Joanna estaba extrañada. Hacía ya un mes que se dedicaba a traducir las notas de su abuelo y, por el momento, sus esfuerzos no habían dado como resultado más que una seca y poco inspirada narración del camino seguido por John Makepeace a través de la selva, siguiendo el clan de un jefe aborigen llamado Djoogal. Joanna no descubrió ninguna pista sobre en qué parte de Australia habían vivido o el nombre de la tribu de la que formaban parte. Por lo que había podido determinar, tampoco había encontrado en las notas nada que indicara cuál podría haber sido la causa de los temores de su madre. No se hacía la menor mención a los perros, como no fuera a los dingos que la gente del clan tenía como animales de compañía, y no se mencionaba para nada a las serpientes, a excepción del hecho de que los aborígenes veneraban a la Serpiente del Arco Iris.
La única cosa significativa que había encontrado era que el tótem del clan era el antepasado Canguro.
Se reclinó en el asiento y giró la cabeza de uno a otro lado liberando la tensión que se había ido acumulando en la nuca. Cada tarde, al sentarse ante la mesa de despacho con el libro del cogido tironiano a un lado y los papeles de su abuelo al otro, Joanna esperaba encontrar algo sorprendente, algo que le permitiera progresar. Y cada noche, al levantarse, lo hacía con desilusión.
Era bastante tarde. Todo el mundo estaba dormido, con excepción de Hugh, que se había marchado a los corrales de los corderos, para echarles un vistazo. La casa estaba en silencio envuelta en la quietud. Ahora que los McNeal se habían marchado —hacía de eso dos semanas—, y que había terminado la temporada de esquileo, la vida en Merinda había recuperado una tranquila rutina. No tardarían en iniciar los preparativos para efectuar el traslado a la nueva casa. Una vez que hubieran terminado de pintar las habitaciones, Joanna y su familia se instalarían en su nueva residencia junto al río y dirían adiós a esta vieja casa rústica, pero encantadora.
Sin embargo, por muy quieta y pacífica que fuera la noche, Joanna se sentía tensa y ansiosa. Era casi como si la ausencia de algo asombroso en las notas fuera, de algún modo, un presagio en sí misma. Además, estaba aquel otro asunto perturbador de los dingos que se estaban acercando a Merinda.
—Ezekial dijo que los había visto unos pocos kilómetros río arriba —le había dicho Hugh esa misma mañana—. No quiero correr ningún riesgo. He dedicado algunos hombres más a vigilar la presencia de los dingos. Asegúrate de que Adam y Beth se mantengan alejados del río. La sequía hace que esos perros se vuelvan osados.
«Dingos», pensó Joanna, observando los insectos que revoloteaban alrededor del caño de la lámpara de petróleo. Perros salvajes. La asaltaban por la noche en sueños, y ahora infestaban también sus días. Y Ezekial… ¿había advertido a las otras casas de la proximidad de los dingos o acaso su advertencia iba dirigida en particular a Merinda, a ella misma, a Beth? La niña le había mostrado a Joanna el diente de dingo que el anciano aborigen le había regalado. Joanna se preguntó si aquello tendría algún significado o si sólo se trataba de un amuleto de la buena suerte, como había dicho el propio Ezekial.
Se quedó mirando las pocas páginas que aún le quedaban por traducir, y rogó que la clave de todo aquel misterio se encontrara en ellas.
Volvió a tomar la pluma y reanudó la escritura: «Me siento preocupado por Naomi —había escrito John Makepeace casi cinco décadas antes—. Temo que esté empezando a cambiar. Parece como si le estuviera sucediendo algo extraño».
Joanna se detuvo, asombrada. Después de haber leído páginas y más páginas de descripción sobre cómo vivían los hombres del clan de Djoogal, cómo cazaban, cómo fabricaban lanzas y boomerang, cuáles eran sus rituales, sus historias, el tono de las notas de John había cambiado de repente. Ahora, Joanna empezó a leer con mayor rapidez.
Naomi está floreciendo en este lugar, mientras que mis propias dudas no han hecho más que incrementarse. Y, lo que es peor, la irrita que me esté dejando en mis observaciones a la mitad de la población aborigen, la mitad de su cultura, porque dejo fuera todo lo relacionado con las mujeres.
Naomi afirma que las mujeres aborígenes tienen un estatus igual al de los hombres. Admito su importancia en el clan, pues eso lo he observado yo mismo. A pesar de algún que otro canguro cazado ocasionalmente, y traído al campamento por los hombres, son las mujeres las que se encargan de buscar a diario la comida. Las mujeres aborígenes también tienen control sobre su propia reproducción y sexualidad. El ritual matrimonial es muy sencillo: una mujer declara que un hombre es su marido. Las mujeres tampoco se ven limitadas a concebir y criar niños, mientras que los hombres realizan todos los trabajos importantes. Cuando se tienen que tomar decisiones vitales relacionadas con el clan como un todo, los hombres y las mujeres las toman juntos por igual. Cuando el clan sigue las líneas de canto, los hombres dirigen a veces la marcha, y las mujeres les siguen, mientras que otras veces es al contrario, son las mujeres las que dirigen, y los hombres los que las siguen. No obstante, yo hablo del proceso de la vida cotidiana. En cuanto a la importancia religiosa o espiritual de las mujeres para el clan, no veo nada significativo, ya que, por lo que puedo apreciar, ese poder lo ostentan los hombres.
Naomi me discute este punto —había añadido Makepeace—, diciendo que las mujeres tienen rituales propios, prohibidos para los hombres. Según ella, existen rituales femeninos y son, en muchos sentidos, más importantes y poderosos que los de los hombres, en la medida en que implican la fertilidad y el nacimiento y en consecuencia, la fuerza vital tan fundamental para la continuación de la existencia del clan. Ella me ha contado, por ejemplo, que los rituales relacionados con la primera menstruación de una joven son mucho más complejos, exigen mucha mayor intimidad y están protegidos por muchos más tabúes que los ritos relacionados con la mayoría de edad de un muchacho. Naomi dice que los aborígenes no parecen comprender el hecho de que es el semen del hombre el que inicia el proceso de gestación en la mujer. En lugar de eso, creen en «bebés-fantasmas»; es decir, una mujer pasa por un lugar determinado y el espíritu de un bebé que quiere nacer salta a su interior. Por esta razón, el fenómeno del nacimiento y la vida —el poder y la magia— de la procreación pertenecen a la esfera exclusiva de las mujeres, y son estos misterios los que constituyen la esencia de sus ritos secretos.
Naomi dice que la razón por la que los observadores europeos no reconocen los rituales secretos de las mujeres, y sólo conocen los de los hombres, extrayendo así la conclusión errónea de que los hombres aborígenes son los únicos en poseer espiritualidad, se debe a que esos observadores son hombres como yo mismo, por lo que sólo se les permite escuchar aquellas cuestiones relacionadas con los hombres. El resultado es la obtención de una información unilateral de esta cultura.
Supongo que debería considerar como una ventaja el hecho de tener conmigo una esposa que ha entablado amistad con las mujeres del clan, y a la que se le ha permitido el privilegio de asistir e incluso de tomar parte en muchos de sus rituales secretos. Pero ella no se muestra del todo cooperativa conmigo. Naomi no quiere divulgar la naturaleza de estos ritos; afirma haberles prometido a las mujeres que conservará los secretos. Pero me asegura que se trata de ceremonias de la naturaleza más solemne y piadosa. Ha añadido que, cuando las mujeres se marchan a solas, ya sea para buscar comida o para llevar a cabo un rito religioso, es un momento de intensa camaradería y espiritualidad femenina.
Puede que ella tenga razón, no lo sé. Pero me molesta que tenga secretos conmigo. Le he dicho que desearía que se me permitiera observar uno de estos ritos secretos, sólo por motivos de la investigación científica y el conocimiento intelectual.
Joanna dejó de escribir. Sintió como si la noche se moviera a su alrededor; la casa silenciosa parecía agitarse, desplazarse y suspirar. Volvió a leer las frases que había escrito. Y de repente, comprendió qué era lo que venía a continuación.
Beth se despertó de improviso. Todo estaba a oscuras. Se hallaba tumbada en la cama, escuchando el silencio de la casa. Se preguntó qué la había despertado. Y entonces se dio cuenta: Button no estaba en la cama.
Se había acostumbrado tanto a su pesado cuerpo contra ella mientras dormía, que su ausencia la había despertado. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Button estaba ante la puerta que daba a la terraza, arañándola.
—¿Quieres salir, Button? —preguntó Beth.
A veces, el animal necesitaba hacer una visita a los matorrales durante la noche, debido a que ya era viejo. Así que corrió el cerrojo de la puerta cristalera y la abrió unos pocos centímetros, esperando que el perro ovejero medio ciego saliera husmeando a la terraza, se paseara unos pocos minutos sobre la hierba, y luego regresara tranquilamente. Pero ante la sorpresa de Beth, el animal salió y cruzó volando la terraza, gruñendo, hasta que desapareció en la oscuridad.
—¡Button! —gritó ella—. ¡Regresa aquí! Y salió corriendo tras el perro.
La noche estaba tan silenciosa que el único sonido que se escuchaba era el de la pluma de Joanna rasgando el papel. Ya casi había memorizado el código y ahora apenas si necesitaba consultar el libro, por lo que escribía con rapidez.
Hace días que los clanes han estado reuniéndose aquí en Karra Karra —había escrito John Makepeace—. Se me había dicho que la tribu era grande, pero no tenía ni la menor idea de hasta qué punto. Los clanes y familias han estado siguiendo las líneas de canto durante semanas, llegando desde el norte y el sur, el este y el oeste, reuniéndose en este lugar que, por lo que he podido saber, es su lugar más sagrado: Karra Karra, la Montaña de la Vida. Aquí hay cientos de personas, y siguen llegando más. Encienden sus hogueras, cantan y bailan. Parientes que no se habían visto desde hacía años celebran ahora reuniones, se retoman las viejas amistades, se hacen tratos comerciales y se acuerdan matrimonios; Djooga preside el juicio de delitos que han esperado un año a ser juzgados, y que habitualmente tienen que ver con tabúes que han sido quebrantados. Es una gran reunión de gente, ruidosa y viva, y me maravilla pensar que Naomi, yo y la pequeña Emily somos los primeros blancos en ser testigos de esta celebración.
Mañana, Naomi va a tomar parte en el más sagrado y secreto de los rituales. Me contará muy poco al respecto; sólo me hablará de aquello que se relaciona con madres e hijas. Últimamente, Naomi se ha mostrado cada vez más misteriosa al respecto. Ha estado saliendo con las mujeres, recogiendo la arcilla, la pintura y los tintes con los que se pintarán los cuerpos. La han estado instruyendo en las canciones secretas en los misterios del ritual en los tabúes que debe observar. Según me ha dicho, esta noche no puede dormir conmigo. Debe estar pura para el ritual.
Joanna observó que el tono de su abuelo se intensificaba aquí, y casi podía percibir la envidia y la irritación que sentía al verse excluido.
Le he asegurado a Naomi que no repetiré nada de lo que me diga, que puede estar segura de que los secretos estarán a salvo conmigo, pero se niega a comentar mis preguntas sobre el ritual. Le he recordado que es mi esposa y que, en consecuencia, debe decirme qué es lo que está haciendo. También le he asegurado que puede confiar en mí. No comprendo lo que le ha ocurrido. El hecho de vivir con los nativos la ha afectado. Ahora me obedece cada vez menos; ya ha desaparecido la autoridad que tenía sobre ella, al principio de nuestro matrimonio. Quizás haya cometido un error trayéndola aquí. Naomi muestra ahora un rasgo de independencia que a mí me parece muy poco atractivo y nada propio de una dama. Le he recordado que he venido aquí para observar a estas gentes y registrar su estilo de vida. En consecuencia, su deber consiste en informarme de todo aquello que ella misma aprenda. Mi querida Naomi, en otro tiempo tan complaciente, tan obediente, se ha transformado ahora en una persona tan voluntariosa como las mujeres con las que sale a buscar comida. Y Emily, que sólo tiene tres años y medio, empieza a mostrar las mismas tendencias caprichosas.
Y yo no dejo de preguntarme: ¿qué harán las mujeres mañana?
Beth echó a correr a través de los bosques, llamando a Button a gritos. El perro nunca se había escapado de aquella forma. De pronto, lo vio en un claro, a la luz de la luna.
—¡Button! Eres un perro travieso. Mira, has hecho que salga corriendo vestida sólo con el camisón.
Se detuvo y se quedó quieta. Algo se ocultaba entre los matorrales, cerca. Intentó descubrirlo. La figura surgió de entre las sombras. Ella vio el cuerpo rectangular, las orejas erectas y triangulares, la cola corta y el pelaje de color cremoso. Era el perro salvaje, como un lobo, que los aborígenes llamaban dingo.
Y había dos, un macho y una hembra.
Button, viejo y ciego, y moviéndose por el olfato y el instinto, se situó entre la niña y los dingos.
—No pasa nada —dijo Beth con voz tenue. Pero, de repente, se sintió muy asustada.
Oscureció alrededor de Joanna. Ya había dejado de escribir la traducción, y ahora se limitaba a leer las notas de su abuelo a la luz de la lámpara, una vez que la antigua taquigrafía de origen romano le resultaba ya casi tan familiar como el alfabeto.
Naomi abandonó nuestro campamento esta mañana, antes del amanecer, dejando a Emily al cuidado de Reena. Se ha marchado a un lugar secreto, junto con las demás mujeres para preparar el ritual de hoy. El resto de la tribu se ha dedicado a una actividad frenética: cazando, preparando comida para el gran festín de esta noche, bailando y cantando. Extrañamente, los hombres no parecen mostrar ningún resentimiento por el hecho de quedar excluidos de este rito vital. Aquí no hay sacerdotes, ni cardenales u obispos. Las personas que realizarán esta ceremonia, la más importante entre todas las de la tribu, serán mujeres ordinarias, sin ningún estatus o título especial; son mujeres sencillas que tienen hijas. Los hombres tienen prohibido poseer conocimiento alguno acerca de cómo se efectúa el ritual. Ningún hombre lo ha presenciado jamás. ¿Qué hacen las mujeres dentro de la montaña? Después de haber sido testigo de los salvajes ritos de circuncisión realizados con los chicos, apenas si puedo imaginar las increíbles prácticas a las que puedan someter a sus inocentes hijas, muchas de las cuales apenas si han dejado de ser niñas.
Llegué a este lugar buscando el segundo Edén. Esta nueva ciencia que está contaminando nuestro tiempo, con su denominada prueba de que Dios no creó ni diseñó el mundo, una ciencia que se supone refuta la palabra sagrada de Dios y que considera la Biblia como un libro de «mitos y leyendas», esa nueva ciencia, exige ser refutada en sí misma. Vine aquí para demostrar que la santa Biblia puede resistir el análisis empírico, que la Verdad puede demostrarse mediante el mismo examen intelectual utilizado para demostrar que es falsa.
Vine aquí buscando el segundo Edén, un lugar donde Dios creó otra pareja original que, en esta ocasión, no comió del árbol del conocimiento y a la que, por lo tanto, se le permitió vivir en la inocencia. Los aborígenes no conocen la vergüenza de la desnudez, ni la de la fornicación. Son exactamente tal y como los creó Dios.
Pero ahora comprendo que estaba equivocado. Esto no es un segundo Edén, sino uno de los errores de Dios. Aquí se adora a la Serpiente y permanece ausente el conocimiento del Dios único. Estos salvajes reverencian las piedras, los ríos y los animales. Pero son ignorantes de la existencia del Señor.
Buen Dios, perdóname, estaba equivocado, equivocado. Y ahora, mi dulce Naomi está a punto de verse arrastrada hacia los más oscuros pecados de esta gente, alejándose del camino de la rectitud. Y temo que sea castigada por ello. Si al menos pudiéramos regresar a Inglaterra. Pero ¿cómo? Ya no tenemos dinero. El último que nos quedaba lo empleamos en pagar el terreno para nuestra granja.
Debo saber qué van a hacer las mujeres dentro de la montaña.
Beth observó temerosa cómo el dingo macho empezaba a avanzar hacia ella. Button gruñó. Retrocedió, acercándose más a Beth, empujándola hacia atrás, tratando de alejarla del dingo: La hembra se movió hacia la derecha, trazando un círculo. Button ladeó la cabeza, y le dirigió un gruñido. El pelaje se le erizó a la altura de la nuca. Separó los labios, mostrando los colmillos.
Los dingos se acercaron más.
Button gruñó de nuevo, enseñó los dientes y empujó a Beth hacia atrás con los cuartos traseros. La niña trató de pensar en lo que debía hacer. Se agachó, cogió un palo y lo arrojó contra los perros salvajes.
El palo cayó entre ellos, sin asustarlos lo más mínimo.
—¡Fuera! —exclamó—. ¡Fuera!
Unos relucientes ojos dorados permanecieron fijos en ella. Vio las bocas brillantes por la saliva.
Cuándo, de repente, el macho se lanzó de un salto, Button se le interpuso y hundió los dientes en el animal. Beth lanzó un grito y entonces la hembra se lanzó sobre el viejo Button, sujetándolo por la cola. Beth contempló horrorizada a los dingos que atacaban al perro ovejero desde dos lados opuestos, obligándole a luchar en dos frentes. Vio volar el pelaje, escuchó terribles sonidos procedentes de los perros enzarzados en lucha, vio sangre, una oreja de Button desgarrada y una dentellada de feo aspecto en su costado. Los dingos lucharon como solían hacer cuando atacaban a un canguro: uno se lanzaba contra la cabeza y el otro contra la cola, enloqueciendo a su presa con sus ataques frenéticos, reduciéndola a la impotencia.
—¡Alto! —gritó Beth. Tomó otra rama seca del suelo y la blandió con decisión—. ¡Fuera! —gritó, golpeando a uno de los perros salvajes.
El macho soltó a Button y se volvió hacia Beth. Se lanzó contra ella y la niña retrocedió, las mandíbulas del animal mordieron el aire. Button se revolvió hacia él, sin hacer caso del otro dingo, que seguía mordiéndole el flanco.
Beth dejó caer el palo y observó al viejo Button, que había dedicado tantos años fieles a controlar el ganado de Merinda, cubierto ahora de sangre, con la carne desgarrada, el pelaje manchado, luchando ciegamente, incapaz siquiera de ver a sus atacantes.
Beth se llevó las manos a las orejas, se dio media vuelta y echó a correr.
Joanna permaneció sentada largo rato, observando fijamente las últimas palabras que había escrito su abuelo. Se sentía invadida por un presentimiento, por un presagio triste y pesado, mientras pensaba en un joven inglés, separado del mundo y de las leyes que conocía, tratando de seguir comprendiendo la realidad que le circundaba convencido de que estaba perdiendo a su esposa, que empezaba a entregarse a misterios incomprensibles para él. ¿Era eso lo que había hecho caer sobre la familia la canción-veneno, la ruptura de un tabú muy sagrado, un hombre que había espiado el ritual de las mujeres? ¿O había acaso algo más? ¿Qué había visto Emily, que entonces tenía tres años y medio? ¿Qué terrible maldición había caído sobre ella cuando se descubrió el crimen cometido por su padre?
¿Y qué habían hecho las mujeres dentro de la montaña?
Joanna levantó la vista de su trabajo. Se quedó quieta, escuchando en el silencio de la noche. Se dio cuenta de que los bosques parecían haber cobrado vida de pronto, con los gritos y chirridos de las aves que normalmente permanecían en silencio por la noche. Escuchó el frenético wraaakc de los cuervos, y hasta la risa aguda de un kookaburra. Algo andaba mal. Algo estaba sucediendo.
Y entonces, de pronto, pensó: «¡Beth!».
Beth se lanzó corriendo por entre los árboles, apartando ramas y maleza de su camino. Corrió todo lo que pudo, con el corazón latiéndole violentamente. Los pájaros gritaban y chirriaban a su alrededor. Se dio cuenta de que la casa se hallaba en la dirección opuesta, por detrás de ella, pero allí también estaban los dingos. Avanzó a ciegas por entre la oscuridad, con las lágrimas quemándole en los ojos. Corrió aterrorizada, sin preocuparse de mirar por dónde iba. Se cayó. Se levantó y siguió corriendo, internándose aún más en el bosque.
Finalmente, se detuvo, con el pecho pesado, y se quedó escuchando la noche. Ahora ya no percibía ningún sonido, sólo el silencio. Hasta los pájaros habían dejado de hacer ruido.
Y entonces escuchó el suave posarse de unas patas sobre el suelo, unas patas que avanzaban sin cesar.
Echó a correr de nuevo, sintiendo que las pisadas se acercaban. Escuchó el chasquido de quijadas al cerrarse, chocó contra un árbol, empezó a subir a él sin pensar. Vio el brillo de unos ojos hambrientos.
Algo agudo saltó desde arriba sobre su tobillo y lanzó un grito.
Joanna salió a toda prisa de la casa y corrió camino abajo hacia los bosques. Se encontró con Sarah y Adam, que habían salido vestidos con sus ropas de noche, tratando de determinar la dirección de donde había venido el grito.
Y en ese momento escucharon otro grito.
—¡Por ahí! —exclamó Adam.
Corrieron por el camino y se internaron entre los árboles.
Encontraron algo tendido sobre la hierba. Era una de las zapatillas de Beth. Joanna miró a su alrededor, en la oscuridad.
—¿Beth? —llamó—. ¿Dónde estás?
Se giró, en círculo, y entonces su mirada descubrió algo que la dejó helada. Corrió hacia el bulto.
—¡Santo Dios! —exclamó.
Era el cuerpo de Button, destrozado a dentelladas.
—¡Beth! —llamaron Sarah y Adam.
—¡Beth! —gritó Joanna.
Escucharon otro grito y luego los sonidos de cuerpos que se arrojaban contra algo.
Y Beth gritando…
Joanna voló por entre los árboles, rompiendo ramas a su paso, sin hacer caso de las piedras y las ramas pequeñas que le producían cortes en las piernas y en la cara.
—¡Oh, Dios santo! —sollozó—. ¡No, por favor!
Los gritos de Beth se elevaron en la noche. Sarah y Adam corrieron detrás de Joanna, internándose en la oscuridad, protegiéndose con los brazos, desgarrándose las ropas de noche en los arbustos.
—¡Beth! —gritaron—. ¡Ya vamos!
Y entonces de repente, escucharon otro sonido, un extraño gimoteo que silbó en el aire. Y a continuación otro sonido seco y un gañido.
—¡Allí! —gritó Adam—. ¡Ha venido de allí!
Y en el instante siguiente vieron pasar un dingo a toda velocidad, con el cuerpo ensangrentado y el rabo entre las piernas.
Inmediatamente detrás apareció Ezekial, que corría tras el animal, sosteniendo un boomerang, preparado para lanzarlo.
Encontraron a Beth medio encaramada a un árbol, gritando histéricamente, con las piernas cubiertas de heridas sangrientas, y un dingo muerto a sus pies, con uno de los boomerangs de Ezekial incrustado en su cuello.
—¡Button está muerto! —gritó Beth—. ¡Mamá, mamá, Button está muerto!
Joanna tomó a su hija en brazos mientras la niña no dejaba de gritar: «¡Button! ¡Button!», una y otra vez. Se volvió y avanzó de nuevo entre los árboles, de prisa, seguida por Sarah y Adam, con Beth gritando y las piernas sangrándole.
La puerta de la cocina se abrió con un crujido y Hugh entró corriendo.
—¡Joanna! —gritó. La encontró en el pasillo, justo en el momento en que cerraba la puerta de la habitación de Beth—. ¿Cómo está?
—Estará bien —contestó Joanna apartándose con gesto cansado un mechón de pelo de la cara—. Ha sufrido algunas mordeduras, pero curarán. Gracias a Dios, no se rompió las piernas. Pero ha sufrido una conmoción terrible, Hugh. No sé cómo superará eso.
—Ezekial vino a buscarme y me lo contó. He venido todo lo rápido que he podido. ¿Crees que debo entrar y decirle algo?
—Le he dado algo para que duerma. Hugh, Ezekial salvó la vida a Beth. Es como si hubiera estado vigilándola. Ese diente de dingo que le regaló… es como si supiera…
Ahora Beth estaba marcada, pensó Joanna. El legado de Naomi Makepeace había caído sobre ella como un oscuro manto. Joanna pensó en su madre, muerta a los cuarenta años a causa de una enfermedad que en realidad no existía. ¿Era ese el fin que esperaba a Joanna y a Beth, y posiblemente a las hijas de Beth? ¿No terminaría nunca la maldición?
—Tenemos que descubrirlo, Hugh —dijo—. Tenemos que descubrir lo que está causando esto, sea lo que fuere, y detenerlo antes de que sea demasiado tarde.