18

—Eh, señora Westbrook, ¿qué le ocurre a mamá? —preguntó el muchacho desde la puerta.

«Lo que le ocurre a tu madre es que se casó con el hombre que no debía», pensó Joanna mientras fijaba el vendaje.

—Ha tenido un pequeño accidente —contestó en voz alta, mirando a Sarah, que estaba a los pies de la cama. Fanny había pedido que no le dijeran a nadie la verdad sobre sus heridas—. Se pondrá bien —añadió.

Era muy temprano. Unas pocas horas antes de amanecer, los habitantes de la casa de Merinda habían sido despertados por los golpes que sonaron en la puerta de entrada y por los gritos frenéticos de un muchacho.

—¡Señora! ¡Tiene que venir rápido! ¡Mamá está muy mal!

Aquellas urgencias repentinas, que a menudo interrumpían el sueño o las comidas, no eran nada insólitas en Merinda porque las mujeres del distrito occidental habían adquirido la costumbre de llamar a Joanna Westbrook cada vez que necesitaban cuidados médicos, en lugar de llamar al doctor de Cameron Town. Desde Maude Reed hasta la esposa del peón más pobre, todas declaraban que, aunque la señora Westbrook no había seguido estudios formales de medicina, poseía un tacto mucho más suave y una mayor comprensión que la mayoría de los médicos.

Así pues, Joanna y Sarah se habían vestido apresuradamente y montado en un buggy, con las primeras luces del amanecer, siguiendo al muchacho montado a caballo. El hogar de los Drummond estaba situado a unos dieciocho kilómetros de distancia, y estaba constituido por una granja destartalada, compuesta por una cabaña de leños, un cobertizo a punto de desmoronarse y los restos de un cobertizo para el esquilado. Mike Drummond hacía esfuerzos por cuidar treinta acres plantados de trigo, y ocho hijos desharrapados, cuyas edades oscilaban entre los diez años y los cuatro meses. Joanna ya había estado allí en otra ocasión, la última vez que Drummond se había emborrachado y golpeado a su esposa.

—Fanny, ¿por qué no informas al alguacil McManus? —preguntó Joanna al tiempo que se lavaba las manos y se subía las mangas.

Habló con tranquilidad, para no alarmar a los niños, que se habían reunido en el umbral de la puerta, con los pies descalzos, las narices mocosas y expresiones de perplejidad en sus rostros.

—No es culpa suya —dijo Fanny con unos labios agrietados e hinchados—. Me lo merecí.

Joanna sacudió la cabeza con pesar. Aquello era lo que Fanny decía siempre: que se lo había merecido.

A Joanna le pareció verdaderamente irónico que, con aquellos hombres que vivían en los territorios despoblados, tan desesperados por encontrar esposa, y con las muchachas recién llegadas tan desesperadas por encontrar marido, las parejas que se establecían no parecieran funcionar nunca bien del todo. El problema era que los hombres jóvenes que llegaban a Australia lo hacían con visiones irreales en las que se veían haciéndose ricos con rapidez, y al ver cómo se desmoronaban sus sueños, a la misma velocidad que lo hacían sus granjas o se agotaban los filones de oro, o perdían los ahorros de toda una vida en el juego, descargaban todas sus frustraciones en la persona más cercana e inocente: la esposa. Y las muchachas jóvenes que llegaban de Inglaterra, ignorantes y sin educación, sabiendo tan poco de la vida y muy mal equipadas con lo que se necesitaba para sobrevivir y llevar una sencilla existencia en una granja olvidada, aceptaban al primer hombre que les hacía grandes promesas.

Algunas de aquellas muchachas eran tan inocentes que a veces aceptaban la propuesta de matrimonio de un extraño apenas habían desembarcado. Luego, la noche de bodas sufrían una verdadera conmoción que, en ocasiones, se transformaba en una verdadera violación. Después de eso, la vida se convertía en una monotonía de bebés, deudas, pobreza y borracheras de la que se sentían incapaces de escapar.

Joanna observó el rostro amoratado de Fanny. Esta vez, Mike había utilizado los puños, algo que no había hecho hasta entonces.

—Fanny, no tienes por qué soportar esto —le dijo.

—¿Adónde voy a ir, si no? Yo sola, con ocho hijos. —La mujer joven trató de sonreír—. Todo se arreglará a partir de ahora —dijo—. Él me ha prometido que se apartará de la bebida.

Joanna se levantó del borde de la cama y ató los cordones de la cesta de primeros auxilios. Ahora ya no utilizaba el pequeño maletín que había pertenecido a su madre. Llevaba tantas cosas consigo cada vez que salía para atender a las llamadas de urgencia, que utilizaba una cesta de fibra que le había confeccionado una de las mujeres de la misión aborigen.

—Me temo que no podré pagarle —dijo Fanny.

Joanna echó un vistazo por la cabaña, vio los colchones echados en el suelo para los niños, la mesa que no conocía el jabón y el agua desde hacía semanas, la media hogaza de pan, la tetera de hojalata abierta y casi vacía.

—No se preocupe. Págueme cuando pueda —dijo, sabiendo que eso no sucedería nunca.

Joanna y Sarah salieron al exterior, bajo la nítida luz del amanecer, agachando la cabeza para salir por la destartalada puerta. Los niños retrocedieron, sin dejar de mirarlas fijamente. Joanna contempló el patio polvoriento, el carro sin ruedas, volcado de costado, la escuálida vaca con el costillar tan claramente visible que ella se preguntó cómo era posible que siguiera aún con vida. Luego miró a los niños. Sabía que estos se encontrarían entre aquellos que los misioneros y los funcionarios gubernamentales tendrían que tratar de rescatar, exigiendo que asistieran a la escuela local. Pero, invariablemente, los niños nunca iban a la escuela porque no tenían zapatos que ponerse, o no sentían inclinación alguna hacia la escuela, o porque su padre decía que los necesitaba para que le ayudaran en las tareas de la granja. De ese modo, crecerían igual que habían crecido sus padres, analfabetos y sin educación, y el ciclo empezaría de nuevo.

Joanna se metió una mano en uno de los bolsillos de la falda y extrajo un puñado de caramelos. Tendió la mano, y los niños se abalanzaron hacia los dulces.

Cuando Joanna subió al buggy, después de Sarah, Fanny Drummond apareció en la puerta, con una expresión de ansiedad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna regresando a su lado.

—Me estaba preguntando, señora… —dijo la mujer en voz baja, con sus ojos nerviosos evitando los de Joanna. Bajó aún más la voz y repitió—: Me estaba preguntando si no podría usted ayudarme. Se trata de los bebés. Ya he tenido ocho y se lo pedí a Poli Gramercy, pero como ella es católica, no quiso…

—Comprendo —dijo Joanna con serenidad. Estaba acostumbrada a que le hicieran la misma petición—. ¿Tiene usted una esponja marina, Fanny? ¿Cómo las que se utilizan para lavar?

—Sí, creo que sí.

—Pues corte un trozo que sea aproximadamente del tamaño de un huevo. Luego átele un fuerte hilo de pescar que tenga más o menos… esta longitud —dijo, indicándoselo con las manos—. Asegúrese de que la esponja está bien atada. Mantenga la esponja sumergida en vinagre. Cuando crea que su esposo quiere tener relaciones con usted, póngase primero la esponja, asegurándose de dejar fuera el hilo, de modo que más tarde pueda tirar de ella para sacarla. Y asegúrese de quitársela una vez haya terminado y lo antes posible.

Fanny la miró con una expresión aterrorizada.

—Él se dará cuenta de que eso está ahí. Seguro que me matará si…

—No se dará cuenta de nada, Fanny —le aseguró Joanna—. Simplemente, no deje que la vea poniéndose o quitándose la esponja. No es un método efectivo del todo, pero ayudará.

Una vez que se hubieron alejado de casa de los Drummond, Sarah dijo:

—La próxima vez será peor. La próxima vez le romperá un brazo o una pierna. Y nadie puede hacer nada al respecto.

—Hablaré con el alguacil McManus. Él se acercará por aquí y echará un vistazo y le dará un buen susto a Mike Drummond. Eso, a veces, ayuda.

El carruaje avanzó bajo el sol de la mañana, transportando a las dos mujeres jóvenes vestidas con unas prácticas blusas de algodón blanco y faldas largas, sombreros de ala ancha sobre el cabello levantado. A primera vista, cualquiera que pasara cerca podría haberlas tomado por hermanas, al verlas erguidas sobre el pescante del buggy, manoteando de vez en cuando en el aire para alejar las moscas, hablando con voces suaves. Pero la similitud terminaba con la piel oscura de Sarah y sus rasgos exóticos. Cuando Joanna empezó a llevar consigo a Sarah en sus salidas para atender las llamadas de urgencia, ya fuera para ayudar en el nacimiento de un bebé, o para tratar una herida, a la gente le pareció extraño. Pero con el transcurso del tiempo y a medida que se fueron desarrollando las propias habilidades de Sarah, la gente empezó a aceptarla. Tanto en las casas mayores, como las de Barrow Downs o Williams Grange, donde los sirvientes aborígenes se veían limitados a permanecer en la cocina, como en los cobertizos de los peones, terminaron por superar su resistencia a dejarse tratar por una mujer o una aborigen. A los veintiún años, Sarah King era tratada como si fuera otra Westbrook, y sólo los extraños enarcaban de vez en cuando una ceja en su presencia.

Cuando ya se habían alejado unos pocos kilómetros de la granja, Joanna detuvo el buggy, sacó su diario y escribió a la luz del sol de la mañana: «12 de marzo de 1880: Fanny Drummond vuelve a ser golpeada por su esposo. En esta ocasión requiere varios puntos». Lo demás no lo anotó. La propagación de información sobre métodos anticonceptivos era ilegal y punible por la ley. Si el diario caía en manos extrañas, Joanna sabía que tanto ella como Fanny tendrían graves problemas en el caso de que hubiera anotado su conversación final.

Joanna contempló las llanuras. Ya era casi la época de las lluvias otoñales. Pero el cielo estaba tan claro como una bandeja de porcelana china, y mostraba un aspecto profundo, sin ninguna nube a la vista. El aire era insólitamente seco, incluso a estas primeras horas, como si se encontraran bajo una ola de calor veraniego, y la hierba aparecía amarillenta. En la distancia, distinguió un pequeño rebaño de ovejas moviéndose con lentitud. Joanna añadió a lo que había escrito en el diario: «Me temo que la sequía predicha no tardará en caer sobre nosotros, y entonces Fanny Drummond tendrá algo mucho más grave de qué preocuparse. Me temo que Mike sea uno de esos tipos que terminan por abandonar a su familia cuando llegan los momentos difíciles».

El diario era un regalo que le había hecho Hugh al día siguiente del nacimiento de Beth, su primera hija, seis años y medio antes. Joanna anotaba en él todo lo que ocurría, los acontecimientos, las observaciones, las reflexiones o cada vez que tenía que cuidar a alguien. Contenía la historia de la familia Westbrook, incluyendo el nacimiento de su segundo hijo, Edward, en 1874, y su muerte al verano siguiente, pasando por dos abortos, hasta el nacimiento del último hijo de Joanna, un niño que tampoco había sobrevivido, y que ahora estaba enterrado bajo una lápida que decía: «Simón Westbrook, muerto en 1878, a la edad de tres meses». Los hechos más importantes de la historia del distrito occidental también habían sido registrados en el diario encuadernado en piel marroquí, como por ejemplo: «14 de enero de 1874: la epidemia de difteria se ha cobrado catorce niños más en Cameron Town; hablé en favor de crear un sistema subterráneo de cloacas para hacer desaparecer las aguas sucias que actualmente corren por la calle principal de la ciudad». «10 de noviembre de 1876: se produce un gran incendio de matorrales que afecta a más de cien mil acres. Gracemere y Strathfield sufrieron graves daños». «30 de mayo de 1877: asisto a la boda de Verity Campbell y el alguacil McManus. Fue una ceremonia hermosa a la que asistieron más de doscientas personas». «12 de noviembre de 1878: Jacko Jackson ha terminado por fracasar con su granja y ha entregado los 7000 acres de terreno a Hugh, en pago de la deuda que le debía. Jacko y su familia se han instalado en Merinda, donde será el capataz de Hugh y la señora Jackson será nuestra cocinera».

El diario también era una crónica de la investigación sobre el pasado de su madre y la búsqueda de Karra Karra.

Joanna llevaba un registro meticuloso de las personas con las que establecía contacto, cuándo se producía este, y cuáles eran los resultados. Cuando Bowman’s Creek y Durrebar siguieron sin aparecer por ninguna parte, volvió a escribir a la señorita Tallhill a Melbourne, diciéndole que se preguntaba si no se habría cometido un error en la interpretación de aquellos nombres. Pero a Joanna le informaron que la señorita Tallhill había tenido que viajar al norte por causas de salud, y que nunca más volvió a saberse de ella. El 25 de julio de 1877, Joanna anotó en su diario: «He recibido otra carta de Patrick Lathrop desde San Francisco. Lamenta que problemas de salud le estén impidiendo dedicar mucho tiempo al estudio de las notas de mi abuelo, como quisiera, pero asegura que persistirá en ello». A esta anotación seguía otra, más adelante, en la que se decía: «Mi última carta a Patrick Lathrop me ha sido devuelta, con una indicación que dice: “Fallecido”». El diario contenía también copias de las cartas que Joanna había escrito a sociedades misioneras, compañías navieras y, como siempre, a la tía Millicent en Inglaterra, quien, también como siempre, respondía a las cartas de Joanna pero sin hablar nunca de su hermana Naomi, o de la madre de Joanna, a quien había criado, o sobre el tema de Karra Karra y de lo que había sucedido allí.

Finalmente, el diario contenía los mapas que Joanna había trazado, utilizando la información obtenida de la escritura, tratando de localizar Durrebar y Bowman’s Creek, relacionando un lugar con el otro. Les había mostrado los mapas a Hugh y a Frank Downs, con la confianza de que alguno de ellos pudiera reconocer algo familiar, pero ninguno de los dos había podido determinar si la escritura se refería a una gran propiedad de terreno y, si era tan valiosa, aún quedaba por saber si la encontraría alguna vez. Joanna hizo averiguaciones sobre distintos puntos situados a lo largo de los más de veinte mil kilómetros de costas australianas, y superpuso los mapas que había trazado con los de la costa, confiando en tener un poco de suerte y encontrar alguna similitud. Pero al final siempre se necesitaba conocer la clave vital: el lugar donde habían desembarcado sus abuelos.

También había llenado varias páginas del diario con sus propios intentos por descifrar la taquigrafía de John Makepeace, lo que no tuvo como resultado más que un montón de garabatos indescifrables. Y finalmente, había incluido una categorización sistemática de todas las claves que había podido extraer del diario de su madre y de otras fuentes, pero la lista era escasa y por el momento no le había producido ningún resultado.

Al dejar de nuevo el diario en la cesta, se dio cuenta de que Sarah la estaba observando.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna.

—Yo iba a preguntarte lo mismo. Te has estado frotando la frente.

—¿De veras? Pues no me he dado cuenta.

—Tienes dolores de cabeza, ¿verdad? —preguntó Sarah—. Y últimamente no has dormido muy bien. Te he oído salir a la terraza en plena noche. ¿Qué sucede, Joanna? ¿Qué es lo que te impide dormir?

Joanna levantó la mirada al cielo que, por encima de las montañas orientales, empezaba a transformarse de color amarillo en un azul de huevo de petirrojo. Pensó en la alegría que había conocido durante los últimos pocos años, su vida con Hugh, y Beth, su hija, de seis años y medio, y con Adam, a quien había visto crecer hasta convertirse en un muchacho normal. Durante todos esos años, Joanna no había olvidado el legado heredado, la canción-veneno, el temor a que el desastre pudiera golpear en cualquier momento, pero sus pesadillas habían ido desapareciendo durante ese tiempo y de la búsqueda de Karra Karra había desaparecido también la sensación de urgencia que la dominó al principio. Ahora, sin embargo, los sueños habían vuelto y con ellos también surgieron los viejos temores.

—Las pesadillas han empezado de nuevo, Sarah —dijo—. Lo mismo que antes… Los perros salvajes, la Serpiente del Arco Iris, la cueva y la montaña roja. Al despertarme, no sólo me siento asustada, sino que experimento el fuerte impulso a ir allí, sea a donde sea, y afrontarlo que sea, sin saber el qué. Es el mismo impulso que se apoderó de mi madre hacia el final de su vida.

—¿Cuándo empezaron las pesadillas? —preguntó Sarah.

—Creo que fue justo poco antes de que empezara el esquileo —contestó Joanna tras pensarlo un momento—. Sí, hace unos seis meses.

—¿Qué crees que pueden estar causándolas ahora?

—No lo sé. Creo que anoté la primera vez que sucedió. —Sacó el diario de nuevo y pasó las páginas—. Sí, aquí está. Oh, fue la noche de la fiesta de cumpleaños de Beth. —Frunció el ceño—. Eso es extraño…

—¿A qué te refieres?

—Me parece recordar algo… —Se volvió a mirar a Sarah—. Las pesadillas de mi madre empezaron cuando yo cumplí los seis años. Bueno, está claro que mi mente inconsciente tiene que haber recogido la misma sugestión. Leí lo de los sueños de mi madre y quizá mi propia mente los está recreando ahora.

Permanecieron sentadas en silencio durante un rato, mientras el paisaje, a su alrededor, empezaba a ponerse en movimiento y una kookaburra voló sobre sus cabezas.

—Sarah, ¿cómo puedo soñar en cosas que nunca me han sucedido? ¿Habré heredado de algún modo los recuerdos de mi madre? ¿O son mis sueños los recuerdos de cosas que mi madre me contó hace mucho tiempo?

—En realidad, no importa que sean reales o no —dijo Sarah—, que la canción-veneno exista o no. A mí me parece que los efectos son los mismos. Si tu mente está convencida de que va a suceder algo malo, entonces sucederá.

Joanna se quedó mirando fijamente a su amiga.

—¿Quiere eso decir que la historia puede volver a repetirse? ¿Que Beth va a tener que pasar por todo lo que yo he pasado con mi madre? Empiezo a ver cómo se va formando una pauta, Sarah. Antes, yo no tenía miedo de los perros, pero ahora sí lo tengo. Antes no tenía pesadillas, pero ahora resulta que las tengo. ¿Qué vendrá a continuación? ¿Y qué puedo hacer para impedirlo? No voy a permitir que mi hija sea una víctima de esta locura.

—¿De qué tratan las pesadillas, Joanna? ¿Qué es lo que te dicen?

—Me dicen que debo tener miedo —contestó—. Yo no dejo de pensar que el ópalo forma una parte importante de toda esta situación; que, de hecho, es la clave de todo lo que sucede. Pero no sé de qué forma.

—¿Y qué piensas hacer?

En Melbourne estaba teniendo lugar un acontecimiento llamado Feria Internacional al que Joanna había planeado llevar a Beth y Adam para que lo vieran. Allí estaban representadas todas las colonias australianas, así como la mayor parte de las naciones del mundo, todo ello en un solo lugar, bajo un mismo techo y al mismo tiempo. Habría funcionarios coloniales, periodistas, exploradores, científicos, misioneros y diversas selecciones de expertos en todos los campos.

—Me voy a llevar el ópalo a Melbourne —dijo Joanna—. No cabe la menor duda de que, con tanto especialista como habrá por ahí, alguien podrá decirme de dónde procede.

Joanna condujo el buggy por delante de la casa principal y bajó por el camino recién aplanado que conducía al río, donde se habían iniciado de nuevo los trabajos de construcción de la nueva casa, empezada casi siete años antes, pero siempre interrumpida por diversas razones. Se sintió impresionada, como le ocurría siempre, al ver lo mucho que había cambiado el paisaje. Recordaba muy bien cómo era la primera vez que ella llegó, hacía ahora casi nueve años. En aquel entonces había menos edificios y muchos más árboles; los caminos no eran más que senderos polvorientos. Ahora, en cambio, el ferrocarril llegaba desde Melbourne a Cameron Town, y con él había llegado mucha más gente. La carretera principal se había pavimentado y se había instalado una línea de telégrafo. El paisaje se veía salpicado por más casas. Se habían abierto más pozos, instalado más molinos de viento y más verjas.

Y Merinda también estaba creciendo. A pesar de las amenazas de una próxima sequía, la granja ovejera Westbrook progresaba más que nunca gracias a la vigilante dirección de Hugh, a algunas buenas inversiones financieras y al creciente precio de la lanolina.

Y los primeros corderos experimentales procedentes de Zeus habían sido todo un éxito. Cuando los nuevos corderos alcanzaron la madurez, Hugh los cruzó con ovejas sajonas de gran estructura, y la descendencia resultante fue de una gran estructura ósea y de una lana fuerte que, según declaró todo el mundo, debería poder desarrollarse bien en las zonas más secas. La nueva oveja no producía la lana superfina de la que tan orgulloso se sentía el distrito occidental, sino una lana recia y práctica que se utilizaba para la confección de mantas y alfombras. En un momento en que la demanda de lana superfina empezaba a disminuir en todo el mundo, se produjo un aumento en las necesidades de lana más fuerte. Frank Downs fue el primero en probar los resultados obtenidos en Merinda en su propiedad de cincuenta mil acres de Nueva Gales del Sur, y todo el mundo observó con atención el experimento para ver qué se obtenía. Al ver que podían introducirse aún más en aquellas llanuras áridas, otros ovejeros, dispuestos a correr el riesgo, compraron las nuevas ovejas de Westbrook y durante esta primavera de 1880, seis años y medio después del nacimiento del primer cordero, la nueva raza de Merinda ya se estaba probando experimentalmente en diversas granjas ovejeras de Victoria y Nueva Gales del Sur.

La prosperidad de Merinda era evidente en el patio de la casa por donde Joanna había pasado. Se habían añadido nuevos edificios, así como establos y ganado. En el gran patio parecía haber mucho más ajetreo y ruido que nunca, con nuevos corderos balando, los carneros apareándose con las ovejas en el cobertizo de apareamiento, y los peones dedicados a cumplir sus innumerables tareas. La cabaña original seguía estando allí, pero ahora era bastante más grande. Con el transcurso de los años se le habían añadido habitaciones; las paredes estaban recién pintadas; se había construido una nueva terraza alrededor, con girasoles gigantes y brillantes adelfas inclinadas sobre la barandilla, y se había formado un terreno de prado verde a ambos lados de un camino de piedra. Y ahora que la nueva casa volvía a estar en construcción, Joanna se dio cuenta de que, una vez que se hubieran cambiado, echaría de menos la vieja cabaña.

Al llegar al claro detuvo el buggy bajo la sombra de unos árboles; unos árboles que habían crecido altos y fuertes a partir de los retoños que plantara con sus propias manos nueve años antes. Se detuvo para contemplar a su hija de seis años y medio, tan morena como la corteza de un árbol, que chapoteaba en el billabong, en compañía del pobre y medio ciego Button, un perro ovejero, que la seguía a todas partes. Joanna y Hugh la habían bautizado con el nombre de Elizabeth, por la madre de Hugh. Pero Joanna y Sarah la llamaban Beth; para Hugh y Adam, la pequeña era Lizzie. Era una niña fuerte, tan dura y resistente como los eucaliptos australianos que crecían alrededor de Merinda. Y nunca se encontraba sin la compañía del sempiterno Button. Domándolo antes, Beth había evitado que el perro corriera la suerte habitual de todo perro ovejero cuando dejaba de ser útil (recibir una bala en la cabeza) y había rogado para que se le perdonara la vida. Hugh había consentido, y Button se había convertido ahora en su constante compañía.

Adam, que acababa de cumplir los trece años, estaba sentado a la sombra de un árbol, pintando una acuarela. Estaba creciendo y, en opinión de Joanna, convirtiéndose en un muchacho elegante con los ojos de un Westbrook y aquella arruga sería y atractiva entre las cejas. Sin embargo, no poseía la constitución robusta de Westbrook, sino más bien, pensaba Joanna, el porte delicado de un erudito. Todo lo que hubiera en la naturaleza le fascinaba a Adam: los fósiles, los insectos, las rocas y las plantas. Cuando leyó El origen de las especies, de Darwin, declaró que quería ser naturalista. Así pues, le matricularon en un programa especial de ciencias desarrollado en la escuela secundaria de Cameron Town, y al que empezaría a asistir al próximo mes.

No transcurría un solo día sin que Joanna se maravillara ante aquellos dos niños y rememorara recuerdos felices, como cuando Beth tenía cuatro años y había entrado corriendo en casa, con un pájaro recién nacido que se había caído del nido; o cuando Adam, a la edad de ocho años, había regresado de la escuela dominical diciendo que el padre O’Connell les había enseñado el «credo del opossum». También hubo momentos dolorosos, como cuando Beth sufrió una fiebre muy alta y Joanna y Hugh creyeron que iban a perderla, o como cuando Adam llegó llorando a casa porque unos chicos locales habían llamado «negra» a Sarah. Y Joanna nunca dejaba en el olvido a los que se habían perdido, a los bebés enterrados en el panteón familiar, y a los que había perdido a causa de los abortos. Pero la tristeza que sentía por aquellas pérdidas se veía amortiguada por la gran alegría que le producían estos dos niños que habían aparecido en su vida de una forma única.

¡Y el amor, un amor que lo arrollaba todo! Cuando Joanna estaba embarazada de Beth, había esperado sentir el amor de una madre por su hijo. Pero cuando tomó al bebé en sus brazos por primera vez, Joanna se quedó estupefacta ante la intensidad y rapidez de ese amor. ¡Y cómo podía crecer!, se asombraba a menudo cuando contemplaba a Beth dormida, o frunciendo el ceño sobre un libro. ¿Cómo era posible que un corazón humano albergara tanta capacidad para un amor tan creciente? Y, sin embargo, así era. Ahora, Joanna comprendía la otra parte del lazo entre madre e hija. Ahora sabía el amor que lady Emily debía de haber sentido por ella.

No obstante, algo parecía estar amenazando ahora esa felicidad. Mientras contemplaba a Beth chapoteando y jugando en el billabong, acompañada por el feliz y viejo Button, Joanna se sintió embargada por otra fuerte emoción: la determinación de proteger a su hija del legado de temor y muerte que había heredado de lady Emily. Ninguna Serpiente del Arco Iris o canción-veneno iba a hacerle daño a una niña tan hermosa.

Joanna vio a Hugh acercándose por entre los árboles, enfrascado en una conversación con otro hombre.

Hugh no aparentaba los años que tenía, cuando sólo le faltaba uno para cumplir los cuarenta. Con aquellos pantalones polvorientos, aquella camisa de franela y el sombrero de ala ancha, Joanna pensó que parecía más bien como el apuesto héroe de la última balada que había escrito: «Un árbol en la llanura».

Sarah bajó del buggy y se acercó a donde estaban los niños y Joanna observó a Hugh, que hablaba con el señor Hackett, el arquitecto. Al observar la tensión en el cuerpo de su esposo, pensó en el deseo que había expresado recientemente de hacer un viaje hasta Queensland, para recorrer «los caminos de su juventud». Aunque «Un árbol en la llanura» había sido recibido maravillosamente, Hugh lo había escrito hacía ya casi cuatro años y no había vuelto a escribir nada más desde entonces.

—Quiero regresar a Queensland —dijo de repente una noche—. No sé por qué. Quizá tenga que ver con el hecho de estar a punto de cumplir los cuarenta y darme cuenta de que ya he perdido mi juventud. Pero lo cierto es que últimamente he sentido nostalgia de Queensland. Quiero llevarte allí, Joanna, nosotros dos solos, sin los niños, y enseñarte dónde me crie, las ciudades y las gentes, las granjas aisladas, para verlo por última vez, antes de que desaparezca para siempre.

Pero ¿cuándo encontrarían tiempo para emprender un viaje así, puesto que duraría por lo menos varias semanas? Al parecer, siempre se necesitaba la presencia de Hugh en Merinda y, de hecho, lo mismo sucedía con ella. Ahora, además, habían reanudado la construcción de la casa.

Habían tardado varios años, pero finalmente habían logrado recuperarse de la pérdida financiera causada por la devastadora tormenta, cuando Merinda perdió a tantas ovejas y valiosos hombres. En realidad, se habían recuperado tan bien, que para cuando finalmente llegó desde la India el dinero de la herencia de Joanna, ella pudo ahorrarlo para el futuro de Beth, puesto que estuvieron de acuerdo en que Adam heredaría la granja.

Pero cuando estuvieron en condiciones de volver a construir, utilizando los cimientos de cemento y los planos de McNeal el río se había desbordado y el lugar había quedado desestabilizado. Tuvieron que trabajar durante más de un año para preparar el terreno y reforzar los cimientos. Luego se produjo una epidemia de gripe que afectó a toda Victoria, obligando a tantos hombres a guardar cama que se tuvieron que detener todos los trabajos que había en marcha en el distrito, desde la cosecha hasta el esquileo o la construcción. A continuación un falso descubrimiento de oro en las cercanías de Horsham hizo que todos los hombres del distrito se marcharan, dejando a la mayoría de las granjas con los hombres más leales y los menos, apenas suficientes para hacer los trabajos más imprescindibles. Y ahora, cuando se disponía de hombres para emprender los trabajos y Hugh tenía el dinero necesario, había surgido otro problema. Hugh estaba teniendo dificultades para encontrar un arquitecto que quisiera trabajar aprovechando los planos de McNeal. Al parecer, a nadie le parecía práctico construir en el lugar elegido. Todos aconsejaron derribar las ruinas aborígenes y construir allí. Y esa era precisamente la razón por la que Hugh se hallaba enfrascado en una discusión con el señor Hackett en el momento en que llegó Joanna.

Ella esperó hasta que el señor Hackett se retiró, evidentemente disgustado. Luego, se acercó a Hugh y le pasó un brazo por la cintura. Él se volvió a mirarla y preguntó:

—¿Y qué tal está Fanny Drummond?

—No tiene tanta suerte como yo —contestó ella.

Él la atrajo hacia sí y el ceño fruncido desapareció de su rostro. Joanna siempre le hacía pensar a Hugh en la frase bíblica: «Haré que descienda la paz sobre él como un río»… Pensó, una vez más, que Joanna era así para él: le tranquilizaba y restauraba su buen estado de ánimo.

Soplaba un viento cálido, insólito para el mes de marzo. Las lluvias no acababan de llegar y el calor del verano se prolongaba; Hugh permaneció rodeando la cintura de Joanna con su brazo, percibiendo la sequedad y el polvo del aire; no se veía una sola nube en el cielo. El billabong había disminuido, y el río que lo alimentaba se estaba reduciendo a un riachuelo. En todos los años que llevaba en Merinda, nunca había conocido una sequía como aquella.

Se inclinó y tomó un puñado de tierra. La sintió polvorienta y sin vida en su mano. Pensó en los pastos, amarillentos y quemados por el sol, y en las ovejas, que trataban de encontrar comida y agua. Volvió a mirar el cielo sin nubes y pensó que, si no llovía pronto, iba a empezar a perder a su rebaño.

Y sus ojos parecieron nublarse por el polvo cuando pensó: «Maldito Colin MacGregor».

Hugh se había peleado con Colin durante la última reunión de la Asociación de Ovejeros, cuando Hugh pronunció un discurso acerca de la destrucción irresponsable de la tierra. MacGregor se estaba dedicando a talar los árboles que crecían a lo largo de la ribera del río perteneciente a Kilmarnock, para venderlos a un alto precio, como madera. Había cortado tantos árboles, que había disminuido la barrera vegetal que servía como protección contra el viento. Ahora, cada vez que Hugh intentaba plantar algo, el viento se llevaba la capa superficial de la tierra y las semillas.

Hugh observó los terrenos que se extendían a lo largo del río, allí donde en otros tiempos había existido un bosque cuando él llegó por primera vez a Victoria, hacía ya casi veinte años. Ahora, aquello no era más que una llanura cubierta de tocones de árboles. El aspecto del paisaje estaba cambiando. Hugh recordaba que aquí había antes muchos más árboles, y menos verjas. Así pues, los animales también empezaban a ser escasos. Ya ni siquiera recordaba la última vez que había visto un canguro. Estaban siendo expulsados del territorio por la penetración humana, por la pérdida de sus pastos naturales, convertidos en pastos para las ovejas y, lo peor de todo, por las cacerías masivas que las gentes locales seguían considerando como un buen deporte.

Hugh pensó: «La tierra está siendo cada vez más explotada, se planta menos y se la aprovecha más. La naturaleza necesita mantener su equilibrio. Los aborígenes lo sabían muy bien. Si se encontraban con un remanso en el río con peces y vida salvaje en abundancia, sólo se quedaban allí durante una temporada, y luego se trasladaban, antes de haber agotado los recursos del lugar. No regresaban a ese sitio, aunque fuera bueno, hasta que estaban seguros de que volvía a haber abundancia de peces y vida salvaje. Daban a la naturaleza el tiempo necesario para reponerse. Pero el hombre blanco no hace eso».

—Estás muy tranquilo —dijo Joanna—. ¿Qué tal van las cosas con el señor Hackett?

—Acabo de despedirlo. Insistió en que debíamos construir allí, donde están las ruinas. Supe que no sería capaz de seguir trabajando con él.

Joanna observó los muros bajos cubiertos de musgo que se levantaban junto al billabong, y hasta los que llegaban parches de luz solar que iluminaban la superficie. En los seis años y medio transcurridos desde la partida de Philip McNeal, sólo habían tenido noticias de él en una ocasión, hacía cuatro años, mediante una carta en la que les informaba de la muerte de su madre.

—Todos piensan que estamos locos de remate —dijo Hugh—. No quieren saber nada de líneas de canto ni de Sueños. Y, si quieres que te diga la verdad, Joanna, yo tampoco estoy muy seguro de querer saber algo de eso. Pero la casa se construirá, te lo prometo.

—¿Sin un arquitecto? Al parecer, hay muy pocos hombres competentes. Deben de estar todos en Melbourne, construyendo casas de apartamentos.

Hugh sonrió y se metió una mano en el bolsillo.

—Bueno, resulta que tengo buenas noticias —dijo, sacando un sobre del bolsillo—. Esto ha llegado por correo mientras tú estabas en la granja de los Drummond. Es de McNeal.

—¿De Philip McNeal? —preguntó Joanna abriendo la carta—. ¡Oh, Hugh! —exclamó poco después, mientras leía—. ¡Va a venir a Melbourne para la Exposición Internacional! ¡Y dice que quiere visitar Merinda!

—Voy a preguntarle si quiere quedarse por un tiempo y construir la casa. Después de todo, los cimientos los hizo él.

Joanna se volvió hacia donde estaba Sarah y la llamó con gestos.

—¡Ven aquí, hay buenas noticias!

En cuanto Sarah hubo leído la carta, una amplia sonrisa se extendió por su rostro.

—Philip regresa. Sabía que lo haría algún día. —Siguió leyendo—. Dice que vendrá acompañado por su esposa y su hijo. —Levantó la mirada hacia Joanna—. Está casado. Me pregunto cómo será su esposa. No dice nada sobre ella, ni siquiera su nombre. Lo único que dice es que vendrá con su esposa y su hijo.

Sarah se quedó mirando el brazalete de turquesa y plata, que se ponía a menudo, y recordó el día en que Philip se lo había regalado. En aquel entonces, ella tenía quince años y estaba enamorada de él, sin esperanzas. A lo largo de los años, había pensado en Philip, preguntándose dónde estaría y qué sería de él. Ahora pensó: «Será agradable volver a verlo».

—Será mejor que entremos —dijo Joanna—. Tenemos muchas cosas que hacer como preparación de nuestro viaje de mañana. —De regreso hacia la casa, le dijo a Hugh—: Desearía que vinieras con nosotros a Melbourne.

—Yo también lo desearía, pero algunos de los pozos están dando ya sedimentos, y uno de ellos se ha secado por completo. Tenemos que conducir a las ovejas a mayores distancias para darles de beber. Pero no te preocupes —dijo Hugh tomándola de una mano—. Estaré bien aquí. Asegúrate de que tú y los niños lo pasáis bien en la Exposición.

Beth se les adelantó, brincando y cantando:

—¡Vamos a ir a Melbourne! ¡Vamos a ir a Melbourne!

A pesar de todo, Joanna vio un tanto ensombrecida su alegría por el recuerdo de sus pesadillas y de lo que estas pudieran presagiar.

Se alojaron en una suite del hotel Rey Jorge, en la calle Elizabeth, con Joanna y Sarah compartiendo una habitación, y Beth y Adam otra. La primera mañana de la Exposición se dirigieron directamente al pabellón de Arte y Arquitectura donde, después de haberse abierto paso entre la multitud hasta el stand de Estados Unidos, se les dijo que el señor McNeal se había marchado a Sydney y que no se le esperaba de regreso hasta el fin de semana.

Fue una semana llena de aventuras y maravillas. Como Si no fuera suficiente el hecho de estar en Melbourne —una ciudad ruidosa, con el tráfico y las aceras llenas de gente y altos edificios—, los terrenos donde se había instalado la Exposición eran algo parecido a un milagro. Los extranjeros, que hablaban idiomas extraños e iban vestidos con ropajes llamativos, abarrotaban los pabellones, había alimentos procedentes de todas las naciones, un constante ruido ensordecedor de música y canciones, y el pulso de una multitud excitada por la nueva era científica. Había cosas con las que quedarse embobado, exhibiciones de inventos y máquinas y los misterios del universo; había entretenimientos ante los que uno se quedaba maravillado, como el equipo de hombres jóvenes sentados ante unas máquinas llamadas de escribir, que pulsaban unas teclas, obteniendo maravillosas hojas llenas de palabras perfectamente impresas ante los ojos del público; y un hombre vestido con una chaqueta a cuadros, que arrojaba polvo sobre una alfombra perfectamente limpia y luego lo recogía con un instrumento mágico que llamaba barredera. Había una nevera procedente de Estados Unidos, a la que llamaban «refrigerador» y que, de algún modo, mantenía los aumentos fríos, y un armatoste llamado aspiradora que era manejado por una mujer vestida con un uniforme de doncella y un muchacho que operaba los fuelles con los pies. Y luego estaba la «vela eléctrica», que se encendía sin llama, dando una luz blanca, brillante y pura y que no funcionaba con aceite ni queroseno, sino con un instrumento llamado generador eléctrico.

Joanna y Sarah tuvieron problemas para no rezagarse de los niños; Adam y su hermana iban de un pabellón a otro, gritando, señalando. En uno de los stands vieron una demostración del «teléfono», y en el siguiente había un estadounidense demostrando las maravillas de algo llamado un «gramófono». Hizo que uno de los caballeros del público hablara en una caja, mientras él manejaba una manivela, y un momento más tarde se pudo escuchar la voz del hombre que había hablado antes.

Y también había cosas divertidas, como la mecedora con una mujer sentada en ella y haciendo punto, mientras que los pies de la mecedora, al balancearse, hacían funcionar una mantequera. Y un reloj despertador que vertía agua fría sobre la cara de la persona dormida y luego hacía levantar los pies de la cama. Y una máquina con ruedas y un asiento y un motor humeante que transportaba a un hombre de un lado a otro, dentro de una pista, como un tren sin raíles y que, según aseguraba el hombre acomodado en el asiento, iba a ser el transporte del futuro.

Pero también había otras cosas horribles. Adam se quedó mirando fijamente y durante largo rato el esqueleto de un dinosaurio que formaba parte del pabellón científico francés. También había allí una réplica de un antepasado humano, descubierto en un lugar de Francia llamado Cromañón, y el cartel que se mostraba debajo informaba: «Se cree que tiene 35 000 años de edad».

Pasaron bajo una puerta enorme en forma de arco y Joanna echó un rápido vistazo al reflejo que observó en un cristal alto y enmarcado. «¡Mi familia!», pensó con orgullo. Adam, con sus primeros pantalones largos, el cabello moreno peinado con elegancia; Beth, con un vestido ancho a partir de la cintura, un gran lazo en la espalda y tirabuzones cayéndole sobre los hombros. La morena Sarah, tan serena y hermosa que, al pasar ella, los hombres giraban las cabezas, con un vestido largo y ancho, apretado en la cintura, y un bonete con una pluma, colocado sobre la corona de rizos de color rojizo. Y la propia Joanna, todavía delgada a sus veintiocho años, con el borde de su vestido de terciopelo azul arrastrándose sobre el suelo de mármol. «Si Hugh hubiera podido venir con nosotros —pensó—, la imagen seria perfecta».

El último día llegó con demasiada rapidez; al día siguiente emprenderían la marcha de regreso al distrito occidental. Joanna anhelaba ya encontrarse en su hogar. La visita a la ciudad había sido excitante, pero ella estaba ansiosa por hallarse de nuevo en Merinda, al lado de Hugh.

La pesadilla, con sus fantasmas de Serpiente del Arco Iris y perros salvajes, la había seguido a Melbourne. Joanna se había despertado de repente en varias ocasiones, sobresaltada, con el corazón latiéndole con fuerza, mirando a su alrededor en la habitación del hotel y preguntándose dónde se encontraba. Escuchaba entonces los sonidos extraños procedentes del exterior y se sentía separada de Hugh, de Merinda y de todo aquello que le era familiar. Aunque el sueño variaba en cada ocasión, siempre estaban presentes los mismos elementos básicos: los perros, la Serpiente del Arco Iris, el ópalo, junto con una sensación de terror muy real que no le desaparecía de inmediato una vez que se había despertado. Luego, cuando permanecía quieta en la cama, escuchando la rapidez de su pulso, se imaginaba percibir la presencia de la Serpiente del Arco Iris acechándola desde cerca, en la oscuridad.

«No puede ser real», se dijo a sí misma. Todo estaba en su imaginación, y no era más que el resultado de haber leído el diario de su madre. Pero Joanna sabía que, como había sugerido Sarah, eso no tenía importancia, porque los resultados eran los mismos: un creciente temor por su propia seguridad y la de su hija. Joanna sabía que o bien tenía que encontrarla fuente de la canción-veneno y ponerle término, o debía convencer de alguna forma a su inconsciente de que la canción-veneno ya no existía.

El hecho de que el ópalo apareciera en sus sueños le hizo preguntarse si eso la conducía de alguna forma a esa fuente. ¿Acaso la piedra preciosa procedía de Australia, o la habían conseguido sus padres en la India? Desgraciadamente, las preguntas que hizo en la Exposición, entre geólogos, expertos en gemas y representantes de diversos condados, no le permitieron establecer el origen de aquel ópalo.

Ahora ya sólo le quedaba por hacer una cosa antes de regresar a casa: encontrar a Philip McNeal.

—¡Oh, mira! —gritó Beth elevando la voz para unirse a los miles de voces que sonaban por debajo de la bóveda que cubría la rotonda.

Tomó a su hermano por la mano y lo arrastró hacia un gran stand.

El grupo de los Westbrook se reunió alrededor de un espectacular cartel que formaba un stand y en el que se decía: «El Times de Melbourne anuncia con orgullo: Melbourne a través de los tiempos». Se habían construido cuatro dioramas de tamaño natural, que ocupaban casi toda la longitud de una pared. A los visitantes se les invitaba a entrar más allá de un cordón de terciopelo para caminar lentamente a lo largo de los paneles y admirar las fases históricas de Melbourne: «Sylvan Solitude, 1800» mostraba a unos aborígenes casi desnudos arrojando boomerangs y pintándose los cuerpos; «Pueblo primitivo, 1830» mostraba a unos pocos hombres blancos viviendo en cabañas; «Ciudad modesta, 1845», dotada ya de unos almacenes generales y con un caballo natural; finalmente, estaba «Topsy-Turvy City, 1870», que era un telón de fondo pintado mostrando los principios del perfil de una ciudad yuxtaponiéndose sobre los mástiles y las chimeneas de los barcos, en un puerto muy ajetreado.

Una guía explicaba que esta «costosa exposición» había sido inventada y creada por Frank Downs, editor del Times. Sin embargo, lo que no mencionaba el libro era que, en realidad, la idea procedía de una artista desconocida llamada Ivy Dearborn.

Después de tomar un té con limón y unas pastas de crema, visitaron el Pabellón de la Salud, donde los niños quedaron asombrados al descubrir que había medicinas comerciales para curar lo que parecían ser todas las enfermedades padecidas por el género humano. La exposición mostraba a médicos lavándose las manos con jabón antiséptico, y niños en camas de hospital comiendo alegremente las galletas del doctor Graham. Había demostraciones de cinturones eléctricos y fajeros para las hernias. Los vendedores gritaban por encima de las cabezas de los visitantes, desafiando a cualquiera a presentarse y comprobar la eficacia de la cura india Kickapoo, o de la cura del cáncer del doctor Foote. Un estadounidense llamado Kellogg había inventado un nuevo desayuno a base de copos de cereal, «garantizado para reducir el impulso sexual». Había a la venta libros con títulos tan extraños como La forma turca de hacer el amor o El significado de los sueños, y a los adultos se les entregaban muestras gratuitas de «Gono, el amigo del hombre» y tubos de «Alimento para el cabello del doctor Cooper», mientras que los niños recibían atractivas tarjetas a todo color en las que se anunciaba «Tranquilizador de niños de la señora Winslow» y las «Píldoras Rosadas para las Personas Pálidas, del doctor Smiley».

Había allí un grupo de médicos franceses que daban conferencias sobre la nueva «teoría de los gérmenes», formulada recientemente por su compatriota, Louis Pasteur. Joanna escuchó explicaciones sobre bacterias y bacilos, microbios y células y sobre cómo se había descubierto que eran las causantes de las enfermedades. El ejemplo utilizado era el bacilo del tifus, del que se mostraban grandes dibujos, y Joanna pensó entonces en David Ramsey y en cómo había entregado su vida por la medicina, muriendo demasiado pronto a causa de sus ideas, que más tarde fueron puestas en práctica por hombres que llegaron a ser famosos en la medicina.

Cuando abandonaban el Pabellón de la Salud para dirigirse al de Arte y Arquitectura, pasaron junto a un pequeño stand con un cartel que decía: «Una escena idílica para deleitar la vista y suavizar los nervios». Había sido erigido por la colonia de Australia occidental y consistía en un estanque artificial rodeado por hierba y matorrales, en el que nadaban cisnes. Joanna y los niños se detuvieron para contemplar maravillados aquellas hermosas aves, ya que nunca habían visto cisnes de color negro.

En el siguiente pabellón se encontraron con una serie de stands que, en realidad, no eran más que una serie de mesas y sillas separadas por cuerdas. Unos carteles identificaban a los expositores como sociedades con preocupaciones de carácter social como la Liga Femenina de la Abstinencia, y el Asilo de Lunáticos de San José. Joanna se fijó en una de aquellas instituciones en particular: la Sociedad Misionera Indo-británica. Estaba situada entre la Ayuda Femenina para Alivio de los Huérfanos, una institución de caridad a la que Joanna entregaba a veces algo de dinero, y el Ejército de Salvación, del que ella nortea había oído hablar. Joanna detuvo a su grupo delante de un cartel que decía: «Fondo de Alivio del Hambre en la India», y mientras ella entablaba una conversación con el hombre y la mujer que atendían el stand, misioneros que habían «dedicado veinte años de sus vidas al servicio de Dios en el Punjab», los niños empezaron a sentirse aburridos. Adam deseaba regresar al stand de la Sociedad Real de Exploración, donde exhibían a verdaderos cazadores de cabezas de Nueva Guinea.

Tras haber escuchado la narración del hambre que se estaba padeciendo en la India, Joanna les estaba diciendo a los misioneros:

—No tenía ni la menor idea de que sucediera eso. Desde luego, haré todo lo que pueda por ayudar.

Beth y Adam decidieron encaminarse hacia el extremo del pabellón para echar un vistazo de cerca a la exposición de algo presentado como una pequeña granja.

Allí se había creado una zona que representaba una granja ovejera, con sus establos, verjas y tierra extendida sobre el suelo. Había balas de heno, un caballo y un arado, así como unos perros sueltos. Unos muchachos se dedicaban a esquilar unas ovejas y a ordeñar unas vacas, y también había demostraciones sobre cómo cortar la lana, trillar el trigo y aventarlo. Había una mesa larga con muchachos sentados ante microscopios, examinando muestras de tierra, grano y hierba. Otro grupo de muchachos estudiaba un gran dibujo anatómico de un carnero. Y había caballeros, vestidos con levitas negras, que explicaban a los curiosos que estaban «asistiendo a los métodos más modernos de educación progresiva conocidos hasta entonces en el mundo». Beth y Adam leyeron el cartel que había sobre la exposición y que decía: «Escuela Agrícola de Tongarra». Debajo había otro cartel más pequeño que indicaba: «Tome uno». Y debajo habían colocado un montón de folletos.

Adam tomó uno. Estaba lleno de ilustraciones de muchachos esquilando ovejas, montando caballos y sentados sobre arados modernos. En una de ellas se veía a varios muchachos cantando en una capilla, y en otra se les mostraba jugando al cricket en un prado. Finalmente, había una página entera cubierta de pequeñas ilustraciones redondas que eran fotografías de las aulas de la escuela.

Beth y Adam caminaron a lo largo de la verja, fascinados ante el hecho de que aquel espectáculo propio de los espacios abiertos pudiera haberse organizado dentro de un edificio.

—Esta parece una escuela maravillosa, Lizzie —dijo Adam—. Quizá yo pudiera estudiar allí, en lugar de hacerlo en la escuela secundaria de Cameron Town.

—¡Yo también iré allí! ¡Yo también iré allí! —exclamó Beth.

—Tú no puedes ir, tonta.

—¿Por qué no?

—Porque sólo es para chicos, ¿lo ves? —Adam señaló el hecho de que en la exhibición sólo participaban chicos, y de que no había imágenes de chicas en el folleto—. Cuando tengas edad suficiente, irás a una escuela de señoritas —añadió.

Beth frunció el ceño. Aquello no le pareció justo.

—Niños —les dijo Joanna, acercándose a ellos en compañía de Sarah—. Os hemos estado buscando por todas partes.

Después, se dirigieron hacia el Pabellón de Arte y Arquitectura y al acercarse al stand de Estados Unidos, a Sarah le sorprendió darse cuenta de que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Y entonces, de repente, lo vio.

Aunque Philip McNeal iba vestido de modo conservador, con una levita verde y unos pantalones grises, era exactamente tal y como lo recordaba: alto y delgado, y graciosamente elegante.

—¡Ahí está el señor McNeal! —exclamó Joanna.

—¡Señora Westbrook! —exclamó él acercándose a ellos y tomándola de la mano—. Qué maravilloso. Confiaba en que pudiéramos vernos.

—Sí, la semana pasada recibimos su carta. Es muy agradable volver a verle, señor McNeal.

—¡Yo soy Beth! —dijo entonces la niña.

Philip se echó a reír y estrechó la diminuta mano.

—¿Cómo estás, Beth?

—Ella nació el mismo día que nos despedimos —dijo Sarah.

Philip se volvió a mirarla.

—¿Sarah? —preguntó, con una expresión de sorpresa en su rostro.

—Es muy agradable volver a verte —dijo ella.

Estuvieron hablando un momento. Luego, Sarah pasó un brazo sobre los hombros de Adam.

—Este es Adam. Seguro que lo recuerdas.

—Claro que sí. Desde luego, has crecido mucho, Adam —dijo Philip estrechándole la mano.

—¿Se construyó finalmente la nueva casa, señora Westbrook? —preguntó él volviéndose hacia Joanna.

—Me temo que todavía no, pero eso es una larga historia. Aún estamos construyéndola. En su carta decía que podría venir a Merinda para hacernos una visita. A Hugh le encantaría volver a verle.

—En realidad, tenía la intención de ir a Merinda. Estoy escribiendo un libro, señora Westbrook, que versa sobre la arquitectura australiana. Aquí se encuentran ciertas cualidades únicas que no se observan en ninguna otra parte, y pensé en aprovecharme del hecho de haber estado ya aquí para reunir más datos. He estudiado la arquitectura urbana, tanto en Sydney como en Melbourne, y ahora me gustaría echar un vistazo a algunas de las cosas que se han hecho en el campo.

—Pues no podría haber elegido otro lugar mejor que el distrito occidental, señor McNeal. Y, desde luego, será usted bien recibido en Merinda si desea venir. Hasta le podemos acompañar para enseñarle los alrededores. ¿Cuándo le esperamos?

Él miró a Sarah, nuevamente con expresión de sorpresa e interés.

—Tengo que quedarme aquí mientras dure la Exposición, pero, una vez se haya terminado, mi esposa y yo no tenemos planes inmediatos para regresar a Estados Unidos.

—En tal caso, háganoslo saber, señor McNeal —dijo Joanna—. Y mientras llega ese momento, adiós.

Abandonaron el pabellón por otra gran puerta en forma de arco, flanqueada por palmeras de grandes hojas. Debido a los árboles, ninguno de ellos vio, al pasar por la puerta, los stands había al otro lado, con carteles en los que se leía: «Hogar de huérfanos de la Virgen María», «Fondo de Ayuda Judía» y «Misión Aborigen de Karra Karra».

Cuando abandonaron los terrenos de la Exposición, el sol descendía ya por el oeste, y el cielo de marzo estaba oscureciendo. Joanna se detuvo para mirar arriba y abajo de la ajetreada calle. ¡Cómo había cambiado Melbourne desde que ella llegara allí por primera vez! Y con qué rapidez seguía cambiando, incluso ahora, casi haciéndole creer que, en el caso de que cerrara los ojos y los volviera a abrir al cabo de un rato, vería un nuevo edificio levantado ante ella, o una casa recién derribada, o cincuenta carruajes más traqueteando por la calle. Aquello no se parecía en nada a Cameron Town, donde las casas sólo tenían uno o dos pisos de altura y los caballos avanzaban a paso mucho más tranquilo por las pacíficas calles, y donde los vaqueros y los peones de las granjas ovejeras y los propios ovejeros se reunían en pubs rústicos para tomar una cerveza y charlar un rato.

Joanna se sentía como arrebatada por el pulso de Melbourne. Aquí había tanta vida, sucedían tantas cosas, había tanta belleza, en los nuevos jardines de la ciudad, en los brillantes tranvías de color verde tirados por caballos, en las estatuas que conmemoraban a los personajes que habían hecho alguna vez algo de importancia… Era casi imposible creer que todo este lugar hubiera sido aquel «pueblo primitivo» hacía apenas cincuenta años.

—Veamos si podemos conseguir un coche de alquiler —dijo Joanna.

Se detuvo y miró calle abajo, y en ese momento vio a Pauline MacGregor saliendo de una tienda.

Por un momento, Joanna observó a la mujer, a la que apenas conocía. Aunque Hugh nunca había podido demostrarlo, seguía acusando a Colín MacGregor de haber derribado la verja y haber sido el causante de la posterior pérdida de tantas ovejas en el río; como resultado de ello, los Westbrook y los MacGregor, aunque vecinos, no eran amigos. Siempre que había fiestas en Kilmarnock, a las que se invitaba a los miembros más destacados de la sociedad del distrito occidental, Hugh y Joanna no asistían. Y cada vez que sucedía lo mismo en Merinda era evidente la ausencia de los MacGregor. Cuando la Asociación de Esposas de Ovejeros celebraba sus reuniones en Cameron Town para discutir sus proyectos filantrópicos y distribuir sus donativos especiales de caridad, ni Pauline ni Joanna intercambiaban una sola palabra o mirada.

Ahora, Joanna observó a Pauline salir de la tienda y quedarse vacilante en la acera, como si no supiera qué camino tomar. A sus treinta y tres años, Pauline MacGregor seguía siendo delgada y atractiva, y atraía más de una mirada masculina hacia su ajustado vestido de seda azul oscuro.

Cuando Joanna empezaba a preguntarse por qué Pauline, siempre tan cuidadosa en hacer lo correcto y presentarse de forma respetable, estaba a solas en una calle pública, delante de ella se detuvo un carruaje elegante tirado por dos caballos. Joanna vio a Pauline sonreír y adelantarse. En ese momento, un hombre bajó del carruaje con las manos extendidas hacia ella.

Joanna vio fugazmente el perfil del hombre.

¡Era Hugh!

Y entonces…

Frunció el ceño. El caballero, al tomar la mano de Pauline, se volvió de espaldas y Joanna ya no pudo verle la cara. ¿Había sido realmente Hugh?

—Mira, mamá —dijo entonces Adam—. Ahí hay un coche de alquiler. —Pero Joanna no hizo nada por llamarlo—. ¿Mamá?

Joanna volvió a mirar calle abajo a tiempo para ver el traje de Pauline desaparecer en el interior del carruaje.

Joanna habría jurado que había sido Hugh.

—Sarah, ¿has visto…?

Joanna sacudió la cabeza. ¡Pues claro que no había podido ser Hugh! Por un lado, aquel hombre no era tan alto como Hugh y, por otra parte, ¿qué podía estar haciendo Hugh en Melbourne?

—No importa —dijo observando el carruaje que reanudaba su camino calle abajo—. Debo de sentirme cansada.

Sí, eso era. Estaba cansada. Había sido una semana llena de tensión… y de pesadillas. Ahora, empezaba a imaginar cosas.

—Está bien —dijo—. Subamos todos al coche de alquiler.

Una vez que todos hubieron subido al coche y el conductor hubo regresado al pescante, suspiraron con alivio. Resultaba agradable sentarse y regresar a casa.

Adam no podía dejar de hablar sobre todas las cosas maravillosas que había visto: los exploradores, aeronautas en globo y aventureros, hombres que descubrían ríos y daban nombre a las montañas, que emprendían viajes excitantes y visitaban todos los lugares exóticos del mundo. Pero, sobre todo, hablaba del dinosaurio representado en la exposición, junto con la réplica del hombre de Cromañón.

—¡Algún día yo mismo haré eso! —dijo—. Voy a descubrir los huesos de una raza antigua, o los de un animal extinguido. Quizá descubra una planta nueva que nadie haya visto hasta entonces.

—Dale mi nombre a algo, Adam —dijo Beth.

—Sí, le daré tu nombre a una flor. ¿Qué te parecería eso? Iré a Nueva Guinea y descubriré una orquídea rara a la que nadie le haya dado nombre. Y yo decidiré que se llame Elizabethus officinale. ¿Te gustaría eso?

—Adam, ¿qué tienes ahí? —preguntó Joanna.

El muchacho le entregó los folletos y tarjetas que había ido recogiendo y coleccionando en la Exposición.

—Se entregaban gratuitamente —dijo—. Podíamos cogerlos. Mira.

Joanna observó los folletos que Adam había tomado y descubrió que formaban una mezcla abigarrada, desde un anuncio del «Cinturón Eléctrico de Wilson», hasta el «Tabaco de Mascar Black Boy», o una invitación para acudir «Al despacho del doctor Snow, en la calle Swanson, para obtener tratamiento gratuito con las verdaderas curas hipnóticas de Mesmer», o un cupón para conseguir un descuento en la «Tienda de Moda para Caballeros del señor McMahon», en la calle Collins.

—He hecho bien en cogerlos, ¿verdad? —preguntó el muchacho.

—Desde luego, cariño, aunque me temo que los anunciantes esperaban que se los llevaran otras personas, con capacidad para gastar dinero en sus establecimientos.

Cuando Joanna empezó a devolverle a Adam los folletos y anuncios, captó fugazmente algo en el fondo del montón que llamó su atención. En la parte superior del impreso distinguió la palabra «Karra». Extrajo el folleto y vio de qué se trataba: en él se pedía ayuda para salvar la misión aborigen de Karra Karra, en Nueva Gales del Sur.