20

Sarah estaba delante del espejo, estudiando su reflejo. Se hallaba desnuda, y acababa de darse un baño.

Estaba previsto que Philip McNeal y su esposa llegaran a Merinda en cualquier momento. Hugh había ido a la estación para esperarlos. En la casa había un gran ajetreo a causa de los preparativos de última hora, Sarah escuchó los sonidos procedentes del vestíbulo. Beth le daba instrucciones a Button para que se portara bien; Adam le preguntaba a Joanna si el señor McNeal les iba a contar historias de Estados Unidos, y Joanna le aseguraba a la señora Jackson, la cocinera, que su merengue de melocotones iba a alcanzar un gran éxito entre sus invitados. La casa se había estado preparando desde hacía días, incluso desde que Hugh y Joanna habían ofrecido a los McNeal la hospitalidad de Merinda, y estos la habían aceptado. A Joanna nada le habría parecido bien que no fuera una limpieza a fondo de toda la casa. Contando con la ayuda de dos muchachas locales contratadas al efecto, habían repasado las habitaciones rústicas con el mismo vigor de quien se dedica a preparar un palacio. Se bajaron las cortinas y se colgaron las alfombras; se fregaron y pulimentaron los suelos; se lavaron y plancharon las ropas de cama, y todo aquello que no se moviera se limpió de polvo, se recompuso, se le sacó brillo y se volvió a dejar en su sitio con todo cuidado. La casa olía ahora a aceite de limón y a los aromas acumulados por los varios días que la señora Jackson se había pasado trabajando en la cocina.

Los McNeal iban a vivir en Merinda mientras se construía la nueva casa. Philip iba a dormir aquí mismo, en el dormitorio de Sarah, en su propia cama, con su esposa. Sarah iba a trasladarse a la habitación contigua, en compañía de Beth.

Escuchó a todo el mundo dirigiéndose hacia la terraza, donde saludarían a los visitantes. Ella permaneció atrás. Había estado perdiendo el tiempo con su baño, tomándoselo con calma, y ahora hacía lo mismo delante del espejo, desnuda, estudiando sus grandes pechos y sus anchas caderas con una mirada crítica. Se sentía maldita con la voluptuosidad del pueblo de su madre; hubiera deseado tener los modestos pechos y las delgadas caderas de Joanna.

Pensó en Philip. Le sorprendió saber que se había casado. A ella le había parecido un espíritu sin raíces, un alma que siempre debía estar en movimiento siguiendo, en cierto modo, su línea de canto particular. Quizá esa misma línea de canto le había conducido a la mujer con la que se había casado, y quizá ella era lo que él había estado buscando. Desde el día que se encontraron en la Exposición, Sarah apenas si había podido pensar en otra cosa, y eso la preocupaba. Sabía que en otro tiempo había sentido hacia él la atracción propia de una escolar, pero, en realidad, ni siquiera había esperado volver a verlo alguna vez, sobre todo a medida que fueron transcurriendo los años. Y entonces, de repente, había experimentado una oleada de emoción al ver a Philip en Melbourne. Ahora trataba de averiguar cuáles eran sus verdaderos sentimientos. No le pareció posible que pudiera estar enamorándose de él.

Se preguntó qué pensaría de ella. ¿Qué había cruzado por su mente cuando la vio por primera vez en seis años y medio? Creía haber observado una mirada de sorpresa en su rostro.

Sarah trató de imaginarse cómo sería su esposa, y lo único que pudo hacer fue imaginarse a Philip casado con alguien fuerte, alguien con sustancia. Pensó en Polen en el Viento. Quizá era con ella con quien se había casado Philip. Había hablado muy bien de los indios americanos.

Pero la mujer se llamaba Alice. Eso era lo que él había escrito en su última carta. El nombre de su esposa era Alice. Quizá fuera rubia, pensó Sarah, con ojos azules y una piel blanca, muy blanca. Quizá fuera incluso una dama con antepasados nobles.

A pesar de las contraventanas cerradas y de los sacos húmedos que se habían colgado en las paredes exteriores para enfriar la casa, hacía calor en el interior de la habitación. El sol de la tarde penetraba como cuchillos por las rendijas de las contraventanas bajadas. Sarah se colocó las manos sobre los pechos. Sentía la piel febril y húmeda. Cerró los ojos. Se dijo nuevamente que Philip estaba casado.

Unos pasos apresurados en el vestíbulo de la casa le recordaron la hora que era. Y entonces escuchó la voz de Beth resonando por toda la casa.

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!

Sarah se vistió apresuradamente, aunque lo hizo con cuidado, temblándole las manos al abrocharse los botones de la blusa blanca. Se había almidonado el cuello alto y los puños; sus enaguas eran pesadas y de varias capas. De repente, no le gustaron aquellas ropas que la limitaban tanto, que eran tan poco prácticas con aquel calor. A menudo se preguntaba por qué razón, viviendo como vivían en un clima tan cálido, las mujeres australianas seguían vistiéndose como si vivieran en la fría y húmeda Inglaterra. Pero Sarah cumplió con las reglas. Se ciñó la cintura con un corsé; se levantó el cabello sobre la cabeza, formando un moño; se sujetó un broche en el incómodo cuello, e introdujo los pies en las botas de cuero de tacón alto.

Salió a la terraza justo en el momento en que el carruaje entraba en el patio. Beth hubiera querido salir corriendo por el camino para saludar a los visitantes, pero Joanna la retuvo poniéndole una mano en el hombro y murmurándole:

—Actúa como una señorita.

Era evidente la excitación que sentían todos en la quietud del aire de la tarde. No era raro tener invitados en Merinda pero habitualmente se trataba de los amigos ovejeros de Hugh. Un arquitecto de Estados Unidos, en cambio, ya era otra cosa.

Hugh bajó del carruaje por un costado y Philip por el otro. Ambos levantaron una mano para ayudar a bajar a la señora McNeal y al niño pequeño que esta llevaba.

—¡Es encantadora! —murmuró la señora Jackson, por detrás de Joanna—. Pero es tan joven… Todavía parece una muchacha.

Sarah no apartaba la mirada de Alice McNeal. Captó su pequeña figura embutida en un vestido de viaje de terciopelo marrón, la forma delicada en que puso el pie sobre el suelo al descender, la graciosa inclinación de su muñeca al aceptar la mano de Philip, y la sonrisa coqueta que le dirigió a Hugh. Cuando Philip tomó de la mano al niño pequeño, Sarah se dio cuenta de que Alice apenas le llegaba a su esposo a la altura de los hombros. En comparación con los dos hombres que la acompañaron a lo largo del camino, la señora McNeal casi parecía una muñeca. Sarah observó el abundante cabello negro por debajo del pequeño sombrero, y la tez de su piel, mucho más blanca de lo que ella misma hubiera podido imaginar, y la clase de rostro en forma de corazón que estaba tan en boga en las revistas de moda de las mujeres.

—Señora Westbrook —dijo Philip—, quisiera presentarle a mi esposa Alice.

Joanna bajó los escalones con las manos extendidas.

—Me alegra tanto conocerla, señora McNeal. Bienvenida a Merinda.

Cuando Alice McNeal subió los escalones, Sarah observó una débil sonrisa y unos ojos profundos y rodeados de sombras. Se sintió impresionada por el aspecto tan melancólico que ofrecía, y que no era tan evidente a cierta distancia.

—Estos son mis hijos, Adam y Beth —presentó Joanna—. Y esta es Sarah King, que vive con nosotros.

A Sarah le pareció que la mirada de Alice se posaba en ella durante un momento algo más prolongado. Luego, todos entraron en la casa.

Pasaron al salón donde, durante unos minutos, reinó un cierto caos, con Button derribando una pequeña mesa con su cola, y Adam preguntándole al señor McNeal si había visto alguna vez secuoyas gigantes, mientras Peony Jackson, nerviosa, trataba de servir unas bebidas, hasta que Hugh le dijo a Philip:

—¿Qué le parece si bajamos al río y le echa un vistazo al lugar de la construcción? Estoy ansioso por escuchar lo que tenga que decir.

—Pero Hugh, cariño —intervino Joanna—, nuestros invitados acaban de llegar. ¿No puedes esperar hasta que hayan descansado? Pero Philip ya se había puesto en pie.

—En modo alguno, señora Westbrook. Yo también estoy ansioso por empezar a trabajar. He venido con algunas ideas nuevas que creo les parecerán excitantes. Iluminación a base de gas, para empezar. Les aseguro que dentro de diez años todas las casas tendrán iluminación por gas —dijo, dirigiéndose ya hacia la puerta, en compañía de Hugh—. Si instalamos tuberías de gas, y un cobertizo para la maquinaria, eso nos ahorrará más tarde una conversión que sería cara. Y en cuanto a la fontanería interior…

Los dos hombres abandonaron el salón sin dejar de hablar, seguidos de cerca por Beth, el perro y Adam. En cuanto Joanna le ofreció a la señora McNeal una oportunidad para refrescarse, Alice aceptó, diciendo:

—Daniel y yo se lo agradecemos, señora Westbrook. El viaje ha sido de lo más agotador.

—La acompañaré a su dormitorio —dijo Joanna, pero en ese preciso instante Hugh reapareció en el umbral de la puerta, preguntando—: ¿Joanna? ¿No vienes con nosotros?

—Ve tú con ellos, Joanna —intervino entonces Sarah—. Yo acompañaré a la señora McNeal a su habitación.

Caminaron por el pasillo, con Sarah llevando una maleta y Alice McNeal conduciendo al pequeño Daniel, de tres años de edad.

—Fuera hace mucho calor —dijo Alice—. ¿Cómo se las arreglan para mantener la casa tan fresca?

—Colgamos sacos húmedos en las paredes exteriores. A medida que se evapora la humedad, enfría el interior de la casa.

Sarah la introdujo en el dormitorio, que había sido preparado para los invitados añadiéndole otra cama y sacando las cosas de Sarah.

—Le hemos vaciado los cajones de la cómoda —dijo abriendo los cajones—. Y en el armario hay mucho espacio libre. Estas puertas de aquí —añadió acercándose a las puertas acristaladas protegidas por contraventanas—, dan a la terraza, gracias a lo cual la habitación permanece fresca durante la noche. Hay agua fresca en los jarros junto al lavabo, y encontrará toallas en la estantería superior del armario. Si necesitara usted algo más…

De repente, Daniel se soltó de la mano de su madre y salió corriendo del dormitorio.

—¡Daniel! —exclamó Alice saliendo tras él.

Ella y Sarah le encontraron en la habitación de al lado, la de Beth, tendiendo las manos hacia la muñeca de peluche que había sobre la cama.

—No, no, Daniel —dijo Alice—. Eso no te pertenece.

—No creo que haga ningún daño dejarle jugar —dijo Sarah.

Alice observó a su hijo, que se apretó contra el pecho el juguete desconocido para él, y dijo:

—Es un muñeco de aspecto curioso. Parece como una almohada hecha de trapo. ¿Qué se supone que es?

—En realidad, no lo sabemos. Perteneció a la madre de Joanna. —Sarah se inclinó sobre Daniel y le dijo—: Se llama «Rupert» y es muy antiguo. Lo cuidarás muy bien, ¿verdad?

Alice observó la habitación y se dio cuenta de lo abarrotada que estaba. Comprendió que la segunda cama no estaba allí habitualmente.

—Nos ha dejado usted su dormitorio, ¿verdad, señorita King? —preguntó—. Siento que haya tenido que marcharse. Le dije a Philip que Daniel y yo estaríamos perfectamente bien en la habitación de un hotel, pero él insistió en que nos alojáramos aquí.

—No se preocupe —dijo Sarah—. Por el momento, yo dormiré en la habitación de Beth. No es ningún inconveniente, se lo aseguro. Y llámeme Sarah, por favor.

Alice le dirigió una mirada de incertidumbre y a Sarah le impresionó observar que hasta los postes de la cama parecían ser mayores que ella. Supuso que debería tener unos veinticinco años y, para su sorpresa, hablaba con acento británico.

—Temo sentirme un poco aturdida por todo esto —dijo Alice, dirigiéndole una sonrisa de disculpa—. Philip y yo no hacemos más que trasladarnos de un lado a otro desde que nos casamos. Abandonamos Inglaterra para vivir en Estados Unidos y luego, cuando abandonamos Estados Unidos para acudir a la Exposición, tuve la impresión de que no estaríamos fuera tanto tiempo. Echo de menos a mi familia, ¿comprende? Están todos en Inglaterra y ahora hace ya mucho tiempo que no los veo.

Bajó la mirada hacia el niño pequeño que no hacía más que darle vueltas a «Rupert», como si tratara de decidir qué parte era la de arriba y cuál la de abajo. La cabeza del pequeño estaba húmeda por el sudor y tenía los rizos negros pegados a la frente.

—Daniel nunca ha conocido un verdadero hogar —siguió diciendo Alice con tranquilidad—. Philip y yo hemos vivido siempre en hoteles, porque su trabajo nos exige trasladarnos mucho de un lado a otro. Y luego tuvimos que hacer el largo viaje marítimo hasta Australia, y los cinco meses que hemos pasado en la Exposición. Y ahora… —Miró a Sarah y volvió a esbozar una sonrisa de disculpa—. Bueno, estoy seguro de que lo aprovecharemos al máximo. Gracias por habernos cedido su dormitorio. Es muy amable por su parte. Una casa es algo tan agradable después de tantos años viviendo en hoteles. Daniel será muy feliz aquí.

—Desde luego, tendrá a Beth con quien jugar, y también los animales —asintió Sarah, dándose cuenta de que en Alice McNeal había un halo de tristeza que era casi tangible.

Alice observó a Sarah durante un rato y luego dijo:

—Philip me ha hablado de usted. Es tan agradable como él dijo que era.

Sarah abandonó la habitación y cerró la puerta con cuidado. Trató de comprender las confusas emociones que sentía, los repentinos e inesperados sentimientos que experimentaba por Philip, el haber conocido a su esposa y sentido compasión por ella, un sentimiento de mujer a mujer; y también lástima por el niño pequeño que nunca había conocido un hogar.

Sarah se dedicaba a introducir hojas de hinojo en el recipiente de agua hirviendo, tratando de no pensar en Philip. Estaba en el solárium, preparando unos jarabes de hierbas. Eran las últimas horas de la tarde; Joanna y Alice estaban en el salón, con Beth y Daniel; Hugh y Philip habían vuelto a bajar al río para contemplar los cimientos de la nueva casa a la luz de la luna. Mientras trabajaba, Sarah escuchaba en la distancia el aullido solitario de los dingos.

La noche parecía envolverla como un cálido manto de terciopelo. Hasta las estrellas parecían cálidas. Y la luna era tan grande, amarilla y brillante que casi podría haber sido otro sol. Sarah tenía la piel húmeda; sentía que las enaguas se le pegaban a las piernas. Al observar las hojas de hinojo hundiéndose en el recipiente, llevando cuidado de no dejar hervir demasiado el agua, pensó en cómo había observado a Philip durante la cena, y la forma en que la luz de las velas había brillado sobre su rostro. Se había sentido fascinada por el resplandor de la humedad extendida sobre su labio superior; y se había encontrado observándole la boca, como hipnotizada, mientras él hablaba.

Ocasionalmente, a medida que la conversación se desarrollaba entre los comensales, creyó haber captado la mirada de Philip observándola a ella. ¿Había percibido una comunicación silenciosa en sus ojos? Se reprendió a sí misma, diciéndose que tenía una imaginación superactiva, que no era cierto que Philip pareciese miraría a ella más que a los demás, o que no era a ella a quien miraba directamente cuando habló de Estados Unidos, de la Exposición y de las ideas que tenía para la nueva casa de los Westbrook. ¿Acaso ella misma no le había mirado en exceso? Apenas si había mirado a los demás comensales, hasta el punto de que ni siquiera recordaba lo que Joanna o Alice se habían puesto para la cena. Tampoco había podido comer gran cosa. Se había limitado a remover la comida en su plato. Había escuchado la descripción que hizo Alice McNeal, con palabras suaves, de su viaje oceánico desde San Francisco y, mientras tanto, Sarah había mirado fijamente su copa de vino. Luego escuchó la cálida risa de Philip llenando la habitación y le escuchó dirigirse a su esposa llamándola «querida». Más tarde, cuando los demás salieron al salón, Sarah se disculpó diciendo que, si lo dejaba más tiempo, el hinojo perdería su efecto.

Ahora interrumpió su tarea para mirar por la ventana hacia las llanuras iluminadas por la luna, y se dio cuenta de que la presencia de Philip en la casa iba a ser muy perturbadora para ella.

Escuchó el crujido de una ramita al romperse. Se volvió y le vio surgir entre los árboles.

—¡Ah, hola! —exclamó él, acercándose a la puerta abierta—. Estaba buscando a Joanna. Alice ya se ha acostado y Hugh pensó que Joanna podría estar aquí y me ayudaría a resolver un problema que se me ha planteado de repente.

—Probablemente, Joanna le estará leyendo un cuento a Beth. ¿Se trata de algo en lo que yo pueda ayudar?

—Supongo que no es nada importante —contestó él con una sonrisa levantándose una de las mangas—. Pero hay algo en el río qué no parece estar de acuerdo conmigo.

Ella le invitó a entrar y, bajo la luminosidad de la luz, observó la fea erupción cutánea que le había brotado en el antebrazo.

—Seguramente, eres alérgico a algo que has encontrado allí, pero no recuerdo que esto te sucediera la última vez que estuviste entre nosotros.

—No, no sucedió. Sin embargo, creo saber de qué se trata. Ya he tenido esta clase de erupciones con anterioridad. ¿Quizás Joanna ha añadido un álamo a su jardín? Yo soy alérgico a los álamos.

—Hace unos años importamos varios árboles de Estados Unidos, y entre ellos también había álamos. Permíteme que te lo cure.

—Me temo que lo tengo en los dos brazos —dijo Philip subiéndose la otra manga de la camisa y sentándose en una de las sillas que había junto al banco de trabajo—. Y me arde como si fuera fuego.

Echó un vistazo a su alrededor. Durante el día, la habitación se abría a la luz del sol. Estaba llena de plantas y macetas, que incluso colgaban del techo, y también había semilleros, y bandejas con hojas y raíces puestas a secar. El banco de trabajo estaba atiborrado de botellas, frascos y jarras; el aire estaba impregnado de un fuerte aroma a las fragancias mezcladas del hinojo y la miel.

Pero, para él, Sarah constituía todo el foco de su atención. Sarah, que le había producido una oleada tan asombrosa de emociones cuando la vio por primera vez en la Exposición y a la que no había podido apartar de su mente desde entonces.

—Muy bien —dijo ella regresando a su lado—. Esto aliviará el ardor.

Destapó un tarro, tomó una pasta cremosa con los dedos y la aplicó con suavidad sobre los brazos de Philip.

—¿Qué es? —preguntó este sin dejar de observar la mano de ella, que se movía con lentitud sobre su brazo.

Se fijó en el contraste de la piel color oliva con el puño blanco de su camisa; sintió su cercanía y detectó su débil perfume.

—Es caléndula —contestó ella—. No te curará el ardor, pero sí te aliviará. La única forma de conseguir que desaparezca el ardor consiste en mantenerse alejado de los álamos.

Él permaneció en silencio durante un momento, antes de decir:

—Desde luego, hace una noche muy calurosa.

—Me temo que nos encontramos en plena sequía de otoño.

—En Estados Unidos, mayo es un mes de primavera, no de otoño. Eso fue precisamente algo a lo que no pude acostumbrarme la última vez que estuve aquí, la inversión de las estaciones. Además, también descubrí otra cosa. ¿Sabías que el agua que baja por un sumidero corre aquí en dirección opuesta a como lo hace en el hemisferio norte? A una persona le resulta difícil adaptarse a eso.

—Ya está —dijo ella con una sonrisa—. Eso te aliviará durante un tiempo. Puedes quedarte con este tarro. Aplícate la crema cada vez que te aumente el ardor, o cuando te resulte particularmente molesto.

Philip se bajó las mangas de la camisa y Sarah se volvió hacia el banco de trabajo para comprobar cómo hervía el hinojo. Era el momento de añadir la miel y dejar que la mezcla se enfriara.

—Es muy agradable volver a verte, Sarah —dijo él. Si quieres que te diga la verdad, no esperaba que estuvieras todavía en Merinda. Pensé que ya te habrías casado y que estarías viviendo en alguna otra parte.

—No —dijo ella sin inmutarse—. No me he casado.

Hubiera querido preguntarle por qué, pero entonces se dio cuenta de que no era una pregunta correcta. Sarah era lo que algunos llamarían una «mestiza», una expresión tomada en su sentido peyorativo; y sospechaba que en Australia predominarían los mismos prejuicios que en Estados Unidos.

—¿Sigues sabiendo cosas, Sarah?

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, levantando la cabeza para mirarle.

—Recuerdo que antes, tenías premoniciones o visiones del futuro. ¿Recuerdas la noche de la tormenta, cuando Hugh perdió tantas ovejas? Tú supiste con antelación que algo malo iba a suceder. ¿Sigues sabiendo cosas de ese modo?

—A veces, pero no con mucha frecuencia. El don parece haberse desvanecido un tanto. —Le sonrió—. Quizá tuvo algo que ver con el hecho de madurar.

—Sí —asintió él—. Has madurado, Sarah. Ya no eres la muchacha que yo recordaba.

—Tengo una confesión que hacerte —dijo ella echándose a reír—. En aquel entonces sentí por ti una atracción desesperada, que yo me tomé muy en serio. Después de tu marcha, te eché mucho de menos.

—¿De veras? ¿Durante cuánto tiempo?

—¡Por lo menos un mes!

Philip se echó a reír. Las miradas de ambos se encontraron por un breve instante y luego Sarah volvió su atención al jarabe de hinojo que estaba preparando. Bajó unos jarros de cerámica de la estantería situada sobre el banco de trabajo, los ordenó sobre este y vertió en cada uno de ellos pequeñas cantidades del jarabe.

—¿Para qué utilizarás esto? —preguntó Philip.

—Ayuda a regular el funcionamiento del estómago, y también actúa como diurético.

Volvieron a guardar silencio. Philip se quedó mirando el tarro que tenía en la mano, hecho de un cristal púrpura opaco.

Era pesado y suave y estaba tapado con un gran tapón redondo de corcho. En el costado se le había pegado una etiqueta que decía: «Crema de caléndula, febrero de 1880».

—Alice parece ser una persona muy simpática —dijo Sarah una vez hubo vertido todo el jarabe—. ¿Cómo la conociste?

—Yo estaba viajando por Inglaterra. Nos conocimos a través de un amigo común.

—Viajas mucho, Philip.

—Sí, es cierto. Supongo que soy una persona inquieta.

Ella se volvió de nuevo a mirarlo y sus manos dejaron de moverse.

—Recuerdo que la última vez que estuviste aquí andabas a la búsqueda de respuestas. ¿Todavía sigues buscándolas?

—Ahora ya no sé si hay respuestas, Sarah. Yo trabajo; eso es lo que más hago ahora.

—Construyendo las casas de otras personas, sin tener una casa propia.

Se quedó mirándola fijamente, observando los altos pómulos y la boca llena, los rizos pajizos del cabello levantado sobre la cabeza, dejando al descubierto su cuello desnudo. Y le asombró percibir su cruda sexualidad, apenas atemperada por la delicadeza cuidadosamente cultivada de los diminutos pendientes de perlas, el modesto broche que llevaba prendido al cuello y los ganchillos de turquesa que le sujetaban el cabello en su sitio.

—¿Sabes, Philip? —añadió volviendo a ordenar los tarros—, si fueras un aborigen, yo diría que deambulas mucho por ahí, que estás siguiendo tu línea de canto.

—¿Siguiéndola o quizá sólo buscándola? —replicó él—. ¿Crees que una línea de canto puede recorrer todo el mundo, Sarah?

—Sí, aunque debe terminar en alguna parte. Del mismo modo que hubo un Sueño al principio, también tiene que haber un Sueño al final.

—Lo sé, a eso se le llama nacimiento y muerte. Quizá mi vida sea mi línea de canto y no sé hacia dónde me dirige.

—Ya veo que te has cortado el cabello —dijo ella con una sonrisa.

—Hace un par de años —asintió él llevándose una mano a la nuca—. A Alice no le gustaba que lo llevara largo. Para mí era un recuerdo de la época que pasé viviendo con los navajos. A veces creo que aquel fue el período más feliz de mi vida. Aquello y los seis meses que pasé aquí —añadió mirándola directamente a los ojos.

De repente, un gran insecto se estrelló contra la ventana, por encima del banco de trabajo. Aleteó desesperadamente contra el cristal, batiendo las alas en un inútil esfuerzo por entrar donde había luz. Sarah se lo quedó mirando fijamente, consciente de la presencia de Philip, cerca de ella, observándola. Algo estaba empezando a suceder entre ellos, algo que él también sentía, de ello estaba segura; y también se daba cuenta de que los dos sentían miedo de que pudiera suceder.

—Háblame del libro que estás escribiendo —dijo Sarah.

—Quiero hacer dibujos de las casas rurales australianas, y me gustaría empezar a hacerlo cuanto antes. Quiero recorrer el distrito y elegir los ejemplos más típicos de la arquitectura australiana. Quizá tú puedas acompañarme y enseñármelas.

—Joanna y yo nos marchamos mañana a Nueva Gales del Sur. Se nos ha invitado a hacer una visita a una misión aborigen que hay allí.

—¿Cuando vuelvas, entonces?

—Quizá —contestó ella dándose cuenta de que el insecto, exhausto, había terminado por alejarse.

Joanna se removió en la cama, dormida. «¿Dónde estamos, madre? ¿Qué estamos haciendo aquí?».

La voz de lady Emily llegaba desde muy lejos. «Cállate, pequeña. Nos estamos escondiendo». «¿De qué nos escondemos, madre?». «De los perros…».

Joanna se sentó de golpe en la cama.

—¡No! —gritó.

Hugh se despertó al instante.

—Joanna —exclamó, incorporándose en la cama—, ¿qué ocurre? ¿Otro mal sueño?

Ella temblaba tanto que apenas si pudo hablar.

—Era terrible —dijo al fin—. Era… tan real.

—Me gustaría que fueras a ver al doctor McLaren y le consultaras al respecto —dijo él rodeándole los hombros con un brazo—. Quizá él pueda ayudarte.

—No, el doctor McLaren no puede hacer nada —dijo Joanna—. Esto es algo de lo que debo ocuparme yo misma. Vuelve a dormirte, cariño. Por favor…

—¿Quieres que te traiga un poco de leche? Podemos sentarnos un rato y hablar.

Ella le acarició la mejilla, sintiendo los pelos de la barba. Hugh se había acostado tarde y tenía que volver a levantarse temprano para cabalgar hacia los distantes rebaños y asegurarse de que disponían de agua.

—Estaré bien, de veras —le aseguró ella—. Sólo quiero sentarme y leer un rato.

Se puso el batín y salió del dormitorio, cerrando muy despacio la puerta tras de sí. Se dirigió al salón, donde encendió una lámpara, se sentó en uno de los sillones y echó la cabeza hacia atrás, dejándola descansar en el respaldo. Cerró los ojos y trató de alejar de sí el dolor de cabeza. Sabía que no le ayudaría ninguna de sus medicinas, porque aquel dolor de cabeza no tenía un origen físico; sólo el esfuerzo mental podría aliviar los latidos que siempre aparecían con la pesadilla.

Si al menos pudiera determinar qué estaba causando aquellas pesadillas, entonces encontraría el remedio. Se había traído consigo el diario de su madre, y ahora lo abrió, pasando las páginas que había leído tantas veces, pero que siempre volvía a leer, con la esperanza de encontrar algún indicio, alguna pista oculta que hubiera podido pasar por alto hasta entonces.

El reloj de la repisa de la chimenea tintineaba con suavidad; algo se agitó entre los arbustos, en el exterior. Un ave nocturna pasó fugazmente ante la ventana perdiéndose con el susurro de un aletear.

Lentamente, Joanna fue pasando las páginas hasta llegar al final de la escritura de su madre, allí donde empezaba su propia escritura: los primeros días pasados en Merinda, sus primeras preocupaciones por Adam, los primeros indicios de su amor por Hugh. Y entonces llegó al día en que Sarah la había llevado al río y le había hablado del Sueño de Canguro: «Sarah me dijo que estoy siguiendo una línea de canto —había escrito casi nueve años antes—, y que estoy cantando una creación a medida que avanzo. ¿Qué quiere decir con eso de que estoy cantando una creación? No soy consciente de hacer nada de eso».

Contempló fijamente la página y, de repente, recordó algo que Sarah le había dicho, hacía mucho tiempo, en el sentido de que el diario también era una especie de línea de canto.

«Pues, si este libro es mi línea de canto —pensó—, entonces quizá el acto de escribir en él sea lo mismo que configurar una creación cantando. ¿Era a eso a lo que se refería Sarah? Y, si esta es mi línea de canto, entonces también es la de mi madre, porque fue su libro antes que el mío…, aunque yo lo continúe, del mismo modo que estoy experimentando ahora las mismas pesadillas que ella sufrió, y la misma sensación de temor y terror que la persiguió en sus últimos días».

Joanna pensó fatigadamente en las líneas de canto, en la Serpiente del Arco Tris y en los perros salvajes. ¿Qué significaba todo eso? ¿Por qué no podía desentrañar el misterio que había allí? Tenía que haber una forma de cambiar una línea de canto, de alterar su curso. Se negaba a permitir que el destino de su madre fuera también el suyo, o que el suyo se convirtiera en el de Beth.

Dejó el libro a un lado y se dirigió a la pequeña mesa de despacho donde atendía su correspondencia; encendió la lámpara, sacó una hoja de papel en blanco y una pluma, se sentó y empezó a escribir: «Querida tía Millicent, sé que en el pasado te he pedido varias veces que me informaras de ciertos espacios en blanco en la vida de mi madre, y que en el pasado no te he presionado para obtener esa información por respeto al dolor que, según me dijiste, te traían esos recuerdos. Ahora, sin embargo, debo insistir. He empezado a sufrir de cierta aflicción que afectó a mi madre durante los meses anteriores a su muerte… pesadillas, dolores de cabeza y una sensación de terror. Es urgente que pueda determinar cuál es la causa que, según creo, se encuentra en algún momento de la niñez de mi madre, y cuyos detalles sólo puedes transmitirme tú. Así pues, tía Millicent, te suplico, por el bien de mi salud, y también por la de mi hija, pues temo que ella también pueda ser víctima de este legado, que me cuentes todo lo que sepas sobre las circunstancias que rodearon la partida de mi madre de Australia. ¿Hay en eso algo que yo deba saber?».

El cochero se mostró obstinado.

—Lo siento mucho, señora, pero no permito que suban negros. Tengo que pensar en los demás pasajeros. Ellos pagan su dinero y tienen sus derechos.

Joanna casi no podía creerlo. Haber llegado hasta tan lejos, después de tantas horas de viaje, y hallarse tan cerca de Karra Karra, sólo para que el conductor de la diligencia se negara a admitir a Sarah porque era aborigen.

—No puedo creer que esté hablando en serio —exclamó ella—. No pretenderá dejarnos aquí, ¿verdad?

—Compréndalo, señora —dijo el hombre, bajando el tono de voz—. No soy yo. No tengo nada contra los negros. Si dependiera de mí la dejaría subir. Pero los otros pasajeros…

Joanna se volvió a mirar a las cinco personas que habían bajado del tren con ella y con Sarah, tres hombres y dos mujeres, y se habían instalado en el interior de la diligencia. Todos miraban expresamente hacia otro sitio.

—¿Y qué espera usted que hagamos? —le preguntó Joanna al cochero—. ¡Aquí no hay nada!

El tren se había detenido en un pequeño apeadero que no era más que un simple cobertizo. A unos pocos metros de distancia de la vía del tren crecía un bosque bastante denso. Aquel era el final de la línea para todo aquel que no continuara hasta Sydney. Quienes se dirigían a otras ciudades y asentamientos, descendían en este apeadero y subían a la diligencia que les transportaba el resto del camino.

—Lo siento, señora. Pero son reglas de la compañía. No se permiten aborígenes.

El hombre se encogió de hombros y subió al pescante del conductor.

—Por favor, Joanna —dijo Sarah—. Ve con él. Yo estaré bien aquí.

—Pero es posible que tenga que pasar la noche en la misión, Sarah. ¿Dónde dormirás? ¿En ese cobertizo? —Joanna se volvió al conductor y le preguntó—: ¿Puede decirme al menos a qué distancia está la misión de Karra Karra?

—A unos dieciséis kilómetros, pero todo el trayecto es cuesta arriba. Y da la impresión de que va a llover. Es posible que quiera usted hacer lo que le dice la muchacha y venirse conmigo.

—No tengo la menor intención de ir con usted. Y puede estar seguro de que escribiré una carta de queja a su compañía.

—Como quiera —dijo el hombre haciendo restallar las riendas.

Apenas la diligencia se hubo alejado traqueteando por el camino, desapareciendo entre los altos pinos, cuando Joanna sintió las primeras gotas de lluvia. Las llanuras occidentales estaban resecas por la sequía, pero aquí, entre las exuberantes montañas situadas cerca de los límites de Nueva Gales del Sur, caía una lluvia ligera.

—Bien, Sarah —dijo, tomando su maleta—. Supongo que será mejor que empecemos a caminar.

El enérgico aire de la montaña les infundió vigor mientras caminaban. El olor de los pinos y de la tierra húmeda era embriagador. ¿Podía estar realmente a punto de descubrir Karra Karra, después de tantos años de búsqueda? ¿Dónde había un lugar llamado Bowman’s Creek y otro llamado Durrebar? ¿Acaso ella y Sarah estaban caminando, de hecho, sobre los terrenos, indicados en la escritura, sobre una propiedad que era suya por derecho?

Joanna había escrito a William Robertson, el director de la misión, preguntándole si sabía algo sobre sus abuelos, pero él le había contestado con el típico apresuramiento de un hombre muy ocupado: «No sé qué puedo decirle, señora Westbrook, pero si viene usted a visitarnos, le ofreceremos todo el calor de nuestra modesta hospitalidad».

La lluvia iba y venía a rachas y Joanna y Sarah se vieron obligadas a detenerse con frecuencia y buscar un cierto refugio bajo los árboles. Sus abrigos de lana empezaron a hacerse muy pesados con la humedad, y las botas no tardaron en llenarse de barro. Pero su estado de ánimo siguió siendo alto. Joanna se había sentido excitada casi desde que leyera el folleto que Adam había tomado en la Exposición. Y ahora, aquí estaba, en lo alto de las montañas, a punto de visitar el lugar donde, posiblemente, había nacido su madre.

Caminaron penosamente por el camino, escuchando el silencio del bosque. De vez en cuando veían un fugaz relampagueo de azul y rojo entre los árboles, cuando pasaba volando un papagayo. Los sonidos de los animales surgían de lo más profundo del bosque, y se veían gran profusión de flores como no habían visto en ninguna otra parte. Las dos empezaban a sentirse cansadas, al no estar acostumbradas a la altura, y notando ya los efectos de tener que caminar cuesta arriba. Se detenían de vez en cuando, para cambiarse la maleta de una mano a otra y para recuperar la respiración.

La lluvia caía más fuerte y echaron a correr para buscar abrigo, viéndola caer y sintiéndose desalentadas: caían verdaderas cortinas de agua. El aguacero duró un buen rato y cuando dejó de llover y Joanna y Sarah pudieron caminar de nuevo, descubrieron que el camino se había convertido en un cenagal.

Joanna empezó a sentirse preocupada. ¿Cuánto habrían caminado? ¿Cuánto les quedaba aún para llegar a la misión? Con el cielo tan nublado, le resultaba imposible saber qué hora sería.

Finalmente, doblaron una curva en el camino y se encontraron ante una vista extraña.

Por delante de ellas, el camino estaba bloqueado por una carreta grande tirada por bueyes. Doce animales macizos estaban enganchados, por parejas, a una enorme carreta cargada con troncos. El vehículo era conducido por un hombre que estaba de pie, maldiciendo a los bueyes, azuzándoles los flancos Con un látigo de cinco metros. Hugh había escrito baladas sobre aquellas grandes carretas de bueyes y sus típicos conductores, la mayoría de los cuales habían sido convictos; aquello había sido una escena habitual en su juventud, cuando se empezaba a explorar y colonizar la tierra. Pero ahora estaban desapareciendo porque eran vehículos caros y lentos. Los caballos habían ido sustituyendo a los bueyes, así como la nueva línea del ferrocarril. Para conservar su recuerdo, Hugh había escrito una balada muy popular que había titulado «Los boyeros».

Sin embargo, lo que hizo que Joanna y Sarah se detuvieran y contemplaran fijamente la escena no fue el vehículo tirado por bueyes, sino la diligencia que se había detenido detrás. Los pasajeros se asomaban por la diligencia, quejándose en voz alta, y el cochero le gritaba al conductor del vehículo de bueyes, que no le hacía el menor caso.

Joanna y Sarah pasaron ante ellos, sintiéndose pequeñas ante el tamaño monstruoso del vehículo cargado de troncos, que se movía crujiendo a un paso increíblemente lento, con las ruedas, casi más altas que las propias Joanna y Sarah, hundiéndose en el barro y los animales tirando esforzadamente de sus arreos. Al ver a las dos mujeres, el boyero sonrió y las saludó con un gesto de la mano. Joanna le devolvió el saludo y le preguntó:

—¿Sabe usted a qué distancia está la misión de Karra Karra?

—A unos doce kilómetros —contestó el hombre—. Siga el camino.

¡Doce kilómetros! Eso quería decir que sólo habían avanzado cuatro. Le había parecido que era mucho más.

Siguieron su camino y finalmente se encontraron por delante de los bueyes, caminando esforzadamente sobre el barro, y rezando para que no volviera a ponerse a llover. Habían avanzado unos pocos metros más y Joanna dijo:

—Quizá encontremos alguna casa.

Fue en ese momento cuando vieron un carro avanzando por el camino, en dirección a ellas.

—¡Sooo! —exclamó el conductor, deteniendo el vehículo—. ¿Es usted la señora Westbrook? —preguntó—. Yo soy William Robertson, el superintendente de Karra Karra. —Las ayudó a subir al carro y añadió—: Empezó a hacerse tarde y, al ver que no aparecía la diligencia, decidí venir a buscarla. Sucede a veces: los carros de bueyes bloquean el camino. Pasarán horas antes de que esa diligencia llegue a la primera parada.

Robertson hizo dar la vuelta al carro y reanudó el camino en dirección contraria a la que había venido. Joanna y Sarah se volvieron para mirar al cochero de la diligencia que, con el rostro enrojecido, seguía gritándole al parsimonioso boyero, mientras los pasajeros permanecían sentados y desanimados en la diligencia empantanada en el camino. Pocos minutos más tarde, todos habían quedado muy atrás.

Robertson era un escocés, de cabello rojizo y largo y una poblada barba roja. A Joanna le sorprendió saber que era ministro de la Iglesia, ya que iba vestido como un leñador.

—No puede ni imaginarse lo contento que me sentí al recibir su carta, señora Westbrook —dijo el hombre—. Se nos presta tan poca atención en nuestra misión. Usted preguntó por una pareja llamada Makepeace. No he encontrado mención alguna de ellos en nuestros registros, pero debo admitir que algunos de nuestros superintendentes anteriores no fueron muy eficientes en sus tareas administrativas. Sin embargo, pensé que, si hablaba usted con algunos de nuestros miembros más antiguos, quizás ellos recordaran algo.

—¿Cuántos años tiene la misión, señor Robertson? —preguntó Joanna adelantando el rostro, ansiosa por distinguir ya Karra Karra al fondo del camino.

—Es muy antigua. Fue una de las primeras misiones que se crearon en las colonias.

—¿Y por qué se disponen a cerrarla? —preguntó Joanna con excitación.

—Hace algunos años —contestó Robertson con expresión sombría—, a los aborígenes se les garantizaron estas tierras porque el gobierno consideró que no tenían ningún valor. Pero desde entonces los asentamientos blancos se han ido acercando más y más, y cada vez hay una mayor demanda de madera, sobre todo ahora, con el auge que está teniendo la construcción.

Joanna y Sarah habían visto suficientes pruebas de aquel auge. Al atravesar Melbourne en tren, habían visto cómo surgían los nuevos edificios en los suburbios, construyéndose con la mayor rapidez posible para cubrir las necesidades de una población cada vez más numerosa. Más tarde, a medida que el tren avanzó hacia el norte, en dirección a Nueva Gales del Sur, contemplaron kilómetros y kilómetros de bosques talados, donde lo único que quedaba eran los tocones de los árboles cortados.

—Esta es una zona muy rica en madera, señora Westbrook —siguió diciendo Robertson—. Hay muchos hombres que quieren ponerle la mano encima a tanta riqueza, así que están presionando al Consejo para que traslade a los nativos.

—¿A qué Consejo se refiere?

—Se le conoce como Consejo de Protección de los Derechos Aborígenes, aunque le puedo asegurar que no hacen nada por protegerlos.

—¿Cómo puede permitir el gobierno el traslado de su gente? ¿Tienen derecho legal a hacerlo?

—Pueden hacerlo siempre y cuando logren aparentar que lo único que les importa son los intereses de los aborígenes. Para ello, están utilizando como excusa nuestro alto índice de tuberculosis. Dicen que las causas de esa enfermedad se encuentran en el frío y la humedad de esta zona. Así que pretenden trasladar a los aborígenes a una zona de clima más cálido y seco, en beneficio de su salud, según el Consejo. Pero esas gentes pertenecen a estos territorios. Sus antepasados vivieron aquí.

—Pero, señor Robertson, la ciencia ha demostrado recientemente que la tuberculosis está causada por un germen, no por el frío y la humedad. Eso, sin duda, es algo que debe de saber el Consejo.

—Lo saben, claro, porque yo mismo se lo dije. Pero se aferran a las viejas ideas, y hasta disponen de algunos médicos muy respetados de Melbourne que lo atestiguarían así.

Y entonces, de repente, allí estaba.

Robertson dirigió el carro fuera del camino y Joanna levantó la vista para mirar el arco que se formaba sobre la entrada y en cuya madera sin desbastar se habían grabado las palabras: «MISIÓN ABORIGEN DE KARRA KARRA». Se llenó la vista con el espectáculo de los árboles, el cielo gris, los edificios de piedra, los cerdos y las gallinas que pululaban por el patio. Trató de imaginarse qué aspecto habría podido tener aquello en los tiempos de su abuela, hacía tantos años, cuando allí no había existido nada, excepto posiblemente las toscas viviendas de los aborígenes. Trató de sentir, envuelta por aquel aire vigorizador, el celo y la fe que John Makepeace había traído a este bosque en busca de un segundo Edén. Y pensó en la joven mujer negra cuyo nombre había recordado de repente lady Emily, en Reenadeena, y se preguntó si quizá estaría aún con vida o si quizá sus descendientes vivían aún aquí.

—Antes de enseñarle la misión tomaremos una taza de té —dijo Robertson.

La residencia del superintendente era una pequeña casa de piedra compuesta por dos habitaciones y una terraza. Una mujer medio aborigen llamada Nellie sirvió el té a las invitadas en el pequeño saloncito de Robertson, dirigiendo de vez en cuando una mirada de curiosidad hacia Sarah.

—Y ahora, señora Westbrook —dijo Robertson—, ¿cuál es su interés por Karra Karra?

Joanna le habló de John y Naomi Makepeace, la inexplicada partida de su madre de Australia, y su búsqueda posterior. Una vez que hubo terminado, Robertson dijo:

—Oh, querida, temo que este no es el mismo lugar que usted busca.

—¿Por qué no?

—Porque esta misión fue fundada en mil ochocientos sesenta.

Ella y Sarah intercambiaron una mirada.

—Pero usted dijo que era muy antigua.

—Sí, hablando relativamente. En unas colonias que tienen menos de un siglo de existencia, veinte años parecen un período de tiempo muy amplio. Pero hay otra cosa más, señora Westbrook. Karra Karra no fue el nombre original de esta misión. Hasta que yo vine a trabajar aquí, hace ahora un año, esto se llamaba el Asilo dé San José para Nativos.

—Comprendo —dijo Joanna—. Eso explica por qué no pude encontrarlo en el mapa.

—El nombre anterior no me pareció el más apropiado para un hogar destinado a los aborígenes. Así, les pedí que eligieran un nombre ellos mismos. Se reunieron y decidieron el de Karra Karra, que es el nombre de una flor que crece con profusión por aquí. Seguramente la habrá visto usted; es esa flor en forma de trompeta, con pétalos de colores blanco y lavanda.

Joanna se sintió muy desilusionada. Se quedó sin saber qué decir.

—Lo siento mucho, señora Westbrook —dijo Robertson—. Hubiera deseado verdaderamente que este hubiese sido el lugar que anda buscando.

—¿Sabe usted al menos si la palabra «karra karra» significa lo mismo entre todos los aborígenes? —preguntó ella tras un rato de silencio.

—Señora Westbrook, se cree que por este continente hay extendidas más de doscientas lenguas distintas entre los aborígenes. Una palabra de un dialecto puede significar una cosa distinta en otro.

—Comprendo —asintió ella.

—¿Quiere que vayamos ahora a echar un vistazo a la misión?

Joanna y Sarah fueron conducidas primero a la capilla donde rezaron una oración en compañía del señor Robertson. Luego, este les enseñó el complejo principal de la misión, compuesto por casas privadas, edificios comunales y establos para los animales de la granja. Joanna observó cómo las mujeres confeccionaban cestos, utilizando los mismos métodos empleados por sus antepasados. Según explicó Robertson, las mujeres recorrían grandes distancias para recoger la variedad correcta de juncos, que luego eran cortados, atados, empapados en agua durante unas horas y colgados a secar hasta que estaban listos para su uso. Según se le dijo a Joanna, aquellos cestos tenían una fuerte demanda en las ciudades cercanas.

Ella y Sarah vieron a los hombres preparar y curtir pieles de zarigüeya, que luego transformaban en alfombras para su venta.

Vieron terrenos plantados con verduras, cuidados y cosechados; vacas que estaban siendo ordeñadas y niños que cantaban sus canciones en una escuela rudimentaria. A todas partes donde iban, ella y Sarah se encontraban con amplias sonrisas y actitudes amables. Pero Joanna observo una diferencia entre estas gentes y las de la misión del distrito occidental. Los habitantes de Karra Karra parecían caminar más erguidos y actuar con una clase de orgullo que no era aparente en las otras misiones que había visto. Los aborígenes de Simms eran serviles, mientras que los de Robertson tenían dignidad.

—Señora Westbrook —dijo Robertson—, hemos alcanzado un nivel en el que somos autosuficientes. La misión ya no recibe ayudas gubernamentales. Cultivamos nuestro propio trigo, lúpulo y verduras. Hacemos cestas y alfombras de zarigüeya, productos para los que hay un mercado permanente. Tenemos setenta cabezas de ganado, quince vacas lecheras, y cerdos suficientes como para obtener jamón durante años. A diferencia de los superintendentes de otras misiones, para quienes los nativos deberían ser tratados como niños, guiados, por así decirlo, yo creo que los aborígenes obtienen mejores resultados cuando se les permite gobernarse por sí mismos. Al negárseles la iniciativa personal, pierden su sentido del valor propio.

Joanna recordó los tiempos en que había visitado la misión del distrito occidental, cuando el reverendo Simms era el superintendente. Allí, los aborígenes se sentían, en general, desgraciados, y la mayoría de las veces eran ingobernables. La respuesta de Simms consistía en imponerles la disciplina, algo que, en opinión de Joanna, no hacía sino empeorarlas cosas.

—¿Se siente feliz su gente aquí? —preguntó.

—Están bastante contentos, señora Westbrook. Claro que la mayoría de ellos son medio aborígenes y se sienten más seguros en un lugar como este que en su propia sociedad, donde no son aceptados ni por los negros ni por los blancos. —Dirigió una rápida mirada a Sarah vestida con su bonito traje de viaje, hecho de terciopelo; el sombrero con una pluma y el crucifijo de oro colgado al cuello—. Tenemos a muy pocos aborígenes de sangre pura… y son personas muy viejas.

Joanna pensó en los aborígenes que había y visto en la misión del distrito occidental durante la última visita que hizo en compañía del reverendo Simms. Aquellas personas le parecieron bien vestidas y alimentadas; le habían sonreído y mostrado con orgullo los cestos y alfombras que confeccionaban. Pero, por debajo de aquella fachada, Joanna había percibido perplejidad. Había mirado en el interior de sus pequeñas cabañas y se le habían presentado aborígenes que ahora se llamaban Mary, Joseph y Agatha. Había saludado a madres sonrientes que llevaban ropas europeas, y ancianos orgullosos vestidos con pantalones y levitas. Pero recordaba haberse sentido preocupada por la impresión de que algo no funcionaba bien. En medio de toda aquella satisfacción y evidente prosperidad, Joanna había captado una sensación de pérdida. Le pareció que las gentes del reverendo Simms, en lugar de progresar, se limitaban a esperar que les llegara el momento de la muerte.

Al pasar junto a un largo edificio de tablas, Joanna preguntó:

—¿Eso son cánticos, señor Robertson?

—Desde luego. Es nuestra enfermería. Hay en ella una mujer que está muy enferma, y sus parientes tratan de curarla. Las mujeres están cantando una canción de cura.

—¿Qué le pasa?

—Tiene fuertes dolores en el abdomen. Aparecieron de repente anoche. Las mujeres ya llevan cantando un buen rato.

—¿Y es eso todo lo que harán por ella?

—Le han frotado el cuerpo con grasa de emú y cenizas, y le han atado una cinta del cabello alrededor de la cintura. Pero el canto es la parte principal de su cura.

—¿No debería ser atendida por un médico?

—Eso no serviría de nada, señora Westbrook. El médico del distrito ya pasó a verla, y dijo que no se podía hacer nada por ella. En realidad, no está enferma a causa de ninguna dolencia física. Por lo que tengo entendido, se escapó con el marido de otra mujer. Llegaron hasta la ciudad más cercana, donde él la abandonó. Poco después de regresar, las otras mujeres le «cantaron», es decir, le dirigieron alguna especie de maldición.

—¿Quiere decir como una canción-veneno? —preguntó Joanna mirándole fijamente.

—Pues sí, en efecto. Ya veo que usted también ha oído hablar de esas cosas.

—¿Y no puede hacerse nada por ayudarla?

—Sus parientes están tratando de eliminar el veneno cantándole su propia fuerza curativa. Las medicinas del hombre blanco no sirven de nada, así que quizá las suyas sirvan de algo. Es una cuestión de fe.

—¿Les importaría que yo le echara un vistazo? Tengo ciertas habilidades para curar.

—No les importaría en absoluto, señora Westbrook. En realidad, agradecerían que usted intentara ayudar. Puede entrar, yo la esperaré aquí fuera. Yo tengo prohibido entrar cuando las mujeres están ejecutando uno de sus rituales.

Joanna y Sarah cruzaron el umbral y se encontraron en una larga estancia, donde había ocho camas y unas pocas sillas y mesas. Siete de las camas estaban hechas y desocupadas, pero en la octava había tumbada una mujer, con los ojos cerrados. Evidentemente, estaba enferma; la cabeza le rodaba de un lado a otro, y gemía. Mientras Joanna y Sarah observaban, un grupo de mujeres se movió alrededor de la cama en una especie de danza, sosteniendo las manos en forma de copa, alejándolas de sus cuerpos y dirigiéndolas hacia el cuerpo tendido de la mujer.

De pronto, una de ellas se dio cuenta de la presencia de Joanna y Sarah. La mujer dejó de cantar y las demás también se detuvieron y se volvieron a mirar a las recién llegadas.

—Hola —las saludó Joanna—. Siento mucho interrumpir, pero ¿puedo echarle un vistazo? Es posible que pueda ayudarla.

Había esperado encontrar cierta resistencia, o quizá recelo, pero en lugar de eso hubo sonrisas tímidas y gestos para que se acercara a la cama. Joanna se sentó en el borde y examinó a la paciente, buscando ciertos signos y síntomas. Aunque no logró descubrir la naturaleza específica de la enfermedad, observó las miradas de fatalismo y aceptación en los ojos de la mujer. Luego vio sobre la mesita que había junto a la cama unos pequeños paquetes de polvos etiquetados como «jengibre» y «milenrama», una botella de extracto de sauce y una cataplasma de mostaza, todo lo cual habría recetado ella misma y que, sin lugar a dudas, debía de haber dejado allí el médico del distrito. Era evidente que eso no había servido de nada.

Al levantarse de la cama las mujeres la miraron con expresión de esperanza, pero ella no tuvo más remedio que decir:

—Lo siento.

Las mujeres reanudaron los cantos y la curiosa danza alrededor de la cama y ella y Sarah retrocedieron hacia la puerta.

—Me pregunto si podrán ayudarla —dijo Joanna.

—No conozco este ritual —dijo Sarah—. No se cómo ayudar a alguien que ha sido «cantado».

—Quizá pueda hacerse con cualquier clase de ritual —dijo Joanna reflexivamente—, quizá sólo se necesite que la víctima crea que el canto y las palabras la ayudarán. Yo misma quisiera creer en su poder como creen estas mujeres, quisiera poder crear mi propia canción y eliminar el veneno cantando. Quizá de ese modo terminara por desaparecer. Quizá entonces no tendría otra pesadilla y desaparecería esta terrible sensación que tengo cada vez que miro a Beth.

Salieron y se reunieron con Robertson y al comentar Joanna que tales rituales estaban prohibidos en algunas de las otras misiones, él contestó:

—A mí me entristece bastante el ver cómo este pueblo pierde su cultura. Los aborígenes se han visto desposeídos de muchos de sus lugares mágicos. Han perdido para siempre cientos, quizá miles de pozos y cuevas sagradas. Y podría decir que esa pérdida es algo más que espiritual. Tenga en cuenta que los aborígenes nunca escribieron su historia. El registro de sus generaciones anteriores se encuentra en los hitos sagrados que hay a lo largo de las líneas de canto. Los aborígenes seguían los caminos antiguos y repetían las viejas historias a medida que caminaban. Pero si se les corta de sus líneas de canto, no tardan en perder el registro cíe sus antepasados. A menudo me he quejado argumentando que privar a los aborígenes de sus lugares sagrados es lo mismo que quemar una biblioteca.

—Su gente parece sentirse muy feliz aquí —dijo Joanna al acercarse a la casa de Robertson.

—Desgraciadamente, señora Westbrook, sigue habiendo unos pocos que se escapan.

—¿Y adónde van?

—La mayoría de ellos se marchan a las ciudades y los asentamientos. Se sienten atraídos, e incluso son adictos, al alcohol y al tabaco, así que se marchan a lugares donde pueden encontrarlos. Sin embargo hay unos pocos que se escapan al interior donde confían encontrar el viejo estilo de vida, un lugar donde no haya blancos.

—¿Hay en el interior muchos que sean así?

—Nadie lo sabe. En Australia sigue habiendo muchas zonas que todavía no han sido exploradas.

«Inexploradas por el hombre blanco —pensó ella—. Pero, sin lugar a dudas, muy exploradas y conocidas por los aborígenes que viven en ellas».

Joanna pensó en el conductor de la diligencia, y en los pasajeros que no habían protestado por su política antiaborigen. Y pensó también en los nativos que había visto en Melbourne, borrachos, mendigos, prostituyéndose. Pensó en Sarah, que cada vez parecía saber menos de la cultura de su pueblo, y en el reverendo Simms, que en cierta ocasión le había dicho a Joanna: «Estimulamos a los aborígenes a casarse con personas que no sean de su raza porque entonces las mejores cualidades de los blancos civilizados superan y borran los rasgos negros».

—Señor Robertson, ¿cree usted que se puede influir en las normas del Consejo de Protección de los Derechos Aborígenes? —preguntó una vez que se encontraron en el interior de la casa—. ¿No se puede convencer al Consejo para que se tome un mayor interés en la protección de esta gente?

—Créame que lo he intentado, señora Westbrook, pero sólo soy una voz contra seis. Esa fue la razón por la que hice imprimir aquellos folletos que se distribuyeron en la Exposición. Confiaba en captar la atención de otras personas como yo mismo, capaces de ofrecer alguna ayuda.

—A mí me gustaría ayudar, señor Robertson. Dígame qué es lo que tengo que hacer.

Él se levantó, se acercó a su mesa de despacho y dijo:

—Le daré los nombres de los miembros del Consejo. Puede escribirles, protestando contra su decisión de trasladar a mi gente.

Mientras Robertson escribía la lista de nombres, Joanna contempló una fotografía colgada sobre la chimenea. Bajo la foto, un epígrafe indicaba que el hombre representado era el viejo Wonga, el último jefe de esta zona. Estaba desnudo, a excepción de una capa de piel de zarigüeya, y tenía un aspecto imponente con su lanza. Joanna se preguntó en qué habría estado pensando en el momento de mirar hacia el objetivo de la cámara. ¿Había escuchado con el clic del disparador el sonido de muerte de su pueblo?

—Aquí tiene —le dijo Robertson tendiéndole la lista—. Le agradecería todo lo que pudiera usted hacer. Y ahora, ¿le importaría quedarse a pasar la noche aquí? Disponemos de alojamiento para los visitantes.

Antes de que Joanna pudiera contestar, vio en la pared algo que llamó su atención. Era un documento, muy viejo y amarillento, enmarcado tras un cristal. Joanna se acercó. Observó de cerca los puntos, las líneas y los rizos que le eran tan familiares, los símbolos crípticos que había llegado a conocer tan bien, pero cuyo significado seguía siendo tan elusivo para ella después de todos aquellos años.

—Señor Robertson —dijo, repentinamente excitada—, ¿qué es esto?

—Eso, señora Westbrook, es mi orgullo y mi alegría. Se trata de una página de La conquista de las Galias, de Julio César. No es la página original, claro está, sino un facsímil hecho de forma muy inteligente y que me ha enviado un amigo de Inglaterra. Yo soy muy aficionado a los clásicos.

—Sí, pero ¿qué es? Me refiero a la escritura, señor Robertson. ¿Qué es esa escritura?

—Es una forma de taquigrafía inventada por un romano antiguo llamado Marco Tullio Tirón. Muchos hombres famosos, incluyendo a Julio César, utilizaron la taquigrafía tironiana en sus escritos. Estuvo en uso durante unos mil años y luego desapareció, durante la Edad Media, cuando la taquigrafía llegó a estar asociada con la brujería y la magia.

—Quisiera mostrarle algo —dijo Joanna.

Se acercó a su bolsa de viaje y sacó la cartera de cuero mostrándole los papeles a Robertson.

—¡Santo Dios! —exclamó este—. ¡Esto es una taquigrafía muy antigua! Quien escribió esto tuvo que haber sido un clasicista como yo mismo.

—¿Puede usted leer esta escritura?

—Bueno, veamos, ¿le parece? —Se sacó unas gafas de un bolsillo y se las colocó con parsimonia sobre la nariz. Las pobladas cejas rojizas se juntaron al concentrar la mirada en la escritura, hasta que finalmente dijo—: Me temo que no, señora Westbrook. Mi documento está en latín, pero estos documentos suyos parecen haber sido escritos en inglés.

—¿Y usted no puede traducirlos?

—Temo no ser un experto en taquigrafía tironiana. Hay cientos de símbolos distintos, ¿comprende?

—¿No hay forma alguna de descifrar el código?

—El amigo que me envió este facsímil es bastante versado en taquigrafía tironiana. En realidad, fue él quien me hizo este excelente facsímil. Le escribiré a Inglaterra y le enviaré los papeles de su abuelo, explicándole el problema. De todos modos, Giles me debe un favor.

—Preferiría no tener que desprenderme de estos papeles —dijo Joanna tras un momento de vacilación—. Son muy valiosos para mí.

—Sí, desde luego. Lo comprendo. Bien, en tal caso le pediré a Giles que me envíe el código tironiano, con instrucciones acerca de cómo utilizarlo. De ese modo, señora Westbrook, usted misma podrá traducir los papeles de su abuelo. ¿Le parece bien?