Pauline Downs apenas si podía esperar a que llegara la noche de bodas. Mientras la costurera ponía los últimos alfileres en la elegante bata, Pauline se volvió de un lado a otro, admirándose en d espejo de cuerpo entero. Apenas si podía contener su excitación.
«¡Espera a que Hugh me vea con esto puesto!». Era el último grito de la moda, ya que sólo tenía las semanas que tardó el modelo y la tela en hacer el viaje desde París hasta Melbourne. El material era un satén cremoso, de color champán-melocotón, guarnecido con encaje de Valenciennes y la base de botones diminutos que sólo era capaz de producir la casa de Worth. La bata parecía derramarse sobre el cuerpo esbelto de Pauline, delineando los pechos pletóricos y las suaves caderas; la forma en que caía a sus pies la hacía parecer más alta de lo que ya era. Había tardado semanas en lograr el diseño correcto de lo que llevaría en la primera noche que pasara a solas con Hugh Westbrook. Y ahora que lo tenía, Pauline hubiera deseado que aquella noche ya estuviera aquí, ahora.
La bata sólo constituía una parte del enorme ajuar de novia que estaba preparando para la luna de miel. Su gran dormitorio en Lismore, su hogar en el distrito occidental, estaba abarrotado de rollos de tela, revistas de moda, diseños, vestidos en distintas fases de acabado. Y no se trataba de vestidos ordinarios, porque Pauline no era una mujer ordinaria. Ella se ocupaba de asegurarse de que, a pesar de hallarse en el otro lado del mundo, en una colonia que solía estar atrasada con respecto a Europa en cuestiones de moda, su guardarropa de novia estuviera a la última moda.
Contempló con delectación los vestidos que se pondría una vez se hubiera convertido en la señora de Hugh Westbrook. Los tediosos y viejos miriñaques quedarían definitivamente desterrados, y en Europa estaba surgiendo un estilo totalmente nuevo. Apenas si podía esperar a enseñar aquel invento radicalmente nuevo llamado polisón, y las atrevidas faldas atadas a la espalda, que elevaban el borde unos centímetros por encima del suelo. ¡Y las telas! Sedas azules, satenes color canela, a la espera de ser cosidas y dobladas en terciopelo negro o dorado, con encajes blancos para resaltar el cuello y los puños. De qué modo tan perfecto complementaban su cabello de color platino y sus ojos azules. El estilo en el vestir era una de las obsesiones de Pauline. El hecho de hallarse en la vanguardia de la moda la ayudaba a olvidar que no se encontraba en Londres, sino más bien en una atrasada colonia llamada pomposamente Victoria, en honor de la reina.
Pauline formaba parte de la pequeña nobleza terrateniente de Victoria, y había nacido y se había criado en una de las granjas ovejeras más antiguas y grandes de la colonia. Se había criado rodeada del más consentido de los lujos; su padre la llamaba su «Princesa», y le había hecho prometer a su hijo Frank que, cuando él desapareciera, se ocuparía de que su hermana siguiera llevando una vida rodeada por la comodidad y las facilidades. Ahora vivía en el distrito occidental de una granja ovejera que tenía una extensión de cien hectáreas, a solas con su hermano Frank, en una mansión de dos pisos llena de sirvientes. Pauline se pasaba el tiempo ocupada en la caza, las fiestas de fin de semana, los bailes y fiestas sociales, como si viviera en una rica propiedad campestre de Inglaterra. Frank y su hermana eran quienes imponían las tendencias en las capas altas de la sociedad, y establecían los estándares por los que había de regirse la vida de los otros miembros de su propia clase. Pauline creía firmemente que, a pesar de vivir en las colonias, o quizá por eso mismo, era importante no dejarse «llevar al monte».
La única cosa no de moda que Pauline había hecho era seguir estando soltera a la edad de veinticuatro años.
No es que no hubiera tenido oportunidades para casarse. Había habido numerosos pretendientes llenos de esperanza, pero la mayoría de ellos fueron hombres que se enriquecieron con rapidez, la clase de tipo tosco que hizo su fortuna en lugares apartados y que luego acudió al distrito de Victoria para actuar como señores de la mansión recién comprada. Aquellos hombres se habían enriquecido con las ovejas o con el oro, y unos pocos eran incluso más ricos que su propio hermano. Pero no tenían buenas actitudes ni educación, jugaban y bebían la cerveza directamente de la botella, hablaban de una forma atroz, y no sentían el menor respeto por la clase social. Y lo peor de todo era que no tenían la ambición de mejorarse, ni veían razón alguna para hacerlo. Pero Hugh Westbrook no era así. Aunque él también procedía de un lugar remoto, había ganado una pequeña fortuna con el oro, y se había convertido ahora en la clase de granjero que cabalgaba con sus peones y descargaba sus propios postes para las cercas, y su actitud era diferente en otros muchos aspectos. Hugh tenía algo que atrajo a Pauline desde el primer momento en que lo conoció, diez años antes, cuando él adquirió la propiedad Merinda. En aquel entonces, Pauline sólo contaba con catorce años de edad y Hugh sólo tenía veinte.
Pero no sólo se había enamorado de Hugh por su buen aspecto. Estaba convencida de que él poseía algo más que músculos y una sonrisa atractiva. Para empezar, era honrado, y no era eso lo que podía decirse precisamente de la mayoría de los hombres procedentes de las zonas despobladas del país. Poseía una clase de fuerza especial, muy serena, nada parecida a la fanfarronería y la jactancia que solía verse en la mayoría de aquellos hombres que competían entre sí para ver quién cortaba árboles con mayor rapidez, o quién abría las botellas de cerveza con los dientes. A Pauline le parecía que Hugh poseía una fortaleza profundamente anclada, de carácter firme y seguro, gracias a la cual ella le veía no tanto como el hombre que era en la actualidad, sino como el que iba a ser en el futuro.
Cuando Hugh compró Merinda, allí no había nada, excepto un barracón destartalado y unas pocas ovejas enfermas. Contando únicamente con sus propias manos y una fuerte voluntad, Hugh había empezado solo, esforzándose por convertir Merinda en una granja ovejera de la que pudiera sentirse orgulloso. Diez años atrás, Frank, el hermano de Pauline, había calculado que el joven de Queensland vendería antes de que hubiera terminado el año. Pero Hugh había demostrado que tanto Frank como el resto de los ovejeros estaban muy equivocados. Y ahora, diez años más tarde, no cabía la menor duda de que Hugh Westbrook iba a llegar aún más lejos.
«Llegaremos muy lejos juntos, querido», pensó ahora Pauline. Y eso era precisamente lo que más la excitaba de él; cuando otras personas miraban a Hugh lo único que veían eran sus manos callosas y sus botas polvorientas, pero cuando lo miraba Pauline, ella sólo veía al caballero refinado en que iba a convertirse algún día, en que ella iba a convertirlo.
—Esto será suficiente por ahora —le dijo a la costurera—. Vaya a descansar un rato y tomar una taza de té. ¿Y quiere decirle a Elsie que me prepare el baño?
Pauline había mantenido en secreto las esperanzas que abrigaba con respecto a Hugh Westbrook. Mientras que los miembros de las familias ricas del distrito occidental habían esperado que ella se casara con alguien de su misma clase —alguien rico y educado—, Pauline había decidido en su fuero interno casarse con Hugh. Lo había visto en todas aquellas oportunidades que se le presentaban: en la Exposición Ovejera Anual, en los bailes y acontecimientos sociales organizados en las diversas granjas, en las carreras y en su propia casa cuando Hugh había acudido para discutir con Frank de temas relacionados con su trabajo. Y cada vez que lo veía aumentaba el deseo que experimentaba por él. A veces, aparecía de forma inesperada, montado en su caballo sonriente y saludando con la mano. En esas ocasiones, a Pauline se le saltaba el corazón en el pecho. Después, permanecía despierta, incapaz de conciliar el sueño, imaginándose cómo sería la vida como esposa suya, estando en su cama…
No podría haber asegurado cuándo fue el momento exacto en el que supo que iba a casarse con él. Pero la cuidadosa y sutil seducción que había desplegado se extendió a lo largo de casi tres años, atrayéndolo hacia un flirteo mutuo que le había hecho creer que había sido él quien la había cortejado a ella. Pauline conocía muy bien lo que era capaz de hacer la luz de la luna cayéndole sobre el cabello, así que en esas noches, se las arreglaba para salir a pasear por el jardín en compañía de Hugh. Era muy consciente de la bonita figura que mostraba en el campo de tiro con arco, de modo que se aseguraba de que Hugh asistiera cuando ella participaba en tales competiciones. Cuando descubrió que a él le apasionaban el pastel Dundee y los huevos al curry, ella también desarrolló el gusto por estos platos. Y cuando Hugh comentó que su poeta favorito era Byron, Pauline empleó días en familiarizarse con sus obras.
Finalmente, Hugh empezó a hablar de matrimonio. Cumplió los treinta años y empezó a decir: «Cuando me case», o «cuando tenga hijos propios». Fue entonces cuando Pauline supo que había llegado el momento oportuno. Pero otras mujeres también habían puesto sus ojos en Hugh, y aunque Pauline sabía que él sentía algo por ella, hasta el momento no había escuchado de sus labios ninguna palabra de compromiso. Y fue entonces cuando nació el secreto de Pauline.
Hizo algo que, de haberse sabido, habría conmocionado a la sociedad local. Fue ella quien le propuso matrimonio a Hugh. Mientras que sus amigas habrían afirmado que aquella acción era indigna de una dama, que ningún hombre se merecía que una mujer diera un paso tan «bajo», Pauline se limitó a considerarlo como un movimiento práctico. El tiempo transcurría con enorme rapidez y en el distrito había varias mujeres que no hacían más que invitar a Hugh a tomar el té, salir a dar paseos a caballo o, simplemente, invitarle a asistir a los acontecimientos locales de carácter social. Fue un sencillo sentido práctico y expeditivo lo que indujo a Pauline a invitar un día a Hugh a un picnic junto al río, un día que amaneció con la promesa de lluvia. Salieron juntos a caballo y almorzaron junto al río a base de huevos al curry y pastel Dundee, hablaron de las ovejas, de la política colonial, del arribismo de Darwin y de la nueva novela de Julio Verne, hasta que, como si la propia Pauline lo hubiera orquestado así, empezó a Dover. Ella y Hugh tuvieron que echar a correr para buscar la protección de los árboles cercanos, pero no sin haberse mojado, tropezado y sostenido el uno al otro sin dejar de reír.
—Sabes, Hugh, deberías casarte conmigo —dijo Pauline finalmente.
Él la besó, con fuerza y apasionamiento en una explosión que, según reflexionó más tarde, superaba la brillantez de los relámpagos que surgían alrededor de ellos. Sólo hubo un beso, pero fue suficiente.
—Cásate conmigo —dijo finalmente Hugh.
Pauline supo entonces que había ganado.
Pero, una vez comprometidos oficialmente, Pauline descubrió que conseguir que Hugh se comprometiera con una fecha exigía forzar la situación. Su granja ovejera siempre estaba en primer lugar: la boda no podía ser en invierno porque había que hacer los trabajos de apuntalamiento; tampoco en la primavera porque nacerían los nuevos corderos y habría que esquilar a las ovejas, en el verano había demasiado trabajo con el baño y el cuidado de las crías, y en el otoño…
Pero Pauline había señalado que el otoño era la estación menos exigente en las granjas ovejeras, así que acordaron la boda para el mes de marzo.
Todo se había ido desarrollando de acuerdo con los planes hasta que llegó la carta del gobierno de Australia del Sur, informando a Hugh sobre Adam Westbrook, hijo de un pariente.
De repente, Pauline vio una mancha en su propia visión del futuro que les esperaba a los dos. Ella y Hugh no tendrían libertad para disfrutar el uno del otro, no serían libres para amarse, salvaje e impulsivamente, sin inhibiciones. Iniciarían su vida de casados teniendo que soportar ya la carga de un niño que, además, era hijo de otra mujer. Y Pauline se estremeció sólo de pensar en lo que él podría traer a casa: un niño salvaje de las zonas despobladas.
—Él no es responsabilidad tuya —había dicho ella, lamentando instantáneamente sus palabras al observar la fugaz expresión de enojo que apareció en los ojos de Hugh.
Se apresuró a asegurarle que daría la bienvenida al niño, aunque en su corazón contemplaba esa posibilidad con verdadero terror.
No estaba preparada para ser una madre; quería acostumbrarse antes a ser una esposa. Sabía que eso implicaría ciertos sacrificios, y un estilo de vida que a menudo significaría anteponer las necesidades de otra persona a las propias. Pauline no tenía ni la menor idea de lo que significaba ser madre. Su propia madre había muerto hacía años, cuando una epidemia de gripe asoló Victoria, llevándose consigo también a las dos hermanas y el hermano más pequeño de Pauline. Ella fue criada por su padre y una serie de gobernantas indiferentes, junto con su hermano Frank. Pauline no tenía ni la menor idea de cuál era la relación entre madres e hijas. Ella deseaba tener una hija; a menudo se imaginaba cómo iba a ser enseñarla a montar, a cazar, a ser una persona especial. Pensaba con frecuencia que enseñar y moldear a una hija debía de ser una tarea que le proporcionaría muchas recompensas. Pero en cuanto a los sentimientos existentes entre madre e hija —el amor, la devoción y el deber—, parecía algo situado más allá de su comprensión.
—Su baño está preparado —dijo la doncella de Pauline, interrumpiendo sus pensamientos.
Después de un día agotador pasado entre diseños de vestidos y telas, teniendo que mantenerse de pie para que las dos costureras trabajaran con los alfileres y las tijeras, Pauline había decidido disfrutar de un baño prolongado e indulgente. Era una mujer sensual; disfrutaba con el beso de las perlas sobre su cuello, el roce de unas plumas sobre sus hombros desnudos, el lujo del satén y de los suaves camisones de encaje. Las texturas le proporcionaban placer; incluso la dureza de las gemas en sus engarces de plata y oro producía alegría a las yemas de los dedos. Había pocas sensaciones que ella se negara a sí misma o que no hubiera experimentado. Frank era lo bastante rico como para proporcionar a su hermana el champán procedente de Francia, y en su mesa siempre se servían las comidas más exquisitas. Pauline se pasaba horas ante su gran piano, deleitándose con la interpretación de Chopin y Mozart. También cabalgaba en las cacerías, saltando sobre las más peligrosas verjas y zanjas, disfrutando de la sensación de controlar al caballo, de volar a través del aire, de desafiar el destino. A sus veinticuatro años, había pocas cosas que Pauline Downs no hubiera hecho, con la excepción de un único placer fundamental. Aún le faltaba por conocer íntimamente a un hombre.
Mientras disfrutaba agradablemente del agua caliente, moviendo con lentitud la esponja sobre su cuerpo, echó un vistazo hacia el espejo medio cubierto por el vapor y vio a Elsie, su doncella, que preparaba ropas nuevas. La muchacha era inglesa, joven y bonita y Pauline sabía que se veía con uno de los mozos de cuadras que trabajaban en los establos Lismore. Mientras la estaba observando, la doncella abandonó el cuarto de baño y Pauline se preguntó qué haría Elsie con su joven novio cuando se encontraban a solas.
Y, de repente, experimentó una punzada de envidia.
Al mirar su reflejo en el espejo, el rostro que sabía era hermoso, perfectamente enmarcado en una espesa mata de cabello rubio, pensó: «Pauline Downs, hija de una de las familias más antiguas y ricas de Victoria, ¡sintiendo envidia de su doncella! Pero es cierto».
¿Harían el amor, Elsie y su novio?, se preguntó. ¿Se arrojaban la una en brazos del otro cada vez que se encontraban, para dirigirse presurosos hacia algún lugar privado donde se abrazaban y besaban y sentían el calor, la dureza y la suavidad de sus respectivos cuerpos?
Pauline cerró los ojos y se hundió aún más en el agua caliente. Movió las manos a lo largo de los muslos, sintiendo de nuevo el dolor, aquel dolor convertido casi en físico, aquel deseo, aquel anhelo, la necesidad de que Hugh Westbrook le hiciera el amor. Fantaseó con su noche de bodas, rememoró aquel beso apasionado en una tarde lluviosa, junto al río, y recordó cómo había sentido el cuerpo de él apretado contra el suyo, con la promesa que contenía sobre un futuro acto de amor.
«Ahora ya no falta mucho», pensó. Sólo seis meses y se encontraría en la cama con Hugh y conocería por fin el éxtasis con el que llevaba soñando desde hacía tanto tiempo.
Cuando el reloj del dormitorio dio la hora, Pauline se dio cuenta de pronto de que se le estaba haciendo tarde. Frank ya habría regresado de Melbourne, con noticias que ella tanto ansiaba conocer. Se preguntó si habría tenido éxito.
Pauline estaba decidida a que su boda superara en todo a cualquier otra boda que se hubiera celebrado en el distrito occidental, así que le había pedido a Frank, que era propietario del Times de Melbourne, que utilizara su influencia para intentar convencer a cierta cantante de ópera, mundialmente famosa, para que cantara en su boda. Pauline no se habría conformado con una australiana. Una cantante colonial habría reducido la boda al carácter de acontecimiento colonial, sin que importara lo perfecta que hubiera podido ser su voz. Pero la Royal Opera Company tenía programado actuar en Melbourne en el mes de febrero, y con la compañía venía Dame Lydia Meacham, una inglesa conocida desde el Covent Garden hasta Leningrado por la pureza y excelencia de su voz. Pauline le había dicho a Frank que no se conformaría con nada menos que Dame Lydia para cantar en su boda.
A Frank no le gustó mucho la idea, en primer lugar porque no le gustaba en exceso la Royal Opera Company.
—Nos miran como si fuéramos hijos ilegítimos no deseados —se quejaba el hermano de Pauline cada vez que la compañía de ópera efectuaba el largo y aburrido viaje desde Inglaterra para acudir a las colonias australianas—. Llegan aquí con sus aires de exquisitez y sus actitudes altisonantes y actúan como si nos estuvieran haciendo un gran favor.
Pero ¿de qué otra forma podía ser estando las colonias tan lejos, como era el caso?, se preguntaba Pauline.
Eso le hizo recordar ahora cómo se había sentido hacía años en Inglaterra, cuando asistió a su primer baile social. ¡Aquello había sido casi un verdadero desastre! Pauline se había sentido desesperadamente anticuada con respecto a la moda, con las otras jóvenes de la London Academy maravilladas al ver lo atrasado de su estilo de vestido. Y finalmente, al comprobar su extrañeza y desilusión, terminaron por decirle que estaba bien porque, después de todo, había venido desde una distancia muy grande. La habían tratado de aquella forma protectora que finalmente había aprendido a esperar en Inglaterra cada vez que alguien descubría de dónde procedía. La gente la había llamado, tanto a ella como a su hermano, «coloniales», y nadie pareció tomarlos muy en serio, ni a ellos ni el lugar donde vivían. No es que aquellas jovencitas tuvieran intención de ser crueles, sino que se habían limitado a expresar una desconsideración honrada para con alguien que llegaba desde tan lejos, y por un grupo de colonias a las que el pueblo inglés prestaba muy poca atención y a las que, cuando lo hacían, consideraban como atrasadas y ridículamente provincianas.
Eso sucedió cuando Pauline fue enviada a Londres para completar su educación. Las muchachas coloniales de buena familia siempre regresaban a «casa» para completar su educación, y esa «casa» era Inglaterra, por supuesto. Hasta la madre de Pauline, que se había criado en una granja de Nueva Gales del Sur, había hecho el viaje a Inglaterra cuando le llegó el turno. Y Pauline tenía la intención de hacer lo mismo cuando sus propias hijas tuvieran la edad adecuada, para «educarlas» en Inglaterra, como era lo propio.
Al salir del baño y embutirse en la toalla que Elsie le tendió, Pauline pensó: «Frank no tardará en regresar». Se sentía ávida por conocer las noticias que trajera. ¿Habría podido comprometer a Dame Lydia para su boda? Porque todo debía salir a la perfección: la boda, la recepción, la luna de miel.
Pauline sonrió cuando sus pensamientos volvieron a Hugh y a su noche de bodas y en cómo esperaba convertirla en una noche llena de sorpresas, para ambos.
—¡Frank! —exclamó John Reed uniéndose a su amigo en el bar del pub Finnegan’s—. ¿Cuándo has regresado?
Frank tuvo que levantar la cabeza para encontrarse con la mirada de su amigo. Reed era bastante más alto que Frank como la mayoría de la gente.
—Hola, John. He regresado hoy mismo. Pensé en pasar por aquí a tomar una copa antes de regresar a casa. —Y antes de darle a Pauline las noticias, se añadió mentalmente—: ¿Cómo van las cosas por Glenhope, John?
—No podrían ir mejor. Espero una buena cantidad de lana esquilada para este año. ¿Hay alguna noticia sobre la expedición al interior?
Cuando Frank compró el achacoso Times lo hizo simplemente por diversión, como una sencilla afición. Pero algunos de sus amigos estaban convencidos de que pronto se había desarrollado hasta convertirse en algo cercano a la obsesión, y Frank estaba cada vez más decidido a convertirlo en un periódico capaz de rivalizar con cualquiera que pudiera haber en las colonias. Por el momento, el Times seguía siendo pequeño, pero crecía, gracias sobre todo a la imaginación y la energía de su joven propietario de treinta y cuatro años. Andaba a la búsqueda constante de formas para incrementar la circulación del periódico, así que al enterarse de que el New York Herald había enviado a un hombre llamado Stanley a África para buscar al desaparecido doctor Livingstone, a Frank se le ocurrió la idea de financiar una expedición al interior australiano, aquel gran corazón del continente conocido como Never Never Land[1], para ver qué había allí.
Muchos hombres habían tratado de atravesar el continente de sur a norte, yendo desde Melbourne o Adelaida, en el sur, basta el océano Indico, al norte. Pero siempre se habían visto detenidos por una vasta extensión de llanuras salinas y sin agua, con temperaturas de verdadero horno. Quienes se aventuraron a penetrar en aquel infierno, nunca salieron con vida de él.
Frank creía que, en alguna parte situada más allá de aquel dantesco calor, del que hasta ahora no había regresado con vida ningún explorador, existía un gran mar interior, y había empleado su propio dinero para financiar un equipo de diez hombres y dieciséis camellos, con la esperanza de descubrirlo. La expedición llevaba consigo un barco enorme, arrastrado sobre trineos, con la esperanza de alcanzar aquel mar y, a cambio del apoyo financiero que prestaba a la expedición, sus miembros le darían al mar el nombre de su patrocinador, en caso de que lo descubrieran, claro.
El Times publicaba informes periódicos sobre su progreso, a medida que la expedición iba enviando telegramas, pero ahora ya hacía algún tiempo que no se tenían noticias y se empezaba a especular con la idea de que ellos, al igual que otros antes que ellos, también hubieran perecido en el Gran Desierto.
—¿Admites que los hemos perdido? —preguntó Reed.
Frank había escuchado durante toda su vida historias sobre los aborígenes que, según se decía, habitaban en aquella región formidable e inexplorada; se trataba de historias fantásticas acerca de canciones y lugares de sueño en los que la magia y los milagros constituían acontecimientos diarios; leyendas de fantasmas y antepasados que luchaban a brazo partido con bestias míticas como Yowie, el monstruo de la noche, y la Serpiente Arco Iris. Aquellas historias eran demasiado increíbles como para que se las creyera un hombre blanco y, sin embargo, Frank siempre había argumentado que debían contener algo de cierto. Si los aborígenes eran capaces de sobrevivir rodeados de tanto desierto, entonces también sería posible que el hombre blanco pudiera sobrevivir a su vez.
—Ya tendremos noticias de ellos, John —le aseguró Frank—. No te preocupes por eso.
Reed tomó un largo trago de cerveza, antes de preguntar:
—Bien, ¿qué me dices entonces de la nueva camarera?
Frank la había visto en cuanto entró en Finnegan’s. El pub estaba situado en la esquina de Cameron Town, donde la calle principal enlazaba con la carretera conocida como Cameron Highway. Al llegar a caballo a últimas horas de la tarde, a Frank le había sorprendido encontrar tantos caballos y carricoches en el patio. Finnegan’s era un club tranquilo, puesto que era más caro que sus competidores; a él solía acudir una clientela de buen tono, compuesta en su mayor parte por granjeros ganaderos ricos, que se reunían allí para tomar una copa en paz y tranquilidad, mientras que Facey’s, el pub de los obreros situado al otro lado de la calle, contaba con una clientela mucho más voluminosa compuesta en su mayor parte por los peones y esquiladores. El patio de Finnegan’s no solía estar abarrotado, pero en esta tarde de finales de octubre lo estaba. Y cuando entró en el local, a Frank le asombró descubrir que no había un solo lugar libre.
—Eso se debe a la presencia de ella —le dijo Reed, señalando con un gesto de la cabeza a la camarera que estaba sirviendo whisky en el otro extremo de la barra—. Empezó a trabajar aquí hace seis semanas. El viejo Joe Finnegan ha estado haciendo un buen negocio desde entonces.
Frank la estudió. Era una mujer en los finales de la treintena, algo atractiva, no precisamente esbelta, con un vestido bastante sencillo que, desde luego, no había sido diseñado para excitar la imaginación masculina. Cuando la mujer les sirvió las bebidas y aceptó el dinero de los clientes, Frank no vio en ella nada que indicara el flirteo habitual de las camareras de bar, en realidad, y a juzgar por lo que pudo apreciar, no parecía haber en ella nada notable o insólito.
—¿Y ella es la razón de que haya tanta gente? —preguntó Frank.
—Se llama Ivy Dearborn —le informó Reed—. Y dibuja a la gente.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que, cuando no sirve, se dedica a dibujar. ¿Ves el bloc y el lápiz que tiene cerca de la caja registradora? Observa. Dentro de poco lo tomará y hará un dibujo de uno de los clientes.
—¿Y ellos le pagan por eso?
—Oh, no, ella no lo hace por dinero, y nadie puede pedirle que haga su retrato. Eso es algo que elige ella misma. Y uno nunca sabe a quién va a dibujar, ni qué clase de dibujo será. Hace caricaturas, y a veces no son precisamente muy halagüeñas. Ella dice que dibuja a la gente tal y como la ve. Deberías ver cómo me dibujó a mí. ¡Como una especie de koala gordo y perezoso!
—Así que dibuja la verdad, ¿eh, John? —preguntó Frank echándose a reír.
—No hables tan de prisa, amigo mío, porque seguro que también te ha dibujado a ti.
—¡A mí!
—No te ha quitado ojo de encima desde que llegaste.
Frank no se había dado cuenta de nada que no fuera el whisky que tenía ante sí. Pensaba en la expedición, en cuál habría sido su destino, además de en las noticias que tenía que darle a Pauline. Y finalmente, tampoco pudo dejar de pensar en Hugh Westbrook, con quien se encontró en Melbourne, y en aquella joven a la que Hugh había contratado para que se hiciera cargo del cuidado del niño. Le había mostrado a Frank una escritura que, según ella, era el título de propiedad de unos terrenos que habían pertenecido a sus abuelos hacía treinta y siete años. Aunque él no había podido decirle si la escritura seguía siendo válida, aquella joven había despertado su interés. Siempre andaba buscando una buena historia que poder publicar en su periódico, y ahora se preguntaba si la habría en aquella joven y en su viejo documento.
—Anda, pídele a Ivy que te muestre el dibujo que ha hecho de ti —dijo Reed—. ¿No sientes curiosidad por saber cómo te ve?
Frank ya se imaginaba cómo lo habría visto ella; no se hacía muchas ilusiones con respecto a sí mismo. Sabía que era bajo de estatura, con el cabello bastante entrado y un rostro al que las mujeres nunca miraban dos veces. En otra ocasión en que era más joven, durante un carnaval, había permitido que le hicieran una caricatura, y el artista lo había dibujado como una cacatúa que se pavoneaba sosteniendo un puro en la boca.
—Ella está soltera —siguió diciendo Reed—. Tiene alquilada una habitación en la casa de huéspedes de Mary Smith, y aunque prácticamente todos los hombres del lugar le han pedido salir con ella, se niega. Le pregunté a Finnegan si no estaría teniéndola como amante a escondidas, y me aseguró que nada de eso. Según él, la relación entre ambos es estrictamente profesional. ¡No soy capaz de imaginarme para quién se estará reservando!
Frank observó a la mujer, que, una vez terminado el dibujo anterior, seguía trabajando en el bloc, efectuando rápidos trazos con el lápiz. Su expresión era de la más completa concentración, sin nada que indicara aquella zalamería que suele significar la esperanza de recibir una propina. De hecho, a Frank le pareció que estaba mucho más interesada por el dibujo que por el sujeto humano.
Finalmente, terminó el nuevo dibujo que había iniciado y se lo tendió por encima de la barra a Paddy Malloy, el hombre al que había dibujado. Todo el mundo se acercó a mirarlo y, de repente, se escucharon unos gritos:
—¡Mire lo que ha hecho conmigo! ¡Esto es un insulto! ¡Un atropello!
—Dios santo —dijo Reed—. ¿Qué te imaginas que ha hecho con ese pobre hombre?
Frank y John se acercaron al círculo de hombres que se había reunido alrededor del irlandés iracundo.
—¡No estoy dispuesto a soportar esto! —gritaba este.
Frank miró por encima del hombro del irlandés y vio que la camarera había dibujado un ave de porte alto, una grulla, con un sombrero hongo y un monóculo en un ojo. El ave se parecía mucho a Malloy.
—Ah, vamos, Paddy —dijo uno de sus amigos—. Ella no tiene ninguna mala intención.
—¡Quiero que la despidan! —gritó el enfurecido irlandés—. ¡Quiero que esa mujer salga de aquí ahora mismo!
—Vamos, vamos, señor Malloy —dijo Finnegan, acercándose al tiempo que se secaba las manos en su delantal—. Estoy seguro de que la señorita Dearborn no tenía intención de causar ningún daño. Todo se hace por diversión.
—Pues ayúdeme usted, Finnegan, si no despide inmediatamente a esta…
—Cálmese, Malloy —intervino Frank—. ¿Dónde se ha dejado su sentido del humor? Debe admitir que hay un cierto parecido.
—Oh, ¿usted también lo cree así? Veamos qué le parece cuando el mismo zapato le golpee en la cara. —Tomó un montón de periódicos que había sobre el mostrador y empezó a repasarlos—. Estoy seguro de haberla visto hacer un dibujo de usted —murmuró—. Nos ha estado dibujando a todos.
Frank miró a la camarera, que no parecía sentirse divertida ni alterada por la situación; al mirarla, se preguntó cómo se las arreglaba para mantener toda aquella mata de hermoso cabello rojizo tan perfectamente peinada sobre la parte superior de la cabeza, sin que se le desmoronara. Los ojos de la mujer se encontraron con los suyos y Frank sintió que las mejillas se le acaloraban. De pronto, no sintió el menor deseo de ver el dibujo que ella había hecho de él.
—Dejemos las cosas como están, Malloy —dijo, y empezó a retirarse.
—Vamos, Frank —intervino entonces John Reed, sonriendo—, sé un buen deportista. Veamos cómo te ha dibujado la dama.
En el fondo del pub, alguien dijo una cuchufleta y todo el mundo se echó a reír. Luego, un sombrío escocés llamado Angus McCloud dijo desde el solitario lugar que ocupaba en el otro extremo de la barra:
—¡Probablemente, sólo habrá necesitado media hoja de papel para dibujarte, Downs!
Todos se echaron a reír, y en ese momento Malloy exclamó:
—¡Aquí está!
Y en el instante en que lo decía, el rostro del hombre se quedó con la boca abierta. Frank no quiso mirar, pero al observar la expresión de Malloy y darse cuenta de que los demás también permanecían en silencio, tomó el dibujo entre sus manos y lo contempló.
—¡Caramba, Downs! —exclamó alguien—. Ese sería más o menos tu aspecto si los deseos se convirtieran en realidad.
Frank nunca había contemplado un dibujo tan halagador de sí mismo. Era su rostro y, sin embargo, no lo era. Ivy había captado sus ojos a la perfección, pero había introducido una especie de elaborada magia sutil en el cabello y en la barbilla. ¡Pero si casi resultaba elegante!, no pudo evitar pensar el propio Frank.
Levantó la vista para mirar a Ivy, que ahora estaba ocupada limpiando el mostrador. Luego, volvió a mirar el dibujo. Repentinamente consciente del silencio que se había hecho en el pub, Frank se aclaró la garganta antes de decir:
—No entiendo de qué se enoja tanto, Malloy. No cabe la menor duda de que la dama tiene mucho talento.
Malloy arrojó su dibujo y se marchó, y los hombres regresaron poco a poco a sus mesas o se acomodaron en sus asientos ante la barra y reanudaron sus conversaciones.
Cuando Frank tomaba su whisky, John le dio un codazo ligero y dijo:
—Apuesto a que te ha elegido.
Pero Frank no sabía muy bien qué pensar. Se tomó el contenido de la copa y trató de concentrarse en lo que tenía que hacer a continuación. Lo primero de todo era Pauline y las noticias que tanto esperaba saber; después, tendría que decirle que había visto a Westbrook, y a la bonita niñera que Westbrook se llevaba a su casa; y también tendría que hablarle de Adam, el niño, y de cómo, en el término de pocas semanas, todas las lenguas del distrito occidental andarían ocupadas con aquello. Una vez que hubo pensado en todo eso, trató de reflexionar sobre la expedición y en si debía considerar o no la posibilidad de enviar tras ella a una partida de rescate.
Pero, al final, sus pensamientos volvieron a concentrarse en Ivy Dearborn y en lo que habría querido dar a entender con aquel dibujo tan halagador que había hecho de él.
—¿Señorita Downs? —preguntó Elsie, entrando en el cuarto de baño—. Discúlpeme, pero ha llegado el señor Downs.
—Gracias, Elsie —asintió Pauline poniéndose una bata—. Dígale a mi hermano que me reuniré en seguida con él.
Frank observó el cuarto de su hermana mientras se servía una copa. Daba la impresión de que allí hubiera explotado el baúl de una dama.
Había ropas por todas partes, vestidos sobre las sillas y el sofá, toda clase de objetos de encaje desparramados sobre la alfombra turca, cintas femeninas colgando por todas partes. Sabía que todo aquello formaba parte del ajuar de su hermana, para cuando se marchara de luna de miel con Westbrook. La factura que le presentaría la modista iba a ser fantástica, pero Frank decidió que, si eso hacía feliz a Pauline, él no diría nada al respecto.
Cuando Pauline salió del cuarto de baño, Frank la olió bastante antes de verla; la fragancia y el vapor caliente precedieron la aparición de su hermana. Y entonces, al verla, pensó lo que siempre pensaba de ella: «Dios mío, qué hermosa es». Pero eso era porque Frank sentía una verdadera debilidad por las mujeres altas… como aquella camarera de Finnegan’s, aquella tal Ivy Dearborn, cuyas acciones seguían dándole vueltas en la cabeza.
—Frank, cariño —dijo Pauline acercándose a él con una risita y besándole en la mejilla—. Espero que me traigas buenas noticias.
El hecho de que su hermana se casara con Hugh Westbrook le hacía sentirse muy feliz, entre otras razones porque sería la única esposa de toda Victoria que podría estar segura de que su marido le era fiel. Hugh Westbrook no era un hombre inclinado a flirtear; en realidad, tenía fama de conocer una única pasión en su vida: su granja ovejera, Merinda.
—Ha exigido cierto tacto diplomático y la promesa de que dispondrá de la mejor orquesta que pueda ofrecer Melbourne —dijo Frank—, además de unos honorarios escandalosos. Pero tus deseos han quedado garantizados. Finalmente, ha llegado la carta de Londres, y Dame Lydia está de acuerdo en cantar en tu boda.
—¡Oh, Frank! ¡Gracias! —exclamó Pauline, abrazándole—. Ahora, todo saldrá perfecto. ¿Cómo voy a lograr esperar seis meses?
Frank se echó a reír y sacudió la cabeza. Pauline no iba a tener ningún problema para permanecer ocupada durante todo el tiempo que aún faltaba para la boda. Estaban a punto de iniciarse las carreras de caballos de la Melbourne Cup, lo que significaba participar en el baile del gobernador y en un montón de fiestas, en varias cacerías e inmediatamente después de eso llegarían las Navidades y el baile anual que los Ormsby daban en Strathfield, y que siempre exigía todo el tiempo de que pudiera disponer Pauline. Luego estaría el baile de máscaras de Año Nuevo que organizaba Colin y a continuación el de Christine MacGregor en Kilmarnock, al que habitualmente seguían los picnics de verano y las excursiones al mar.
Pauline se acercó al tocador y empezó a cepillarse el cabello.
—Frank, esta noche he invitado a cenar a los MacGregor. Espero que te unirás a nosotros, en lugar de escabullirte para ir a tu club masculino.
—Creía que no te gustaban los MacGregor.
—Y no me gustan. Pero son los propietarios de la granja ovejera contigua a Merinda, y serán mis vecinos, así que me pareció que sería mejor cultivar su amistad.
—Y hablando de Merinda —intervino Frank—. Me encontré con Hugh cuando estaba a punto de abandonar Melbourne.
Pauline se volvió y le miró y él observó como la simple mención del nombre de Hugh hacía que en las mejillas de su hermana apareciera el color, y en sus ojos surgiera una chispa.
—¡Oh, Frank! Dime: ¿ya está de regreso a casa?
Frank envidió a Westbrook. Dudaba mucho de que la mención de su propio nombre pudiera afectar alguna vez a una mujer de aquella misma forma. Se encontró pensando en aquel retrato tan halagador; ¿por qué lo había hecho ella cuando había dibujado retratos cómicos de todos los demás? Había intentado hablar con ella antes de marcharse de Finnegan’s, pero la mujer había estado bastante ocupada sirviendo a los clientes que abarrotaban el local, y Frank sabía que Pauline le estaba esperando llena de ansiedad.
—Sí, Pauline, seguro que Hugh ya va camino de su casa —asintió.
—Entonces, eso quiere decir que nos visitará mañana. Tengo la intención de organizar un picnic…
—Lo más probable es que no venga por aquí en dos o tres días. Yo viajaba solo y a caballo, mientras que Hugh regresa en un carro. Y en compañía del niño.
—Oh —exclamó ella—. De modo que el niño llegó.
—Sí, Pauline, y por lo que pude apreciar, me pareció bastante agradable. —Frank bajó la mirada hacia su copa. A pesar de todo, había detectado algo extraño en aquel niño. Una especie de acoso apenas vislumbrado en sus ojos. Y luego estaba aquel vendaje que llevaba en la frente—. Pero hay algo más.
—¿Qué? —preguntó ella volviéndose a mirarle.
—En el carro también iba una mujer.
—¿Una mujer?
—Sí. Al parecer, Hugh contrató a una niñera que bajó de uno de los barcos de inmigrantes. Para que se hiciera cargo del niño.
Pauline se quedó mirando fijamente a su hermano. Una de las razones que le había dado Hugh para insistir en que dejaran transcurrir bastante tiempo antes de la boda había sido porque, según él, Merinda no estaba acondicionada para albergar a una mujer, tal y como se hallaba en la actualidad; deseaba disponer de tiempo para prepararla antes de la llegada de Pauline. Ahora, en cambio, ¡resultaba que llevaba a otra mujer a vivir allí!
En su arrebato de celos, Pauline recordó a las mujeres inmigrantes que había visto, y pensó en cuántas de ellas se sentirían agradecidas pudiendo tener un techo sobre sus cabezas, sin que importara lo tosco que pudiera ser ese techo.
—Sé lo que estás pensando, querida —intervino Frank—, pero sólo puedes culparte a ti misma por ello. Si te hubieras ofrecido a hacerte cargo del niño tú misma, Westbrook no se habría visto obligado a contratar a una niñera.
—Tienes razón, claro. Y, de todos modos, es posible que esto sea una bendición. Después de todo, todos tendremos necesidad de que alguien se ocupe del niño cuando emprendamos nuestra luna de miel. ¿Cómo se llama el niño?
—Adam —contestó Frank acercándose a la bandeja donde estaban las botellas de licor para llenarse de nuevo la copa.
Pauline observó a su hermano. Se dio cuenta de que parecía sentirse terriblemente preocupado por su whisky y de que evitaba mirarla.
—Frank, ¿de qué se trata? —le preguntó.
—¿A qué te refieres?
—Frank, puedo leer tus pensamientos como si fuera uno de tus periódicos. Hay algo más, ¿de qué se trata?
—Bueno —contestó él volviéndose a mirarla—, te vas a enterar tarde o temprano, así que será mejor que te enteres por mí. La niñera… es joven.
—¿Cómo de joven?
—Oh, ya sabes, no soy muy bueno juzgando las edades de los demás.
—¿Cómo de joven, Frank?
—Bueno, yo diría que todavía no ha cumplido los veinte años —contestó su hermano encogiéndose de hombros.
—¿De modo que es una muchacha?
—No, no es una muchacha, Pauline. Es una mujer joven.
—Comprendo. —Pauline dejó con cuidado el cepillo del pelo sobre el tocador—. ¿Qué aspecto tiene?
—Bueno, es… no es como podrías esperar. Quiero decir que no parece una muchacha inmigrante. Para empezar, va muy bien vestida.
—Continúa.
—Algunas personas dirían que es bonita —dijo Frank tomando un sorbo de licor.
El silencio descendió sobre los vestidos y los encajes y las telas.
—Algunas personas —repitió Pauline al cabo de un momento—. ¿Y tú? ¿Dirías tú que es bonita?
—Bueno, sí, supongo que sí —admitió Frank.
—¿Dirías incluso que es hermosa? —Al ver que no contestaba, Pauline hizo otra pregunta—: ¿Cómo se llama?
—Joanna Drury.
«Joanna Drury —pensó Pauline—. La joven y hermosa Joanna Drury. Y ahora se encuentra en la carretera de Melbourne, con Hugh, viajando durante días en un carro».
Pauline sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo.
—¡Bien! —exclamó Frank dejando la copa—. Ahora ya estoy preparado para tomar un baño y cambiarme de ropa. Espero que me disculpes, querida, pero no me siento con ánimos de ver a los MacGregor para la cena de esta noche. Colin es tan pesado, con su constante conversación sobre su linaje, y lo único que sabe hacer la pobre Christine es suspirar. ¿Te importa? —Pero su hermana no le escuchaba. Se dirigió hacia la puerta, al tiempo que decía—: En cualquier caso, no estaré aquí esta noche. Le dije… a John Reed que me encontraría con él en Finnegan’s… para discutir la compra de un par de sus carneros…, así que no me esperes porque es posible que regrese tarde.
Pauline ni siquiera escuchó el sonido de la puerta cerrándose tras él. Se había quedado mirándose en el espejo y estaba pensando: «Frank tiene razón. Todo esto es por culpa mía. Yo soy la responsable de que Hugh haya contratado a una niñera. Bueno, en tal caso también puedo ocuparme de que la despida. Le diré a Hugh que quiero que el niño venga a vivir conmigo, en Lismore, hasta que llegue el momento de la boda. En consecuencia, ya no necesitará los servicios de una niñera».