De repente, se escuchó un grito procedente del cobertizo de esquileo.
—¡Patos en el estanque! —gritó el capataz para avisar a los esquiladores de que una mujer había entrado en el cobertizo.
Los hombres se fueron pasando la información, hasta que alguien gritó, por encima de los murmullos:
—¡Mirad, muchachos! ¡Los patos han aterrizado!
La advertencia no tenía el propósito de ser una falta de respeto hacia la mujer que acababa de entrar, sino más bien una advertencia a los esquiladores para que cuidaran su lenguaje, y siguieran haciendo tranquilamente su trabajo mientras estuviera presente una dama. La «dama», en este caso, no era otra que Beth, de siete años de edad, a quien le encantaba que la trataran como si fuese una persona adulta. Cada vez que entraba en el cobertizo, los hombres que tenían las manos Ubres se quitaban la gorra y se hacían alegres bromas en presencia de la niña.
El ruido que había en el cobertizo era casi ensordecedor, con las maquinillas de esquilar claqueteando, los perros ladrando, los hombres gritando y las ovejas balando por encima de toda aquella barahúnda. Los doce esquiladores se hallaban inclinados sobre sus animales, profundamente concentrados en su trabajo, guiando las maquinillas de hojas peligrosamente cortantes por debajo de los vellones, quitándoselos a las ovejas y carneros que no cesaban de debatirse. Los ayudantes corrían de un lado a otro por el cobertizo, sacando los grandes vellones recién cortados de entre los pies de los hombres y llevándolos a la larga mesa: donde se los enrollaba mientras los esquiladores gritaban: «¡Lana fuera!», o: «¡Sacude esa escoba, muchacho!». En el exterior, los pastores conducían a las asustadas ovejas, introduciéndolas en pequeños corrales, preparadas para el esquileo.
A Beth le encantaba el período del esquileo. Era incluso más excitante que el de Navidad, y duraba más. Le gustaba el olor a yema de huevo de la lana recién cortada y las risas de los hombres que forcejeaban con los animales que se debatían y que les cortaban la lana con manos y movimientos expertos. Y, sobre todo, le gustaban aquellos hombres, los esquiladores.
A ella le parecían un grupo de hombres románticos, como aquellos otros de cuyas hazañas había leído en historias de aventuras: los piratas, los bandoleros o los caballeros andantes. Beth había aprendido muchas cosas sobre los esquiladores de su padre, quien hacía bastantes años también había sido uno de ellos. Todos los años, con el comienzo del invierno, se producía un éxodo masivo de hombres desde las ciudades de todas las colonias australianas; eran hombres que se echaban al hombro sus bolsas de viaje, besaban a sus esposas o se despedían de sus novias e iniciaban el recorrido del «camino de ualabi», en el que permanecerían durante meses, pasando de una granja ovejera a otra, siguiendo los trabajos, recorriendo lugares de nombres tan exóticos como Cunnamulla, Alice Downs y One Tree Plain[2]. Según había dicho Hugh, aquella clase de vida resultaba bastante atractiva para un hombre joven y sin raíces, que se dirigía hacia lo desconocido ya fuera a pie o a caballo, sin estar nunca seguro de encontrar trabajo y obligado a dormir bajo las estrellas, a beber el té hecho en una jarra metálica y encontrando su único solaz en la compañía de sus otros compañeros. Y formaban un grupo bastante extraño. A Beth le parecía que no podía haber nadie como ellos en toda la tierra, con sus cuerpos robustos y corpulentos, su lenguaje rudo, pero con unas manos que eran siempre más suaves que las de un bebé, debido al contacto con la lanolina. Y, según le había dicho Hugh a su hija, formaban un grupo de hombres muy unidos, porque se necesitaba tener un espíritu un tanto raro y especial para dedicarse al esquileo. Era una clase de vida que le echaba a perder a uno la espalda y el matrimonio, que le castigaba con heridas y un duro trabajo en cobertizos cuya temperatura podía alcanzar más de cuarenta grados. Además, era un trabajo peligroso, con la siempre presente amenaza de recibir una coz, o de perder un dedo entre las cuchillas. Y al final de cada uno de sus agotadores días, cuando sonaba la campana para anunciar el té, un esquilador se encontraba empapado de pies a cabeza de una extraña mezcla compuesta de sudor, sangre, orina y heces. Luego, al finalizarla temporada, se dirigía al bar más cercano y no se despertaba hasta tres días más tarde; sin el menor recuerdo de la borrachera. A partir de ese momento, se producía el lento y largo regreso a casa, a la compañía de la esposa y los hijos, haciéndose la promesa, durante todo el camino, de que aquella sería la última temporada. Sólo para volver a sentir la llamada al año siguiente, cuando volviera a iniciar el recorrido del camino del ualabi.
El padre de Beth había escrito una balada sobre los esquiladores titulada Emú Creek. Era un poema largo sobre hombres en continuo movimiento, con nombres como Mick el Estafador y Jack el Sonriente, y cobertizos en granjas ovejeras desde Gundagai a Moulamein, y sobre las durezas que habían tenido que sufrir, y lugares con nombres como Río Roto o Ciénaga Sinuosa, y también sobre su compañerismo y sus sacrificios, y sobre las novias llamadas Mary, Jane o Lizzie que habían quedado atrás. Había sido uno de los poemas que su padre había publicado con su verdadero nombre, y eso la hacía sentirse muy orgullosa.
La pequeña de siete años estaba enamorada de los esquiladores, de la vida que llevaban, y cuando fuera mayor, ella también quería ser esquiladora.
—Bueno, pequeña señorita —dijo el capataz, llamado Lazarus el Maloliente, quien se acercó a Beth, que estaba de pie, excitada, ante la puerta—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¡Oh, Maloliente! —gritó ella—. ¿Verdad que es muy bonito?
El hombre miró a su alrededor, observando a sus compañeros, con el sudor goteándoles por la cara y las ovejas balando y orinando sobre ellos. Se echó a reír y dijo:
—Sí, admito que es muy bonito.
Beth se metió las manos en los bolsillos del vestido y suspiró. Era una niña con aspecto de niño, con unas trenzas largas, la cara sucia y los pies habitualmente descalzos. Maloliente no tuvo más remedio que sacudir la cabeza al pensar en Beth Westbrook. Durante la época del esquileo, la niña siempre rondaba por el cobertizo; en otras épocas, se la podía ver montada en su pony, cabalgando alrededor de la casa, siempre seguida de cerca por el fiel y viejo perro ovejero, Button. Su hermano Adam, por el contrario, mostraba mucho más interés por las plantas que crecían a lo largo de la orilla del río.
Beth adoraba a Lazarus el Maloliente. Acudía a la granja, con su equipo de esquiladores, año tras año, siempre dispuesto a contar historias, y siempre disponiendo de tiempo que dedicarle.
—Me llaman Maloliente —le dijo en una ocasión, pues raro era el esquilador que no tenía un mote— porque en la Biblia se dice que Lázaro olía mal hasta en el cielo.
Había sido Maloliente quien había puesto un cartel en el comedor de los esquiladores que decía: LOS ESQUILADORES DEBEN BAÑARSE POR LO MENOS UNA VEZ CADA DOCE MESES, TANTO SI LO NECESITAN COMO SI NO.
Maloliente contaba historias maravillosas, como la de un esquilador llamado Viejo Nabo, que quiso dejar de esquilar durante un día. Los esquiladores no esquilaban a las ovejas húmedas, porque se creía que eso era peligroso, tanto para los hombres como para los animales. Así que Viejo Nabo, que quería tomarse un día de descanso, le dijo al ovejero que los animales estaban húmedos, pensando que el hombre le pediría que detuviera el trabajo durante un día.
Pero el ovejero, que era un hombre ingenioso, le dijo: «Muy bien, Viejo Nabo, pero aún puedes esquilar a los corderos que, por ser más pequeños se secan mucho antes que las ovejas». No obstante, Viejo Nabo, que era aún más ingenioso, contestó: «No, señor, los corderos no se secan antes, porque, precisamente por ser más pequeños, están más lejos del sol».
—Voy a ser esquilador cuando sea mayor —dijo ahora Beth, casi a punto de desmayarse de la excitación que todo aquello le producía.
—El caso es que no puede ser esquilador, pequeña señorita —replicó Maloliente con una risotada.
—¿Por qué no?
—Porque las chicas no son esquiladores. Ellas aprenden a cocinar, a coser y cosas así.
—Pues yo aprenderé esas cosas y también seré esquilador —replicó la pequeña adelantando la barbilla—, como lo fue mi papá cuando era joven, y aprenderé a conducir los rebaños y arreglar las verjas, como él hace ahora.
Maloliente se echó a reír y se levantó un poco más el sombrero sobre la cabeza. Para ser el mes de octubre, el día era muy caluroso. Aún había sequía en el distrito occidental y todo parecía indicar que se avecinaba otro verano muy cálido y seco.
—¿Y qué pasará entonces con tu marido? —preguntó con una mueca.
—Yo no voy a casarme —contestó la niña.
—Entonces, ¿qué pasará cuando te enamores?
—No me enamoraré nunca. No me gustan los chicos. Al menos, de esa forma. Yo seré la propietaria de Merinda y luego haré lo que quiera.
—¿De veras que vas a ser la propietaria de Merinda? —preguntó Maloliente frunciendo el ceño—. ¿Quién lo dice?
—Yo lo digo. Algún día, esto será mío.
—Pues yo no lo creo así, señorita. La propiedad será de tu hermano Adam.
—¿Por qué? —preguntó Beth mirándolo fijamente.
—Porque él es un chico, por eso. Los chicos son los que lo heredan todo. Las chicas no heredan nada.
—No te creo.
—Bueno, ya lo verás algún día —dijo él dándole unas palmaditas en la cabeza—. Y para entonces no te importará casarte en lugar de dedicarte a esquilar ovejas.
Lazarus el Maloliente se alejó, con las piernas arqueadas y los hombros caídos de tantos años dedicados al esquileo, y Beth sintió que la maravillosa felicidad de la mañana daba paso a la desilusión. ¡Aquello no era justo! Siempre le estaban diciendo que no podía hacer las cosas que deseaba hacer, como trabajar en los corrales de la Feria Agrícola Anual. Eso era algo reservado a los chicos ya los hombres. Las chicas y las mujeres se dedicaban a cocinar y servir comidas.
Beth sabía que Adam no sentía interés por Merinda, al menos en la forma en que ella lo sentía. A él le interesaban mucho más los libros de la escuela, llenos de imágenes de fósiles e insectos. Era Beth la que a veces salía a cabalgar con su padre cuando había que hacer algún trabajo en alguna parte de la granja, como sucedía durante la sequía, cuando había hecho tanto calor y la hierba se había secado tanto que tuvieron que ir a «dar de comer» a las ovejas, y Beth fue en el carro y observó a los hombres dedicados a distribuir el grano y el heno a las ovejas hambrientas. Iba con su padre cuando este iba a echar sal gema en las partes bajas del río; le ayudaba a supervisar el taladro de nuevos pozos; observaba a los hombres que arreglaban las verjas estropeadas, escuchaba su conversación sobre la sequía y lo lejos que tendrían que nevar el ganado para ir a buscar agua, y cantaba con ellos cuando Lazarus el Maloliente sacaba el banjo y los hombres cantaban: «Acampamos en casa de Larry el Vago, en el camino a Gundagar».
—Pues yo voy a ser esquilador —dijo en voz baja abandonando el cobertizo, seguida de Button.
Cruzó el ruidoso patio, pasó junto a la casa y echó a andar por el camino que bajaba al río.
Beth evitó la nueva casa, que ahora se levantaba fresca y vacía, casi preparada para vivir en ella, y caminó entre los eucaliptos y los chopos, arrojando piedras, o arrastrando un palo sobre la tierra. Cuando Button se detuvo de pronto y emitió un gruñido largo y bajo, Beth miró por entre los árboles. Escuchó algo moviéndose hacia ella.
—¿Qué ocurre, Button? —preguntó.
El perro levantó la nariz y olisqueó el aire. Y al momento siguiente empezó a mover la cola de un lado a otro.
—Ah, hola —saludó Beth cuando el viejo Ezekial apareció por entre los árboles.
El viejo caminante era una figura familiar por aquella zona, sobre todo últimamente; la sequía había obligado a muchos nómadas, tanto blancos como negros, a permanecer cerca del río. A unos pocos kilómetros río arriba había surgido un campamento de tiendas y cabañas, pertenecientes a hombres que sólo encontraban trabajo durante la época del esquileo, o como peones para algunos días. Unos kilómetros corriente abajo había otro campamento similar de aborígenes como Ezekial, hombres que normalmente recorrían grandes distancias, pero cuyos movimientos se habían visto dificultados ahora por la escasez de agua.
—Tú has salido a dar un paseo, ¿verdad, pequeña? —preguntó el hombre con una sonrisa que fue una mueca.
Ella le pegó una patada a una piedra y la vio alejarse rodando.
—No quieren dejarme ser esquilador.
—Los hombres blancos tienen ideas extrañas —dijo el anciano. Se sentó sobre una roca y se metió una mano en el bolsillo de unos pantalones que eran demasiado grandes para él—. El hombre negro, en cambio, deja que las mujeres trabajen. Los hombres se sientan a la sombra, y las mujeres hacen todo el trabajo.
Beth le dirigió una mirada curiosa y, al ver su sonrisa, ella también sonrió.
—¿Qué tienes ahí, Ezekial? —preguntó al ver que el anciano sacaba algo del bolsillo.
—Llevé al señor MacGregor y a otros blancos a las montañas. Fueron a cazar ualabis. Mucha carne. Ezekial tomó más de lo que puede comer.
Tendió la mano hacia ella y Beth abrió mucho los ojos.
—¡Oh, vaya! —exclamó—. Es chocolate. Muchas gracias, Ezekial. ¿Te parece bien que le dé algo a Button?
—Dáselo —asintió el anciano, palmeando a Button en la cabeza—. Es un buen perro. No todos lo son. Pero este…
Se detuvo de pronto. Mientras Beth cortaba cuidadosamente aquellos trozos de chocolate y se los daba a Button, Ezekial estrechó los ojos, recorriendo con la mirada el bosque que se extendía por detrás de la niña.
—Se acabó —dijo ella, devolviéndole el resto—. Está muy bueno, gracias.
Ezekial miró la mano extendida, y observó la radiante sonrisa. Luego volvió a mirar hacia el fondo, hacia las sombras que se intensificaban en la base de los árboles. Cerró los ojos y percibió algo que ya había percibido en otra ocasión, hacía años, cuando conoció a la madre de la niña, en este mismo lugar. Al abrir los ojos de nuevo, se dio cuenta de que lo que había visto seguía estando allí; era la sombra de un perro, al acecho detrás de ella.
—¿Qué ocurre, Ezekial? —preguntó la niña al ver que no tomaba el chocolate que le devolvía.
Ezekial miró hacia atrás, por encima de sus propios hombros, y pensó en los dos dingos que había visto hacía un par de días, no muy lejos de este mismo lugar, un macho y una hembra, con las costillas muy pronunciadas a causa del hambre. No eran los mismos dingos que se veían por los alrededores del campamento de los aborígenes; estos eran salvajes. Y peligrosos.
Frunció el ceño. Tenía que pensar. Últimamente, Ezekial había estado pensando mucho. Desde que llegaron los hombres blancos, todo había cambiado, las líneas de canto y los Lugares de Sueño. Ahora ya resultaba difícil salir a caminar, se habían desvanecido demasiadas señales. Los bosquecillos de árboles de la goma, donde el antepasado Emú había estado en su guarida, habían desaparecido ahora. ¿Cómo podía el hombre negro conservar el mundo creado si no podía salir a caminar?
Así que Ezekial y otros como él habían terminado por pensar: «Esto es el fin del mundo, el final del Sueño».
Pero ahora, al mirar a esta niña pequeña y recordar a su madre, a la que había hablado el antepasado Canguro, al anciano se le empezó a ocurrir otro pensamiento. Llevaba varios meses observando la construcción de la casa nueva junto al río, que iba convirtiéndose poco a poco en parte de estos bosques; vio cómo se trazaban nuevos caminos y se plantaban nuevos árboles. Y no supo qué pensar exactamente de todo aquello. Ahora, sin embargo, empezaba a preguntarse si quizá, en lugar de ser el final de un Sueño, no podía ser sencillamente el principio de otro. Y ahora que el pensamiento había terminado por formarse en su mente volvió a contemplar el paisaje a su alrededor con una mirada nueva y de repente vio nuevas líneas de canto, nuevos Lugares de Sueño, que pertenecían a una gente nueva.
Aquí estaba esta niña pequeña, al principio de todo, del mismo modo que en otra época lo habían estado los antecesores; se preguntó si eso no la convertía, también, en una antecesora.
Ezekial llevaba las mismas ropas que le habían entregado en la misión hacía ya mucho tiempo, cuando su familia se había roto; se trataba, básicamente, de una camisa y unos pantalones. Pero por debajo de aquellas ropas extrañas seguía llevando lo que habría llevado si los hombres blancos no hubiesen llegado nunca: un taparrabos, sujeto alrededor de la cintura, y un pequeño pellejo de zarigüeya formando una bolsa en la que llevaba sus posesiones más queridas. En los viejos tiempos, los hombres llevaban en esa clase de bolsas piedras aguzadas, así como una cuerda, la punta de una lanza y a veces un poco de cera de abeja, un anzuelo para cazar y pedernal para encender el fuego. Pero en la actualidad los hombres llevaban cerillas y tabaco, un cuchillo pequeño, cordones de los zapatos y, si eran afortunados, unas pocas monedas.
El anciano se metió la mano por debajo de la camisa y la introdujo en la bolsa que llevaba allí. Luego la sacó y se la tendió a Beth, diciendo:
—Esto es para ti.
La niña miró el curioso objeto que sostenía en la palma de la mano. Tardó un momento en darse cuenta de que se trataba del diente de un animal.
—¿Qué es? —preguntó.
—Un diente de dingo —contestó Ezekial—. Magia muy antigua, muy poderosa. Te la doy a ti.
—¿Es para mí? —preguntó ella—. Pero ¿por qué?
No quería asustar a la niña contándole la verdad, diciéndole que hallaba en peligro, que necesitaba ser protegida de los dingos. Así que contestó con una sonrisa:
—Es un amuleto de la buena suerte. La pequeña de Merinda siempre ha sido buena con Ezekial. Ahora, te doy un regalo. Esto te mantendrá a salvo y feliz.
—¡Gracias, Ezekial! —exclamó la niña, aceptándolo.
—Llévalo siempre contigo —dijo el anciano con expresión seria—. Es una magia muy fuerte.
De repente, a la mente de Sarah acudió una canción aborigen:
Subo a la alta roca,
y miro abajo,
miro abajo.
Y veo caer le lluvia, caer, caer,
caer sobre mi cariño.
«¡Qué extraño!», pensó, conduciendo el buggy por entre el paisaje de colores moteados. Hacía años que no pensaba en aquella canción. La vieja Deereeree se la había enseñado cuando era pequeña. ¿Por qué se le ocurría ahora, así, tan de repente? Últimamente, Sarah había estado recordando muchas cosas de su pasado: la forma en que la vieja Deereeree le había enseñado a confeccionar cestos de mimbre, a una chica llamada Becky que había sido su mejor amiga en la misión, los rituales secretos aprendidos en los bosques cercanos. Los recuerdos volvían debido a las preguntas que Philip le hacía ocasionalmente, y que, en general empezaban por: «¿Cómo hace esto tu pueblo…?». Y Sarah se daba cuenta de lo agradable que era pensar de nuevo en aquellas cosas.
Esta mañana había ido a Cameron Town para comprar unas pocas cosas que necesitaban: una cinta de encaje para Alice, soda de cocina para la señora Jackson, lápices para Adam; también había ido a recoger el correo. Había dos cartas para Joanna: una del señor Robertson y la misión de Karra Karra, y la otra de Inglaterra. También había cartas para Alice.
Sarah pensó en la esposa de Philip, tan callada y discreta, y tan atónita por esta vida de frontera, como había dicho ella misma. Parecía pasarse todo el tiempo de que disponía dedicada a escribir cartas a los numerosos amigos y parientes que tenía en Inglaterra. Pasaban las horas sin que nadie la viera o la escuchara, y luego salía de pronto de su dormitorio con un paquete de cartas listas para llevar al correo. Recibía postales, fotografías y artículos de periódico de su familia, y se pasaba horas pegándolos cuidadosamente en su libro de recortes. Todos se habían dado cuenta de que Alice McNeal se sentía terriblemente nostálgica de su tierra.
Y esa era la razón por la que no había sorprendido a nadie el que, durante la cena de la noche anterior, Philip anunciara que, ahora que la casa ya estaba casi terminada, él, Alice y Daniel se marcharían a Inglaterra lo antes posible.
Sarah había sabido que el momento de la partida tendría que llegar, tarde o temprano, pero escuchar la noticia expresada con palabras, verla como algo real y definitivo, le causó una gran aflicción. Sin embargo, también sabía que lo mejor era que él se marchara, porque lo que había nacido de algún modo entre ellos, no debería haber surgido en ningún momento, a pesar de que ambos se negaban a reconocer su existencia. Durante los últimos cinco meses, Sarah había tenido mucho cuidado en evitar el hallarse a solas con Philip. Lo que sentía por él crecía y se intensificaba, y tenía la impresión de que a él le sucedía otro tanto, lo que no hacía más que empeorar las cosas. Era una situación peligrosa.
Había tratado de analizar el amor que sentía por él, y se había preguntado muchas veces: «¿Por qué Philip?». A Sarah no le faltaban admiradores. Estaba el mestizo Eddie, uno de los peones, inteligente, vivo y apuesto, que estaba claramente chiflado por ella. Y luego estaba el joven aborigen que trabajaba en la tienda de aumentación de Thompson, en Cameron Town y que siempre deambulaba alrededor del buggy de Sarah cada vez que ella acudía allí a hacer sus compras. Había incluso un hombre blanco que parecía sentirse interesado por ella: Arnie Ross, uno de los procuradores de la ciudad, que había visto a Sarah durante un picnic y había enviado notas a Merinda preguntando si podía pasar a visitarla.
Pero ella sólo se sentía interesada por Philip McNeal e incluso algo más que interesada: estaba desesperadamente enamorada de él. Y quería saber por qué. Era un hombre atractivo, pero también lo era Arnie Ross. Philip tenía muy buen humor, era listo y reía mucho…, lo mismo que Eddie. Era un hombre sensible y amable, igual que el joven que trabajaba en la tienda de Thompson. Entonces, ¿qué tenía Philip que le hacía ser alguien tan especial?
Quizá fuese la forma en que le recordaba su procedencia medio aborigen. Se refería a ello, parecía como si quisiera hacerle hablar de ello y, de hecho, se sentía fascinado por ello. Si ella le permitiera sacar a la luz esa parte oculta de sí misma, se preguntaba qué sucedería entonces con su parte blanca. No podía ser dos personas al mismo tiempo; sólo podía ser una u otra. Y, sin embargo, después de los siete años que llevaba viviendo como una mujer blanca, imitando a Joanna en todo, constriñendo su cuerpo con corsés y zapatos, y manteniendo en la intimidad y en secreto la parte aborigen de si misma, ahora resultaba que la mitad blanca parecía estar sucumbiendo a aquella otra mitad que había reprimido. Los repentinos recuerdos de su pasado no eran más que una prueba de ello. Y otra prueba era que, cuando se producían esos recuerdos, Sarah se sentía contenta, porque le agradaban. Quizá fuera esa otra de las razones por las que Philip le gustaba tanto.
Así que ahora, mientras conducía el buggy bajo el sol matinal, se preguntó si se le permitiría volver a ser una aborigen en el caso de que fuera a casarse con un hombre como Philip o incluso casarse con el propio Philip.
Recordó cómo le había estado observando hacía unas pocas noches, en un momento en que él no se dio cuenta de que estaba siendo observado. Un impulso había inducido a Sarah a acudir al río donde, oculta entre los árboles como lo había estado hacía unos ocho años antes, le había observado en el salón de música de la nueva casa, pasando las manos sobre la superficie de la carpintería, inspeccionando la pintura, deteniéndose para comprobar los zócalos. La luz de la luna había penetrado en el salón, haciendo que Philip pareciera como compuesto de ángulos. Era alto y delgado, con hombros y caderas bien marcados, y se movía con una fluida gracilidad.
En ese momento, ella hubiera querido llegar hasta él y despedirse. Hubiera deseado despedirse de una forma apasionada y permanente, con su cuerpo y su aliento. Hubiera querido dejar en él una huella para que nunca la olvidara, del mismo modo que nunca había olvidado a Polen en el Viento. Pero el frenesí que anidaba en ella seguía alarmándola, y tenía la sensación de que siempre debía Conservar el control sobre sí misma. De modo que se había despedido de él en silencio con las pocas palabras que recordaba de su propio idioma: Winjee khwaba.
Ahora, conduciendo el buggy por el camino, levantó la mirada para ver un águila de cola en forma de cuña, que planeaba a baja altura hacia ella. Descendió de improviso y luego se elevó de nuevo con un movimiento muy rápido. Ella volvió la cara hacia el viento. En la distancia, distinguió los restos ennegrecidos de una granja incendiada, rodeada por campos chamuscados. Y entonces vio…
Philip estaba sentado en un prado, dibujando en un bloc, con el caballo atado cerca.
Ella detuvo el buggy y le observó. Pensó en cómo se había quedado últimamente hasta avanzadas horas de la noche estudiando detenidamente los planos de la casa con Hugh y Joanna, proponiendo un cambio aquí, un añadido allá. Philip había supervisado la colocación de cada viga, y hasta de cada clavo. Cada vez que había observado un defecto que nadie más parecía capaz de distinguir, había ordenado volver a realizar el trabajo. Había deambulado por la construcción, con los planos enrollados debajo del brazo, inspeccionando, midiendo, comprobando y volviéndolo a comprobar todo. Y si se necesitaba un par de manos más para ayudar, ya fuera para levantar una pared o para mezclar cemento, él mismo se había unido al equipo de trabajadores.
La nueva casa de Merinda era una edificación única. Philip había introducido en ella atrevidas innovaciones de su propia creación. Aunque era muy grande, estaba construida en un solo nivel, bajo un mismo techo; era la única casa de un hacendado ovejero con tal característica en todo el distrito. Philip había incorporado la cocina al plano principal de la casa, en lugar de condenarla al final de un largo pasillo, como era la costumbre habitual. En la terraza de atrás había una lavandería de ladrillo, dotada con grifos para el agua corriente, una característica bastante novedosa. Y la casa era la primera del distrito que estaría iluminada con luz de gas.
El diseño era hermoso, con un elegante techo a cuatro aguas y una ancha terraza que rodeaba toda la casa, sostenida por postes de hierro forjado. Habían acudido visitantes de todo el distrito para echarle un vistazo y, a menudo, Sarah pensaba que había sido configurada por fuerzas espirituales. Frank Downs había escrito al respecto en el Times, acompañando el artículo con una ilustración dibujada por su esposa, en la que se mostraba el hogar de Merinda con un aspecto grandioso pero armonioso, en una zona rodeada de eucaliptos y matorrales nativos.
Y ahora, Sarah pensó que sólo Philip podía haber conseguido una cosa así.
De repente, él levantó la mirada. Un viento cálido sopló a través de la llanura, agitando las páginas de su bloc de dibujo. Estaba a unos cuarenta metros de distancia, a pesar de lo cual Sarah percibió algo procedente de él; algo que llegó con la corriente de aire caliente y que pareció envolverla como en un abrazo: el deseo que Philip sentía por ella. Le saludó con la mano, preguntándose si él sentiría por ella lo mismo que ella sentía por él. Se fue acercando hasta donde estaba.
Él se levantó, con bastante lentitud, como si no estuviera muy seguro, o quisiera darse tiempo para pensar qué debía decir porque, de improviso, Sarah comprendió qué era lo que ambos deseaban decir; sin embargo, sabía que no lo dirían, que no tenían ningún derecho a decirlo.
—Hola, Sarah. Estaba dibujando la gran casa de Tillarrara —dijo sosteniendo el bloc para que ella lo viera—. Es un ejemplo perfecto de arquitectura australiana. Fíjate en el tejado cóncavo y galvanizado, en los postes y en el rústico revestimiento de piedra. A juzgar por el sulfato de cobre y la tabla de chilla, por la influencia georgiana y los aleros esculpidos, yo diría que fue construida hacia mil ochocientos cuarenta.
—Fue construida en el cuarenta y uno —dijo Sarah devolviéndole el bloc de dibujo.
—No esperaba verte por aquí.
—Fui a la ciudad a buscar el correo.
Sarah recordó ahora que aquella mañana había insistido en que Joanna se quedara en la casa, cuidando a Daniel, que estaba resfriado, asegurándole que no le importaría ir a la ciudad a buscar el correo; al mismo tiempo se decía que, al saber que Philip iría a echarle un vistazo a Tillarrara evitaría pasar por allí y tomaría por el camino principal. Y luego resultó que, al salude Cameron Town y aproximarse al cruce de caminos, se convenció a sí misma de que este camino era mucho mejor, porque era el más corto, y que, de todos modos, lo más probable sería que no se encontrara con Philip. Ahora, sin embargo, comprendió lo deliberado de sus acciones y supo que, en el fondo, había deseado que se produjera este encuentro.
—Me alegro de que pasaras por aquí —dijo él—. Confiaba en que pudiéramos tener una oportunidad de hablar antes de marcharme. Parece como si nunca pudiéramos estar a solas.
Al pensar en los últimos meses, Sarah se dio cuenta de que Philip también había estado evitándola, lo mismo que ella le había evitado.
La ayudó a bajar del coche y ambos caminaron un rato.
Permanecieron en silencio, sintiéndose cómodos el uno con el otro, percibiendo su amor mutuo y la forma en que su deseo tejía una envoltura invisible a su alrededor que los separaba del resto del mundo.
A Philip le maravillaba comprobar lo tranquilo que Sarah le hacía sentirse, la forma en que su espíritu inquieto se tranquilizaba cada vez que la veía cerca de él. Pensó en la casa cuya construcción acababa de terminar, y que consideraba como la coronación de su carrera de arquitecto, inspirada en parte por lo que sentía hacia Sarah, o eso, al menos, era lo que sospechaba.
La casa Westbrook, junto al río, rodeada por los bosques, tenía exactamente el mismo aspecto que él había imaginado, como si hubiera surgido allí de un modo natural entre los eucaliptos y la hierba. La absoluta sencillez de su tejado a cuatro aguas y de su amplia terraza envolvente, demostraba una gran perfección de estilo. Pensó en la alegría que había sentido al diseñar una casa que estaba tan en armonía con lo que le rodeaba; al trabajar con madera y piedras obtenidas de las cercanías; al crear líneas y ángulos que complementaban la naturaleza, en lugar de usurparla; al incluir en su diseño el mismo espíritu de la tierra que la sostenía. Era como si la hubiese construido tal y como los propios aborígenes pudieran haberlo hecho, en el caso de que hubieran construido casas…, es decir, como una extensión del mundo que les rodeaba, y no como algo extraño a él. En las numerosas ciudades que había visitado, o en las que había construido edificios, Philip se había sentido como limitado; sus instintos creativos siempre se habían visto constreñidos. Que, por lo que suponía, era una de las razones por las que siempre estaba trasladándose de un sitio a otro, siempre buscando. Ahora se preguntaba si no habría encontrado, después de todo, aquello que tanto andaba buscando, allí mismo, en este remoto rincón del mundo, en la casa de los Westbrook, en la inspiración que le había aportado esta mujer silenciosa que caminaba a su lado. Jamás había experimentado una satisfacción tan profunda con su trabajo. Nunca se había sentido tan en paz consigo mismo.
De repente, se levantó un remolino de aire que arrancó la gorra que Sarah llevaba en la cabeza. Ella lanzó un grito de sorpresa y Philip trató de atraparla, pero el viento se la llevó.
—¡Iré a por ella! —gritó.
Sarah se le unió en la persecución, y ambos echaron a correr sobre la frágil hierba, extendiendo las manos hacia la gorra, contenida por un matorral, justo en el momento en que otra ráfaga de viento la alejaba de ellos. La gorra no tardó en dejar de ser el objeto de su persecución, mientras ambos disfrutaban de la libertad del viento y el sol en las llanuras abiertas.
La gorra volvió a quedar atrapada en otro matorral, y Philip se detuvo de repente para cogerla, haciendo que Sarah, que le seguía de cerca, chocara contra él. Ambos se tambalearon y se sujetaron el uno al otro para no caer, riendo, y siguieron allí de pie, con Philip sosteniendo a Sarah contra él. Los brazos de Philip se apretaron más alrededor de su cuerpo.
—Sarah…
Ella enterró el rostro en su cuello. Ambos sintieron el dulce calor del sol sobre sus cuerpos. Philip le besó el cabello, la mejilla, y la abrazó tan fuerte, que ella apenas si pudo respirar.
Y luego, la boca de Philip descendió sobre la de ella.
Sarah se apretó contra él durante un instante más, y finalmente se apartó. Era apuesto, era lo que ella deseaba, pero sabía que Philip debía viajar y que estaba casado.
—Sarah —repitió él—. Quiero hablar contigo. Quiero explicarte. Hay tantas cosas que quiero decirte…
—No lo hagas, por favor —dijo ella, con unas lágrimas trémulas en sus ojos—. No sería justo para Alice.
—No podemos evitar lo que ha sucedido entre nosotros, Sarah. ¿Acaso niegas que está ahí? ¿Que nos amamos el uno al otro?
—No —admitió ella—, no lo niego. Pero no tenemos derecho.
—El amor que sentimos el uno por el otro nos otorga ciertos derechos.
—Pero no se trata sólo de nosotros, Philip. Hay otras personas implicadas. Tu esposa…
—No quiero hablar de Alice. Esto no tiene nada que ver con ella. No es culpa suya. La amé y me casé con ella. Y sigo queriéndola, pero de una forma muy diferente a como te amo a ti, Sarah. Me sentí atraído por su tranquilidad, por la forma en que estaba enraizada a su hogar y su familia. Pensé que me ayudaría a asentarme en un sitio a dar por terminada mi época de inquietud y de ir de un lado a otro. En lugar de eso, ella se ha convertido en una víctima de esa inquietud. Tú tenías razón. Construí hogares pata otras personas, pero no el mío propio. Eso no es justo, ni para ella ni para Daniel. Y esa es la razón por la que la llevo de regreso al lugar al que pertenece, donde se sentirá feliz.
»Camina un poco más conmigo, Sarah. No quiero marcharme así, deseo hablarte de mí mismo y de lo que siento por ti. Y quiero conocer todo lo que haya que conocer sobre ti. Hay en ti una maravillosa inmunidad que deseo explorar. Cuando yo me marche, tú vendrás conmigo… aquí —dijo, tocándose el pecho—. Y quisiera dejarte algo de mí mismo. Hablemos, Sarah, aunque sólo sea un rato, y luego cada cual hará lo que tenga que hacer.
—¿Regresarás, Philip? —preguntó ella—. ¿Volveré a verte alguna vez?
Él hubiera querido tomarla de nuevo en sus brazos, pero no hizo el menor movimiento y dejó que el espacio entre los dos siguiera siendo el mismo.
—Si está escrito en mi destino, regresaré, Sarah. Eso es lo que le diría a cualquiera. Pero a ti te digo: si mi línea de canto me hace regresar, entonces, volveremos a vernos.
Joanna abrió con rapidez la carta de la misión de Karra Karra. Contenía un sobre más pequeño que llevaba sellos ingleses y una nota de Robertson explicando que había recibido noticias de su amigo en Londres, el experto en la taquigrafía tironiana, y añadía: «Incluyo el código que él me envió. Señora Westbrook, mi amigo se ha ofrecido a traducir las notas de su abuelo en el caso de que usted tropiece con dificultades».
Abrió el sobre más pequeño y extrajo su contenido; era una carta de Giles Stafford en la que le explicaba el código tironiano, junto con una pequeña libreta llena de símbolos, con sus equivalentes alfabéticos fonéticos y de palabras completas.
Joanna se quedó mirando todo aquello asombrada. Eso era. Por fin había encontrado la clave. Ahora podría descubrir si las respuestas que había estado buscando se hallaban de veras en los escritos de su abuelo.
No obstante, y a pesar de la avidez que sentía por iniciar la traducción, Joanna abrió antes la otra carta escrita por una tal señora Elsie Dobson que, a juzgar por el remite del sobre, vivía en el mismo pueblo que tía Millicent.
Joanna desplegó el papel de carta, que emitió un suave olor a espliego, a pesar de los muchos miles de kilómetros que había viajado, y leyó una escritura pequeña, trazada con precisión. La señora Elsie Dobson se presentaba a sí misma como una viuda que vivía en la parcela del pueblo situada frente a la de Millicent Barnes, a la que había conocido a lo largo de casi sesenta años. Seguía diciendo que era su triste deber informarle que Millicent había muerto, a la edad de setenta años, de una forma tranquila, mientras dormía.
Como yo fui su amiga más íntima —había escrito la señora Dobson—, y la cuidé en sus últimos días, cuando se vio obligada a guardar cama a causa de un ataque, lo poco que tenía me lo dejó a mí. Cuando finalmente pude repasar sus cosas, encontré sus cartas, señora Westbrook. Millicent las había guardado todas.
Siento mucho que Millicent le causara a usted y a su madre tanta infelicidad al no responder a sus preguntas. Ella no fue una mujer rencorosa, pero no había logrado superar el hecho de haber «perdido» a su hermana, como ella solía decir, cuando John Makepeace se la llevó. Y más tarde, cuando Emily se casó con Petronius Drury y abandonó Inglaterra en su compañía para irse a vivir a la India, Millicent volvió a sentirse nuevamente abandonada. Pero ahora que ha fallecido, no creo que haga ningún daño a nadie el que yo trate de contestar a sus preguntas.
Millicent y su hermana, aunque gemelas, eran muy diferentes. Naomi, la abuela de usted, era una persona brillante, optimista y la más fuerte de las dos. Millicent siempre me pareció como la otra cara de la moneda, triste, melancólica y, francamente, bastante débil. De jóvenes, las dos eran inseparables, pero cuando Naomi se enamoró de John Makepeace y se marchó con él, Millicent dijo que nunca la perdonaría.
Joanna se dio cuenta de que la habitación se estaba oscureciendo. El sol se había puesto y al otro lado de la puerta cerrada de su dormitorio escuchó a la señora Jackson dándole órdenes a Peony para que pusiera la mesa. Las puertas de cristal que daban a la terraza estaban abiertas y Joanna escuchó los sonidos procedentes del patio, que traía el aire cálido de la tarde, producidos por los esquiladores que recogían sus útiles de trabajo, terminada ya la jornada.
Encendió una lámpara y reanudó la lectura de la carta:
Recuerdo el día en que su madre llegó aquí, señora Westbrook —había escrito—. Ese día yo había ido a visitar a Millicent. Debió de haber sido hace cuarenta y cinco años, porque recuerdo que llevé a mi pequeño Raymond, mi primer hijo, para que lo viera Millicent. Recuerdo que estábamos tomando el té y nuestra conversación se vio interrumpida por unos golpes en la puerta. Entonces vimos allí a un hombre de lo más extraordinario. Un capitán de barco que llevaba a una niña consigo y que nos contó una historia de lo más fantástico.
Al tiempo que leía las palabras de la señora Dobson, Joanna se imaginaba la odisea por la que tuvo que haber pasado su madre: desde Australia a Singapur, y desde allí a Southampton, pasando meses enteros en el mar, en compañía de marinos que debieron de tratarla como a un animal de compañía, y burlarse de ella. La niña que apareció ante la puerta de la casa de Millicent tenía casi cinco años de edad, mostraba la piel curtida por el sol, y tenía el cabello tan largo que le llegaba casi hasta la cintura, llevaba una chaqueta sobre el vestido y un sombrero de marinero. Lo único que llevaba con ella, aparte de los regalos que le habían comprado los marineros, era una bolsa de cuero que contenía algunos documentos y una curiosa muñeca hecha de piel, a la que la pequeña llamaba «Rupert».
El capitán no pudo decirnos cómo había llegado la niña a la costa australiana, donde fue recogida por el primer barco que pasó —seguía escribiendo la señora Dobson—. La carta que acompañaba a la niña no explicaba gran cosa. Pero pudimos observar que había sido escrita de forma apresurada.
Según afirmaba la señora Dobson, la nota en cuestión se limitaba a decir: «Esta es Emily Makepeace, hija de John y Naomi Makepeace y sobrina de Millicent Barnes. Rogamos sea entregada en la casa Crofter’s, en Bury St. Edmund’s, Inglaterra. La persona será recompensada».
Joanna trató de imaginarse las circunstancias que habían rodeado aquella huida desesperada de Australia. ¿Quién había llevado a la pequeña hasta la costa, entregándola allí a las autoridades? ¿Había sido Reenadeena? ¿Por qué no había acompañado a Emily a Inglaterra, o es que no había podido hacerlo así? Y entonces, ¿qué les había ocurrido a John y a Naomi?
Volvió a enfrascarse en la lectura de la carta:
Millicent se puso fuera de sí. Después de todo, se trataba de la hija de Naomi, y Millicent la adoraba. Pero nunca pudimos descubrir qué había sido de la propia Naomi. Me imagino que murió hace ya mucho tiempo, en alguna parte de Australia.
A medida que su madre fue creciendo —continuaba la señora Dobson—, a veces se preguntaba por qué no guardaba ningún recuerdo de sus padres. Cada vez que le preguntaba a Millicent al respecto, ella le contestaba que había sufrido una fiebre a la edad de seis años, lo que, desde luego, no era cierto. La verdadera causa de la pérdida de memoria de su madre señora Westbrook no la pudimos descubrir ni Millicent ni yo misma, aunque tuvo que haber sido algo terrible, porque recuerdo que la pobre pequeña Emily sufría pesadillas. Sentía un temor casi paralizante a los perros y las serpientes. Yo siempre pensé que debía de haber visto algo inexplicable en Australia. Millicent no se ocupó mucho de averiguarlo. Creo que tenía miedo de descubrirlo.
Lo siento mucho, señora Westbrook —concluía la señora Dobson—, pero esto es todo lo que puedo decirle. O bien he olvidado el resto, ya que mi memoria ya no es lo que solía ser, o bien no había nada más. Finalmente, su madre creció y se convirtió en una joven encantadora; todos sentimos mucho que se marchara a la India, pues temíamos que ya nunca volveríamos a verla. Debo decirle, señora Westbrook, que al enterarme de su muerte me sentí por un lado conmocionada y que, por el otro, extrañamente, la noticia no me sorprendió. A mí siempre me pareció que en su madre había algo que la predestinaba a un fin trágico. No sé por qué tuve que haber pensado esto, y sólo se me ocurre que debió de haber sido a causa de algo que debí escuchar hace mucho tiempo y que ya he olvidado.
La carta estaba firmada: «Muy sinceramente suya, E. Dobson».
Joanna miró fijamente la última línea, sintiendo una profunda desilusión. La única mujer que habría podido llenar tantos huecos importantes había muerto y, al parecer, a la única otra persona que había tenido algo que ver con Emily, y que la había conocido de niña, le fallaba la memoria.
Volvió a leer la carta para ver si había pasado por alto algo importante, y se detuvo en una o dos frases: «Debía de haber visto algo inexplicable en Australia», y: «Me pareció que en su madre había algo que la predestinaba a un fin trágico».
De modo que incluso en aquel entonces y entre personas qué no conocían la historia o las circunstancias de la vida de Emily, que no tenían ningún conocimiento sobre las canciones-veneno o las maldiciones aborígenes…, hasta la señora Dobson de Bury St. Edmund’s había percibido la maldición que había seguido a Emily alrededor del mundo.
Cuando ya estaba a punto de doblar la carta y guardarla en el sobre Joanna se dio cuenta de que había una página más. Al sacarla a la luz, comprendió que la señora Dobson había añadido una larga posdata.
Señora Westbrook, después de haber vuelto a leer esta carta, me he dado cuenta de que me he dejado un par de cosas que quizá le gustaría saber. Pidió usted información acerca de a qué parte de Australia habían viajado los Makepeace. Ese dato no lo sé, pero, por si le sirve de algo, recuerdo que embarcaron en 1830 en un barco llamado Beowulf. Estoy segura de ello porque siempre me ha intrigado la saga de Beowulf y el nombre del barco en que viajaron me pareció bastante ominoso. La otra cosa que quizá le guste saber es que, aproximadamente un año después de que Emily estuviera viviendo con Millicent, la pequeña y extraña muñeca de piel que llevaba consigo cuando llegó con el capitán había sufrido alguna especie de daño, aunque no recuerdo de qué se trataba. Pero, como la niña se puso histérica, Millicent rescató la muñeca, la limpió y le reforzó las costuras. Al hacerlo, descubrió que había algo oculto en el interior de la muñeca y al sacarlo se dio cuenta de que se trataba de una piedra preciosa de tamaño bastante grande y aspecto deslumbrante y que, según supimos más tarde, era un ópalo. No sé si esto le servirá de alguna ayuda, señora Westbrook, y tampoco sé qué sucedió con ese ópalo. Pero confío en que, aunque en pequeña medida, haya podido serle de alguna ayuda.
Joanna contempló fijamente las últimas líneas de la carta. ¡El ópalo! ¡Estaba escondido dentro de «Rupert»!
Abrió el cajón inferior de la mesa de despacho y extrajo una caja de metal cerrada con llave. Se dirigió al joyero, sacó una pequeña llave, abrió la caja y tomó el ópalo de fuego.
Mientras contemplaba sus profundas y feroces intensidades de colores rojo y verde, se preguntó en qué medida estaría todo aquello asociado con Karra Karra. ¿Acaso su abuelo se lo había llevado de allí? ¿Era esta la causa del repentino impulso de su madre por regresar, porque había allí «algo» más, el «otro legado», que Joanna nunca había podido saber de qué se trataba? ¿Era posible que John Makepeace hubiese descubierto una mina de ópalos? ¿Era de eso de lo que hablaba la escritura? ¿Había heredado ella algo más que un simple trozo de terreno, una propiedad que contenía algo de un valor inimaginable?
Sostuvo el ópalo en la mano, sintiendo su calor, como si poseyera una energía propia, y se preguntó: «¿Quién eres? ¿De dónde viniste? ¿Qué es lo que persigues? Tus poderes ¿son para el bien o para el mal?».
Ahora había llegado el momento de dedicarse al estudio de las notas de su abuelo. Seguramente, encontraría allí las respuestas, entre aquellos documentos crípticos.
Dejó sobre la mesa el libro de códigos que le había enviado Robertson, y luego situó a su lado la primera página de las notas de su abuelo, y una hoja de papel en blanco al otro lado. Introdujo la pluma en el tintero. Observó el primero de los símbolos y luego lo buscó en el libro de Giles Stafford.
Y a continuación inició su trabajo, tras dirigir una última mirada al ópalo, que relucía con fuego bajo la luz de la lámpara, a pesar de permanecer inmóvil.