De repente, el bebé empezó a llorar.
—Será mejor que yo me haga cargo de ella —dijo Mercy Cameron tendiendo los brazos—. Quiere regresar junto a su madre.
—Sí, desde luego —asintió Pauline devolviéndole el bebé de mala gana.
—Es posible que Jane sólo tenga dos meses, pero ya sabe quién es su madre, ¿verdad que sí, cariño?
Pauline observó cómo el bebé se tranquilizaba en brazos de Mercy. Luego se volvió. Había niños de pie junto a la caseta, esperando turno. Pero Pauline había abandonado su puesto para echar un vistazo al nuevo bebé de Mercy Cameron. Ahora, regresó a lo que había estado haciendo antes: ayudar a los pequeños a disparar contra un blanco y ganar un premio. Al alejarse de Mercy, Pauline echó un nuevo vistazo al cartel colocado sobre una tienda al otro lado del camino y, como siempre, sintió un escalofrío: «Contemple este espectáculo mientras aún tiene vida, porque estará muerto durante mucho tiempo». Eso le recordó que sólo faltaban unos días para su cumpleaños. Iba a cumplir treinta y tres.
Los terrenos de la feria de Cameron Town estaban abarrotados en esta cálida mañana de abril y, al parecer, todos los habitantes del distrito occidental habían acudido para contemplar cosas tan peculiares y excitantes como el hombre que se tragaba una espada, o el aborigen que boxeaba con un canguro. Había concursos de corte de troncos y carreras de caballos; también hombres que caminaban sobre altos zancos, y payasos montados en asnos; una adivinadora de la fortuna, llamada Magda, y un mago llamado Presto. Pauline y Louisa Hamilton trabajaban en una caseta donde los niños disparaban pequeñas flechas con arcos en miniatura contra un blanco instalado sobre una bala de heno. Era una caseta bastante popular y sólo costaba un penique los tres disparos; los beneficios estaban destinados al Asilo de Huérfanos de Cameron Town. Pero Pauline no podía concentrarse en su tarea; se sentía preocupada por dos temas: por los bebés y por un hombre con quien se había encontrado el mes anterior en Melbourne: John Prior, un hombre de negocios de Sydney. Un hombre que tenía un fuerte parecido con Hugh Westbrook.
—Jane tiene problemas de cólicos —dijo Mercy observando a Pauline, que atendía a un niño pequeño, preparándole el arco y las flechas—. Maude Reed me dijo que le pusiera menta en la leche, pero no parece que eso le haya ayudado mucho.
Pauline había leído un libro sobre cómo ayudar a los pequeños, escrito por una destacada comadrona de Melbourne. También solía leer artículos en revistas de mujeres, relacionados con el cuidado de los bebés, y siempre escuchaba con atención cada vez que las madres intercambiaban sus consejos. Hubiera querido decirle a Mercy que la menta era demasiado volátil para los niños, y que era preferible usar la menta romana, mucho más suave. Pero sabía que era mucho mejor no decir nada. Ya hacía tiempo había aprendido que, cuando se trataba de niños, nadie aceptaría el consejo de alguien que no los tuviera.
«Eso es injusto», pensó Pauline ayudando a apuntar al pequeño y sintiendo sus hombros diminutos y estrechos. Cuando se trataba del cuidado de los niños, ella tenía muchas cosas que ofrecer. No podía evitar que ella aún estuviera a la espera de tener un hijo propio. Sabía que el hecho de tenerlo no la convertía automáticamente en una experta sobre el tema, pero era como una cuestión especial de honor el dar a luz, y a las mujeres que no tenían hijos se las consideraba, de algún modo, como fracasadas, como seres de segunda fila. Y, desde luego, como personas que no tenían nada valioso con que contribuir.
A veces, Pauline anhelaba tanto tener un hijo que hasta se despertaba en plena noche para descubrir que había estado llorando en sueños. Durante los primeros años de su matrimonio con Colin había esperado con ansiedad un hijo que nunca llegó. Visitó a especialistas en Melbourne, pero ninguno de ellos le ofreció ayuda; consultó con las comadronas locales, quienes le sugirieron que tomara diversas clases de té y durmiera con ciertas hierbas debajo de la almohada. Pero nada de todo aquello había funcionado.
—Es el juicio de Dios, hija mía —le había dicho el pastor Moorehead cuando ella le confesó su ansiedad—. No hay nada que tú puedas hacer para cambiarlo. Por sus propias razones, Dios no quiere que tú tengas hijos.
«Pero eso no es justo», hubiera querido decir Pauline. Louisa Hamilton había tenido seis hijos. ¿Es que Dios no podría haber distribuido su botín de una forma más equitativa?
Finalmente, Maude Reed sugirió que quizá existía otro motivo que explicara su infertilidad y, ahora, Pauline empezaba a preguntarse si quizá no tuviera razón.
—Para concebir a un niño tiene que existir amor —había dicho Maude con toda franqueza—. Y yo percibo la frialdad entre tú y Colin. En tales condiciones, nadie podría concebir un hijo.
«¿Será por eso? —se preguntó Pauline—. ¿Acaso la raíz del problema está en nuestra falta de ternura? ¿Era eso lo que el pastor Moorehead había tratado de decirle en realidad? ¿Que Dios no permitía que se concibieran niños mientras no existiera el amor?». Pues, si ese era el caso, llegó a la conclusión de que sólo existía un remedio: conseguir, de algún modo, que Colin la amara.
Después de siete años de matrimonio, Colin seguía siendo para Pauline más un extraño que un esposo. Sus vidas eran como dos círculos que giraban con independencia el uno del otro, y que sólo coincidían cuando los círculos se tocaban, durante un baile, o en una cacería organizada en Kilmarnock. En tales ocasiones, Pauline y Colin actuaban como el marido y la esposa perfectos, solícitos el uno con el otro, riendo las bromas del otro, dirigiéndose cumplidos mutuos; Colin con su arrogancia, Pauline con su belleza. Los miembros más destacados de la sociedad rural de Victoria les rendían homenaje en su seudorealeza de Kilmarnock y luego se marchaban, con envidia y admiración, después de haber consumido mucho champán del caro.
A continuación, los dos círculos continuaban girando cada uno a su aire; Colin regresaba a sus rebaños de ovejas, al club masculino de la ciudad, a la política del consejo municipal; y Pauline volvía a sus obras de caridad, su club de tenis y sus ejercicios de tiro con arco. Se dirigían el uno al otro llamándose señor y señora MacGregor. Por las noches, cenaban juntos, dormían en camas separadas y, una vez a la semana, Colin acudía a la cama de ella y dominaba. El sexo era calculado, como un rito.
Pauline llegó a la conclusión de que no podría concebir un hijo con aquella clase de uniones.
Y, sin embargo, había pasado tiempo más que suficiente…
Mientras ayudaba al pequeño a disponer la flecha sobre el arco y apuntar hacia el blanco, Pauline pensó en aquellos primeros tiempos que pasó con Colin, y, sobre todo, en la noche de bodas a bordo del barco, cuando emprendieron el viaje de luna de miel en dirección a Escocia. Cómo la había tomado en sus brazos, con un cuerpo duro y eléctrico. Ella había intentado hablar, pero él le había puesto una mano sobre la boca.
—No digas nada —le pidió.
A Pauline le asombró el amor de Colin, su rudeza. Se había mostrado voraz, como si hubiera podido devorarla. Ella había tratado de ser su compañera, pero él la había abrumado, dominándola de tal modo y con tal violencia que, al principio, se quedó atónita; pero lo olvidó pronto, en cuanto él la poseyó por completo. Pauline nunca había sabido qué era la sumisión, hallarse tan a merced de otra persona. Ahora, por primera vez en su vida, no era ella la que estaba en posesión del control.
Y eso la había encantado.
Durante los primeros años de su matrimonio, habían hecho el amor de esa forma y Pauline había pensado que, sin lugar a dudas, de tanta pasión nacería un niño. Pero los años habían pasado y no había engendrado, y sus actos de amor se habían ido haciendo mecánicos.
Ahora, se sentía desesperada. Se hallaba en la última década de sus años fértiles. Temía sólo el pensar en el futuro que podía estar esperándola: años vacíos, únicamente llenos de soledad, en los que se vería reducida a ser la «tía» de los hijos de los demás.
Desde luego, estaba Judd, que ahora ya tenía casi dieciséis años y que se había convertido en un joven de mentalidad muy independiente. Se había resistido con determinación a todos los esfuerzos de Pauline por ser una madre para él; y ahora, si lo pensaba, ella tendría que admitir que, en realidad, no lo había intentado con mucho empeño. Después de todo, Judd era el hijo de otra mujer. Ser su madrastra no era lo mismo que haber tenido un hijo propio.
Sabía qué era lo que pensaban todos, lo sorprendidos que se sentían por el hecho de que, después de varios años de matrimonio, ella no hubiese quedado embarazada. Las amigas de Pauline la consideraban como alguien que ganaba los concursos de tiro al arco, o que tenía éxito en todo aquello que intentaba hacer. Y, sin embargo, parecía que no lograba realizar aquello que conseguía hacer hasta la mujer más ordinaria y para lo que, de hecho, estaban creadas las mujeres.
Pauline no podía soportar su piedad. Quería ser capaz de hacer lo que Mercy Cameron acababa de hacer: tomar a un bebé de brazos de otra mujer y decir: «Quiere estar conmigo; desea estar con su madre».
—Así es como tienes que sostener el arco —le dijo Pauline al pequeño. Lo rodeaba con sus brazos, sosteniendo con una mano el arco y ayudándole con la otra a tensar la flecha—. Tienes que apuntar por debajo del blanco para alcanzarlo. Orienta la punta de la flecha hacia el suelo, debajo del blanco; luego tiras de la flecha hacia atrás, de forma que las plumas te toquen la oreja… Sí, así… Y ahora dispara.
La flecha salió alocadamente, golpeó contra la pared de lona del puesto y se partió.
—Eso está mejor —dijo Pauline con suavidad—. Sigue intentándolo… Toma, aquí tienes otra flecha.
Se suponía que eran tres disparos por un penique, pero ella les permitía que dispararan cinco, a pesar de lo cual seguían sin alcanzar el blanco situado en la bala de heno. Una vez que habían intentado sus cinco disparos y las lágrimas asomaban a sus ojos, Pauline les entregaba de todos modos uno de los premios por haberlo intentado.
—Realmente, Pauline, no puedes seguir entregando premios a todos los niños —dijo Louisa cuando el niño se marchó corriendo para enseñarle el premio a sus padres—. ¿Cómo aprenderán si se les premia por un fracaso?
—Eso no hace daño a nadie, Louisa.
—Me parece algo sorprendente, viniendo de ti, Pauline, y teniendo en cuenta lo mucho que a ti misma te encanta competir para ganar trofeos.
Pauline observó a su amiga, tan rolliza que apenas si podía moverse dentro del pequeño puesto. ¿Cómo se las había arreglado Louisa para dar a luz a seis hijos?, se preguntó Pauline. ¿Es que ella y su esposo fueron tan cálidos el uno con el otro? ¿O acaso Maude Reed andaba equivocada al decir que tenía que existir amor para concebir un hijo? Era precisamente esta la razón por la que no podía apartar de su mente a John Prior, el hombre de negocios de Sydney.
Había estado echando un vistazo por Wallach’s, el más grande centro comercial de Melbourne, que se vanagloriaba de vender de todo, desde cintas hasta estufas de gas, cuando, de pronto, en el departamento de ropa masculina, vio a Hugh Westbrook pagando el importe de una compra que acababa de hacer. Asombrada de verle en Melbourne y sintiendo la vieja emoción, el antiguo anhelo, Pauline no fue capaz de darse media vuelta y alejarse, como debería haber hecho. Hugh era el rival de su esposo, pero su antiguo amor por él nunca había desaparecido del todo. Así que, en lugar de abandonar los grandes almacenes, se dirigió directamente hacia él, le puso una mano en el brazo y le dijo en el tono más burlón posible:
—¿Cómo se las arreglan todas esas ovejas contigo, querido?
Él se había girado con una mirada de asombro.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó.
Pauline, consciente de su error, aunque demasiado tarde, lo miró con una expresión de horror.
—¡Oh! Le ruego que me disculpe —le había dicho—. ¡Pensé que era usted otra persona!
Pero el extraño, que mostraba un notable parecido con Hugh, pareció divertido y replicó:
—Mucha suerte para él y una pena para mí, señora. —Y antes de que ella pudiera retirarse se llevó una mano al sombrero y se presentó—: John Prior, a su servicio.
Pauline nunca llegó a saber qué fue lo que la indujo a quedarse donde estaba. Cuando el decoro habría exigido que se retirara con rapidez y dignidad —ni siquiera aquellas frescas muchachas que trabajaban en las fabricas habrían tenido la audacia de abordar a un extraño en un lugar público—, algo la hizo quedarse donde estaba. Quizá fuera la semejanza del hombre con Hugh, aunque la voz no era la misma y tampoco era tan alto como Hugh; o quizá fuera el modo en que le sonrió, o el corte elegante de sus ropas y la sensación de confianza en sí mismo que emanaba de su persona. Fuera lo que fuese, lo cierto fue que Pauline se quedó inmovilizada el tiempo suficiente como para verse repentinamente presentada a un hombre a quien no conocía un instante antes y, lo que era peor, escuchar su propia voz hablando con él.
—Realmente, pensé que era usted un viejo amigo mío. Le aseguro que no tengo la costumbre de dirigirme a caballeros que me sean desconocidos.
—Bueno, ahora ya me he presentado —dijo él—, y créame que, puesto que ha interrumpido usted esta importante transacción comercial que estaba efectuando, me debe al menos la cortesía de decirme su nombre.
Pauline observó la agraciada sonrisa del hombre y, por un momento, se olvidó de sí misma. ¡Se parecía tanto a Hugh!
—Pauline MacGregor —dijo.
—De modo que le parezco un ovejero, ¿verdad?
Pauline no pudo evitar el ruborizarse.
—Se parece usted a un amigo mío que posee una granja ovejera en el oeste.
Él le dirigió una mirada prolongada y admirativa y luego, como si le hubiese gustado lo que había visto, dijo con serenidad:
—Debo decirle que su amigo es muy afortunado. Creo recordar que me ha llamado usted «querido».
—Se trata de un viejo amigo —se apresuró a replicar ella—. Es como un hermano.
—Entiendo. En tal caso, quizá pueda usted considerarme también como un viejo amigo y hacerme el honor de acompañarme a tomar el té.
Pauline contuvo la respiración. Él estaba demasiado cerca, su sonrisa era demasiado íntima.
—Temo no poder hacerlo, señor Prior.
—¿Por qué no?
—En realidad, no nos conocemos. Y, además, soy una mujer casada.
—Le aseguro que puede usted invitar a su esposo a unirse a nosotros.
Pauline se volvió hacia el empleado, a quien la conversación parecía resultarle divertida, y le dirigió una mirada que le obligó a alejarse. Luego dijo:
—Mi esposo no me ha acompañado a Melbourne, señor Prior.
—Eso me asombra mucho —dijo él tranquilamente—. Si fuera usted mi esposa, no la dejaría a solas en una ciudad como Melbourne. —Tras una breve pausa añadió—: O en cualquier otro lugar.
—Creo que es usted demasiado fresco, señor Prior —dijo ella volviéndose y disponiéndose a alejarse.
—Por favor, señora MacGregor. No tenía la menor intención de insultarla, sino simplemente la de hacerle un cumplido. Y le aseguro que mis intenciones son totalmente honestas. Me encuentro en Melbourne para pasar unos días por cuestión de negocios, y como no conozco a nadie en esta ciudad tan abrumadora, me siento un poco perdido y solo. Creo que, si me veo obligado a comer una vez más con la única compañía de John Prior, voy a volverme loco.
—¿Es usted tan aburrido? —preguntó ella, incapaz de resistirse al flirteo.
—Supongo que sí, cuando estoy a solas conmigo mismo. Pero en compañía de una mujer tan encantadora como usted, señora MacGregor, creo que hasta podría ser brillante.
Pauline no deseaba aceptar, pero al final se encontró aceptando. Y también descubrió que la perspectiva de encontrarse con el señor Prior para tomar el té le parecía bastante excitante.
Finalmente, acordó verse con él a la salida de los grandes almacenes al cabo de dos horas; durante ese lapso, Pauline quedó conmocionada ante su propio e inexplicable comportamiento, y se sintió tan excitada por lo deliciosamente inadecuado de la situación que ni siquiera pudo concentrar su atención en las compras que estaba efectuando. El cabello del señor Prior no era del mismo color que el de Hugh, y tampoco poseía la misma complexión ruda y curtida por el sol propia de los territorios despoblados, pero a pesar de todo existía entre ambos una notable semejanza que ella no podía apartar de su mente. Y cuando abandonó la tienda, a la hora convenida, y vio al señor Prior acercarse en un elegante carruaje tirado por dos caballos, ella le ofreció la mano sin pensárselo dos veces.
Pasaron la tarde en un salón de té, tomando té Darjeeling y comiendo sándwiches de pepinillo, y hablando de las maravillas que se mostraban en la Exposición. Pero, a medida que fueron transcurriendo las horas, se encendieron las luces de gas y un ambiente de intimidad les fue rodeando, Pauline empezó a caer bajo el hechizo de aquel hombre extraño. Estaba tan acostumbrada a la frialdad de su esposo que ya se había olvidado de lo que sentía al estar en compañía de un hombre cálido. Y John Prior era cálido. Se inclinaba sobre la mesa y contemplaba a Pauline como si ella fuera la única mujer que existiera en el mundo, como si ella constituyera el único pensamiento que hubiese en su mente. La hipnotizaba con su atención; la encantaba con sus cumplidos y deferencias. Escuchaba todo lo que ella tenía que decir y daba la impresión de conceder gran importancia a sus palabras. Reía cuando ella decía algo divertido. Le llegó a decir incluso que se sentía como si la conociera desde hacía mucho tiempo. Y Pauline descubrió que, a pesar de sí misma, se sentía cautivada por este hombre que era todo aquello que Colin no era. Finalmente, cuando se marcharon, John Prior dijo:
—Le ruego que me permita llevarla esta noche al teatro y luego a cenar.
Pauline sabía que tendría que haber rechazado la invitación, haber terminado allí mismo aquello que hubiera podido empezar. Pero la magia de aquel hombre la había conmovido, así que contestó:
—Sí.
Por una noche, Pauline volvió a ser joven. Se sintió deseable, como lo había sido en otro tiempo; rio mucho más de lo que había reído en varios años; sintió que la frialdad de Kilmarnock retrocedía en su mente. Y empezó a sentir cosas que no experimentaba desde hacía años: los placeres del flirteo, la electricidad del contacto con un hombre, el vértigo que aparecía con el deseo sexual. John Prior se mostró discreto y correcto en todo momento, tocando a Pauline sólo para ayudarla a quitarse la capa, o a descender del carruaje, o a prenderle un ramillete de flores en el vestido. Pero siempre estuvo muy cerca de ella, y sus ojos la miraron profundamente; Pauline, por su parte, comprendió el significado de cada uno de sus gestos y expresiones faciales. Aquello que les asustaba a ambos y que la excitaba a ella permaneció silenciado entre los dos, pero ella sabía que ambos lo sentían.
Cuando se separaron, con un prolongado y cálido apretón de manos y un intercambio de tarjetas, Pauline se dijo a sí misma que jamás volvería a ver a aquel hombre.
Sin embargo, a pesar de ello no pudo apartarlo de su mente.
Ahora, se vio obligada a dejar de lado sus pensamientos al escuchar la voz de Persephone, la hija pequeña de Louisa Hamilton:
—Mamá, ¿puedes comprarme algodón de azúcar, por favor?
—Pero Persephone, querida —contestó Louisa abanicándose—. El algodón de azúcar lo venden en el otro extremo de la feria, y hace demasiado calor para caminar tanto.
—Yo la llevaré —dijo Pauline, que necesitaba alejarse de allí—. Conseguiremos también algo de limonada. ¿Te gustaría eso, Persephone?
Deambularon entre los puestos de la feria, observando las chucherías que estaban a la venta, o los juegos que se organizaban en algunas de las casetas. Se detuvieron para ver carteles, como el que decía: «Vean al Gran Carmine disparar un arma de fuego mientras la apunta a su garganta». Y el mejor cartel de todos, el que era casi tan alto como un hombre y que había sido pegado en todas las vallas y paredes Ubres del distrito occidental, informaba al público acerca del «GRAN CIRCO AUSTRALIANO: Un gran catálogo de cómicos. ¡Los caballeros de Palestina! Una carpa monstruo, con capacidad para acomodar a 600 personas. La mejor banda de música de circo. Los Trovadores Australianos interpretarán sus maravillosas melodías durante la velada, al mismo tiempo que por la arena desfilan una constante sucesión de interesantes novedades. ¡Y contamos con la única troupe de maravillas japonesas! Presentamos orgullosamente la primera actuación en toda Australia de un espectáculo sobre TRAPECIO, realizada por el propio Monsieur Leotard, el verdadero inventor del trapecio, que saltará desde las barras sin ninguna red de protección. El espectáculo aparecerá en Cameron Town el viernes, 10 de abril de 1880».
—¡Oh, mira, tía Pauline! —exclamó Persephone señalando hacia un estrado donde un hombre vestido con una chaqueta a cuadros llamaba la atención de los viandantes. Por detrás de él había un telón pintado con un cielo azul, nubes, y unas llanuras cubiertas de hierba. Sobre el escenario había otro hombre a su lado, con un aspecto tan extraño que los niños se detenían y se quedaban mirándolo con la boca abierta.
Pauline también se detuvo y miró, pero su atención no se fijó en el Jefe Búfalo, «un piel roja genuino de Estados Unidos», que iba vestido con cazadora y pantalones de piel de gamo y un gorro con una pluma, sino en el puesto contiguo, donde otro pregonero trataba de llamar la atención del público. Su espectáculo era de una naturaleza diferente: según aseguraba el pregonero, por un penique se podía entrar en la carpa y contemplar a «la señorita Sylvia Starr, la Venus australiana, que posó para la famosa estatua de Lindstrom, que aparecerá exactamente tal y como lo hizo cuando posó para el artista. Verán ustedes por qué su belleza ha creado tanta sensación». Por detrás de él se había colocado un cartel enorme de la señorita Starr, representándola en dos posiciones: a la derecha llevando un vestido rojo con una cintura imposiblemente estrecha y un gran busto; y a la izquierda, como una estatua de Venus, con unas flores colocadas estratégicamente sobre su cuerpo desnudo. Entre las dos imágenes se había incluido una lista de «las notables medidas» de la señorita Starr, desde la nariz hasta los pies, terminando con la información de: «Altura: 1,65 metros. Peso: 68 kilos».
Pero no fue la belleza de la señorita Starr lo que atrajo la atención de Pauline, sino más bien la multitud que se arremolinaba para comprar entradas para su espectáculo. Eran todos hombres y Pauline observó cómo miraban el cartel de Sylvia Starr. Recordó que, en otros tiempos, la mayoría de los hombres la habían mirado a ella misma de ese modo. Pero el número de quienes continuaban mirándola así era cada vez más reducido, lo que le recordó una vez más el transcurso del tiempo.
Pensó de nuevo en John Prior. Sabía que él la había deseado, que hubiera querido hacer el amor con ella. Pero ella no lo quiso. Pauline podía tener acceso a relaciones amorosas; no dejaba de tener sus admiradores. Más de un hombre le había hecho saber que se sentiría más que complacido de tener relaciones íntimas con ella. Y ella misma había tenido momentos de debilidad, como en un baile en el que había bebido demasiado champaña, y se había encontrado bailando en la pista entre unos brazos fuertes, escuchando algo delicioso y excitante que era murmurado apenas junto a su oreja, y se había preguntado qué ocurriría si sucumbía, si permitía que la llevaran a una posada rural, o a dar un largo paseo en carruaje. Pero lo que Pauline andaba buscando no era sexo; eso ya lo obtenía de Colin. Lo que ella deseaba era amor, y un bebé.
Era a Hugh Westbrook a quien deseaba, desde luego. Incluso después de todos aquellos años en los que había tratado de enterrar unos recuerdos dolorosos, de negarse al deseo que sentía por él, aquello había vuelto a surgir a la superficie. Eso era lo que había hecho su encuentro con Prior. Por un momento había sido como estar en compañía de Hugh. Prior había reavivado su antiguo amor por Hugh, la había inducido a preguntarse cómo habría sido su vida si se hubiese casado con él. «¿Tendría hijos ahora?», se preguntó.
—¡Ah, señora MacGregor, por fin la encuentro! La estaba buscando. —Era la señora Purcell, la matrona jefa del orfanato. Llevaba dos tazas de té en la mano y parecía muy aturdida a causa del calor—. Estamos alcanzando un éxito maravilloso con nuestra venta de obras de arte. Podremos comprar cinco camas nuevas para el orfanato. ¿Cómo van las cosas con el tiro con arco? Desearía que viniera usted alguna vez por el asilo para visitarnos. Los niños necesitan mucho amor y atención.
Pero Pauline no deseaba acudir al asilo. Trabajaba para reunir fondos para la institución, y hasta extendía cheques, pero se negaba a involucrarse personalmente más a fondo.
En cierta ocasión, hacía más de un año, la señora Purcell había tenido la audacia de dar a entender que a Pauline podía gustarle la idea de adoptar a uno de aquellos niños. Pero todo el mundo sabía quiénes eran en realidad los niños: bastardos, abandonados ante la puerta del asilo por madres solteras que no los querían. Y Pauline no quería el bebé de ninguna otra mujer; ella quería tener a su propio hijo.
Al regresar al tenderete del tiro con arco, le entregó a Louisa un vaso de limonada fría, quien lo aceptó con agradecimiento, exclamando:
—¡Dios mío, sí que hace calor!
A Pauline le parecía un verdadero milagro que su amiga no se desvaneciera a causa del apretado corsé que llevaba por debajo del pesado vestido de seda. Mientras Louisa se movía por el tenderete, se escuchaban los crujidos de las ballenas. Tenía los sobacos del vestido manchados de sudor.
—Te envidio la figura tan delgada que tienes, Pauline —dijo sin ningún tono de envidia en su voz—. Pareces siempre fresca, como si el calor no te afectara nunca. Mírame a mí. Esto es lo que le hacen los embarazos a una mujer. Trato de disminuir de peso, pero es difícil, y mucho más teniendo que supervisar tres comidas diarias para ocho personas. —Pauline recogió los arcos y las flechas y lo colocó todo sobre el mostrador de madera—. Tú, en cambio, tienes mucha suerte —siguió diciendo Louisa—. Tienes a Judd en la escuela, y Colin suele comer en el club. Así, puedes prepararte una ensalada sin necesidad de sentirte culpable.
Pauline no la escuchaba. Estaba pensando: «Sé que Colin es capaz de amar. En alguna parte de lo más profundo de sí mismo tiene capacidad para amar». Porque, en cierta ocasión, ella misma había sido testigo de una demostración de aquel amor, cuando ella le hizo una visita a Christina, hacía nueve años, y había tenido a Colin al lado de su joven esposa, tierno, solícito, lleno de devoción hacia ella. Quizá esa capacidad seguía estando allí, en lo más profundo, ocultando una gran capacidad para el afecto. Quizá ella no había descubierto la forma de hacerla salir a la superficie, aunque estuviera allí, esperándola.
—¡Dios mío! —exclamó Louisa—. ¡Fíjate en esta chica! Pero si parece que crece a cada día que pasa.
Pauline se volvió para ver a Minerva Hamilton, la hija mayor de Louisa, que se acercaba al tenderete. Era una muchacha alta, de ojos negros, con un cabello elegante y una boca seductora. Tenía casi dieciséis años de edad y Pauline observó cómo las cabezas de los hombres se volvían a mirarla cuando ella pasaba.
—Los muchachos ya empiezan a rondarla —dijo Louisa sin dejar de abanicarse—. Yo me digo a mí misma que aún es demasiado joven, pero entonces tengo que recordar que yo sólo tenía dieciocho años cuando me casé con el señor Hamilton, y que a Minerva sólo le faltan dos años y medio para alcanzar esa misma edad. ¡Y cada vez que pienso en eso…! —Se echó a reír—. Creía que por fin había terminado con lo de los bebés y todo eso, y ahora resulta que dentro de poco bien puedo convertirme en abuela.
Pauline hizo un esfuerzo por no gritarle a Louisa Hamilton que se callara de una vez. Intentó distraerse enfocando la atención en su plan para encontrar una forma de conseguir que Colin la amara, y luego para concebir un hijo.
Colin estaba de pie ante las puertas correderas de su despacho que daban al jardín, e inhaló profundamente el aire cálido y seco. Resultaba difícil de creer que sólo faltara oficialmente un mes para el inicio del invierno. La noche parecía más propia de enero que de abril. Al igual que los demás ovejeros de Victoria, él también rezaba para que la sequía no afectara negativamente a la producción de lana de este año. Los precios de la lana habían caído en el mercado mundial. Veinte años antes el precio de la libra de lana era de veintidós centavos, mientras que ahora había bajado a menos de doce centavos. Cada vez resultaba más y más difícil aumentar los beneficios anuales de Kilmarnock. Y por si fuera poco, ahora se presentaba esta sequía.
Colín estudió su propio reflejo en el panel de cristal y vio el rostro de su padre, el duodécimo señor de Kilmarnock, un hombre gravemente elegante que era capaz de conseguir sólo con una mirada que un hombre guardara silencio y una mujer temblara. Era el rostro de un hombre que ostentaba el control, que disponía del poder. El padre de Colin había tenido ese poder, allá, en su castillo de la isla de Skye. Pero Colin sabía que su propia mirada no era más que pura fachada. Su propio poder era falso; dependía de la lluvia y de la sequía, de las ovejas y de la hierba; su soberanía sobre los 30 000 acres de terreno no se fundamentaba sobre los lazos de sangre y los derechos nobiliarios, como la de su padre, sino sobre los imponderables del tiempo y la economía. Colin sabía que podía perderlo todo si no se mantenía en constante vigilancia.
Pensó en Hugh Westbrook. A pesar de los contratiempos sufridos por Merinda debidos a la sequía, Westbrook estaba disfrutando de un éxito espectacular con su nueva raza de ovejas.
Cuando Hugh introdujo un carnero Rambouillet en sus rebaños, siete años atrás, Colin había sido de los primeros en burlarse.
—Nunca lo conseguirá —les había dicho a John Reed y a Angus Hamilton—. Cualquier estúpido sabe que no se pueden criar ovejas al oeste de Darling Downs.
Pero la nueva raza Merinda había parecido prometedora. Algunos ovejeros habían comprado los nuevos carneros de Hugh, probándolos en sus propias granjas, cruzándolos con sus mejores ovejas, seleccionando y cuidando atentamente la descendencia, hasta que la raza empezó a demostrar lo dura que era. Ahora, la tercera generación estaba alimentándose en terrenos que nunca hasta entonces habían sostenido a los rebaños de ovejas, y la raza Merinda estaba siendo introducida en todas partes, desde Coleraine hasta Barcoo.
Y Colin despreciaba a Hugh por ello… y por muchas cosas más.
Cuando Colin entró en posesión de la inútil franja de terreno de cinco mil acres situada a los pies de las montañas, y decidió derribar la verja situada a lo largo de los límites con Merinda, pensó que la suerte estaba de su parte, porque buena parte de los rebaños de Westbrook perecieron ahogados en el río como consecuencia de ello. Pero luego, en el distrito empezaron a mirar a Colin con recelo, y él tuvo que refrenar su sed de poder y venganza. Sin embargo, MacGregor no podía olvidar que Westbrook le había impedido a Joanna Drury acudir en auxilio de su esposa cuando esta se hallaba moribunda. Así pues, se limitó a esperar que llegara su momento. El momento adecuado para darle su merecido surgiría por sí mismo, y encontraría a Colin preparado. «Recibirá tanto daño como yo mismo —pensó Colin con aspecto ceñudo—. Y su pérdida será tan grande como lo fue la mía».
Se escucharon unos golpes en la puerta. Era Locky McBean, su antiguo capataz, que entró en el despacho con la gorra en la mano.
—Buenas noches, señor MacGregor. Acabo de regresar.
—Eso ya lo veo. ¿Qué me ha traído?
Locky había sido promocionado desde el cargo de capataz de Kilmarnock, hasta hacerse cargo de la responsabilidad de cobrar las rentas de las propiedades que MacGregor poseía en todo el distrito. Algunas de las familias que trabajaban las propiedades de Cobn le entregaban los beneficios de lo que recogían y conservaban un pequeño porcentaje de las ventas para sí mismas. Otras le habían comprado pequeñas granjas, y le nacían pagos regulares en concepto de hipoteca, más un porcentaje de los beneficios obtenidos de sus cosechas o su producción de lana. Locky tenía la responsabilidad de que todo el mundo cumpliera con los pagos y no se produjera ningún engaño. Cuando llegaban los momentos duros, que era precisamente lo que les sucedía ahora a algunos de los granjeros más pequeños, Locky debía ocuparse de que pagaran igual, tanto si se lo podían permitir como si no.
Extrajo un manoseado libro mayor y lo colocó sobre la mesa del despacho, delante de Colin. Luego, señalando con una uña sucia, dijo:
—Va a tener que aumentar el interés de la hipoteca de los Drummond, señor MacGregor.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
—Su producción de lana ha sido mala este año, a causa de la sequía. Una vez haya terminado el esquileo, va a sufrir usted una pérdida de beneficios.
Una de las prácticas de los terratenientes del distrito que alquilaban sus tierras consistía en compensar las pérdidas de beneficios en la producción de lana con unos pagos superiores en las hipotecas. Pero el problema se presentaba cuando familias como la de los Drummond se veían obligadas a pagar intereses más altos sobre su hipoteca, lo que les obligaba a reducir costes en otras áreas. En la mayoría de los casos, eso significaba renunciar a los peones contratados, lo que no hacía más que extender el paro por el distrito.
—Dele un mes —dijo Colin—. Si no paga, desáhucielo.
—Drummond tiene ocho hijos.
—Eso no es responsabilidad mía. ¿Qué más tenemos?
Pasaron unos pocos minutos revisando las cuentas, y Locky sugirió los nombres de algunas otras familias que probablemente tendrían que ser desahuciadas. Pero en esos casos se trataba de granjeros que, lejos de tener problemas, como los Drummond, esperaban obtener un buen beneficio en este año y, por lo tanto, dispondrían de lo suficiente para amortizar sus hipotecas, una vez que hubieran vendido su producción de lana o su cosecha de trigo. En tales casos, Colin tenía la costumbre de exigir la totalidad de la hipoteca en seguida, antes de que llegara el período de la cosecha o el esquileo, obligando al granjero a abandonar la tierra, sin dinero, lo que a Colin le permitía conservar el capital inicial que el hombre había invertido en la granja. En ese momento, Colin buscaba a otro comprador y le volvía a vender la misma granja a otro lleno de esperanzas, con un poco de dinero y muchas ideas, ávido por poseer su propia granja, con la expectativa de echarlo cuando estuviera demasiado cerca de conseguir el dinero para pagarla por completo. Para Colin, aquel era un método ridículamente sencillo de ganar dinero y no sentía más que desprecio por aquellos grandes propietarios que no lo utilizaban porque, después de todo, era completamente ilegal.
Una vez que McBean se hubo marchado, Colin tomó la carta que había recibido de Escocia aquella misma mañana, y volvió a leer la única frase importante que había encontrado en las páginas de escritura de su madre: «Tu padre está muy enfermo. Desearía que regresaras a casa».
«A casa», pensó Colin con amargura. Él también lo habría deseado; no fue él quien quiso alejarse de la tierra que le vio nacer. De hecho, Colin había tratado de reconciliarse con su padre cuando llevó a Pauline consigo a Skye, hacía siete años, durante su luna de miel. Pero sir Robert se había negado a recibirlos; jamás olvidaría las palabras que su hijo le había dirigido hacía años, cuando habían discutido sobre el tema de desahuciar a los campesinos para conseguir más terrenos donde desarrollar con más provecho la producción de corderos, después de lo cual Colin le volvió la espalda a su herencia y se embarcó con destino a Australia. Colin y Pauline se habían pasado dos semanas explorando el paisaje melancólico de Skye, paseando entre bosques de alisos y abedules, cabalgando sobre los pantanos donde pastaban ovejas de caras negras, cazando en los bosques que rodeaban el castillo, pescando en el loch Kilmarnock, descubriendo cruces y lápidas célticas cubiertas de musgo que ya no eran legibles; cenaron en una ocasión con lady Anne y luego se marcharon, interrumpiendo su visita, sin haber visto una sola vez a sir Robert.
Colin se vio distraído por otra llamada en la puerta. Era Judd, que ahora ya contaba con quince años de edad, vestido con el uniforme de la Escuela Agrícola de Tongarra, formado por unos pantalones grises de franela y una blusa azul marino. Era un muchacho alto y delgado, con un sedoso cabello de color platino y unos brillantes y encantadores ojos azules.
—¿Puedo hablar un momento contigo, padre? —preguntó desde la puerta.
—Desde luego, hijo —contestó Colin, contento de verle—. Entra.
Judd cerró la puerta tras de sí y se volvió. Hubiera querido hablar con su padre en algún otro lugar, quizá en el salón, donde la historia y la muerte no eran tan omnipresentes. A pesar de sus casi dieciséis años, Judd seguía sintiéndose acobardado por el despacho de su padre. Trató de no mirar hacia la última muestra bordada por lady Anne, que ahora colgaba de la pared, tras un cristal. Era un poema titulado «El fantasmagórico señor de Kilmarnock», en el que «Kilmarnock deambulaba por la noche, por donde lloran los fantasmas y las almas en pena».
Judd prefería los poemas relacionados con los territorios despoblados de Australia, como las baladas escritas por Hugh Westbrook, en las que se hablaba del sol dorado, de los cielos luminosos, y de los hombres vivos y vigorosos, que no tenían miedo de los fantasmas o las leyendas.
—¿Qué ocurre, Judd? —preguntó Colín sirviéndose un whisky.
Sentía verdaderas ganas de presentar a Judd en el Club masculino de la ciudad. Sería entonces cuando tomarían juntos su primera copa.
—Me han pedido que tome una decisión, padre. Dentro de poco cumpliré dieciséis años, y mis estudios terminarán un año después. Pero si me quedo, entonces me matricularán en un curso especial…
Colín interrumpió a su hijo, levantando una mano.
—Ya conoces cuáles son mis sentimientos al respecto, Judd. Ya te lo he dicho. ¿Por qué volvemos a discutir de eso?
—Creo que no estás siendo justo conmigo, padre.
—Judd —dijo Colín con una sonrisa paciente—, sólo tienes quince años. Todavía no sabes lo que quieres realmente.
—Dentro de poco cumpliré dieciséis. ¿Es que tú no sabías lo que querías cuando tenías dieciséis años?
La sonrisa de Colin se tornó triste y reflexiva antes de contestar.
—Creí saberlo. Pero era demasiado joven e ignorante, y cometí muchos errores. Quiero evitar que tú los cometas también.
—Yo preferiría cometer mis propios errores, padre.
El rostro enojado de sir Robert cruzó fugazmente por la mente de Colin.
—Los errores producen dolor —le dijo a Judd—. Y quiero ahorrarte el sufrimiento por el que yo tuve que pasar. ¿Sabes?, hay momentos en que lamento el día en que accedí a permitir que fueras a estudiar a Tongarra. Tendría que haberte enviado a una escuela en Inglaterra, tal como había planeado. Pero pensé que quizá enviándote a una escuela agrícola eso representaría algún beneficio para Kilmarnock. Ahora veo que me equivoqué.
—Pero padre, esa escuela es buena para mí —se apresuró a asegurarle Judd—. Y creo que quizá algún día podré utilizar todo lo que he aprendido allí para desarrollar una nueva especie de trigo capaz de crecer en condiciones de sequía.
—Judd, tú eres un ovejero, no un campesino —dijo Colin levantándose, rodeando la mesa y poniendo una mano sobre el hombro de su hijo—. Desearía que no tuviéramos que discutir así. ¿Es que no te das cuenta de que yo sólo pienso en cuáles son tus mejores intereses? No puedo permitir que te degrades convirtiéndote en un maestro.
—No seré un maestro toda la vida, padre. Quiero ser un científico.
Colin sacudió la cabeza. ¿De dónde había sacado el muchacho tanta obstinación? Y entonces, de repente, Colin se vio a sí mismo, de pie, en un despacho muy similar, en un gran castillo de piedra bastante parecido a este, enfrentado a un hombre de rostro rígido, como él mismo. Y escuchó la voz de su padre, diciendo: «Algún día serás el señor de Kilmarnock. Te prohíbo que te marches a Australia».
«No —pensó Colin—. Eso fue diferente. Tuve que marcharme. Tuve que abrirme mi propio camino en el mundo».
—Judd, he construido esta granja para ti. El mismo día que tú naciste me hice a mí mismo la promesa de que el día de mañana te entregaría un imperio. ¿Cómo puedes ahora presentarte así ante mí, para decirme que estás dispuesto a conformarte con ser un simple maestro?
—Yo no me conformo con nada, padre. Hay tantas cosas que quiero aprender, y hacer…
—Judd, algún día serás el señor de Kilmarnock…
—Padre, yo no soy un lord escocés, y nunca lo seré. Soy australiano, y me siento orgulloso de serlo.
Colin emitió un suspiro, con impaciencia. ¿De dónde diablos había sacado el chico aquellas ideas? Desde que empezó a hablar, Colin siempre le había hablado de su hogar en las Hébridas. Le había descrito la severa belleza de Skye, sus cielos a menudo turbulentos, los prados que eran como un espeso terciopelo verde, el duro esplendor de las Cuillins, los lochs que se extendían como peltre líquido, los recortados picos y las pequeñas casas de campo de los arrendatarios, y los siglos de historia que empapaban aquellas tierras. Colin le había enseñado a Judd lo que era el amor y la lealtad para con su hogar ancestral en Kilmarnock y para Escocia, en general. La primera canción que Judd había aprendido decía: «Mi corazón está en las Highlands, mi corazón no está aquí; mi corazón está en las Highlands, buscando lo que me es querido».
¿Dónde estaba ahora aquella lealtad?, se preguntó Colin. ¿En qué se había equivocado a la hora de instilar en su hijo un sentido de la línea consanguínea, y del orgullo céltico? Los héroes de la juventud de Judd deberían haber sido William Wallace y Robert the Bruce; ahora resultaba que, en lugar de eso, adoraba a un convicto rebelde llamado Parkhill y a un forajido llamado Kelly.
En ese preciso instante, Pauline pasó por el vestíbulo, delante del despacho de Colin, y escuchó voces procedentes del otro lado de la puerta cerrada. Preguntándose si aquel sería un buen momento para hablar con Colin sobre su deseo de irse de vacaciones a alguna parte, ellos dos solos, a algún lugar romántico, se detuvo delante de la puerta y escuchó.
Se trataba de otra discusión con Judd.
Había momentos en los que deseaba que el hijo de Colin fuera realmente suyo también. Judd era un muchacho alto y atractivo, que se parecía a su madre más que a su padre, que era inteligente y poseía una personalidad agradable. Al principio, Pauline había intentado ser una madre para él, pero sólo había alcanzado un éxito más bien modesto. Ninguno de ellos había logrado apartar de sus mentes el hecho de que Judd era hijo de otra mujer. En último término, ella había sido incapaz de comportarse con naturalidad con él. Y Judd lo había percibido así, tal y como perciben los niños esas cosas. Se dirigía a ella llamándola «Pauline», y se la presentaba a sus amigos como «la esposa de mi padre». Pero, a veces, ella hubiera deseado que, al menos delante de los demás, la llamara «madre».
Pauline abrió la puerta sigilosamente y vio a Colín de espaldas, dirigiéndose al mueble-bar para servirse un whisky. A los cuarenta y ocho años seguía teniendo una figura notable. Colin se mantenía en perfecto estado físico; y el plateado de su cabello negro no hacía más que aumentar su atractivo. Pauline recordó el intenso deseo sexual que había experimentado por él hacía ya mucho tiempo, durante su luna de miel, cuando anhelaba que la tocara. ¿Cuándo se había desvanecido aquel deseo?, se preguntó. ¿Cuándo se había convertido simplemente en el hombre con quien compartía una casa?
Entonces pensó en John Prior, quien la excitaba de una manera diferente a como lo hacía Colin. Prior había hecho surgir a la superficie todos los viejos sentimientos que en otro tiempo había experimentado por Hugh Westbrook, sentimientos de calor y ternura, así como de pasión.
Ahora escuchó la voz de Colin diciéndole a Judd:
—Ningún MacGregor de Kilmarnock ha sido nunca maestro, y no vamos a empezar ahora.
—Pero, padre… —protestó Judd.
—Buen Dios, hijo, ¿qué pensaría tu madre?
—A Pauline no le importa…
—¡No me refiero a ella, sino a tu verdadera madre!
Pauline se quedó petrificada al escuchar aquellas palabras. Muy despacio, cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó mirando fijamente las sombras del vestíbulo.
«¡No me refiero a ella, sino a tu verdadera madre!».
Así que, tal y como había sospechado, había amor en Colin, pero no era por ella. Sí, desde luego… siempre lo había sabido. Christina seguía ocupando un lugar en el corazón de Colin. Y Pauline se dio cuenta ahora de que, probablemente, siempre lo ocuparía.
Buscó respuestas entre la penumbra. Quería que su cuerpo engendrara y diera a luz un bebé. Pensó en John Prior. Y luego pensó en Hugh Westbrook.
Pauline deseaba tener su mejor aspecto para efectuar su primera visita a Merinda en nueve años, así que se vistió con mucho cuidado. No estaba nerviosa, ni ansiosa, sino que se sintió bastante tranquila. De hecho, pensó: «Una mujer desesperada intentaría tomar medidas desesperadas».
Desde el momento en que se había producido aquel encuentro con John Prior, hacía un mes, Pauline no había podido apartar de su mente la imagen de Hugh Westbrook. Se dedicó a reflexionar tristemente sobre lo que habría podido ser en el caso de que no hubiera renunciado a él tan fácilmente, dejándolo en brazos de otra mujer. Pauline pensaba en Hugh y meditaba en cómo habrían sido los hijos de ambos si se hubiera casado con ella. Pensaba en el cuarto de los niños, vacío, situado junto a su dormitorio, en la desilusión mensual que llegaba con regularidad, y en la creciente desesperación que sentía por tener un bebé antes de que se acabaran sus años de fecundidad, y asociaba todos esos pensamientos con Hugh.
Se miraba en el espejo. «Todavía hermosa», era la frase que se utilizaba en las páginas de sociedad para describirla. Pero Pauline sabía que no pasaría mucho más tiempo antes de que aparecieran los primeros cabellos plateados entre los rubios. Y a continuación pensó: «A una mujer no le importan las canas cuando tiene algo que mostrar de su vida».
¿Y qué tenía ella por mostrar de sus treinta y tres años de vida? Un armario lleno de trofeos, copas y estatuillas brillantes pero frías, grabadas con fechas y acontecimientos y honores. Pero un trofeo no era nada que se pudiera acunar y querer, o que pudiera expresar su amor a cambio. Cuánto más significarían aquellos trofeos si tuviera a alguien a quien pasárselos, pensó. Cuánto más satisfactorios serían sus logros en equitación y tiro con arco, si pudiera enseñar aquellas habilidades a su propia hija. A Pauline, su vida le parecía estéril, sin sentido.
Sobre la mesa de tocador había una copia reciente del Times. Pauline había leído la carta impresa en la segunda página.
«Ya es hora de dejar de pensar en nosotros mismos como habitantes de Victoria, de Queensland, de Nueva Gales del Sur —había escrito Hugh Westbrook—. Debemos pensar en nosotros como australianos. Debemos dejar de pensar en Inglaterra como si fuera nuestro hogar, dejar de mirar hacia el océano en busca de protección y seguridad. Ha llegado la hora de nuestra madurez como pueblo unido».
Pauline había escuchado a Hugh hablar del tema de la federación de las colonias australianas. En los casi cien años transcurridos desde que llegaran los primeros hombres blancos, decía Hugh, el continente de Australia se había dividido en seis gobiernos independientes y autónomos, a los que les faltaba tanta cooperación con sus vecinos que, por ejemplo, cada colonia tenía su propio sistema postal y sus propios sellos, su propio ejército y marina con uniformes diferentes; cada colonia imponía pesados aranceles a los productos importados de otra colonia; cada una tenía un ancho de vía distinto. Todo eso, en opinión de Hugh, actuaba en contra de los mejores intereses de todos los australianos. «Resulta ridículo —había escrito— que, cuando un hombre viaja de Nueva Gales del Sur a Victoria, tenga que cambiar la hora de su reloj porque las dos colonias no logran ponerse de acuerdo acerca de una misma hora. Esa clase de rivalidad entre nuestras colonias haría irrisoria la rivalidad entre las naciones europeas».
El notable patriotismo de Hugh por Australia hacía que Pauline se sintiera llena de orgullo. Y eso aún la atraía más hacia él.
Se levantó del tocador y sintió que una firme resolución se apoderaba de ella. No abrigaba la menor duda ni recelo acerca de ir a Merinda. Tenía que hacerlo. Sus siete años de matrimonio con Colin no le habían permitido engendrar ningún hijo. Una cita con John Prior, un hombre que la excitaba, pero al que no amaba, quedaba descartada por numerosas razones. Por lo tanto, la solución se encontraba en Merinda.
Él entró a caballo en el patio, desmontó apresuradamente y dejó el animal a cargo de un mozo. Lo que en otros tiempos había sido la parte delantera de la terraza de la cabaña se había convertido ahora en la terraza lateral de la cocina, una vez que cabaña propiamente dicha hubo sido transformada en una cocina junto a la cual se construyó una nueva cabaña de troncos, con los dos edificios conectados por un pasaje cubierto. Unas pesadas lonas verdes se habían extendido sobre la terraza de la cocina para protegerla del sol poniente. Hugh la rodeó, dirigiéndose hacia el lado, a través de un muro de setos protectores y entró en el pequeño jardín que se había plantado delante de la nueva casa. Esto se construyó cuando a los Westbrook se les quedó pequeña la antigua cabaña pero aún no se pudieron permitir el construir su nueva casa junto al río. Era una morada modesta, con un techo alto y piramidal que permitía el movimiento del aire en los días de calor, y una espaciosa terraza acondicionada con muebles de bambú y profusión de macetas con plantas.
Hugh encontró a Joanna en el prado, sentada en una silla bajo la luz del sol, secándose el cabello que acababa de lavarse. La intimidad de este pequeño jardín que daba al camino pero que bloqueaba la casa de la vista, le permitía desabrocharse los botones superiores de la blusa y subirse las mangas.
Hugh se detuvo un instante para contemplarla. Ocho años de matrimonio no habían disminuido en lo más mínimo la mística de Joanna, o el poder de una vista tan prosaica como verla con el cabello lavado. La primera vez que había asistido al acto ritual y privado de verla lavarse el cabello, la había tomado entre sus brazos y le había hecho el amor, con el cabello todavía húmedo pegado a sus hombros desnudos. Ahora, hubiera querido hacer lo mismo. Pero las circunstancias habían cambiado en ocho años. Hugh escuchó las voces de Adam y Beth procedentes de la parte trasera de la terraza, donde estaban jugando. A través de la ventana que daba al salón, distinguió fugazmente a una sirvienta dedicada a limpiar algo. Y en el camino de entrada a la casa había observado la presencia de uno de los peones delante, no donde pudiera ver a Joanna, pero daba igual.
Hugh la llamó y la saludó haciendo oscilar en la mano el paquete de correo que acababa de traer de Cameron Town.
Se dirigieron a la terraza, parcialmente protegida contra los rigores del calor, y Joanna le pidió a la doncella que les preparara el té. Aquel era su ritual diario: interrumpir su trabajo por un momento, leer la correspondencia, y comunicarse las noticias el uno al otro. Era una hora tranquila que sólo se reservaban para ellos.
—¡Aquí hay algo de Karra Karra! —exclamó Joanna después de haberse abrochado la blusa y bajado las mangas, aunque se dejó el cabello suelto para que se secara con el calor.
En la noche de su último día de estancia en Melbourne, pocas horas después de haber descubierto el folleto de Karra Karra en posesión de Adam, Joanna se había sentado y escrito a la misión, situada en la frontera con Nueva Gales del Sur. Explicó por qué escribía y pidió toda la información que pudieran tener sobre alguien llamado Makepeace. Ahora, mientras leía la contestación del señor William Robertson, el director de la misión, Hugh abrió su correspondencia.
—¡Esto sí que son buenas noticias! —exclamó él al cabo de un momento—. Es de McNeal. Dice que podrá venir a vernos dentro de un par de meses, cuando se cierre la Exposición. Dice que no tiene planes inmediatos para regresar a Estados Unidos y que podrá ponerse a trabajar inmediatamente en la construcción de nuestra nueva casa. Le escribiré y le invitaré a él y a su esposa a quedarse con nosotros. Disponemos de mucho espacio y un hotel en la ciudad sería un gasto innecesario. —Levantó la vista, mirando a Joanna—. ¿Y bien? ¿Qué te dicen de la misión?
—El director no me dice gran cosa —contestó ella, volviendo a leer la carta—. Es bastante extraño. No hace ninguna mención de mis abuelos, y no ha contestado a ninguna de mis preguntas Pero nos invita a acudir a la misión para reunimos con él cuando nos vaya bien.
—Quizá tenga tantas cosas que contarte que prefiere decírtelas personalmente.
—Sí —asintió ella, volviendo a guardar la carta en el sobre—. Quizá. Oh, Hugh, ¿crees que esta puede ser la misma Karra Karra que he estado buscando? Tengo la impresión de que hay algo que no está bien.
—Iremos y lo descubriremos inmediatamente —dijo Hugh.
En ese momento, por la abertura del seto apareció Jacko, el capataz de Merinda.
—Tenemos problemas, Hugh —dijo—. Los pozos seis y siete han empezado a sacar sedimentos.
—Está bien —dijo Hugh. Se levantó y se colocó el sombrero—. Vamos a ver qué podemos hacer. —Besó a Joanna en la mejilla y le dijo—: Trataré de estar de regreso para la cena. Pero es posible que esta noche tenga que quedarme fuera.
—En ese caso, enviaré a Ping-Li con una fiambrera.
Le observó marcharse. Algo más tarde, cuando empezó a leer de nuevo la críptica carta recibida de Karra Karra, la sorprendió ver a alguien aparecer al borde del alto seto. Su sorpresa fue aún mayor al darse cuenta de que se trataba de Pauline MacGregor.
—Pauline —dijo Joanna—. Dios mío, entre. Me temo que mi esposo acaba de marcharse hace un momento.
—Lo sé. Esperé a que se marchara. Es a usted a quien he venido a ver.
—Entre, por favor —dijo Joanna un tanto extrañada—. Se está más fresco en el salón. ¿Le apetece un té?
—No, gracias —contestó Pauline entrando en el interior en penumbras, que olía a pulimento de limón fresco y a flores otoñales.
Pauline recordó la última vez que había visitado Merinda. En aquella época, Hugh había vivido en una tosca y deplorable cabaña que casi daba la impresión de que nadie habitaba allí. Ahora, en cambio, disponía de una verdadera casa, modesta pero bien cuidada, adornada con plantas y matorrales. El salón, aunque no era grande, aparecía instalado meticulosamente, con muebles nuevos, una alfombra turca de brillantes colores, lámparas en los rincones, fotografías enmarcadas y cortinas de encaje. No pudo evitar el preguntarse una vez más: «¿Qué habría pasado si…?».
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Joanna.
Pauline la miró. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se vieron y a Pauline le pareció que Joanna tenía un aspecto horriblemente joven; recordó que ella aún no había cumplido los treinta años, aunque el cabello, cayéndole libremente, la hacía parecer más joven.
—He venido por un motivo muy personal —dijo—, y no sé muy bien por dónde empezar. —Joanna se limitó a permanecer sentada, esperando—. Tengo entendido que es usted una persona discreta —añadió, consciente de que sus manos enguantadas estaban fuertemente entrelazadas sobre su regazo.
—Tiene mi palabra de que lo que me diga no saldrá de estas cuatro paredes.
—Muy bien, en tal caso iré directamente al asunto. Sin lugar a dudas, se habrá dado usted cuenta de que llevo siete años casada y no he tenido ningún hijo. He oído decir que pudo usted ayudar a Verity McManus a concebir un hijo, cuando los médicos y Poll Gramercy ya le habían dicho que no había esperanzas. ¿Puede usted ayudarme a mí?
—Es posible que pueda —dijo Joanna—. Pero antes tendremos que intentar averiguar cuál es la causa de que no se haya quedado embarazada. Con frecuencia resulta que se trata de algo muy sencillo de corregir.
—Antes de que siga, debo decirle algo —dijo Pauline. Miró a su alrededor, observando el salón que habría podido ser el suyo, los retratos del muchacho y la niña, los pequeños floreros con flores, la Biblia sobre una mesa. Escuchó, procedentes del fondo, los sonidos propios de un hogar que llegaban de la cocina, las voces de los niños que se llamaban en la terraza. Kilmarnock parecía un museo en comparación con esto; no un hogar, ni siquiera una casa, sino un lugar destinado a la ostentación y la conservación de reliquias—. Durante todo este tiempo he tenido cierto resentimiento contra usted —siguió diciendo Pauline, mirando a Joanna directamente—. Creía que me había robado a Hugh. Ahora me doy cuenta de que, probablemente, él nunca fue mío, sobre todo durante aquel primer año que siguió a la epidemia de tifus. Abrigué sentimientos particularmente duros contra usted. Y esa fue la razón por la que hice algo de lo que ahora me avergüenzo.
Joanna observó a Pauline con cierta perplejidad. Llevaban tanto tiempo siendo rivales vagamente distantes que esta intimidad repentina y la confesión que estaba a punto de hacerle le producían una cierta confusión.
—Le estoy hablando de los cinco mil acres de terreno que eran propiedad de mi hermano —siguió diciendo Pauline—, situados a lo largo del límite norte de Merinda. Sabía que Colin los deseaba como parte de su retorcida respuesta a la muerte de Christina, de su deseo de vengarse de Hugh. Yo le ofrecí esos terrenos a Colin porque deseaba que se casara conmigo. No sabía qué era lo que iba a hacer con ellos. Siento mucho que usted y Hugh sufrieran tantas pérdidas a causa de aquella tormenta.
Joanna la miró fijamente.
—No comprendo —dijo—. Había escuchado ciertos rumores acerca de esa venganza, pero no comprendo de qué se trata.
De una manera directa, Pauline le habló de la noche en que murió Christina y de cómo Hugh le había dicho que Joanna acudiría a Kilmarnock en cuanto se despertara.
—Yo le mentí a Colin. En aquellos momentos ya sabía que había perdido a Hugh y sentía odio contra ambos. Así que le dije a Colin que usted se había negado a acudir para ayudar a su esposa.
—Y luego, cuando ella murió, él nos acusó de su muerte tanto a mí como a Hugh.
—En efecto.
—Comprendo —asintió Joanna. Se levantó y se dirigió a la chimenea, donde se quedó de pie. Recorrió la repisa con un dedo y se dijo que debía decirle a Peony que se había vuelto a olvidar de quitar el polvo—. Aprecio mucho su honradez, Pauline —dijo tras un momento de silencio—. Fue una tragedia terrible. Perdimos a dos hombres en aquella tormenta, y casi estuvimos a punto de perder también a Hugh. Eso afectó muy gravemente a Merinda. Pero nos hemos recuperado y las personas no siempre pueden evitar el sentir lo que sienten. Creo que deberíamos darlo todo por olvidado.
«A pesar de que, desgraciadamente, Larry y un muchacho de quince años murieron a causa de aquel acto vengativo», pensó.
—Necesitaré hacerle algunas preguntas personales —dijo Joanna, regresando a su silla.
Decidió que más tarde reflexionaría acerca de la confesión de Pauline, cuando se encontrara a solas. Entonces decidiría si, cuándo y cómo se lo contaría a Hugh.
—Puede usted hacerme las preguntas que guste —dijo Pauline.
—Usted y su esposo, ¿hacen el amor muy a menudo?
«Hacer el amor —pensó Pauline—. Nos acostamos juntos, tenemos relaciones sexuales. Pero no hay nada de amor en ello».
—Una vez a la semana —contestó en voz alta.
—En cuestiones de fecundidad, la posición es a veces importante. ¿Permanece usted echada de espaldas?
Pauline sintió enrojecer sus mejillas. Ni siquiera los médicos a los que había acudido le habían preguntado por detalles tan íntimos.
—Sí —contestó.
Joanna hizo unas cuantas preguntas más. ¿Se levantaba Pauline inmediatamente después de realizado el acto? ¿Se bañaba en seguida? ¿Tenía la costumbre de utilizar duchas higiénicas con regularidad? Luego pasó a explicar lo poco que se sabía sobre los cuerpos de las mujeres y del misterioso proceso de la reproducción.
Joanna había adquirido en Melbourne un libro titulado Ginecología moderna, escrito unos pocos años antes, en 1876, por un conocido médico estadounidense, y en él había una referencia al descubrimiento del óvulo humano, a principios de ese siglo. El autor postulaba que, posiblemente, el óvulo podía hallarse sujeto a un ciclo periódico y que eso podía estar relacionado de alguna forma con el ciclo menstrual. Avanzaba un paso más y hacía la sugerencia radical de que la menstruación podía no estar condicionada por la luna, como se creía habitualmente, sino por factores fisiológicos que actuaban dentro del cuerpo de la mujer.
Aunque las teorías de aquel hombre fueron rechazadas, en general, por la comunidad médica, Joanna se había estado preguntando si era posible que tuviese razón. Y ahora se preguntó si no existiría en las mujeres un ciclo regular que pudiera predecirse de algún modo. Pensó en los ovejeros, y en cómo ellos habían sabido desde hacía muchos siglos que las ovejas no eran fértiles durante todo el año, sino sólo en ciertas épocas, y que esas épocas podían conocerse con anterioridad, de forma que pudieran ser apareadas con los carneros. En consecuencia, ahora se preguntaba si no sería posible que las mujeres también fueran fértiles únicamente durante ciertos días de su ciclo, y si cabría la posibilidad de determinar cuáles eran esos días.
—Pauline, voy a pedirle que lleve usted un diario durante tres o cuatro ciclos completos —dijo Joanna—. Escuche lo que le dice su cuerpo. Anote qué es lo que siente cada día, cada hora, siempre que le sea posible. Le daré un termómetro. Tómese la temperatura diariamente. Anote los datos en un gráfico. Anote también cualquier cambio que experimente, tanto físico como mental, sin que importe lo leve que sea. Describa sus emociones, por ejemplo, o cualquier deseo de comer algo concreto que pueda tener, o la aparición de dolores de cabeza o de cualquier otro malestar físico. Quizá entonces podamos descubrir una pauta. Y entonces, quizá, podamos determinar cuáles son sus momentos más fértiles.
—Haré lo que usted me sugiere.
—No puedo garantizarle nada —dijo Joanna—. Pero, a juzgar por lo que he leído acerca de los experimentos sobre esta teoría de los ciclos, llamados ovulación, ha habido resultados prometedores. —Se levantaron las dos al mismo tiempo y se miraron a través de un rayo de luz lleno de motitas de polvo—. Mientras tanto —añadió Joanna—, recuerde lo que le he dicho acerca de colocarse una almohada bajo las caderas, y permanecer después acostada durante un rato. Y evite tomar té de poleo o de enebro.
Al alejarse de Merinda, Pauline pensó en todo lo que Joanna le había sugerido: en llevar gráficos de los días y las temperaturas. Pero, dentro de todo aquello, ¿dónde estaba el amor?