En la mañana del once de agosto de 1880, exactamente a las diez, la colonia de Victoria fue testigo del fin de una era. Seamus Langtree, notorio forajido que había aterrorizado durante tanto tiempo a los ciudadanos decentes, eludiendo la red de la policía, fue ahorcado en la prisión de Pentridge, en Melbourne. Con una capucha blanca cubriéndole los ojos, Langtree se balanceó y quedó estrangulado al extremo de la cuerda durante cuatro minutos completos antes de que la muerte se lo llevara por fin. Este fin tan horripilante y deshonroso marca el fin de los fuera de la ley en las Australias.
De ese modo empezaba la narración que hacía Frank Downs de la más famosa ejecución llevada a cabo en las colonias, y de la que él mismo había sido testigo. Escribió furiosa y rápidamente, anotando todos los detalles y añadiendo algunas florituras propias: «Cinco mil personas se habían reunido ante las puertas de la prisión, a la espera de noticias; muchas eran mujeres que lloraban por el forajido condenado». Mientras sus competidores, el Age y el Argus, habían enviado a periodistas para cubrir el sensacional acontecimiento, a Frank le pareció que la ejecución bien vaha la pena que fuera descrita por el propio editor del Times.
—Bien, ya está —dijo uno de los periodistas del grupo de unos treinta que se habían reunido al pie del patíbulo—. Ahora me apetece un buen filete con empanada de riñones en Lucy’s. ¡Estas ejecuciones abren el apetito! Frank miró su reloj; tenía una cita para almorzar con el presidente del First Melbourne Bank, pero aún disponía de tiempo, el suficiente como para preparar y llevar la historia a su despacho y entregarla a la imprenta para la edición de la tarde.
Era una buena historia, y Frank estaba convencido de que su edición se vendería mejor que la de los demás periódicos, sobre todo porque estaría acompañada por las imaginativas ilustraciones de Ivy sobre la banda de Langtree y la infame matanza de Glenrowan.
Frank no veía a Ivy desde hacía dos semanas, y se dio cuenta de que ella debía de echarle de menos y estaría sintiéndose muy sola. Tras cruzar las puertas de la penitenciaría y estrechar la mano al alcaide, Frank decidió que esta misma noche visitaría a Ivy, sin que importara lo que pudiera suceder.
Frank había estado muy ocupado durante tres días. No se trataba sólo del periódico, también había otras cosas. Una buena mañana se había despertado para darse cuenta, de repente, de que ya tenía cuarenta y tres años. Eso le había impulsado a pensar que ya era hora de considerar el futuro con seriedad, el futuro de Lismore, del Times y del apellido Downs. Había llegado el momento de casarse y tener una familia. Sin embargo, no era una perspectiva que le atrajera demasiado. Se había sentido muy feliz con Ivy, y seguía siéndolo. Si al menos pudieran continuar como estaban, o si pudiera casarse con ella pero eso estaba descartado por completo. Por lo que a Frank se refería, el único propósito del matrimonio consistía en producir herederos, e Ivy no podía tener hijos.
En cuanto él empezó a hacer saber que estaba… buscando, las invitaciones llegaron de nuevo, a una u otra cena, a este o aquel baile. Se imaginó que la noticia debió de haberse extendido por todo Melbourne como un incendio sobre el monte bajo y seco: Frank Downs anda buscando esposa. Todas las madres con hijas casaderas descubrieron inmediatamente que un hombre elegible había aparecido en el mercado. Cada vez que su ayuda de cámara le traía otra bandeja llena de invitaciones, pensaba que las noticias se extendían como si las transmitiera el tam-tam de la selva. Se susurraban, murmuraban, conspiraban… eso era lo que hacía cada madre de Melbourne que tuviera a su disposición buenos vestidos y cuyo esposo tuviera una buena cuenta bancada.
Así pues, acudía a las fiestas, bailes, cenas y almuerzos soportando una ronda interminable de sonrisas, mostrándose amable, bebiendo mal whisky y conversando con hijas hogareñas e insoportables, excesivamente cuidadas por madres ansiosas por conseguir que el editor del Times se convirtiera en su yerno. A él le parecía agotador y había momentos en que se decía que no valía la pena. Pero luego contemplaba el nuevo edificio de diez pisos que acababa de construir, y pensaba en la creciente circulación del periódico, en los bonitos jardines de Lismore, en la gran cantidad de habitaciones vacías y sin vida que había allí, y terminaba por llegar a la conclusión de que sí, valía la pena. Además, ese era su deber. El deber de todo hombre consistía en engendrar un heredero a quien traspasarle el legado.
Pero encontrar una esposa estaba resultando ser una tarea nada sencilla. No creía que sus expectativas fueran irrazonables. Sólo deseaba una mujer tranquila, agradable, decente y agraciada (después de todo, los niños se parecerían a ella, al menos en parte), que supiera dirigir una casa grande llena de sirvientes sin necesidad de acudir corriendo a su esposo cada vez que se presentara una pequeña crisis. Pero, por el momento, no hacía más que encontrar pegas a las mujeres jóvenes a quienes se le presentaba. En más de una ocasión, a media cena, se encontraba pensando: «Habla demasiado», o «Es muy corta de estatura», o «Es una marisabidilla». Aunque quizá no supiera con exactitud qué era lo que buscaba, sí sabía lo que no deseaba, y por el momento abundaba mucho más esto último en los salones de Melbourne.
Y, sin embargo, no es que le faltaran aspirantes. Recibía innumerables invitaciones para las noches o los fines de semana. Incluso alguna vanidosa parte masculina de sí mismo admitió estar disfrutando con todo el jaleo que se armaba por su causa.
Pero Frank no se engañaba pensando que toda esta atención romántica de que era objeto por parte de las jóvenes solteras de Melbourne era producto de una loca pasión por él. Tenía cuarenta y tres años de edad, su aspecto era más sólido que nunca, se le había engordado el estómago y el cabello tenía que admitirlo, empezaba a retroceder. No, Frank sabía qué era lo que andaban buscando todas aquellas jovencitas. Lo mismo que buscaría cualquiera que tuviera dos dedos de frente: dinero y poder. Y Frank Downs poseía ambos.
Frank caminó por la calle Collins, uniéndose a los numerosos habitantes de Melbourne que no parecían tener en cuenta el frío de este mes de agosto, sintiéndose muy animado. A pesar de la amenaza de lluvia de unas nubes hinchadas y negras, el propietario del Times de Melbourne estaba de buen humor. Las cosas funcionaban bien en el periódico y en Lismore. La circulación del Times aumentaba, la producción de lana y lanolina en Lismore le había producido más beneficios que nunca. Y tenía a Ivy.
Y Frank sabía que esa era la razón por la que siempre encontraba defectos en otras mujeres. Ivy era demasiado perfecta para él: amorosa y fiel, siempre estaba allí para él, preparada para un buen rato de conversación sobre lo que sucedía en el mundo, para reír con él, e incluso burlarse ocasionalmente de él. Amaba a Ivy por su espíritu independiente por la forma en que expresaba sus pensamientos, disfrutaba del sexo y raras veces disimulaba sus insinuaciones. Y había una ventaja adicional que era el secreto de ambos: Ivy no podría quedar embarazada.
Al detenerse junto al bordillo, a la espera de una oportunidad para cruzar la calle, su atención se vio atraída por un titular del Argus, uno de los periódicos rivales: «Evidencia de hombre blanco salvaje encontrada entre aborígenes».
Frank compró un ejemplar y leyó con rapidez la historia. Hablaba de unos exploradores en el Gran Desierto de Australia occidental, que habían descubierto una roca con las letras S. W. esculpidas en ella, y una fecha, 14 de enero de 1848. El artículo seguía explicando que, según se sabía, un hombre llamado Sam Wainwright, acompañado por otros cuatro, se había aventurado en el Gran Desierto en 1848, buscando una ruta para cruzar Australia desde Perth a Sydney.
Nunca más se había vuelto a saber de ellos. Pero la roca con las letras esculpidas se había descubierto cerca de un campamento aborigen, y los negros hablaron con los exploradores de un hombre blanco que había vivido entre ellos durante quince años antes de morir.
Habitualmente, era el Times el que publicaba historias como aquella, y a Frank no le gustó la idea de que el Argus se les hubiera adelantado. Tomó nota mental para pedirle a su reportero Eric Graham que viera si podía descubrir más información.
Cruzó apresuradamente la calle, evitando carruajes y caballos, y pensó en Joanna Westbrook y en su reciente viaje a la misión de Karra Karra, en Nueva Gales del Sur. El director de la misión le había prometido conseguirle la clave utilizada por su abuelo para escribir en su taquigrafía, y Frank había depositado muchas esperanzas en esa traducción. Cabía la posibilidad de que de todo aquello surgiera una historia sensacional. Apenas si podía esperar de ansiedad para descubrir qué había en aquellas notas crípticas, y ya casi se imaginaba los titulares: «Mujer blanca muerta por maldición aborigen treinta y siete años más tarde».
Un carruaje pasó cerca, demasiado rápido; hundió las ruedas en un charco de agua fangosa y le salpicó. Frank saltó hacia atrás, maldiciendo por esta aventura propia de los inviernos de Melbourne. Sin embargo, los veranos eran peores, pensó, limpiándose las perneras del pantalón. En el verano aparecían ejércitos de moscas, estallaban las enfermedades y el barro de las calles se transformaba en un polvo muy fino. Durante el verano siempre se distinguía a los nuevos ricos de Melbourne porque iban en sus carruajes de cara hacia adelante, tosiendo y tragando polvo, mientras que los veteranos se sentaban de espaldas a la dirección de marcha de los caballos.
Al entrar en el edificio del Times, decidió que después de todo, el Argus no les iba a aventajar por aquel artículo. Las caricaturas de Ivy seguían haciendo aumentar la circulación, y aunque esa iniciativa había obligado a los dos periódicos rivales a introducir sus propias series de grabados, ninguno de ellos se acercaba a la inteligencia de los dibujos de Ivy.
Todo el mundo se preguntaba quién hacía aquellos maravillosos dibujos. Pero Frank no revelaba la identidad de su dibujante. Ivy y él habían llegado a la conclusión de que el misterio ayudaba a vender más periódicos y habían acordado mantener el secreto.
Sí, tenía que ver a Ivy esta noche, pensó subiendo en el traqueteante ascensor hidráulico hasta su nuevo despacho en el décimo piso. Después de siete años —y se acordó de que haría exactamente siete años la semana próxima— ella seguía siendo la única mujer en el mundo que, por alguna razón inconcebible, parecía amar a Frank sólo por sí mismo. Nunca había expresado el menor interés por su dinero, y nunca le había pedido nada.
La relación sexual de Frank con Ivy era maravillosa porque no se veía dificultada por las preocupaciones propias de un embarazo no deseado; y eso fue así desde el momento en que, después de casi doce meses durmiendo juntos, ella no se había quedado embarazada. Frank no la había interrogado al respecto —un caballero no plantea esos temas, ni siquiera a su amante— pero, de todos modos, lo sabía. Y ahora que ella ya tenía cuarenta y seis años, probablemente ya habían desaparecido por completo las probabilidades de un embarazo. Justamente cuando él deseaba tener herederos; esa era la razón por la que no podía casarse con ella.
—Señor Downs —dijo el joven que actuaba como su secretario en cuanto se abrió la puerta del ascensor. Frank apenas si pudo escucharlo por encima del tableteo de las máquinas de escribir Remington, procedentes de la sala exterior—. Hay aquí un caballero que ha venido a verle. Lleva esperando toda la mañana.
—Tome —dijo Frank entregándole su Ubrera de notas al secretario—. Aquí está lo de la ejecución de Langtree. Que lo transcriban, ¡y rápido! —Se detuvo entonces ante la puerta de su despacho y se volvió a preguntar—: ¿Quién ha dicho que ha venido a verme?
—Un tal señor Fitzsimmons. Jacob Fitzsimmons.
El nombre le pareció vagamente familiar. Frank tuvo que pensar por un momento antes de recordarlo: Jacob Fitzsimmons era un fabricante de ropa; hacía camisas baratas para las gentes de los territorios despoblados.
Frank sabía por qué había venido a verle. Jacob Fitzsimmons había llegado a Victoria diez años antes, como inmigrante sin un penique en el bolsillo, armado únicamente con la ambición y la inteligencia. En un período de tiempo relativamente breve había creado un negocio considerable y provechoso en el comercio de la ropa de confección. Ahora que Jacob tenía dinero empezaba a apuntar a objetivos más altos. Eso nunca fallaba, pensó Frank sacando un puro y encendiéndolo. Llegaban de Inglaterra, donde apenas si eran más que ratas de cloaca y ladrones; descubrían una forma de hacer dinero con rapidez, y a partir de ahí empezaban a considerarse tan buenos como cualquier otro. No tardaban en querer mezclarse con lo mejor de la sociedad, establecer lazos con ella y encontrar un puesto en el consejo municipal. Frank sabía por qué había venido a verle Jacob Fitzsimmons: confiaba en que él le ayudara a conseguir un puesto político.
Y eso era algo que Frank podía hacer. Tenía esa clase de poder o, más bien, lo tenía su periódico.
El Times, lo mismo que su editor, se hacía más grande cada día que pasaba. Frank había atendido otras sugerencias que le hiciera Ivy, como publicar historias que trataran de temas distintos a la política y los políticos. Unos años antes, el Daily Telegraph de Londres había enviado a un periodista llamado Stanley a África, para que buscara a un doctor que había desaparecido. Fue un acontecimiento que atrajo la atención de todo el mundo. Ivy había sugerido que quizás el Times de Melbourne pudiera financiar una expedición a Nueva Guinea, que aún no había sido explorada. El periodista más destacado de Frank, un aventurero extravagante llamado Jameson, recibió una lanzada en el estómago y estuvo a punto de ser devorado por los caníbales, pero regresó con vida para contar la historia, y la tirada del Times se duplicó.
Luego Ivy dijo que por qué no se informaba en el periódico de los resultados de los partidos de cricket y de fútbol o por qué no incluir las últimas predicciones meteorológicas del Laboratorio Astronómico e imprimirlas en la edición vespertina. ¿Y qué no incluir también una tira cómica, para hacer reír a la gente mientras se tomaba el primer té de la mañana, y publicar una tira semanal sobre algún aspecto que afectara típicamente a Melbourne, o se organizaba un concurso navideño en el que se obtuviera algún premio? Frank había puesto en práctica todas estas ideas, obteniendo resultados excelentes. Ahora, el Times ya contaba con dieciséis páginas y se jactaba de ser el diario más abultado que se publicaba en todo el Imperio británico.
Y el periódico era leído por todos los votantes masculinos que había entre Melbourne y Wagga Wagga, un hecho que no pasaba inadvertido a los aspirantes locales a políticos.
—Hola, Downs —saludó Jacob Fitzsimmons cuando Frank entró en su despacho. El hombre se encontraba intentando dilucidar qué era un artilugio extraño que había sobre la mesa de Frank, cuando este entró—. Eso parece algo peligroso —dijo emitiendo una risita—. ¿Qué es?
—Se llama teléfono. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Fitzsimmons?
—Oh, no se trata tanto de lo que puede hacer usted por mí, Downs, sino más bien de lo que yo puedo hacer por usted. —Se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta, pobremente cortada, sobre todo teniendo en cuenta que él trabajaba en la industria de la confección, y extrajo un sobre—. Esto es la razón de mi visita —dijo, colocando el sobre encima de la mesa—. Esto es para usted.
—¿De qué se trata? —preguntó Frank mirando el sobre.
—Adelante —dijo Jacob tomando asiento y arrellanándose en él—. Ábralo.
Frank tomó el sobre, miró en su interior y calculó apresuradamente que debía de contener unas mil libras en billetes.
—¿Para qué es esto?
—He oído hablar de la nueva campaña de caridad que ha iniciado su periódico, para el cuidado de los huérfanos. Simplemente, quería hacer una contribución a esa campaña.
—Vaya, señor Fitzsimmons —dijo Frank dirigiéndole una sonrisa—. Eso es muy amable por su parte. Tome, fúmese un puro.
Jacob lo tomó y se lo guardó en un bolsillo.
—¿Y qué quiere usted a cambio? —preguntó Frank.
—¿A cambio? Nada, desde luego.
Frank emitió un suspiro y se dirigió a la ventana. Las nubes de lluvia se estaban empezando a acumular sobre una Melbourne ya demasiado llena de barro. Frank hubiera deseado conocer un medio para dirigirlas más hacia el oeste, al distrito occidental tan afectado por la sequía. Se volvió a mirar a Fitzsimmons.
—No quiere usted nada a cambio.
—No.
—Bien —asintió Frank regresando hacia su mesa—. En tal caso creo que su generosidad se merece por lo menos una mención en mi periódico. ¿Me permitirá hacerla?
Fitzsimmons le dirigió una sonrisa de humildad y contestó:
—Bueno, yo no tengo control alguno sobre lo que publique usted en su periódico, ¿verdad?
—No —asintió Frank—, no lo tiene. Pero digamos que lo que acaba usted de entregarme representa mucho dinero, y que sería muy desagradecido por mi parte no darle al menos las gracias públicamente, ¿no le parece?
—Es posible que algunos hombres pudieran esperar algo así —dijo Fitzsimmons con tono humilde—. Pero ese no es mi caso.
—No —dijo Frank—, no lo es.
—No obstante —añadió Fitzsimmons—, ahora que lo menciona, resulta que se acercan unas elecciones y tengo la intención de presentarme por mi distrito.
—¿De veras? —preguntó Frank enarcando las cejas—. Vaya, qué coincidencia.
—No importa —se apresuró a decir Fitzsimmons levantando una mano—. No le estoy pidiendo nada.
—Oh, bueno, eso es comprensible, ¿no le parece? —dijo Frank. Luego, tomó de nuevo el sobre y volvió a mirar su contenido—. ¿No le parece irónico que esté usted aquí, dispuesto a entregarme mil libras para el fondo que he creado para los huérfanos, cuando es usted precisamente la razón por la que se ha tenido que crear ese fondo? —Fitzsimmons le dirigió una mirada imperturbable—. Lo que quiero decir —añadió Frank alegremente, dejando de nuevo el sobre encima de la mesa— es que aquí está usted, que hace trabajar como esclavos a todas esas mujeres y niños de los barrios pobres, obligándoles a hacerlo en condiciones insalubres, mientras ellos cosen sus camisas baratas y le convierten a usted en millonario, y aquí estoy yo aceptando su generoso donativo para el fondo dedicado a los huérfanos. ¿No le parece que existe una paradoja en alguna parte?
—No, a mí no me lo parece así —contestó Fitzsimmons removiéndose en su silla.
—Pues a mí sí. Quizá sea así como se hacen las cosas en Inglaterra, pero aquí estamos en Australia y no puede usted abrirse camino hacia un puesto político a base de sobornos.
—¡Esto no es un soborno!
Cristo, pensó Frank mientras el hombre se esforzaba por salir de aquella situación embarazosa. Aquella era la parte que menos le gustaba del hecho de tener poder: los enfrentamientos inevitables con bastardos como este. A Frank ya le parecía bastante malo que tuviera que inclinar sus propios principios con tal de complacer a su hermana: «Por favor, publica un editorial sobre Colin, que se presenta a la reelección». Frank no confiaba en Colin MacGregor, de quien sospechaba que había hecho tratos bajo mano para llegar hasta donde estaba, como la compra de votos, o la utilización de amenazas y sobornos. A pesar de todo, aquel hombre era el esposo de su hermana, y su propio cuñado, así que, de vez en cuando, hacía concesiones, aunque lo hiciera de mala gana.
Estaba dispuesto a aceptado, proviniendo de su hermana, pero no iba a permitirlo de tipos como Jacob Fitzsimmons.
—Pues claro que no es un soborno —dijo acercándose mucho al rostro de Fitzsimmons—, porque irá a parar al fondo destinado a mis huérfanos, como usted ha dicho. Y en cuanto a cualquier mención de su nombre en mi periódico puede usted estar condenadamente seguro de que se le mencionará, Fitzsimmons.
—Mire, señor Downs… —empezó a decir el hombre, poniéndose pálido.
—Haga el favor de salir de aquí —dijo Frank con tono de hastío.
Una vez que el hombre se hubo marchado, Frank se sentó y ocultó el rostro entre las manos sintiéndose repentinamente muy cansado. La ejecución debió de haberle afectado mucho más de lo que había creído. La forma en que Langtree había movido convulsivamente las piernas. Frank volvió a mirar su reloj. Se suponía que debía reunirse con el director del banco dentro de una hora, aunque no deseaba acudir a esa cita. Lo que deseaba realmente era ver a Ivy, tomarla entre sus brazos, recordar que aún estaba vivo, y que lo que había presenciado era la muerte de otro hombre, no la suya.
Entonces, pensó de nuevo en el presidente del banco, en la hija soltera que ese hombre tenía tantos deseos de presentarle, y Frank supo entonces cuál era su primera obligación. Conseguirse una esposa que pudiera proporcionarle una familia.
Ivy estaba asustada.
Sabía que iba a perder a Frank. Sólo era una cuestión de tiempo.
Permaneció de pie ante el espejo, dándose los últimos toques al sombrero, antes de salir, y recordando, una vez más, que tenía cuarenta y seis años, una edad a la que la mayoría de las mujeres ya estaban disfrutando de sus nietos. ¿Y qué tenía ella para mostrar como logro de toda una vida? Una habitación llena de cuadros que nadie quería.
Cuarenta y seis años y sin esposo, sin niños, sin familia, pensó. Cuando Ivy caminaba por las calles de Melbourne era muy consciente de las mujeres desamparadas que permanecían al acecho en los umbrales oscuros de las casas. Mujeres no deseadas y marginadas que eran inútiles para sí mismas y para la sociedad, algo que a menudo ni siquiera era culpa suya, dedicadas a mendigar, a vender fruta que habían robado, u ofrecer sus cuerpos a cambio de una comida. Melbourne estaba llena de mujeres como aquellas, y aunque Ivy llevaba ya más de siete años con Frank, no tenía ningún anillo que mostrar en el dedo, ningún certificado de matrimonio que la uniera a él. No le cabía la menor duda de que algún día Frank se despertaría por la mañana y decidiría que había llegado el momento de crear una familia. Y un hombre rico como él buscaría por esposa a alguien joven y respetable que fuera la madre de su heredero.
Ivy había decidido que también era el momento para empezar a pensar en su futuro y hacer planes para su supervivencia. Pero el problema consistía en saber cómo.
¿Cómo podría sobrevivir en una ciudad tan dura como Melbourne una mujer sin ingresos y sin ningún hombre que la mantuviera, en un lugar donde tanto abundaban los niños harapientos que mendigaban por las calles sin que las damas y caballeros bien vestidos que pasaban por su lado se dieran cuenta de su presencia? ¿Cómo podía asegurarse una vejez cómoda una mujer como ella, sin ninguna habilidad especial, sin educación, con su belleza y juventud ya desvanecidas?
Varios meses antes, cuando pensó por primera vez en esta perspectiva, Ivy había decidido estudiar la ciudad de Melbourne y ver qué podía encontrar allí para ella. Y lo que descubrió no sólo la desanimó, sino que le hizo sentir miedo porque en aquella ciudad no había absolutamente nadie que pudiera contratarla.
Los pubs sólo querían camareras jóvenes; las casas de los ricos andaban buscando gobernantas y niñeras que fuesen respetables. Además, Ivy no era ni buena cocinera ni podía aportar referencias. Todos los demás puestos de trabajo estaban reservados para los hombres.
Cada vez que flaqueaba su estado de ánimo, Ivy pensaba en Frank y en su sólida y reconfortante presencia y se decía que él no permitiría que nada de eso le sucediera a ella. Pero luego, a últimas horas de la noche, cuando la ciudad se quedaba tranquila y ella permanecía en la cama, despierta, escuchaba los latidos ansiosos de su corazón y sentía que el pánico volvía a apoderarse de ella. Y entonces pensaba que no podría contar con él, que Frank terminaría por abandonarla, que se vería obligado a hacerlo.
Pero, si bien es cierto que Ivy Dearborn no contaba con nada más, tenía al menos un don: podía pintar.
Casi desde que tenía uso de razón había abrigado un sueño: el de convertirse en una artista. Ya cuando era una muchacha y su familia aún seguía en Inglaterra, esforzándose por sobrevivir con el salario de minero de su padre, Ivy se había pasado todo el tiempo de que podía disponer haciendo dibujos. Cuando embarcaron hacia las colonias australianas, ella, su madre y cinco hermanos y hermanas, todos quedaron asombrados ante la oratoria de Daniel Dearborn acerca de las grandes oportunidades que les esperaban en las colonias. Él decía que se iba a dedicar a buscar oro, y que todos ellos iban a ser ricos. La cabeza de la pequeña Ivy sin embargo, estaba llena de nuevas ambiciones y sueños: «Iré a la escuela de arte. Me convertiré en una pintora famosa». Pero el sueño de Daniel Dearborn se había diluido en la nada. Él y dos de sus hijos murieron de tifus en Ballarat; otra hija murió un año más tarde; la segunda hija se marchó a Tasmania y ya nunca volvieron a tener noticias de ella. Ivy se quedó sola con su madre y su hermano menor.
Se trasladaron a Melbourne porque no pudieron seguir sobreviviendo en los territorios deshabitados. La señora Dearborn encontró un trabajo como costurera, en un pequeño piso situado detrás de la calle Collins, y murió antes de cumplir los cincuenta años. El hermano de Ivy, amargado y desilusionado, se embarcó con destino a Nueva Zelanda, dejándola sola.
Ella intentó una vez más convertir su sueño en realidad aceptando todos aquellos trabajos que pudiera encontrar, trabajando como chica para todo en casas de la clase media. Pero la paga apenas si era suficiente para sobrevivir, y las jornadas tan largas que nunca encontraba un momento en que llevar un lápiz a un papel. Y esa fue la razón por la que, cuando apareció un joven y agraciado buscador de oro, Ivy se sintió atraída, creyó en sus frases ambiciosas y rezó para que aquella fuera su forma de salir por fin del atolladero en que se hallaba.
Sin embargo, se quedó embarazada y él salió corriendo. Una mañana, Ivy se despertó para descubrir que había sido abandonada y dejada a solas con el niño. Había tenido buena suerte al cruzarse en su camino con un matrimonio de personas amables que no podían tener hijos y que estuvieron dispuestos a ofrecerle un hogar al hijo de Ivy. De ese modo, ella volvió a quedar en libertad para buscar un puesto de trabajo. Después de unos pocos años de trabajos insatisfactorios, muchos de los cuales significaban que la continuación del empleo implicaba hacer favores especiales al jefe, Ivy abandonó la ciudad y regresó al campo, allí donde nadie la conociera. Un hombre llamado Finnegan la contrató para trabajar en el pub del que era propietario, y poco después de eso Frank Downs se había fijado en ella.
Fue entonces cuando se reavivó su sueño de llegar a ser una artista. Una vez que estuvo con Frank, Ivy descubrió que, por fin, disponía del tiempo y el dinero para poder seguir la realización de su sueño. El apartamento que ocupaba estaba compuesto por una cocina, un salón y un dormitorio, así como un comedor que ella había convertido en un estudio, por donde el glorioso sol del sur penetraba a raudales por una ventana salediza de forma semicircular, iluminando el caballete, las pinturas y los montones de lienzos. Viéndose libre de cualquier otra obligación, excepto la de complacer a Frank, se dedicó por completo a la pintura. A lo largo de aquellos últimos años había descubierto que poseía verdadero talento, y distinguió incluso algo singular en su obra. También descubrió otra cosa: que nadie parecía interesado por pinturas hechas por una mujer.
De ahí surgía el dilema de Ivy, en el que seguía pensando ahora, mientras caminaba por las atestadas aceras de Melbourne en este nuboso día de agosto. No podía conseguir un trabajo que le permitiera ganar un salario, y había ahorrado muy poco dinero propio. Se preguntó si podría tolerar el seguir trabajando para Frank, haciendo dibujos para el Times, una vez que él la hubiera abandonado. Pero no creía que aquello fuese una opción válida para ella.
A la hora del té, Ivy se encontraba frente a uno de los numerosos salones fotográficos que empezaban a proliferar por todo Melbourne. El nuevo proceso de placas secas y exposición más rápida estaba creando un gran auge en el negocio de la fotografía. Mientras que, hasta entonces, la gente se sentaba para que le hicieran retratos, o contrataba a pintores para que acudieran a hacer un paisaje de la casa, ahora los hombres, cargados con cajas y trípodes, producían copias en menos tiempo y por menos dinero.
Ivy sabía que la mayoría de los artistas odiaban la nueva ciencia fotográfica. Temerosos de que su profesión se estuviera muriendo a causa del progreso moderno, se quejaban diciendo que una fotografía no tenía «alma» y que una tomada por una persona se parecía a una tomada por cualquier otra persona. Eso era cierto. Pero a Ivy le gustaban las fotografías. Le gustaban su realismo y su precisión; un artista jamás conseguiría captar todos los detalles que mostraba una fotografía por muy habilidoso que fuera. Pero, por otro lado, allí, delante del escaparate del estudio, dedicada a estudiar las fotografías que se mostraban, tenía que admitir que las fotografías mostraban una cierta insipidez. Parecían estáticas y sin vida y, además, no tenían color. Y eso era una verdadera lástima porque, en la naturaleza, a nada le faltaba el color. Hasta el objeto más aburrido tenía color y, en ocasiones, esos colores podían ser de lo más espectacular y conmovedor, como en las tormentas, los mares embravecidos o las sombras detrás de las puertas. Al observar el retrato de una persona, Ivy pensó que, desde luego, los rostros de las personas no eran blancos y negros. ¿Dónde estaba la carne de aquel hombre, de qué color eran sus ojos, tenía los labios blancos, grises o rosados, era robusto o tenía una salud enfermiza? La fotografía dejaba demasiadas incógnitas.
—¿Puedo interesarla en un retrato, señora?
Sorprendida, Ivy se volvió para encontrarse con un hombre que llevaba una chillona chaqueta a cuadros y que la miraba, sonriente. No llevaba sombrero; acababa de salir del interior del establecimiento.
—He observado que lleva usted un buen rato contemplando mis fotografías —dijo el hombre sin dejar de sonreír—. ¿Está pensando en hacerse tomar una fotografía? Me llamo Al Gernsheim, y le aseguro que mis precios son los más competitivos en…
—No hay vida en ellas.
—¿Cómo ha dicho?
—Que no hay vida en sus fotografías.
—¿Cómo puede usted decir eso, señora? —replicó el hombre, parpadeando—. ¡Si han sido tomadas directamente de la nada!
—Lo que quiero decir es que no tienen color. Y la vida tiene color, ¿no le parece?
—Nadie puede tomar fotografías en color —dijo el hombre, frunciendo el ceño—. Quizá lo hagamos algún día, pero no por el momento.
—Es una lástima —dijo Ivy con naturalidad—. Esta fotografía de ahí, la del eucalipto elevándose contra el fondo, es una imagen encantadora, pero sería mucho más espectacular si tuviera color. Pero… ¿un cielo blanco, la arena blanca y el árbol negro? —Sacudió la cabeza—. Eso necesitaría el azul del cielo que forma el fondo, y los tonos dorados de la tierra, y las sombras espectaculares que forman la corteza del eucalipto. De otro modo, podría ser una escena tomada en cualquier parte, ¿no le parece?
—Sí —admitió el hombre con un suspiro—, podría serlo. Y es una de mis mejores fotografías. La tomé en el camino a Tumbarumba.
—Es encantadora —dijo Ivy, dándose cuenta de que estaba pensando en una de las baladas de Hugh Westbrook.
«Esta fotografía refleja la misma clase de estado de ánimo», pensó. Y una idea empezó a formarse en su mente.
—¿Cuánto tiempo hace que la tiene en venta?
—Desde que la tomé, hace un año. No le he sacado ni un penique.
—Pues a mí me encantaría tenerla —dijo ella mirándole y sintiéndose muy animada—. ¿Cuánto cuesta?
Al enterarse del precio, tuvo que pensárselo dos veces. Era un juego costoso y no había garantías. Y, sin embargo ¿qué otra alternativa tenía? A veces, había que correr riesgos. Eso era lo que siempre le decía Frank.
Así pues, compró la fotografía del paisaje y se la llevó a su piso en la calle Elizabeth, donde, una vez se hubo cambiado de ropa, colocó la fotografía sobre el caballete, en su habitación de trabajo, y empezó a preparar las pinturas. Por una vez no utilizaría óleos caros, sino más bien acuarelas, y antes incluso de aplicar un pincel sobre la fotografía, supo que su idea iba a tener éxito.
Tres días más tarde un asombrado Al Gernsheim contempló una imagen tan brillante de color y tan viva que por un momento creyó sostener entre sus manos un retazo de los territorios australianos deshabitados.
—¡Esto es un milagro! —declaró—. ¡Pero si ha ganado diez veces lo que era antes! ¡Ahora es mejor que una pintura!
—¿Cree usted que podrá venderla, señor Gernsheim?
—¡Venderla! ¡Mi querida señora, esta imagen habrá desaparecido de mi escaparate antes de que haya terminado el día! ¡Sólo tiene que fijarse en lo que ha hecho! ¡Ha captado los verdaderos colores de los territorios deshabitados! Aquí hay melancolía. Ha hecho usted mucho más de lo que había podido hacer con mi cámara.
Ivy se sintió feliz, aunque se contuvo en su expresión.
—Sin embargo, no podría haberlo hecho tan bien de no haber tomado usted la fotografía, señor Gernsheim. ¿Qué le parece si colaboramos juntos en otras fotografías? Con la precisión y exactitud de su cámara y mi buen ojo para el color…
—¡Dios santo, eso sí que es una buena idea!
Apartó la vista de la fotografía coloreada y le dirigió a Ivy una mirada larga y pensativa. De repente, su pequeño y destartalado local, lleno del olor a productos químicos y a polvo, le pareció demasiado pequeño para su ambición. No había en todo Melbourne un solo fotógrafo que fuera capaz de ofrecer fotografías con el color exacto de los temas que representaran. «¡Sería algo mejor que una pintura!», le gritó su mente, adelantándose a imaginar los anuncios que pondría en el escaparate de su tienda y en las revistas: «¡Más vivas que simples fotografías!».
—¿Estaría usted dispuesta a venderme de nuevo esta fotografía? —le preguntó—. Le ofrezco el doble de lo que me pagó a mí. Y con eso creo que obtendré incluso beneficio.
—¡Pues claro que sí! —exclamó Ivy echándose a reír.
Él le dirigió otra larga mirada, como si la calibrara.
—Mi querida señora…
—Dearborn —dijo ella—. Señorita Ivy Dearborn.
—Mi querida señorita Dearborn, ¿quiere hacerme el honor de tomar una taza de té conmigo en mi estudio? Tengo que hacerle una propuesta que me gustaría discutir con usted.
Y de repente, viendo en el sonriente Al Gernsheim su destino resuelto y su salvación, Ivy deslizó una mano por el brazo del hombre y contestó:
—Estaré encantada, señor Gernsheim.
Otro aburrido almuerzo y otra madre ansiosa por conseguir que se quedara con su hija. En esta ocasión la joven que le iba a ser ofrecida era Lucinda Carmichael.
Frank Downs ya sabía exactamente cómo iba a ser. Desde que iniciara su caza de una esposa, se había encontrado mil veces con el mismo tipo de joven. Solía ser una muchacha de baja estatura (las madres hacían todo lo posible por no caer en el mal gusto de poner de manifiesto la corta estatura del propio Frank), o bien encogía los hombros para suavizar un tanto la altura en que pudiera sobrepasarle a él. Llevaría el cabello peinado con coquetería; su vestido sería extraordinariamente caro y, sin embargo, seguiría oliendo a modista. Se mostraría comedida y contenida hasta el punto de aburrirle; tocaría el piano como una aficionada y cantaría con una voz atroz.
Cada vez que sus amigos o su hermana le comentaban que parecía estar tomándose demasiado tiempo para encontrar una esposa, a Frank no le parecía nada conveniente conformarse con cualquiera, puesto que se trataba de un paso importante.
—Buenos días, Downs —le saludó Geoffrey Carmichael en cuanto entró en el salón.
La mansión de los Carmichael se hallaba situada sobre una colina desde la que se dominaba el río Yarra, en uno de los suburbios de Melbourne al que sólo tenían acceso los muy ricos. Una vez que se hubiera casado, Frank también tenía la intención de hacer construir una casa para él y su esposa, de modo que pudieran dividir su tiempo de residencia entre la casa de la ciudad y la mansión del distrito occidental.
—Carmichael —saludó Frank, estrechando la mano de su anfitrión.
Geoffrey Carmichael, un hombre robusto ya entrado en los sesenta, había ganado su primera fortuna buscando oro; la segunda la había ganado con la fabricación de botas y sillas de montar. Ahora estaba a punto de ganar una tercera fortuna, con la explotación de minas de plata. El propósito aparente de su reunión de hoy era precisamente hablar sobre lo que había descubierto Frank durante su visita a un lugar llamado Broken Hill. No obstante, el verdadero propósito, no especificado, de la presencia de Frank era tener la oportunidad de conocer a Lucinda, la única hija de Carmichael.
Frank aceptó una copa de whisky y se acomodó delante de la chimenea. Era el mes de septiembre, es decir, a finales del invierno, y aquel día había amanecido frío sobre Melbourne. A Frank le agradaba hallarse de regreso a la civilización y tener la oportunidad de beber whisky civilizado. Su viaje a aquel desolado lugar llamado Broken Hill había reforzado su creencia en la vida urbana.
La granja ovejera de Mount Gipps, donde había pasado las dos últimas semanas, no era más que una casa, un cobertizo para el esquileo, un puesto de la policía que sólo tenía una habitación, un cementerio y una destartalada chabola. Se hallaba situada en un territorio pelado, llano, monótono y seco, que formaba suaves colinas y estaba cubierto de rocas salpicadas de cuarzo y sal. Era un lugar olvidado de Dios, que contaba con unos pocos pozos de agua y estaba salpicado por las tumbas sin nombre de bandoleros y borrachines que habían muerto a causa de demasiado licor, o demasiada poca agua. Se trataba de una zona por la que habían pasado numerosos buscadores de plata y oro, en su camino hacia excavaciones con mejores perspectivas.
—¿Qué encontró? —preguntó Geoffrey Carmichael con su melena de cabello blanco y su crecida barba blanca reluciendo ferozmente a la luz del fuego de la chimenea.
—Mi presentimiento era correcto —contestó Frank. Había viajado hasta Broken Hill, en Australia del Sur, después de haber oído hablar del descubrimiento de un posible filón de plata. Al llegar allí únicamente encontró a un minero solitario excavando un estrecho pozo y produciendo más plomo que plata—. Hay siete propietarios, ninguno de los cuales tiene el menor conocimiento sobre geología o mineralogía. Tampoco esperan encontrar nada grandioso. Sólo confían en vender sus lotes y obtener una pequeña ganancia.
—¿Habló usted con ellos?
—Tomé un grog con ellos y nos pasamos la mayor parte del rato hablando de ovejas. Pero me las arreglé para intercambiar unas pocas palabras con un geólogo que había acudido a investigar aquellas colinas por su propia cuenta. Era un tipo curtido que aseguraba que aquellas colinas contenían más plata de la que hubiera visto jamás en las Barrier Ranges. Bueno, el caso es que aquellos hombres tenían muchas ganas de vender. Vi con mis propios ojos cómo el capataz de la granja ovejera vendía su lote con una pérdida, de tan ansioso como estaba por recuperar una parte de su dinero. Otro vendió una catorceava parte de su lote a un tratante de ganado que pasaba por allí y obtuvo diez viejas vacas que valdrían cuarenta libras. Así que empecé a tener mis dudas.
Frank se echó al coleto el resto del contenido de su vaso y Carmichael se levantó para traerle la botella.
—Estaba a punto de abandonar e iniciar el camino de regreso a Melbourne —siguió diciendo Frank—, cuando se me ocurrió una idea. Pensé en acudir yo mismo a echarle un vistazo a aquel pozo y ver con mis propios ojos lo que había allí.
Los ojos de Carmichael se contrajeron a la luz de la chimenea.
—¿Bajó usted al pozo?
—Me bajaron en una silla de contramaestre colgada del vacío. Pero valió la pena. Arranqué algunas muestras que más tarde hice analizar. Todo el mundo decía que aquello sólo era carbonato de cobre, y que había estado perdiendo el tiempo. Pero el especialista dictaminó: «Cloruro de plata». Mi presentimiento había sido correcto.
—Sí, pero ¿es un filón grande?
—Bueno, dicen que un filón de metro y medio de ancho puede considerarse como grande. El de Broken Hill, sin embargo, tiene una anchura de ciento cincuenta metros. —Carmichael se frotó la mejilla—. A continuación me dirigí a Broken Hill —siguió diciendo Frank—, contando con el permiso para comprar participaciones para un amigo mío llamado Hugh Westbrook. Él es propietario de una granja ovejera en el distrito occidental. Me dijo que, si a mí me parecía una buena idea comprar participaciones, tenía que conseguirle algunas a él. Eso fue lo que hice. Gasté el dinero de Westbrook, y una parte de mi propio dinero. Y ahora he regresado a Melbourne para que unos pocos amigos más entren a formar parte del trato, porque, se lo puedo asegurar, Geoff, una vez que se conozca la noticia se va a producir una estampida hacia Broken Hill que va a dejar chiquita la fiebre del oro.
Carmichael se lo pensó un momento, luego dejó su vaso, extendió la mano y dijo:
—Confío en usted, Frank. Considéreme otro socio.
En ese momento, como si hubiera estado escuchando desdé el otro lado de la puerta, a la espera de la conclusión del negocio, la señora Carmichael apareció de pronto.
—¡Ah, están aquí! —exclamó—. Señor Carmichael, no seas tan avaricioso como para acaparar a nuestro invitado, el señor Downs. Me gustaría presentarle a mi hija, Lucinda.
Frank dejó el vaso y se incorporó, y al ver quién entraba en el salón, se la quedó mirando fijamente.
Lucinda Carmichael era una mujer alta, casi más que Ivy y mostraba una sonrisa franca y hermosa, acompañada por una mano extendida, lista para que se la estrechara. Olía a rosas y no pareció sentir temor alguno de mirarle a los ojos. Frank Downs se sintió repentina y agradablemente sorprendido, y se escuchó decir a sí mismo, y decirlo de veras:
—Me alegra mucho conocerla, señorita Carmichael.
En lugar de regresar apresuradamente al distrito occidental para hablar de la mina de Broken Hill con Hugh, Frank retrasó su partida de Melbourne. Aquella tarde, después del almuerzo en la mansión de los Carmichael, acudió al teatro en compañía del señor y la señora Carmichael y de Lucinda. Al día siguiente apareció de nuevo por la mansión, esta vez para sentarse en el prado y hablar de negocios con Geoffrey, mientras ambos contemplaban a la encantadora Lucinda jugando al tenis en la pista recién construida. Aquella noche también cenó en la casa y al día siguiente acompañó a la familia a un paseo hasta la costa, donde almorzaron en un café en St. Kilda y notaron las cualidades vigorizantes del aire del mar. Durante seis días, Frank se encontró en la constante compañía de la señorita Lucinda Carmichael, siempre acompañada por alguien más, y al final de ese período llegó a una decisión muy práctica. Le pareció que no podía haber encontrado mejor mujer como esposa.
De hecho, y teniendo en cuenta la riqueza y las conexiones del padre, a Frank le pareció que iba a obtener en el trato mucho más de lo que había esperado. Pero lo más importante para él era que Lucinda le parecía una joven con la que resultaba agradable estar, y no era remilgada y falsa como tantas otras jóvenes a las que había conocido, de las que estaba seguro que cambiarían su actitud en cuanto se hubiera celebrado el matrimonio. Lucinda era franca y segura de sí misma, y lo bastante honrada como para permitirle imaginar cómo sería la vida de casado con ella, Y al imaginarse las largas piernas que debía haber por debajo de sus faldas, al observar la generosa hinchazón de sus pechos, por encima de una cintura estrecha, Frank decidió que ya no había necesidad de seguir buscando.
Tampoco hubo necesidad de hablarlo, ni con los padres ni con la propia joven. Los Carmichael habían dejado bien claro que se sentirían contentos de darle la bienvenida como yerno; Lucinda, que tenía veintiún años de edad y era demasiado alta para ser una mujer, estaba preparada para tomar esposo. Tampoco había razón alguna para esperar. Una vez tomada la decisión, Frank no era de las personas que pierden el tiempo. Sólo necesitaba hacer la proposición formal. A partir de entonces podrían iniciar un noviazgo cómodo y decente, de seis a doce meses, al final del cual se llevaría a su esposa a Lismore y la instalaría en una agradable vida campestre.
Teniendo en cuenta la fortuna que esperaba obtener de sus participaciones en Broken Hill y del inesperado dividendo encontrado en la mansión de los Carmichael, Frank decidió que todo le había salido perfectamente bien. Ahora, mientras esperaba a que su ayuda de cámara le trajera el café, el brandy y el agua caliente para afeitarse, se maravilló ante su buena suerte.
Y entonces pensó: «Debería pasarme a ver a Ivy esta misma noche, de camino hacia la casa de los Carmichael».
Una hora más tarde, Frank se presentó ante la puerta de la vivienda de Ivy, llevando una botella de champán, flores y un brazalete de diamantes muy caro.
—¡Has vuelto! —exclamó ella tras haberle echado tanto de menos durante su viaje a Australia del Sur.
Al ver el cabello de Ivy, que seguía siendo muy rojizo, y al oler el dulce aroma de lavanda con el que ella se rodeaba siempre, Frank experimentó una inesperada punzada de dolor. Debería haber acudido a verla en cuanto regresó de Broken Hill. Pero en esos momentos había estado ansioso por conseguir el compromiso de Carmichael, luego apareció Lucinda y, bueno, el caso es que la semana había transcurrido sin que se diera cuenta. Pero ahora estaba aquí, en el agradable piso de Ivy entregándole su abrigo de Ulster y sus regalos.
—¿Me has echado de menos, Ivy? —le preguntó.
Ella hubiera querido reprenderle. No le había visto ni había tenido noticias suyas desde hacía tres semanas. Pero en cuanto le vio, en cuanto escuchó su voz, se sintió inundada por el amor. Se arrebujó en su abrazo y lo besó y cuando los brazos de él se apretaron alrededor de su cuerpo y percibió la pasión del abrazo, se preguntó cómo podía haber llegado a temer que él la abandonara algún día. Ella nunca haría o diría nada que pudiera hacerle daño.
Por esa razón había decidido guardar un secreto.
Sabía que Frank creía que ella no podía quedar embarazada. Él no había dicho nada, pero ella se había dado cuenta de ello en cuanto transcurrió su primer año de convivencia. También se dio cuenta del alivio que eso le produjo, y sabía que aquella era una de las cosas que a él le hacían sentirse tan libre en sus relaciones amorosas. Ivy había tomado la decisión de permitir que Frank siguiera teniendo esta ilusión y no había querido decir nada acerca del hijo ilegítimo al que ella había dado a luz hacía tantos años, y cuyo paradero desconocía por completo. La verdad, por lo que sospechaba, era que no era ella la que estaba incapacitada para tener hijos, sino el propio Frank. Pero eso era algo que jamás le diría.
Tomó su abrigo, salpicado de humedad invernal y aceptó la botella de champán y el ramillete de orquídeas silvestres cuyos colores iban desde el azul más profundo hasta el rosa más brillante. Ivy reconoció la rareza de las flores, que llegaban desde la costa tropical de Queensland y eran muy caras.
—¡Qué día he tenido! —exclamó él poniéndose de espaldas a la chimenea—. He tenido que hacer una edición especial esta tarde. El último barco de vapor ha traído la noticia de que los estadounidenses están hablando de adoptar el sistema australiano de votación para sus elecciones nacionales. ¿Te lo imaginas? ¿Es que allí no tienen votaciones secretas? Te aseguro, Ivy, que Australia será algún día la primera en todo. Y a propósito —dijo metiéndose una mano en el bolsillo y sacando un pequeño paquete—. Esto es para ti.
—¿Qué es?
—Ábrelo, Ivy. Esto es una conmemoración.
Mientras Frank descorchaba la botella de champán y lo servía, la observó abrir el joyero. Apenas si pudo contener su expectativa a la reacción de ella al ver el brazalete. Era, con mucho, el regalo más caro que le hubiese hecho nunca.
—Es encantador —dijo ella, dirigiéndole una mirada de extrañeza—. Pero ¿cuál es la conmemoración?
—Ponte el brazalete y bebe tu copa de champán. Ya te dije que íbamos a celebrar algo.
Mientras Ivy tomaba el champán a pequeños sorbos, con la piedras preciosas de su muñeca emitiendo reflejos sobre las paredes, Frank le habló de lo que había descubierto en Broken Hill.
—¡Vamos a ser más ricos de lo que podamos imaginar, Ivy!
Ella se echó a reír; el buen humor de Frank era contagioso.
—Te conseguiré un piso más grande, Ivy. ¿Qué te parece eso? Y una capa de armiño.
—Yo no necesito esas cosas, Frank —dijo ella, riéndose—. Te tengo a ti. Y eso es suficiente para mí.
Entonces, él guardó silencio al recordar sus otras noticias. Dárselas no iba a resultarle tan fácil. Se aclaró la garganta y dijo:
—Ah, bueno, también hay algo más, Ivy. Algo que debo decirte. —Ella esperó y, tras un momento de silencio, él añadió—: He decidido casarme.
Las llamas de la chimenea crujieron y unas chispas subieron por el tiro de la chimenea. En el exterior, un carruaje solitario pasó ante la casa, con los cascos del caballo claqueteando con un sonido hueco sobre la calle.
Ivy se quedó mirando a Frank con fijeza, y sintió como si se convirtiera en madera. De modo que… había sucedido. Ella se había estado preparando para este momento, había intentado imaginarse cómo sería, cómo se lo iba a decir, y cómo reaccionaría ella. Pero ahora que había llegado ese momento, que Frank había pronunciado las terribles palabras, Ivy tuvo la repentina sensación de no haber estado preparada para aquello.
—¿Casarte? —se escuchó preguntar a sí misma.
Frank se aclaró de nuevo la garganta y no fue capaz de mirarla directamente a los ojos.
—Bueno, Ivy, el caso es que tengo que pensar en Lismore. Necesito un heredero. Es algo que le debo a mi padre.
—¿Quién… quién es ella? —preguntó.
—Lucinda Carmichael, la hija del hombre que participa conmigo en el negocio de Broken Hill.
Ivy se sentó rígidamente en el sofá, con las manos entrelazadas y apretadas sobre su regazo. Frank continuó hablando de forma apresurada.
—No quiero que pienses que esto representa una diferencia entre nosotros, Ivy. Yo viviré aquí mismo, en Melbourne, como he hecho siempre.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ella volviéndose a mirarle.
—¡De nosotros, Ivy! No pensarás que iba a abandonarte, ¿verdad?
Ella le miró fijamente por un momento y luego sus ojos se abrieron con una expresión de horror. De todas las posibilidades que se había imaginado, esta no era precisamente una de ellas. ¡Él pretendía convertirla en su mantenida!
—Escucha, Frank. Una vez que te hayas casado no podrás seguir viéndome.
—¿Por qué no?
Ella se levantó y su cuerpo empezó a temblar. De repente, todo parecía haberse trastocado. La escena le producía la impresión de estar retorciéndose, como si no estuviera desarrollándose tal y como se suponía que debía ser, con Frank anunciándole que la abandonaba. En lugar de eso, era la propia Ivy la que empezó a pronunciar las terribles palabras, la que puso punto final a los años de convivencia juntos.
—¿Es que no sabes en qué nos convertiría eso, tanto a ti como a mí?
—No veo que haya ninguna diferencia.
—¡Oh, Frank! Era una cosa muy distinta estando tú soltero. ¡Pero ahora tendrás una esposa! Serías un adúltero, y yo me convertiría en una… —Se volvió—. No volveré a verte, Frank. No, después de lo que me has dicho esta noche.
Él se le acercó y le puso las manos en los hombros.
—Ivy, créeme, Lucinda Carmichael nunca significará para mí lo que tú significas. Dios mío, ¿acaso crees que soy yo quien desea hacer esto? Disfruto de la mejor clase de vida que podría desear un hombre. Te tengo a ti…
Ella se apartó de su lado.
—Ya no me tienes, Frank. No seré la amante de un hombre casado.
—¡Pero si las cosas no serían así! ¡No para ti y para mí, Ivy! Llevamos viéndonos desde hace mucho tiempo. Significamos demasiado el uno para el otro.
Ella se volvió a mirarle, y cuando habló, lo hizo con serenidad, sin rastro de cólera en su voz.
—Frank, te he amado durante siete años. Quizá más tiempo. Probablemente, ya te amaba cuando estaba trabajando en Finnegan’s. Y seguiré amándote hasta el día que muera. Pero este es el momento en que nuestros caminos se separan. Tú has hablado de deber. Y tienes razón. Tienes que casarte. Lo sabía desde hacía algún tiempo. Sabía que esta noche llegaría. Pero, a partir de ahora, cada uno seguirá su camino.
—No puedes estar hablando en serio, Ivy.
—Claro que puedo, y eso es lo que hago.
—Pero ¿cómo vas a vivir? No tienes ingresos. Me necesitas.
—En realidad, no te necesito —replicó ella con un tono de voz más fuerte—. Al menos como apoyo económico. Soy capaz de mantenerme yo sola, y eso es exactamente lo que tengo intención de hacer.
La angustia que él sentía empezaba a transformarse en rabia:
—¿Y cómo esperas arreglártelas sin mi ayuda? Este piso…
—Ya no lo necesito. He encontrado otro lugar donde vivir.
—Y supongo que también habrás encontrado otro hombre que te mantenga.
Ivy sabía que debería haberse sentido furiosa ante aquellas palabras, pero lo único que pudo sentir al escucharlas fue tristeza y desilusión.
—No, Frank —contestó—. No hay ningún otro hombre. A partir de ahora me ocuparé de mí misma.
—¿Y cómo tienes intención de hacerlo?
Ella bajó la mirada hacia sus manos y se dio cuenta entonces de que había estado retorciendo el brazalete de diamantes que Frank acababa de regalarle. Le parecieron los diamantes de Judas. Un regalo destinado a tranquilizar una conciencia culpable.
—Viviré en St. Kilda —dijo—. He alquilado una pequeña casa allí, junto al mar. —Él la miró fijamente—. Es cierto, Frank. He pagado un depósito por el alquiler de una pequeña casa allí. Con el tiempo, confío en disponer del dinero suficiente para comprarla. Me trasladaré allí antes de que termine el mes. Y tú y yo ya no volveremos a vernos.
—Pero ¿cómo vas a poder hacerlo, Ivy? —preguntó él sin dejar de mirarla fijamente.
Ella le habló entonces de Al Gernsheim y del trabajo que había empezado a hacer en su estudio. El inteligente coloreado que daba a las fotografías empezaba a popularizarse y, por lo tanto, resultaba lucrativo tanto para Gernsheim como para ella misma. Ivy tenía la sospecha de que no tardaría en estar tan ocupada con los encargos que tendría que empezar a rechazar ofertas.
Cuando hubo terminado su explicación, Frank seguía mirándola fijamente, como si no hubiera comprendido una sola palabra de todo lo que ella le había dicho, así que Ivy se dirigió a su habitación de trabajo y sacó una fotografía enmarcada. Era la misma que había hecho con el eucalipto, que había decidido conservar por razones sentimentales y que ahora le mostró a Frank por primera vez.
—Haciendo este trabajo podré mantenerme yo sola —dijo—. En realidad, el señor Gernsheim augura que la firma de I. Dearborn no tardará en ser muy cotizada.
—¿Por qué, Ivy? —susurró él—. ¿Por qué no viniste a mí? Sabes que siempre habrías tenido un puesto de trabajo conmigo, en el Times.
—Porque sabía que algún día te perdería. Y después de que eso sucediera no podría seguir trabajando para ti.
—¡Pero si no me estás perdiendo! Ya te lo he dicho. El hecho de que yo me case no va a cambiar nada entre nosotros.
En los ojos de Ivy aparecieron las lágrimas.
—Oh, Frank, es una situación tan complicada. Durante todo este tiempo siempre he tenido miedo de que me abandonaras. Estaba preparada para eso. Era algo que me sentía capaz de comprender. Pero… decirme que me seguirías manteniendo, convertir nuestro amor en algo sucio y engañoso que no puedo soportar…
Frank sintió que algo oscuro y extraño empezaba a bullir en su interior. Allí estaba Ivy, su preciosa Ivy con aquella fotografía coloreada que le mostraba, como si se burlara de él diciéndole que ya no le necesitaba más porque había actuado a sus espaldas y encontrado un trabajo para otro hombre. Él se había ocupado de ella, y ahora ella tenía la audacia de decirle que ya no le necesitaba más. Aquello le encolerizaba tanto que, por el momento, se sintió incapaz de hablar. Cuando por fin pudo hacerlo, dijo con un tono tenso:
—Después de todo lo que he hecho por ti, así es como me lo pagas.
—¿Después de todo lo que has hecho por Ivy? —replicó ella inmediatamente—. ¿Cuántas horas me he pasado aquí sentada, mirando el reloj, confiando en que esta fuera la noche que tú decidieras venir a verme, para terminar yéndome a la cama sola y desilusionada? Siempre he dado prioridad a tu comodidad y tu placer, incluso en aquellos días en que no me sentía bien. ¿Qué te parece si hablamos también de todo lo que yo he hecho por ti?
—¿Y qué crees que he estado haciendo yo durante todos estos años? ¡Mantenerte con un buen estilo de vida! ¡Nunca te ha faltado de nada, Ivy! Cuando deseabas algo, lo único que tenías que hacer era pedirlo.
—¡Yo nunca quise que nadie me mantuviera! —replicó ella—. Sólo quería un hombre que me amara y a quien yo le importara algo.
—Tú me has importado mucho más que ninguna otra persona.
—¿Alguna vez has mostrado un interés real por mis pinturas, Frank? ¿Me has preguntado alguna vez acerca de mis sueños, mis preocupaciones, mis incertidumbres? Siempre se habló de ti, nunca de mí.
—¿Y esto qué es, entonces? ¡Un brazalete que me ha costado doscientas libras! Si esto no es ocuparse del otro, ¿qué más quieres?
Ella emitió un profundo suspiro y mirándole con unos ojos llenos de dolor, contestó:
—Pago por los servicios prestados.
El silencio volvió a interponerse entre ellos, un silencio lleno de tonalidades peligrosas y ominosas. Frank le soltó el brazo, se volvió, tomó el abrigo de un zarpazo y salió del piso dando un portazo.
¡Pago por los servicios prestados! ¿Cómo se atrevía?
—Deténgase —le ordenó Frank al conductor de su carruaje.
Se encontraba en el puente Princess, tendido sobre el río Yarra, que se deslizaba lentamente, envuelto por la neblina. Por detrás de él, las calles de Melbourne, iluminadas por las farolas de gas, titilaban en la oscuridad de la noche; por delante, el río desaparecía por entre densos bosques, y sólo ocasionalmente se veían las luces de alguna de las apartadas mansiones.
Frank se sentía tan encolerizado que apenas si podía respirar. Bajó la mirada hacia las oscuras aguas y escuchó de nuevo la voz de ella, sonando en su cabeza como un eco: «Pago por los servicios prestados».
¿Quién era ella para decirle eso a él? ¡Una camarera de bar que creía tener algún talento! Una mujer a quien nadie deseaba. Alguien que habría terminado trabajando en la calle Collins si él no hubiera aparecido y sentido pena por ella. Y después de todos aquellos años, ¡así era como le trataba!
Pues bien, ¡que se fuera con viento fresco!, decidió, tratando de calmar la furia que sentía. Tenía que acudir pronto a la mansión de los Carmichael. Allí le esperaban. Iba a hacerle la propuesta formal a Lucinda, y luego saldrían a cenar para celebrarlo. No podía aparecer en aquel estado de agitación. ¿Y si ellos le preguntaban qué ocurría? «Me siento un poco alterado, ¿saben? Es que acabo de romper con mi amante».
Buen Dios, ¿por qué no podían las cosas ser un poco más sencillas? ¿Y por qué había tenido que comportarse Ivy como todas las demás de su mismo e irritante sexo? De entre los millones de mujeres existentes en el mundo, Frank había creído que ella era diferente. Pero esta noche había descubierto lo contrario.
¡Pues muy bien!, decidió caminando de un lado a otro del puente, mientras los caballos y los carruajes pasaban por él. Que siguiera su camino. Ya veríamos si eso le gustaba. A las mujeres les parecía que ser un hombre era asunto fácil. Ya veríamos si le gustaba tener que trabajar para ganarse la vida, y rezar para que el dinero siguiera llegando y para que no sucediera ningún desastre. De todos modos, él sí que no la necesitaba. Frank no necesitaba a ninguna mujer. Ahora se sentía incapaz de comprender cómo había podido acudir aquel día al puerto de Melbourne, buscándola. Tenía que haberse vuelto loco. Y luego haber permanecido con ella durante siete años, con la misma mujer, ¡y encima más vieja que él! Dios santo, había sido una verdadera suerte el haber encontrado a Lucinda cuando la encontró. Ella había surgido en el momento justo para que él abriera los ojos. Ya no necesitaba más a Ivy, en realidad, nunca la había necesitado. El sólo dependía de sí mismo, y se sentía mucho más feliz en compañía de sus amigos en el pub que entre una aburrida compañía femenina.
¡Pago por los servicios prestados!
¿Cómo había podido atreverse a decirle una cosa así? Frank podría haber tenido a cualquier mujer de la ciudad, a pesar de lo cual se había quedado con Ivy. Se había convertido para él como una especie de costumbre cómoda, como unas zapatillas gastadas.
Pero ya no más. Que siguiera su propio camino, con sus fotografías pintadas y sus ideas de que era algo más de lo que era en realidad. Frank no necesitaba el piso de la calle Elizabeth; ya era el momento para dejarlo y encontrar a alguien nuevo. Lucinda era una mujer joven y fresca. Él la transformaría en la clase de mujer que deseaba. Y entonces volvería a controlar por completo su propia vida.
Al regresar al carruaje, Frank se detuvo un instante y contempló las luces de la ciudad.
No le gustaba dejar las cosas de este modo. De haber sido él quien hubiese dado por terminadas las relaciones, habría podido acudir a la mansión de los Carmichael con una sensación más tranquila. Pero había sido Ivy quien le había rechazado, añadiendo un mayor insulto al denigrar su generoso regalo diciendo que se lo había hecho en pago por los servicios prestados.
Ivy había pronunciado la última palabra, una palabra insultante. Y eso era algo que Frank no podía permitir. Él no había terminado, todavía no. No podía acudir a la mansión de los Carmichael sintiéndose así. Tenía derecho a ser él quien dijera la última palabra.
Y eso fue exactamente lo que se propuso hacer. Regresaría a la calle Elizabeth una última vez y le diría todo lo que pensaba de ella. Ivy no iba a salir tan bien librada de todo aquello, limitándose a decir: «Ha llegado el momento de separar nuestros caminos». No iba a dejar que las cosas fueran tan fáciles. Ella también tendría que sufrir. Regresaría e insistiría en que ella le viera y entonces le diría exactamente lo que pensaba de ella, y a continuación le diría que abandonase el piso al día siguiente, y ni un día más tarde.
Golpeó la puerta y cuando esta se abrió y ella apareció enmarcada por la luz, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, Frank, que no había hecho más que ensayar su perorata durante todo el trayecto de regreso desde el puente Princess, se quitó ahora el sombrero y escuchó su propia voz diciendo:
—Cásate conmigo, Ivy.