escucharon a Frank decir:
—Os aseguro que cuando nos hayamos federado necesitaremos a hombres como Hugh Westbrook en el gobierno.
Y aunque Hugh protestó, sus amigos se mostraron totalmente de acuerdo con las palabras de Frank.
Ahora, el Times de Melbourne se había convertido en el periódico de mayor tirada en Victoria y, al igual que su periódico, Frank también había progresado. Había aumentado de peso desde su matrimonio con Ivy, de tal forma que la cadena del reloj de bolsillo que se extendía sobre su chaleco tenía una longitud doble a la de un hombre normal. El cabello se le había retirado sobre la frente, dejándole unas entradas tan pronunciadas que uno tenía que mirarlo por detrás para darse cuenta de que estaba encaneciendo.
—He leído tu último editorial sobre los aborígenes, Frank —dijo Ian Hamilton—. Debo admitir que has dicho algunas cosas bastante duras sobre el Consejo de Protección de los Derechos de los Aborígenes. ¡Mira que recomendar su abolición y dejar que los negros dirijan sus propias reservas!
—Buen Dios, Ian —dijo Frank, tomando un trago de gin tonic y devolviendo la copa vacía al barman—, ese Consejo está formado por idiotas. Fue idea suya que las reservas gubernamentales sólo pudieran ser ocupadas por aborígenes puros, lo que, desde luego, significa dejar a los mestizos en las ciudades donde se supone que tienen que mantenerse de algún modo. Tú mismo has visto las desastrosas consecuencias. Ellos son incapaces de funcionar en nuestra sociedad. Necesitan que alguien se ocupe de ellos.
—No veo por qué —replicó Hamilton.
—Por el amor de Dios, ¿acaso no crees que les debemos algo? El último censo reveló que en Victoria sólo quedaban ochocientos aborígenes, y ninguno de ellos era de raza pura.
—Precisamente de eso se trata, Frank. Todo el mundo sabe que los aborígenes se extinguirán en apenas veinte años más. En Tasmania ya no queda ninguno ¿verdad? Entonces, ¿a qué viene preocuparse por un problema que dejará de existir dentro de poco?
—Esa forma de pensar es estúpida —dijo Frank haciéndose a un lado.
Tropezó con Judd MacGregor, quien se disculpó, y pasó junto a los demás hombres para buscar una copa de champán.
Judd se apartó del bar, al tiempo que la conversación pasaba del tema de los aborígenes al de las ovejas. Repasó el salón atestado y su mirada se detuvo en Beth Westbrook que se estaba riendo de algo que Declan McCloud acababa de decir. Declan tenía doce años, como Beth, y ambos se estaban preparando para entrar al mes siguiente en la escuela de Tongarra.
Mientras Judd observaba a la hija de los Westbrook, recordó una vez más la reunión que había tenido lugar en el despacho de Miles Carpenter, el superintendente de la escuela, entre Hugh y Joanna Westbrook, y el propio Carpenter, junto con su ayudante, Scott Mclntyre, así como el propio Judd. Cada vez que se planteaba algo relacionado con la cuestión de admitir o no a un alumno problemático, la política de la escuela consistía en organizar una reunión en la que estuviera representado el personal docente. Judd se había presentado voluntario en esta ocasión.
Miles Carpenter se había quedado asombrado al principio, al saber que los Westbrook habían considerado la idea de matricular a su hija en una academia para chicos.
—Extraordinario —había dicho—. Una chica que quiere ser ovejera.
A pesar de todo, había invitado a Hugh y a su esposa a defender sus aspiraciones.
—Beth es brillante y tiene muchas ganas de aprender —había dicho Westbrook—. En realidad, ya sabe muchas cosas sobre animales y la dirección de una granja ovejera. Será un buen elemento en su escuela.
—Pero Tongarra es una escuela residencial, señor Westbrook —había explicado Carpenter—. Los chicos duermen aquí en dormitorios. Sin duda alguna, comprenderá usted las enormes dificultades que se plantearían en el caso de que admitiéramos a una chica.
Westbrook, sin embargo, les había confundido a todos al decir:
—Merinda sólo se encuentra a poca distancia de aquí. Beth podría ser alumna durante el día. Llegaría por la mañana, y se marcharía por la noche.
Entonces, Carpenter intentó otro truco:
—Nuestro programa de estudios implica la realización de tareas duras. No sólo damos clase en las aulas, señor Westbrook sino que también enseñamos talabartería, a poner herraduras, trabajar en los campos e incluso a marcar el ganado. Se trata de tareas que no son nada adecuadas para una joven dama.
—Mi hija puede aprender cualquiera de esas cosas —replicó Westbrook.
Tanto el señor Carpenter como el señor Mclntyre se quedaron sin saber qué decir. Al ver que su posición se había debilitado Judd intervino.
—El señor Westbrook pasa por alto la cuestión más importante: la impropiedad de lo que está proponiendo. La chica sería una distracción para los chicos. Su presencia resultaría un impedimento para el aprendizaje de los alumnos. Como maestro, a mí me resultaría ciertamente difícil tenerla en mi clase.
Fue entonces cuando Westbrook sacó su talonario de cheques y dijo:
—Estoy dispuesto a entregarle a la escuela un donativo generoso. ¿Cambiaría eso, quizá, sus opiniones?
—Esto no tiene nada que ver con el dinero, señor Westbrook —se apresuró a decir Judd al observar el intercambio de miradas que se produjo entre Carpenter y Mclntyre—. Es una cuestión de honor. Tenemos que pensar en la reputación de la escuela. Tongarra es bien conocida por su excelencia y alto nivel. Somos una de las más exquisitas instituciones de enseñanza que existen en las colonias. Si admitiéramos a una chica, nuestro prestigio se vería afectado, por no hablar del descrédito que eso representaría para nuestro diploma.
Pero, al final, Judd había perdido la partida. Hugh Westbrook había ofrecido a la escuela una gran dotación económica y finalmente se acordó que Beth iniciara la asistencia al nuevo curso con ciertas restricciones. Al ver que Judd seguía protestando, Carpenter había dicho:
—Señor MacGregor, ¿no le parece que se está tomando esto en un plano demasiado personal? Después de todo, la presencia de la chica será responsabilidad de toda la escuela. No se le echará a usted la culpa si surgen problemas como consecuencia de su presencia entre nosotros.
Pero Judd tenía que tomárselo en un nivel personal ya que se trataba de un tema directamente relacionado con él. La presencia de la chica en la escuela iba a debilitar la integridad de lo mismo que había provocado la ruptura final entre él y su padre.
Ahora, al alejarse del bar y de la conversación de los demás hombres sobre ovejas y política, tomar un pequeño sorbo de champán y saludar vagamente con un gesto a la señorita Minerva Hamilton, que le sonrió, Judd pensó en una conversación que había tenido lugar dos meses antes de la mantenida en el despacho de Carpenter. Se había producido en el estudio de su padre en Kilmarnock, y aunque Judd no lo supo en aquel momento, esa sería la última vez en que ambos se hablaran.
Permaneció de pie, observando a Louisa Hamilton que, al otro lado del atestado salón, se dejaba caer de pronto en un sillón, mientras sus hijas acudían presurosas a su lado. Judd recordó ahora el tono de su propia voz al hablar con su padre, en septiembre:
—No puedes hablar en serio, padre. ¡Marcharte ahora! ¡Pero si sólo faltan dos semanas para el esquileo!
Pero Colin se dedicaba a hacer la maleta como un hombre obsesionado. Judd había observado la tensión en los hombros de su padre, el giro furioso de la mano al arrojar papeles y documentos en la maleta. Y reconoció la naturaleza de aquellos documentos: escrituras originales del viejo castillo y de sus propiedades en Escocia, algunas de las cuales databan de épocas tan antiguas que se remontaban al reinado de Enrique VIII. También vio el certificado de nacimiento de Colin, su pasaporte y un billete de barco.
—Esto es lo único con lo que puede contar un hombre, Judd —había dicho MacGregor—. Las fortunas pueden ir y venir, la tierra se puede comprar y vender, los amigos pueden transformarse en enemigos y los hijos en extraños, pero siempre queda una cosa que es cierta: el legado del derecho de nacimiento de uno mismo. Es posible que el banco me quite mi granja ovejera, que mis acreedores me arrebaten todas mis posesiones, pero hay algo que jamás podrán quitarme: lo que he recibido por nacimiento. Sigo siendo el señor de Kilmarnock.
Fue entonces cuando Judd supo que su padre se marchaba para no regresar jamás. Y también fue entonces cuando, en una apuesta desesperada por conseguir que su padre se quedara, Judd había dicho cosas que ahora lamentaba, cosas coléricas, con la intención de herir, de prender la chispa que incendiara el núcleo de agresión que, lo sabía muy bien, anidaba siempre en el corazón de su padre; con la esperanza, en fin, de despertar la furia de Colin e inducirle a desear quedarse y luchar por Kilmarnock, este Kilmarnock, no el antiguo y arruinado que sólo pertenecía a los fantasmas, sino este que se elevaba bajo el sol, que era nuevo y que contenía tantas promesas.
—Nunca has apreciado tu herencia —había dicho Colin lleno de amargura.
—Yo soy australiano, padre —había replicado Judd—. Esta es mi herencia. Mi lugar está aquí.
—Como maestro.
—¡Sí, como maestro! Yo no soy un lord, ni quiero serlo.
—Entonces, vete a vivir a tu escuela agrícola. Abandona todo lo que he construido para ti, todo aquello por lo que he trabajado, para traspasártelo a ti. Anda, ve y conviértete en un maestro vulgar, dedicado a enseñar a chicos vulgares, en una escuela vulgar. Santo Dios, Judd, esto no es como si hubieras sido nombrado para dar clases en Oxford, ¿verdad? Esto no es más que una miserable escuela agrícola en una colonia atrasada.
Padre e hijo se habían mirado el uno al otro a través del odiado despacho, y las palabras pronunciadas por ambos ya no pudieron retirarse porque ahora parecían haber quedado suspendidas en el aire, como ecos, y la miseria, la amargura y la pena que sentía cada uno de los dos hombres hizo que en ese momento contuviera la lengua y no dijera lo que estaba pensando: «Lo siento».
Los dedos de Judd se cerraron tensamente alrededor de la copa de champán sin dejar de observar a las mujeres que se arremolinaban alrededor de Louisa Hamilton, quien se abanicaba con movimientos furiosos. Vio a Joanna Westbrook sosteniendo una botella de sales olorosas bajo la nariz de Louisa. Vio a las hijas Hamilton, todas ellas malcriadas, moverse inútilmente alrededor de su madre. Y entonces se fijó en su madrastra, de pie, erguida en medio de la multitud.
Pauline tenía treinta y nueve años, pero a Judd le seguía pareciendo una mujer hermosa. Sabía que había dolor dentro de aquel cuerpo delgado y grácil, sabía lo que el abandono de Colin había significado para ella. Y se le ocurrió pensar que quizá él mismo había sido injusto con Pauline durante todos aquellos años, distanciándose de ella, pensando que era como Colin, simplemente porque se había casado con él. Durante los tres meses transcurridos desde la partida de Colin la había observado soportar la tensión causada por su ausencia y ante su propia sorpresa había empezado a admirarla.
Terminó de beberse el champán y regresó hacia la barra del bar, esta vez para tomar algo más fuerte.
Al sentarse al lado de Louisa, Joanna buscó a Beth con la mirada y la encontró de pie, bajo un retrato del rey Jorge, con un vaso de limonada aparentemente olvidado en la mano. Joanna siguió la dirección de la mirada de Beth y observó que tenía puesta su atención en Judd MacGregor. Y la expresión del rostro de Beth hizo que volvieran a surgir en Joanna sus sensaciones de ansiedad y premonición. Sabía lo que su hija sentía por aquel joven apuesto; parecía como si Beth sólo pudiera pensar en el señor MacGregor.
—No sabía que fuera tan encantador, mamá —había dicho Beth después de la última feria anual ovejera, en la que Judd había conseguido un premio por un carnero especialmente robusto—. Lo he visto cientos de veces, pero sólo ahora me he dado cuenta de lo maravilloso que es. ¡Y pensar que va a ser mi instructor en la nueva escuela!
Eso le recordó a Joanna que Beth no tardaría muchos años más en casarse; entonces, se marcharía y viviría en algún otro sitio. ¿Cómo podría protegerla entonces?
—Oh, querida —dijo Louisa Hamilton, repentinamente convertida en el centro de toda la atención femenina—. Tiene que ser a causa del calor de la noche, pero lo cierto es que no me encuentro bien.
Mientras Pauline se separaba a un lado y observaba a Joanna, que trataba de ayudar, vio a Louisa dirigirle una mirada temerosa que le resultó familiar. Y fue entonces cuando Pauline se dio cuenta de cuál era el verdadero problema de Louisa: estaba nuevamente embarazada… después de trece años de habérselas arreglado para no estarlo.
—Realmente, Louisa, no tienes buen aspecto —dijo Joanna—. Voy a buscar un lugar donde puedas echarte un rato.
Joanna abandonó el restaurante y se dirigió a recepción. Esperó un momento, mientras el empleado se dedicaba a repasar unos recibos. Cuando finalmente levantó la cabeza ella dijo:
—Hola, soy la señora Westbrook. Me estaba preguntando si no tendrían ustedes una habitación donde una de nuestras invitadas pudiera echarse un rato. No se encuentra bien y…
—¿La señora Westbrook? —preguntó el empleado—. Discúlpeme, pero, al entrar de servicio, nadie me dijo que la fiesta privada del restaurante era de ustedes. Hace poco estuvo aquí un caballero preguntando por ustedes. Le dije que estaban fuera.
—¿Un caballero? ¿Le dijo su nombre?
—Dijo que usted no le conocía, y que él tampoco la conocía. Era como un marino… creo que el capitán de un barco.
—¡Un capitán de barco! ¿Y no dejó ningún mensaje?
—Dijo que tenía que tomar un barco y que al lugar a donde iba no podría ponerse en contacto con él. —Al observar la expresión de preocupación en su rostro, el empleado añadió—: Lo siento de veras, señora Westbrook. De haber sabido que estaban ustedes en el restaurante…
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
—Yo diría que hace unos diez minutos…
Joanna cruzó con rapidez el vestíbulo y salió a la calle. Bajó a la acera y miró en una y otra dirección. Pasaban carruajes y peatones en la cálida noche de verano. Vio a dos hombres de pie, en la esquina, bajo una farola. Uno de ellos era un vendedor de periódicos, y el otro un marino que llevaba una bolsa de efectos personales.
Al aproximarse a ellos vio que el marino era un hombre ya de cierta edad. Calculó que debía de tener unos setenta años. Tenía el cabello y la barba completamente blancos y su rostro curtido aparecía surcado por cientos de líneas.
—Discúlpeme —dijo Joanna. Los dos hombres se volvieron a mirarla, asombrados—. ¿Estuvo usted hace un momento en el hotel, preguntando por la señora Westbrook?
—Sí, en efecto.
—Yo soy Joanna Westbrook.
—¡Encantado de conocerla, señora Westbrook! —dijo el hombre—. Yo soy el capitán Harry Fielding.
Joanna estrechó una mano que sintió como si fuera de madera dura.
—¿De qué quería usted hablarme, capitán Fielding?
—He estado fuera —dijo—. He pasado la mayor parte del tiempo en Asia y hace poco que he regresado. Habitualmente, me paso una semana poniéndome al día de las noticias que me he perdido mientras he estado ausente, así que transcurrió algún tiempo antes de que viera el anuncio que puso usted en el periódico. Bueno, el caso es que el periódico en cuestión era tan antiguo, que no le hice mucho caso. Pero resulta que hoy mismo he leído en el Times una noticia acerca de usted y su esposo, en la que se decía que estarían en la ciudad para asistir al teatro, y se informaba que se alojarían en este hotel. Me alegro de que finalmente hayamos podido encontrarnos.
El hombre le dirigió una sonrisa expectante.
—Capitán Fielding, le ruego que continúe —dijo ella.
Él se metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico.
—Es usted la señora Joanna Westbrook, ¿verdad? ¿La dama que puso este anuncio en el periódico?
Joanna miró el recorte del anuncio que había hecho publicar en el periódico de Frank cuatro años antes.
—Sí —contestó.
—Aquí dice que anda usted buscando información referente al barco llamado Beowulf. Pues bien, yo serví en ese barco cuando era joven, como grumete. Puedo contarle todo lo que quiera saber sobre ese barco.
—¡Ya casi había abandonado toda esperanza! —exclamó Joanna—. Capitán Fielding, estoy tratando de seguirles la pista a dos pasajeros que viajaron en el Beowulf en mil ochocientos treinta. ¿Estaba usted en el barco en esa época?
—Desde luego que sí. En aquel entonces yo apenas si tenía veinte años y me disponía a descubrir el mundo.
—¿Recordaría usted a los pasajeros que viajaron a bordo? —preguntó ella, tratando de contener su excitación—. Sé que hace ya mucho tiempo de eso.
—Cuando llegue a tener mi edad, señora Westbrook, y le aseguro que es considerable, descubrirá que es incapaz de recordar lo que ha cenado la noche anterior, pero puede recordar con todo detalle lo que ocurrió hace muchos años. Aquel viaje fue mi primera salida al mar. Puedo decirle hasta de qué color tenía los ojos el capitán.
—¿Recuerda usted a una joven pareja de apellido Makepeace que estaba entre los pasajeros? ¿John y Naomi?
—Makepeace —repitió el hombre—. Oh, sí, el tipo religioso. El que aseguraba ir a la búsqueda del jardín del Edén, o algo así. Sí le recuerdo tanto a él cómo a su bonita esposa. Por cierto su nombre me pareció bastante extraño. —Fielding entrecerró un poco los ojos—. Y ahora que lo pienso, también observé otra cosa extraña. Años más tarde, cuando volví a pasar por allí, me contaron sobre ellos una historia de lo más raro.
—¿Dónde fue eso, capitán Fielding? ¿Recuerda usted el lugar donde desembarcaron? —preguntó Joanna guardando silencio y conteniendo la respiración.
—Claro que lo recuerdo —contestó el capitán—, porque a todos nos pareció un lugar muy poco adecuado para una pareja de recién casados que iniciaban su vida matrimonial. Puedo comunicarle el lugar exacto donde desembarcaron, señora Westbrook. ¿Por qué? ¿Se trata acaso de algo importante?