17

Sarah sabía cuál era la habitación que ocupaba Philip McNeal en la casa de huéspedes y ahora esperaba, sin ser vista, cerca de la puerta trasera, escuchando a las chicas de la cocina que preparaban el desayuno. Levantó la mirada hacia la ventana de él y notó cómo aumentaba la ansiedad que sentía. Rezó para no haber llegado demasiado tarde.

Finalmente, las doncellas se marcharon con las bandejas de té y tostadas, y Sarah entró, se deslizó a hurtadillas por el vestíbulo, asegurándose de que nadie la viera, y al llegar al pie de la escalera subió esta en silencio, con los pies descalzos.

Al llegar ante la habitación de Philip, encontró la puerta abierta. Miró en el interior y vio un armario vacío, una mesa cubierta con copias de planos y objetos de delineante, y una cama con las sábanas arrugadas.

Philip estaba de pie ante la cómoda, vaciando los cajones, doblando la ropa y guardándola en la maleta. Al levantar la mirada y verla allí, enarcó las cejas.

—¡Sarah! ¡Qué agradable sorpresa! —exclamó, acercándose a ella. Se asomó un instante por la puerta—. ¿Has venido sola? —preguntó. Al ver que ella no contestaba, añadió—: ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Has venido caminando desde Merinda?

—Sí.

—¿Por qué?

Sarah permaneció un momento en silencio, antes de contestar:

—Para despedirme.

—¿Y has caminado todos esos kilómetros descalza sólo para despedirte de mí? —preguntó él. Sarah bajó la mirada hacia sus pies desnudos y polvorientos—. ¿Sabes, Sarah? —siguió diciendo él, volviendo hacia la cómoda—, creo que desde que te conozco…, ¿cuánto hace de eso, seis meses? En todo ese tiempo no te he escuchado hablar mucho. Supongo que te han dicho que me marcho. Puesto que el señor Westbrook no puede permitirse construir su casa en estos momentos, y puesto que he recibido una carta de mi hermano desde Estados Unidos, comunicándome que mi madre no se encuentra bien, he decidido que era un buen momento para regresar a casa. —Se volvió a mirarla—. Te echaré de menos, Sarah. ¿Me echarás de menos tú a mí?

Mientras observaba a la joven alta de piel oscura, de pie en el umbral de la puerta, esta joven salvaje que le había seguido a todas partes durante el último medio año, se dio cuenta de que llevaba el cabello atado con una cinta, algo que no le había visto antes. Pensó en cómo había acudido junto al río cada mañana, cuando él iba al trabajo con su equipo de obreros. Permanecía en cuclillas cerca de allí, casi invisible entre los árboles, y le observaba mientras trabajaba, quedándose hasta la puesta del sol, momento en que él recogía sus herramientas y se marchaba.

—Lo siento —dijo ella. Y al ver que él le dirigía una mirada interrogativa, aclaró—: Que tu madre no esté bien.

—Es muy amable por tu parte decir eso. —Dobló una camisa, metiéndola en la maleta, y preguntó—: ¿Y qué me dices de tus padres, Sarah? Nunca has hablado de ellos. —Se volvió a mirarla. Ella seguía de pie en el umbral, un tanto indecisa, como si tuviera miedo de cruzarlo—. ¿Conociste a tus padres? —preguntó Philip.

—Mi padre fue un hombre blanco —dijo Sarah con naturalidad—. Tenía una granja. Dijeron que quería una mujer. Dijeron que robó a mi madre de su campamento, que la mantuvo consigo en la granja… hasta que terminó con ella. Y luego la dejó marchar.

La voz de Sarah sonó con serenidad en el aire de la mañana. Philip permaneció muy quieto, con una camisa medio doblada entre las manos.

—Mi madre regresó a su pueblo —siguió diciendo Sarah—, pero él clan dijo que ella era tabú. La expulsaron del poblado, así que acudió a la misión aborigen, y allí fue donde yo nací.

—¿Qué fue de ella?

—Se marchó y nunca más regresó.

Miró a Sarah durante un rato. Finalmente, tiró la camisa sobre la cama y dijo:

—Vamos, te llevaré a casa.

Bajaron al establo, donde el caballo de él ya estaba ensillado. McNeal montó en la yegua con un movimiento natural y fluido y luego le tendió una mano a Sarah. La muchacha vaciló.

—¿Es que nunca has montado hasta ahora en un caballo? —preguntó él. Ella negó con la cabeza—. Está bien —asintió con una sonrisa—. Llevaré mucho cuidado para que no te pase nada. Pon tu pie sobre el mío, encima de la espuela. Eso es. —Tiró de ella hacia arriba—. Y ahora rodéame con tus brazos.

Sarah se agarró a él y juntos cabalgaron bajo la luz del sol, y pasaron junto a pastos verdes y campos llenos de ovejas blancas y lanudas. Ella cerró los ojos y descansó la cara contra su espalda. Sintió el viento que le soplaba en el cabello y percibió los latidos del corazón de Philip bajo sus manos. No tardaron en lanzarse a un suave galope. Sarah echó la cabeza hacia atrás y sintió la potencia del caballo entre sus piernas. Sus brazos se apretaron con mayor fuerza alrededor de Philip. Hubiera querido seguir cabalgando con él más allá de Merinda, hacia el horizonte, para perderse al otro lado de su borde y no volver nunca la vista atrás.

Pero finalmente llegaron al patio de Merinda. Philip desmontó de un salto y ayudó a Sarah a bajar del caballo.

—Deseo regalarte esto —dijo él quitándose de la muñeca el brazalete de plata y turquesa—. Para que te acuerdes de mí —añadió, entregándoselo.

Sarah se miró el brazalete, ya en su mano. Luego se llevó la mano al cabello y empezó a quitarse la correa de cuero que sostenía el hueso de foca.

—No —se apresuró a decirle McNeal—. No puedo aceptar eso. Pero esto, en cambio, sí que me gustaría tenerlo.

Y al mismo tiempo que lo decía le desató la cinta del pelo. Ella levantó el rostro hacia el suyo.

—¿Cuándo regresarás, Philip McNeal?

Él le dirigió una mirada de sorpresa. Nunca le había escuchado pronunciar su nombre hasta entonces.

—Quizá dentro de seis meses —contestó—. Un año como máximo. Pero regresaré. ¿Tú seguirás aquí? —Ella asintió con un gesto—. Quizá no estés —añadió él en tono de broma—. Para cuando yo regrese ya habrás crecido del todo y tendrás una cola de hombres jóvenes esperando para cortejarte, y entonces no dispondrás de tiempo para un hombre viejo como yo. —La atrajo hacia sus brazos y la abrazó—. Que Dios sea bueno contigo, Sarah.

Y la besó en la frente.

Ella se quedó allí de pie, en el patio, viendo cómo él se marchaba a caballo. Pensó en el primer día que le había visto junto al río, cuando él se había mostrado de acuerdo en construir la casa lejos de las ruinas antiguas. Repasó mentalmente las cosas ocurridas en los seis últimos meses, recordó lo que Philip le había contado de un pueblo que vivía al otro lado del océano, que también tenía clanes y que descendían de antepasados tótem. Pensó en la forma en que él se había echado a reír con sus obreros cuando se dedicaban a excavar zanjas o a verter el cemento, y en cómo se había sentado sobre la hierba y comido con ellos, contándoles historias de sus viajes por Estados Unidos. Pensó en lo intensamente que ella lo había visto dedicarse a la tarea de construir la casa, estudiando los planos, conferenciando con Hugh Westbrook, examinando cada palmo de terreno, haciendo que los obreros hicieran las cosas una y otra vez si no estaban bien hechas, sin criticarlos nunca, sino guiándolos, y también pensó en la frecuencia con que su mirada se volvía hacia Sarah, para sonreírle ocasionalmente, mientras ella se pasaba el tiempo observándole, entre los árboles.

Finalmente, allí de pie en el patio de Merinda, viéndole alejarse y desaparecer por el camino, Sarah King, de quince años de edad, tuvo perfectamente claro lo que tenía que hacer.

Joanna tuvo una extraña sensación. La había experimentado durante todo el día y eso le impidió concentrarse en su trabajo junto al río, donde estaba dedicada a plantar jengibre. Se había pasado toda la tarde en aquella tarea, cortando raíces frescas y plantando otras nuevas en la tierra húmeda. El jengibre se tenía que plantar en la primavera para que estuviera listo para su cosecha en el otoño siguiente, cuando murieran las hojas. Los cortes tenían que ser especialmente jóvenes, lo que se distinguía por su color verde pálido; debían tener brotes, lo mismo que las patatas, y como era importante que cada trozo tuviera por lo menos tres brotes, la tarea de cortar y plantar las raíces requería mucho cuidado.

Joanna intentó concentrarse, pero era una tarea dura. Sus pensamientos y emociones estaban confundidos; por un lado se sentía feliz, y por el otro inquieta.

Una nube pasó, tapando el sol, y ella se detuvo en su trabajo para levantar la mirada.

Era un cálido día de septiembre, justo a principios de la primavera, y ella ya estaba embarazada de ocho meses. Se sentía lenta, llena y lánguida. El aire estaba lleno con el zumbido de las abejas, junto con el de las moscas y el canto de los pájaros. Pero la inquietud que la había seguido como una sombra durante los últimos días volvía a estar allí, en este claro soñoliento.

Finalmente, dejó la pala a un lado y se sentó.

Joanna sabía que una parte de lo que la inquietaba era que al día siguiente se cumplían los dos años desde su llegada a Australia. En aquel entonces había estado en la cubierta del Stella, confiando en encontrar el lugar llamado Karra Karra en cuestión de pocos días. Ahora, sin embargo, veinticuatro meses más tarde y después de muchas investigaciones, y también de mucha felicidad, no parecía hallarse más cerca de encontrar Karra Karra de lo que estuviera aquel otro día en que abandonó la India. Bowman’s Creek y Durrebar tampoco eran lugares que se pudieran encontrar con facilidad. La única explicación que se les había ocurrido a Hugh y a Frank era que, en los cuarenta y tres años transcurridos desde que sus abuelos estuvieron en Australia, los nombres de aquellos lugares habían cambiado. Patrick Lathrop había escrito para decir que hasta el momento no había logrado descifrar las notas de John Makepeace; Buchanan & Co., la compañía naviera de Londres, había informado que sus barcos Pegaso y Minotauro habían sido construidos en 1836, es decir, seis años después de que los abuelos de Joanna hubieran emprendido su viaje hacia Australia.

Pero Joanna sabía que aquella no era la única causa de su inquietud. Había algo más, algo que la afectaba de una forma más profunda, y que tenía que ver con la canción-veneno.

Sintió cómo se movía el bebé. Se preguntó si acaso sentiría su inquietud. Joanna creía que aquella inquietud se había iniciado en la época en que descubrió que estaba embarazada. Recordó cómo su alegría se había visto nublada por los recelos y temores. Y a medida que se fue acercando el momento del parto, también fue aumentando su ansiedad. ¿Acaso se habría cantado una canción-veneno a su familia, y seguía teniendo su poder, después de tantos años? Pensó en los papeles crípticos de su abuelo y sintió un escalofrío que le atravesó todo el cuerpo. ¿Constituían esos papeles la canción-veneno y, en tal caso, pasaría su acción a afectar al bebé?

Joanna se reclinó contra una gran roca, obteniendo un cierto alivio del calor que encontró en ella. Metió la mano en la cesta de trabajo que se había traído y extrajo el diario de su madre. Sólo el hecho de notarlo entre sus manos le proporcionaba una sensación de alivio y consuelo. Pasó las páginas y leyó: «23 de febrero de 1848: recogiendo raíces de diente de león, mi querido Petronius me dice que el nombre procede del francés dent le lion, debido a los bordes puntiagudos de las hojas, como dientes afilados». El 14 de mayo de 1850, lady Emily había escrito: «El viejo Jaswaran está demostrando ser un verdadero cúmulo de tesoros en cuanto a conocimientos curativos. Hoy me ha enseñado a preparar un colirio a base de la raíz del regaliz, que es un tratamiento excelente para la inflamación de los ojos». Joanna buscó la última anotación hecha en el diario. Tenía fecha del 30 de enero de 1871, tres meses antes de la muerte de lady Emily, y decía: «Ruego para que el veneno no haya pasado a Joanna».

De repente, se levantó el viento, llevando consigo el balido distante de las ovejas en las llanuras.

Joanna pensó en su esposo. Sabía que Hugh se encontraba en el corral especial preparado para las ovejas a punto de parir. Aunque la tormenta había acabado con buena parte del rebaño de Merinda, se habían salvado casi trescientas ovejas preñadas, todas ellas por parte de Zeus, el nuevo carnero. Los animales estaban a punto de parir, y Hugh los vigilaba de cerca. Había muchos peligros en el momento de nacer los corderos, desde las águilas y halcones que planeaban y se lanzaban desde lo alto para arrebatarlos en el momento de su nacimiento, hasta los cuervos que acudían para sacarles los ojos. Joanna sabía lo importantes que eran aquellos corderos para Hugh. Iban a constituir el primer paso a lo largo del camino hacia el cumplimiento de su sueño y la recuperación de Merinda.

Ahora, observando los pastos verdes, Joanna se preguntó qué sucedería si la descendencia de Zeus resultaba ser de calidad inferior. Durante los últimos meses habían acudido algunos ovejeros para observar al carnero y especular en cuanto a las posibilidades de éxito de Hugh.

—Creo que te estás equivocando, Hugh —había dicho Ian Hamilton de pie junto a la verja de uno de los corrales, con un palillo entre los dientes—. Nunca lograrás obtener una lana superfina de la descendencia de ese animal. Y la gente sólo está interesada en la lana de calidad superfina.

Por su parte, John Reed había sacudido la cabeza con aire dubitativo, diciendo:

—Algunos han intentado hacer lo mismo en Nueva Zelanda. Han cruzado carneros de raza Lincoln con ovejas merinas grandes, y han obtenido resultados desastrosos. Todos los corderos nacieron con lomos débiles y colas caídas. Yo, en tu lugar, abandonaría este intento. Es una pérdida de dinero.

Frank Downs era el único que daba ánimos a Hugh. Era propietario de cincuenta mil acres de terrenos en Nueva Gales del Sur que hasta el momento no habían logrado mantener a ninguna oveja, y le había prometido a Hugh que le compraría los primeros carneros que descendieran de Zeus, si es que sallan tal y como esperaba el propio Hugh. Ahora ya no tardarían en conocerse los resultados del experimento de Hugh.

Joanna rezaba para que tuviera éxito. Observó los cimientos que había colocado el señor McNeal, y que sólo representaban la mitad de lo que se necesitaba para construir la casa. Pensó en la oferta de préstamo que había hecho Frank, y en la firme negativa de Hugh a aceptar dinero de nadie. Joanna se había ofrecido incluso a vender el ópalo de fuego, pero Hugh no quiso saber nada al respecto. Y, desgraciadamente, la herencia de ella se había visto envuelta en una maraña de procedimientos legales cuando, según le informó el señor Drexler en su última carta, un pariente del padre de Joanna apareció inesperadamente reclamando una parte de aquel dinero. Aunque Drexler le había asegurado que al final todo se resolvería a su favor, el dinero aún tardaría cierto tiempo en llegar. Y las pérdidas ocasionadas por la tormenta habían sido enormes. Hugh estaba muy endeudado.

Joanna se preguntó si Colin MacGregor era realmente responsable de sus pérdidas catastróficas, como no dejaban de murmurar algunas personas. No podía ni imaginar cuál era la razón para que el señor MacGregor hubiera hecho una cosa así. ¿Qué razón podía tener para despreciar tanto a Hugh? Y, sin embargo, Poli Gramercy, la comadrona, había insinuado que se trataba de una venganza. Pero ¿por qué una venganza?, se preguntaba Joanna.

Al margen de cuál fuera la razón, ella aceptaba la decisión de Hugh de seguir viviendo en la cabaña. A Joanna le habría gustado ver terminada la nueva casa, pero también comprendía el orgullo que había en el fondo de la decisión de Hugh de permanecer allí, hasta que se pudiera permitir reanudar la construcción de su propia casa. La cabaña se había agrandado y ahora resultaba más cómoda. Joanna sabía que, con el tiempo, tendrían una casa grande y hermosa junto al río.

Con la fragancia del jengibre llenándole los sentidos, Joanna se preguntó una vez más a qué se debía aquella extraña inquietud que parecía estar siguiéndola. No había comentado con Hugh cuál era su verdadero estado de ánimo; él se sentía tan feliz ante la perspectiva de que naciera el niño, que ella no deseaba nublar su alegría. Además, tenía en cuenta la nueva evolución que se había producido últimamente con la poesía que escribía. Frank Downs se había empeñado en publicar la última balada de Hugh con el nombre verdadero de su autor, y cuando todos en el distrito descubrieron que la poesía que a veces publicaba el Times bajo el seudónimo de «El viejo pastor» era en realidad obra de Hugh Westbrook, se convirtió en el centro de atención.

Joanna comprendía muy bien por qué la poesía de Hugh le gustaba a todo el mundo, especialmente su última balada que, según declaraban sus amigos, era la mejor, y que había titulado «El sueño»… Desde las entrañas del paisaje salvaje, donde relucen los fantasmas de los compañeros negros… Según decía la gente, todo estaba allí: Australia estaba allí, en los ovejeros y los esquiladores descritos por Hugh, en sus pastores y forajidos, en sus emus y halcones, y en la Serpiente del Arco Iris «cuyo cuerpo es amarillo, surcado de rayas rojas», y que «se enrosca contra el cuerpo de su esposa», que era «azul desde la cabeza hasta la cola». La gente se daba cuenta de que Hugh Westbrook poseía el don de comprender cómo cambiaban los tiempos y que algún día todo aquello pasaría a formar parte de la vieja Australia que quizá sólo se encontrara ya en los versos.

El sol de la tarde se hizo más caliente, y el aire era pesado y lánguido. Joanna sintió sueño. Levantó la mirada para observar una cacatúa de color amarillo pálido, que se posó en una de las ramas extendidas sobre su cabeza. Contempló las altas raíces de jengibre, sus hojas puntiagudas y sus flores rosadas estremeciéndose en la neblina de la cascada. El viento hizo pasar las hojas del diario abierto. Joanna leyó la escritura delicada y curvada de su madre: «El bebé nació al amanecer. Vamos a llamarla Joanna. Ya no soy una chiquilla. Ahora ya soy una mujer».

En el momento en que el diario se le deslizó de entre las manos, ella pensó de una forma vaga: «Quizá sea eso lo único que me inquieta, el hecho de que estoy cambiando. ¿Acaso todas las muchachas se sienten de la misma forma cuando están a punto de tener su primer hijo? ¿Es eso lo que significa pasar de ser una muchacha a convertirse en mujer?». Joanna creyó haberse convertido en una verdadera mujer la primera vez que hizo el amor con Hugh. O quizá eso se produciría al año siguiente, cuando cumpliera veintiún años. Pero ahora se daba cuenta de que la verdadera afirmación de su feminidad se hallaba en la creación de un niño.

Cerró los ojos y trató de desembarazarse de la inquietud que seguía acosándola. Se puso las manos sobre el abdomen y percibió el movimiento inquieto de su hijo. Joanna deseaba ser feliz, experimentar únicamente la alegría pura y el gozo que acompañan un momento tan importante como el del parto. Pero quizá hubiera siempre alguna clase de temor acompañando un cambio tan fundamental. Ahora, mientras se quedaba dormida, pensó que quizá el desprenderse del propio yo y la aceptación del nuevo era algo que producía tanta excitación como temor a toda joven que lo experimentara. Hubiera deseado tener consigo a su madre, para que la guiara a través del milagro y para que lo compartiera con ella.

Joanna trató de recordar algo que Sarah había dicho en cierta ocasión sobre las iniciaciones aborígenes, sobre las madres, las hijas y las líneas de canto. Pero terminó por quedarse dormida antes de lograr recordarlo.

Mientras Sarah seguía por la orilla del río, caminó con gran cuidado para no perturbar a los sueños con los que se encontrara. Cada vez que llegaba a un lugar que reconocía, como el Sueño del Diamante Hundido, o el Sueño de la Cacatúa Dorada, ella lo cantaba con suavidad, como una forma de mostrar respeto.

Llevaba consigo un pequeño bulto que contenía la arcilla, el ocre y las plumas de cacatúa que había recogido para el ritual que tenía la intención de llevar a cabo cuando naciera el bebé de Joanna, para asegurarse de que fuera un niño sano y de que tuviera buena magia, y para unirlo a la tierra en la que había nacido. Pero, ahora, Sarah se disponía a utilizar aquellos objetos para otro propósito, porque el bulto también contenía grasa de emú que había robado de la cocina, una cinta hecha a base de cabellos que había confeccionado ella misma, y un par de zapatos que Joanna le había comprado hacía ya algún tiempo y que Sarah nunca se había puesto.

Caminaba con el sol dándole en el rostro. Y lo hacía con firmeza, dando pasos largos y mirando siempre adelante. Tenía que asegurarse de encontrarse bien lejos de edificios, rebaños y hombres. Tenía que encontrar un lugar muy íntimo y ahora, mientras caminaba, cantó la línea de canto de la antepasada Foca, la línea de canto que había sido la de su madre y sus abuelas.

Llegó entonces a un lugar junto al río que estaba protegido por una pantalla de árboles y rocas. Escuchó el viento y no percibió que trajera ninguna voz hasta donde se hallaba. Se volvió, trazando un lento círculo, y no vio ninguna granja, ni jinetes a caballo. Sarah sabía que los blancos sentían miedo de la magia aborigen. En cierta ocasión, el señor Simms la había encerrado sin comida ni agua durante tres días por haber realizado lo que él denominó «una práctica pagana». Ella sólo había intentado llamar a la lluvia, porque las cosechas de la misión se estaban muriendo por falta de agua.

Se desnudó lentamente y dobló las ropas con cuidado, dejándolas en el suelo. Desató el bulto que llevaba y extrajo los objetos uno a uno, cantando su canción y colocándolos en la orilla del río: el ocre, la grasa, las plumas, la cinta de cabello, los zapatos. Luego, penetró en el río y se lavó en sus frías aguas primaverales. Después reunió piedras y hierba seca y formó una pequeña hoguera, cantando y avivando las llamas, invitando al espíritu de Todas las Madres para que concediera potencia al fuego. Finalmente, procedió a formar pintura con la arcilla y el ocre.

Una vez que la hubo tenido preparada, Sarah engrasó su cuerpo con la grasa de emú. Se la frotó por la piel hasta que esta adquirió un reluciente tono rojizo bajo el sol del atardecer. Se la masajeó en el cabello, mezclándola con las cenizas de la hoguera, cantando las canciones de Todas las Madres. Por último, empezó a pintarse el cuerpo desnudo.

Primero delineó los contornos con pintura roja y blanca, cantando el Sueño del Arbusto Baya, del que había obtenido el color negro, y el Sueño de la Arcilla del Rio, del que obtuvo el rojo, aportando así su poder a los dibujos creados. La pintura blanca la aplicó con un palo, trazando rayas que, partiendo de los hombros, le bajaban por los brazos, círculos alrededor de los pechos y puntos en el abdomen. Los muslos recibieron estrellas y soles y las grandes ondulaciones de las corrientes oceánicas, y los símbolos con los que se representaba una playa rocosa situada muy lejos hacia el sur, y que era el hogar de donde procedía la foca marina. Y mientras tanto no dejaba de cantar, dando fuerza así a la pintura y a los símbolos, dándoles poder. Cantó la canción de su madre:

Aquí es donde la antepasada Ballena ayudó a la Foca,

y la condujo a través de corrientes peligrosas.

Aquí es donde la Gaviota guio a la Foca,

hacia los bancos ricos en comida.

Aquí es donde el antepasado Delfín mostró a la Foca

el camino hacia la playa arenosa y cálida…

Mientras cantaba, Sarah era consciente de lo limitado del ámbito de las canciones, debido a que su iniciación secreta en la misión se había visto interrumpida antes de que su educación hubiera quedado completada. Pero confiaba en conocer el ritual lo suficiente como para obtener en sí misma el poder de la Foca.

Una vez que hubo terminado, se pasó la tira de cabello por la cabeza, como si fuera una cinta, disponiendo las plumas de cacatúa, de colores blanco y dorado, de modo que sobresalieran de su cabello abrillantado por la grasa. Después, se sentó de cara al sol poniente.

Respiró el humo de la hoguera, percibiendo la hierba chamuscada del canguro, las cenizas enriquecidas con la grasa, las plumas quemadas; aquel era un humo mágico que poseía el espíritu de los poderosos Sueños del Canguro, el Emú y la Cacatúa. Balanceó el cuerpo de un lado a otro, sin dejar de cantar. Cerró los ojos y sintió los rayos del sol atravesándole la piel. Los colores y las formas se movieron por detrás de sus párpados. Luego, se puso en pie y empezó a bailar, en una representación del largo viaje de la foca desde las aguas antárticas hasta las aguas más cálidas.

Bailó alrededor de la hoguera y trazó símbolos sagrados sobre la tierra. Cantó la complicada canción de la madre de todas las madres, convocando la potencia de la Foca. Sintió que su cuerpo empezaba a cambiar, que el poderoso océano se movía a su alrededor, percibió el sabor salado del agua, vio la estremecida luz solar, de color verdoso, penetrando a través de oscilantes capas de quelpo marino. Movió los brazos y nadó; extendió su cuerpo y buceó en las profundidades; se incorporó sobre las puntas de los pies y saltó sobre la playa bañada por el sol; se inclinó a la derecha para jugar con su compañero, y luego hizo lo mismo hacia la izquierda para dar de mamar a su pequeño.

Sarah sintió cómo la potencia se movía a través de su cuerpo, cómo la fortaleza y la magia se movían a través de sus venas. Cantó y bailó el Sueño de su clan, y por medio de su canto y de su baile ella continuaba la línea de canto, tal y como habían hecho sus madres antes que ella, cada una a su debido tiempo.

No debería haber hecho todo esto ella sola; la ley del Pueblo dictaba que su madre estuviera allí presente, dirigiéndola a través de los ritos sagrados, transmitiendo la línea de canto a su hija. Pero Sarah no tenía madre. Estaba sola en el mundo.

Joanna estaba soñando.

Se encontraba observando la entrada a una cueva; era muy pequeña y alguien la sostenía entre sus brazos.

Unas mujeres salían de la cueva y Joanna se sentía feliz al verlas. Entonces vio a una mujer blanca, muy hermosa, qué caminaba junto con las otras, cantando con ellas. Joanna pensó que aquella mujer debía de ser su madre y, sin embargo, no la reconoció. Y entonces, pensó: «Estoy soñando el sueño de mi madre».

Le preguntó a la mujer que la sostenía en brazos: «Reena, ¿puedo entrar yo en la cueva?».

Pero se le contestó que no, que allí sólo podían entrar las muchachas que ya se habían convertido en mujeres, en compañía de sus madres.

«¿Y los papas? ¿Podían entrar los papas?», preguntó Joanna. No, eso es tabú para los papas. Es magia muy mala.

Y entonces Joanna vio a un hombre saliendo de la cueva, detrás de las mujeres, moviéndose entre las rocas. Y ella gritó: «¡Ahí está! ¡Ahí está papá!».

Y tendió los brazos hacia él.

Pero, entonces, el sueño empezó a cambiar. El cielo se oscureció; el paisaje adquirió formas ominosas. La gente empezó a enfadarse y se lanzaron en persecución del hombre que había surgido del interior de la montaña. Y, de repente, hubo perros y Joanna se encontró corriendo hacia su padre, o hacia el hombre que creía era su «padre», pero al que no reconocía. Y entonces se dio cuenta: «Él es mi abuelo». Los perros se acercaron más. Vio el brazo del hombre extendiéndose hacia ella y deseó ir con él, pero se dio cuenta de que él empezaba a cambiar de forma. Se hizo más alto, se desmoronó sobre el suelo; su cuerpo pareció fluir sobre la arena roja. Se retorció en las sombras, hasta que Joanna vio que se había transformado en una enorme serpiente que mostraba los colores del arco iris.

Joanna trató de gritar, pero no encontró su voz. Quiso echar a correr, pero sus pies no quisieron moverse. La serpiente se le acercó lentamente y entonces, de repente, lady Emily apareció allí, bloqueando su camino. Joanna permaneció como petrificada, llena de temor, viendo cómo la serpiente gigantesca se iba acercando más y más, con la ranura de su ojo dorado fijada amenazadoramente en ella. Ahora, los perros corrían hacia lady Emily. Empezaron a saltar, pero la serpiente abrió unas mandíbulas enormes y se tragó entera a lady Emily. Joanna la vio desaparecer en el interior de la serpiente. Entonces gritó. Inmediatamente después, la serpiente se abalanzó sobre ella, se enroscó alrededor de su cintura y empezó a apretarla. Y ella sintió un dolor repentino e insoportable.

Joanna se despertó con un sobresalto. Permaneció muy quieta. Se había hecho de noche; el río era una cinta oscura. Allí recostada, en la oscuridad de los bosques, atenazada todavía por el terrorífico sueño, apenas consciente de los agudos dolores que sentía en el vientre, Joanna pensó en lo extraordinario que resultaba haber soñado el sueño de su madre. Trató de comprender su significado. Recordó el temor que había tenido su madre a los perros durante toda su vida, y se preguntó si, de algún modo, aquel sueño no habría sido un recuerdo de un incidente real del que ella misma hubiera sido testigo. ¿Acaso los padres de lady Emily habían sido víctimas de una canción-veneno relacionada de algún modo con los perros? ¿Se trataba de alguna clase de maldición que se había lanzado contra los Makepeace y sus generaciones futuras? ¿Una maldición en la que intervenían los perros?

De repente, otro recuerdo acudió a la mente de Joanna: dos años antes, en el camino hacia el campamento de Emú Creek, habían encontrado a unos aborígenes a la vera del camino, y la vieja mujer le había dicho la buenaventura a Joanna: «Veo la sombra de un perro siguiéndote». Y Joanna había pensado en ese momento que la mujer hablaba del pasado, mientras que Hugh comentó que, en su opinión, la anciana se había estado refiriendo al futuro. ¿Acaso la maldición implicaba la muerte a manos de los perros, ya fuera de una forma imaginaria o real?

Pero ¿por qué?, preguntó Joanna en silencio a las oscuras aguas del río. ¿Qué era lo que habían hecho sus abuelos como para atraer un castigo tan terrible sobre sí mismos y sus descendientes? En su diario, lady Emily había descrito un sueño en el que veía a su padre saliendo de una cueva. ¿Había ocurrido en realidad un incidente igual? En otra de sus anotaciones, había escrito: «Hay algo enterrado, y yo debo desenterrarlo. Me siento impulsada a regresar a Karra Karra para reclamar un legado». ¿De qué legado se trataba? ¿Qué significaba todo aquello?

Joanna miró a su alrededor, envuelta en la oscuridad, y sintió el poder de los aborígenes en los bosques. La gente podía haberse marchado, pero su presencia continuaba, así como sus energías y pasiones. Ahora comprendió la naturaleza de la inquietud que la había asaltado desde que supiera que había quedado embarazada: en alguna parte de lo más profundo de sí misma temía que el legado madre-hija, la canción-veneno, fuera real o no, se transmitiera de algún modo a un hijo que no había nacido aún.

Joanna trató de incorporarse. De repente, sintió un agudo pinchazo de dolor alrededor de su cintura. La Serpiente del Arco Iris estrangulándola.

«No —pensó atemorizada, dejándose caer hacia el suelo—. Es el bebé… que llega demasiado pronto».

Sarah se bañó en el río. Se quitó todos los símbolos sagrados y la grasa de emú, transmitiendo su poder al río, observando cómo sus aguas se lo llevaban flotando hacia un lugar secreto. Sobre la orilla, borró los símbolos que había trazado en la tierra, y apagó el fuego, cantando el Sueño de regreso a la tierra. Ahora ya lo había hecho. Ahora había cambiado.

Aquella había sido la ceremonia de iniciación de Sarah; la había hecho ella sola. Su madre no la había guiado a través de los misterios, ni le había enseñado sus secretos. No había asistido tampoco su abuela, para transmitirle su sabiduría ancestral, ni hermanas o primas para celebrar el pasaje de un estado a otro, ni don alguno para recibirla en su amoroso seno. Así que Sarah había pasado sola su iniciación, y ahora sabía que así era como había tenido que ser.

También sabía que aquel sería el último ritual de su pueblo que efectuaría en toda su vida.

Al pensar en Philip McNeal y en cómo se había sentido al cabalgar con él, rodeándolo con sus brazos, percibiendo los latidos tranquilizadores de su fuerte corazón, se quitó cuidadosamente la cinta de cuero que llevaba alrededor del cuello y se guardó el hueso del Sueño de la Foca en el bolsillo del vestido. Luego, se puso los zapatos por primera vez. Finalmente, se colocó en la muñeca el brazalete que le había regalado Philip McNeal.

A continuación, se volvió hacia el sol, que ya se desvanecía en el horizonte.

El dolor la atenazó de nuevo, como una ardiente cinta de fuego rodeándole la cintura. Las piernas cedieron bajo ella y se desmoronó sobre el suelo. Algo estaba saliendo mal.

Se apoyó contra la roca e hizo esfuerzos por respirar pesadamente. Cerró los ojos y trató de examinarse internamente. Sabía todo lo que había que saber sobre los embarazos; había ayudado a su madre como partera. Se suponía que el bebé debía girarse antes de que emergiera, pero Joanna sentía que la cabeza seguía estando hacia arriba. Y los accesos de dolor se sucedían a intervalos demasiado cortos.

Joanna se quedó escuchando la noche. Pero todo lo que percibió fue el gorgoteo de la cascada, el rumor del viento en los árboles. Pensó en la Serpiente del Arco Iris, a la que todo aborigen temía y reverenciaba, que había temido hasta su propia madre, lady Emily, y que ahora, revelada por el sueño que acababa de tener, también temía ella misma. Sintió que los espíritus que habitaban las rocas y las ramas surgían a la vida a su alrededor, como si su presencia entre los bosques estuviera despertándolos de un viejo sueño. Escuchó la voz de Sarah advirtiéndola de las cosas terribles que les acaecían a las personas que profanaban un lugar sagrado. Era tabú hollar una piedra que estuviera habitada por un espíritu, o arrancar una rama en la que viviera un fantasma. Según le había explicado Sarah, en los viejos tiempos el Pueblo sabía cuáles eran los lugares por los que se podía caminar con seguridad, y qué rocas y árboles había que tratar con respeto. Pero Joanna no conocía nada sobre este lugar; nadie le había enseñado nada al respecto.

Hizo esfuerzos por incorporarse y se detuvo al sentir que otro círculo de fuego le atenazaba la cintura. Trató de avanzar un paso, pero el caminar no hizo más que aumentar su dolor. El niño iba a nacer, pero se presentaba de modo incorrecto. Joanna sabía que su propio cuerpo no estaba preparado aún, y que el niño nacía de pie.

Entonces escuchó un sonido que le produjo un escalofrío.

La pesadilla regresó a ella y, de repente, se dio cuenta de que sentía mucho miedo de los perros.

Tenía que alejarse del río, de los perros salvajes. Se movió con lentitud, avanzando de árbol en árbol, deteniéndose cada vez que el dolor era demasiado fuerte. El sudor brotó sobre su rostro. Oleadas de dolor le bajaban por las piernas.

El bosque estaba a oscuras y era difícil ver. En el cielo sólo había una luna menguante. Joanna miró a su alrededor, en la oscuridad, y pensó en las historias que le había contado Sarah acerca de los espíritus que surgían por la noche. Según Sarah, cuando se ponía el sol los espíritus y los fantasmas deambulaban por la tierra, robando bebés, matando a los ancianos. El Pueblo sabía que nunca había que viajar por la noche, que había que quedarse junto a una hoguera, todos muy juntos y vigilantes.

Joanna se quedó inmóvil por el dolor. Cada vez que respiraba lo hacía con boqueadas rápidas. Deseó que Sarah hubiera estado allí, a su lado. Sentía un cierto consuelo de saber que Sarah estaba familiarizada con las fuerzas que deambulaban por la tierra durante la noche, que sabía cómo había que tratarlas.

Alguien tendría que venir pronto. Sin lugar a dudas estarían preguntándose dónde estaba, y ya habrían salido a buscarla. ¿O acaso Sarah y Adam pensaban que ella estaba en compañía de Hugh, en los establos de las ovejas a punto de parir? ¿Y si transcurrían varias horas antes de que alguien la echara de menos?

De pronto, algo negro y sin forma se interpuso en el camino de Joanna, un muro bajo y cubierto de musgo que formaba parte de las ruinas aborígenes, unas ruinas que varios siglos antes habían sido el hogar de alguien.

Pensando en el canguro con el joey y en lo que Ezekial le había dicho acerca de que ella era un miembro de ese clan, Joanna se consoló pensando que la antepasada Canguro podría estar allí, entre aquellas piedras antiguas. Se introdujo en el recinto, arrastrándose, y apoyó la espalda contra el muro. Se llevó las manos al abdomen y sintió el movimiento del niño.

Otro pinchazo de dolor y luego el sonido de un movimiento, y una respiración pesada. Quizá un dingo hambriento…

Pero no, era Sarah.

—Fui a la casa —dijo la muchacha con ansiedad—. Adam me dijo que no habías regresado aún. Vine a buscarte.

—El bebé va a nacer, Sarah.

—Iré a buscar ayuda.

—No —dijo Joanna, reteniéndola por la muñeca—. No hay tiempo, Sarah… Tendrás que ayudarme. Mi chal…, extiéndelo por debajo de mí.

Sarah miró hacia atrás, por entre los árboles. Desde allí no se veía la casa. Estaba demasiado lejos… Si gritaba, nadie la escucharía.

—¡Date prisa! —la apresuró Joanna. Sarah se movió con rapidez.

Cuando, de repente, Joanna lanzó un grito, Sarah le levantó la falda y al ver lo que vio se quedó como petrificada.

Habían emergido dos piececitos diminutos, pálidos e inmóviles.

Joanna volvió a gritar; Sarah la miraba con los ojos muy abiertos. Los pies del bebé habían avanzado algo y luego habían retrocedido.

—Intenta sacarlo —dijo Joanna—. La próxima vez… intenta sacarlo.

Sarah trató de recordar los nacimientos a los que había asistido en la misión, y otros de los que había oído hablar. Se inclinó y sujetó los pies diminutos con mucho cuidado.

En la siguiente ocasión en que Joanna gritó, tiró con suavidad de ellos, pero el bebé no se movió. Sarah pensó que allí había demasiada sangre.

Empezó a pensar con toda rapidez. Se dijo que debía correr hasta la casa y conseguir ayuda. Pero ¿de quién? Hugh estaba fuera, en los establos, y sería inútil enviar a alguien a buscar a Poli Gramercy, que vivía a varios kilómetros de distancia, en Cameron Town.

Joanna volvió a gritar y cuando Sarah comprobó que el bebé no progresaba, recordó la misión aborigen y cómo daban a luz las mujeres que había allí… al estilo aborigen.

De repente, se levantó, buscando frenéticamente en la oscuridad. Y al encontrar un palo lo bastante largo, se agachó sobre el suelo y empezó a excavar.

—Sarah… —balbuceó Joanna—. ¿Qué…?

La muchacha atacó la tierra húmeda casi de una forma salvaje, apartándola, sacando piedras y arrojándolas a un lado. Excavó hasta que todo su cuerpo estuvo empapado de sudor, apartó la tierra con las manos hasta que tuvo los brazos metidos en el barro hasta la altura de los codos. Luego se quitó el chal y lo extendió sobre el hueco ancho y hondo que había excavado.

Regresó al lado de Joanna y la ayudó a levantarse.

—Aquí —le dijo—. Rápido.

Las dos juntas avanzaron tambaleantes hasta el hoyo excavado por Sarah, que ayudó a Joanna a arrodillarse sobre él.

—Ahora —dijo la muchacha.

Los muslos de Joanna se estremecieron con fuerza ante la siguiente y poderosa contracción, imprimiendo toda la fuerza que pudo. Sarah vigilaba la salida del bebé.

—Otra vez —le dijo.

Joanna hundió los dedos en los hombros de la muchacha y volvió a empujar en cuanto sintió la contracción siguiente.

Dos piernas diminutas aparecieron entonces.

Dejando a Joanna, Sarah se inclinó con rapidez y sujetó las extremidades frías.

—Otra vez —dijo—. ¡Ya casi está aquí!

Se necesitaron varios empujones más pero, finalmente, el bebé terminó por salir. Sarah lo tomó y se dio cuenta de que se trataba de una pequeña niña roja y arrugada, que se estremeció, pero sin llorar.

Mientras el cuerpo de Joanna se desmoronaba sobre el suelo, Sarah arrancó con rapidez manotadas de hierba de la que comían los canguros y frotó con ella el cuerpo del bebé. Sorbió el moco de la nariz y de la boca y, finalmente, la pequeña lloró. Después, la colocó sobre el pecho de Joanna.

Joanna miró al bebé que tenía entre sus brazos. Era una niña. Pensó en Naomi Makepeace dando a luz a Emily en alguna parte de la tierra salvaje de Australia. Pensó en lady Emily dando a luz a ella misma en un remoto puesto militar, en alguna parte de la India. Y vio el hilo que lo conectaba todo —la línea de canto—, como si se tratara de un filamento reluciente y plateado que hubiera viajado desde la abuela a la madre y desde esta a la nieta. Joanna contempló a la hermosa niña y pensó: «Es mi hija».

Se echó a reír débilmente. Sarah también se echó a reír. Se tumbó junto a Joanna y la rodeó con uno de sus brazos, para calentar al bebé.

—Mantén lejos de ella a la Serpiente del Arco Iris —susurró Joanna.

—Sí —asintió Sarah sabiendo que ahora disponía de ese poder, el poder de las líneas de canto de las mujeres.

Ella cantaría hasta alejar el veneno de este lugar, de esta mujer y de esta niña.