«Mi querida Joanna —escribía Frank—. Acabo de recibir una comunicación de mi amigo del Bulletin de Sydney. Ha repasado sus archivos y lamento tener que informarte que no ha descubierto ninguna mención a un barco con nombre de una bestia mítica en los años en los que tú estás interesada. Yo he encontrado una mención a un barco llamado Unicornio. Desgraciadamente, la investigación puso al descubierto que se trataba de un barco de convictos que navegó entre 1780 y 1810, y que no transportó pasajeros de pago. A pesar de todo, sigo manteniendo la esperanza y seguiré con la búsqueda.
»Y hablando de otro tema, desearía que convencieras a tu tozudo esposo para que aceptara un préstamo mío. No puedo evitar el sentirme de algún modo responsable por las pérdidas catastróficas que habéis sufrido. Regalé esa franja de terreno al esposo de mi hermana, y aunque no creo que Colin fuera el responsable de lo que sucedió, tampoco puedo descartar del todo esa posibilidad. Joanna, te ruego que intentes convencer a Hugh para que acepte un préstamo».
Frank se arrellanó en la silla, deseando poder escapar de aquella mala conciencia que tenía acerca de aquel asunto. Había sido todo demasiada casualidad: en cuanto Colin se hizo cargo de la franja de terreno que le regaló, el desastre se cernió sobre Merinda. Por el distrito corrían rumores según los cuales MacGregor acusaba a Westbrook de la muerte de su esposa y andaba buscando venganza. ¿Era eso posible? Parecía una idea alocada, pero Frank no dejaba de planteársela. Desgraciadamente, no había forma alguna de preguntarle a Colín, porque él y Pauline se habían marchado en viaje de luna de miel inmediatamente después de la boda y en estos momentos se encontraban a bordo de un barco, rumbo hacia Escocia y el hogar ancestral de Colin, en la isla de Skye.
Frank pensó en aquella boda y en lo feliz que había parecido Pauline, aunque la ceremonia terminó por ser un asunto mucho más pequeño que el que ella misma había planeado con Westbrook. Como se trataba del segundo matrimonio de Colin, la ceremonia tenía que ser modesta, y a ella sólo asistieron unos pocos amigos. A Frank, sin embargo, le pareció irónico que Pauline se hubiera convertido en la madrastra de Judd, que sólo contaba con nueve años de edad, mientras que con anterioridad había afirmado romper su compromiso con Hugh porque no deseaba heredar el hijo de otra mujer.
Pero eso era algo que a Frank le parecía insondable; había decidido que era mucho mejor dejar de intentar comprender a las mujeres. Cada vez que creía haber comprendido a una mujer, ella parecía ponerlo todo patas arriba, como había hecho Ivy Dearborn, rechazando al principio sus atenciones, y aceptándolas después, pero sólo para desvanecerse al cabo de poco tiempo. Le alegraba haber conseguido superar aquello. A Frank no le gustaba la sensación de sentirse distraído o estar atado emocionalmente a una mujer.
—¿Y cuándo te vas a casar tú, Frank? —le había preguntado Maude Reed en la fiesta de la boda.
Frank sabía muy bien que la señora Reed no era la única en sentirse interesada por sus planes. Ahora que Lismore había perdido a su ama, todas las madres del distrito ambicionaban el puesto para sus hijas. En cuanto el sacerdote declaró marido y mujer a Colin y a Pauline, Frank se convirtió de inmediato en el centro de la atención femenina, desde la joven Verity Campbell, hasta la más vieja Constance McCleod.
—No pretenderás permanecer solo para siempre, ¿verdad, Frank? —preguntó Louisa Hamilton en tono de broma—. Para el hombre no es bueno estar solo.
Era propio de Louisa el considerarse demasiado una dama como para pronunciar la palabra «soltero», aunque eso era lo que había dado a entender.
Pero Frank no estaba realmente solo, en modo alguno. Ningún hombre con dinero que viviera en Melbourne tenía por qué negarse las indulgencias sexuales que deseara, cada vez que lo quisiera. Frank tenía amigas por toda la ciudad, mujeres que hacían algo más que alojarle en sus casas y que aceptaban contentas su dinero y sus regalos sin plantearle exigencias y, desde luego, sin pensar para nada en el matrimonio. Y así era precisamente como él lo deseaba. A sus treinta y seis años, Frank se decía a sí mismo que aún disponía de mucho tiempo para disfrutar de la vida antes de comprometerse con una mujer e iniciar la tarea de procurarse un heredero.
—¿Frank? —preguntó una voz desde el umbral de la puerta abierta.
Levantó la cabeza y vio a Eric Graham, el periodista del Times que recorría el puerto en busca de noticias. Era un joven alto, con sombrero hongo que, por lo que Frank sabía, se mostraba ávido por hacerse un nombre en el mundo periodístico. Eric era uno de los periodistas más valiosos con los que contaba Frank. Fue él quien descubrió la historia de la captura de Dan Sullivan, el destacado forajido, que publicó en el Times cuando sus compañeros del Age y del Argus todavía estaban dormidos.
—Entra, Eric —dijo—. Espero que hayas conseguido algo interesante para la edición de mañana.
Frank seguía la política de revisar todos los artículos antes de enviarlos a la imprenta.
—Me temo que hoy no ha ocurrido gran cosa en el puerto —dijo Graham quitándose el sombrero y dejando al descubierto un cabello aplastado sobre la cabeza y con mucha brillantina—. Veamos —dijo, repasando sus notas—. Ha llegado un clíper americano, bastante impresionante…
—Los clípers ya son viejos a estas alturas.
—Supongo que sí. Aquí tenemos otra cosa. Una ballena asesina ha sido vista cerca de la costa.
—¿A qué distancia de la costa?
—Eso no he podido averiguarlo.
—¿La vieron desde la playa?
—No. —Frank sacudió la cabeza, como dando a entender que aquello tampoco valía la pena—. Bueno, el SS Orión tiene prevista su llegada para mañana. Es el quinto barco que llega a Melbourne después de haber pasado por el canal de Suez.
—El primer barco fue noticia, Eric. El quinto ya no lo es —dijo Frank.
Un chico entró en el despacho y le tendió un montón de pruebas. Mientras Graham continuaba con su informe, Frank revisó con rapidez las páginas.
—Muy bien —dijo Eric—, pues aquí tenemos una noticia graciosa. Un grupo de satisfechos patrones de pubs acudieron a despedirse de una camarera de bar que zarpaba con destino a Inglaterra y, al parecer, le compraron una colección de…
Pero Frank no le escuchaba. La primera historia del montón de pruebas se refería al hombre que la policía había rescatado de Cooper’s Creek, el superviviente de la desgraciada expedición de 1871. Al parecer, el hombre se había suicidado antes de que pudieran llevarlo a Melbourne.
—Maldita sea —murmuró Frank.
Había tenido la intención de editar una edición especial, dedicada exclusivamente a contar esa historia: la narración personal del único superviviente de la expedición desde el momento en que había partido de Melbourne, pasando por la muerte de todos sus compañeros hasta el momento en que la policía lo encontró viviendo entre los aborígenes. Ahora, aquello ya no era más que una simple noticia.
Eric llegó al final de su informe y se sintió frustrado al ver que la edición del día siguiente no publicaría una sola línea suya. Si al menos el clíper americano hubiera sufrido alguna avería, como el que llegó el mes anterior, que transportaba a un equipo de exploradores que tenía la intención de viajar al Polo Sur. Por lo que Graham sabía, lo único que había traído el clíper de esta mañana era un nuevo producto de Estados Unidos llamado Cracker Jacks. Personalmente, a él le gustaba más la historia de los dueños de pubs que habían acudido a despedir a su camarera favorita. Puede que aquella no fuera una noticia espectacular, pero tenía un ángulo interesante: resultaba que aquella mujer era una especie de artista. Ella había estado allí, en el barco, haciendo dibujos y entregándolos a sus antiguos patrones que habían acudido a despedirla. Eric había conseguido uno de aquellos dibujos; le había pedido a la mujer si podía dibujarle al primer ministro de Victoria. La caricatura resultante mostraba un notable parecido con el hombre, y también tenía un aspecto cómico.
—¿Y bien, Frank? —preguntó Graham.
Frank estaba pensando en el superviviente de la expedición de 1871 y en que aquella historia quizá no se hubiera perdido del todo. Podía escribirse como si el personaje la hubiera contado a uno de los policías poco antes de que el pobre hombre se quitara la vida. De hecho, pensó Frank, probablemente esa forma haría que fuese una historia incluso mejor que la real, ya que se podría introducir una cierta creatividad en la misma.
—¿Frank? —preguntó Eric—. ¿Te sirve algo de esto?
—Necesito algo político para la edición de mañana, Eric. La gente empieza a pensar que en el Parlamento se ha muerto todo el mundo.
—Lo siento, pero no puedo ofrecerte nada político.
—Está bien. Publica entonces la historia de la ballena asesina. Pero di que se acercó peligrosamente a un barco de pesca o algo así. Y conviértela en la ballena gris.
—Pero las ballenas grises no vienen por las aguas meridionales.
—Eso no importa. Lo que importa es que son más grandes.
Una vez que Graham se hubo marchado, Frank repasó el resto de las pruebas, introduciendo algunas correcciones de estilo y añadiendo algunos comentarios. Luego, revisó un pequeño montón de comunicaciones personales, cartas de los lectores, memorandos internos, invitaciones a diversos actos. Se encontró entonces con una nota que se le había enviado desde la oficina de investigación del periódico, en la que se decía: «Examinados la mayoría de los más recientes mapas gubernamentales de Queensland, Nueva Gales del Sur, Victoria, Australia del Sur y Australia Occidental. Lamento informarle que no se han encontrado lugares llamados Bowman’s Creek o Durrebar».
Frank frunció el ceño. Era extraño. Hugh le había dicho que la señorita Tallhill estaba segura del análisis efectuado sobre el documento, pero era evidente que tenía que haber cometido algún error. Ahora, a Frank le quedaba la desagradable tarea de informárselo a Joanna. Frank confiaba en que, cuando Joanna fuera a Karra Karra, pudiera llevar consigo a un periodista para que describiera su viaje a los lectores del Times.
Consultó su reloj de bolsillo y vio que ya era casi la hora del almuerzo. Tenía ganas de tomar una cerveza negra y una empanada de carne, y de estar en compañía de sus compañeros periodistas en el «Coach and Four». Cuando ya se disponía a ponerse el abrigo, Eric Graham apareció de nuevo ante la puerta.
—Se me acaba de ocurrir, Frank —dijo con avidez—. Sé que no publicamos ilustraciones en el Times, pero dijiste que necesitabas algo político. ¿Qué te parece esto?
Y le tendió el dibujo que había conseguido en el puerto. Frank lo miró.
—Dios santo —exclamó—, ¡pero si es el primer ministro! ¡Esto es maravilloso! Aunque no se conociera a este hombrease podrían decir muchas cosas de él sólo observando esta imagen. ¿Dónde la has conseguido?
—Ya te lo dije. En el muelle se celebró una especie de pequeña fiesta de despedida de los dueños de varios pubs que despedían a una camarera. Yo andaba por allí, y pensé que aquello podría ser una buena historia con interés humano. Una camarera que hace dibujos de los cuentes.
Frank se lo quedó mirando fijamente.
—¿Dónde ha ocurrido eso?
—Abajo, en el puerto. Ella regresaba a Inglaterra…
—Santo Dios, ¿y por qué no me lo dijiste en seguida? —Frank terminó de ponerse el abrigo a toda prisa y se precipitó hacia la puerta—. ¿En qué barco se marchaba?
—Creo que en el Princess Julianna, pero tengo entendido que ya ha zarpado…
Frank saltó del carruaje de alquiler antes de que este se hubiera detenido. Le entregó un billete al cochero, quien protestó, diciendo que no tenía cambio para semejante billete, y desapareció inmediatamente entre la multitud.
Buscó entre los muelles, yendo de uno a otro, leyendo los nombres de los barcos anclados, abriéndose paso por entre el gentío. Finalmente, encontró en su camino a un funcionario de aduanas.
—¿Dónde está el Princess Julianna? —preguntó.
—¿El Princess Julianna? Acaba de zarpar, señor —contestó el hombre señalando hacia el mar, donde Frank vio unas velas blancas que se perdían en la distancia.
—En tal caso, alquilaré un bote rápido y la alcanzaré.
Cuando Frank se dispuso a dirigirse hacia un pequeño muelle donde había un cartel con letras medio desvanecidas en las que se anunciaban barcas en alquiler, el funcionario de aduanas le sujetó por el brazo.
—Pero ya no queda ningún bote. Alguien dijo que se había visto una ballena ahí fuera y mucha gente salió a verla.
Frank maldijo para sus adentros y observó el caos reinante en el muelle. Dos grandes barcos acababan de llegar, y allí estaba la banda habitual interpretando Dios salve a la reina, la multitud habitual que había acudido a recibir a los pasajeros que desembarcaban y los oportunistas de siempre que andaban a la búsqueda de carteras que robar y de víctimas que engañar.
En uno de los rincones vacíos del muelle, lejos de la multitud, una mujer de cabello rojizo y bien vestida estaba sentada sobre un gran baúl, mirando hacia el mar, con las plumas de su sombrero ondeando al viento.
Caminó hacia ella y cuando su sombra cayó sobre la figura sentada, la mujer levantó la cabeza.
—Hola, Ivy —dijo Frank.
Ella sonrió y sacudió la cabeza con una expresión de pesar.
—Debo de haberme vuelto loca —dijo—, pero el caso es que después de todos los planes trazados tan cuidadosamente, de haber ahorrado el dinero para el pasaje, de haber dejado que mis amigos organizaran una fiesta para mí y haberme despedido de todos ellos, no pude subir por esa pasarela.
—¿Por qué?
—Un periodista de tu periódico me pidió que le hiciera un dibujo. Sabía que tú lo verías.
—Dios santo —exclamó Frank, sentándose a su lado—. Pensé que habías muerto a causa de las fiebres tifoideas. ¿Por qué te marchaste? ¿Adónde fuiste?
—Durante la epidemia oí decir que tu hermana había organizado a las mujeres del distrito para reunir alimentos y suministros para las familias afectadas. Acudí a vuestra casa; fui a Lismore y ofrecí mi ayuda. Pero ellas no me quisieron. A pesar de la mucha ayuda que necesitaban, no creyeron que yo fuera lo bastante buena como para ayudarlas. Y fue entonces cuando comprendí la realidad de nuestra situación. Ni los servicios religiosos, ni los picnics de los domingos podrían ocultar por completo el hecho de lo que soy en realidad: una camarera de bar.
—Puse anuncios en el Times, buscándote.
—Lo sé. Yo también los vi.
—Entonces, ¿por qué no te presentaste? ¿Por qué has estado ocultándote de mí?
—¡Porque lo que siento por ti es muy confuso! Y porque tengo que llevar mucho cuidado.
—¿Acerca de qué?
Ella se volvió a mirarle. Frank estaba sentado cerca de ella; Ivy observó los detalles de su rostro, los suaves ojos pardos, la sombra de su mandíbula, y se dio cuenta de que aquella era la primera vez que se habían visto el uno al otro en el exterior, a la luz del día. Ahora que él volvía a estar allí, a su lado, en persona y no sólo en sus pensamientos, y ahora que estaban sentados al aire libre, bajo la luz del sol y tan cerca que casi se tocaban, Ivy exploró una vez más los sentimientos que abrigaba hacia aquel hombre. Y se dio cuenta de que no eran en modo alguno confusos.
—Frank —dijo—, cuando una mujer no casada lucha por mantener su respetabilidad, debe alejarse de todo tipo de relaciones íntimas con los hombres. Un hombre solo, como tú, tiene libertad para mantener esa clase de relaciones, pero una mujer no puede hacerlo. Y puedes preguntarle a cualquier hombre…, yo soy una mujer respetable.
—Nunca pensé otra cosa —dijo él.
Frank apenas si podía creer lo que veían sus ojos. Aquí estaba ella, en carne y hueso, sentada cerca de él, tanto que hasta distinguía las diminutas manchas negras de sus ojos verdes, el brillo de sus pendientes, los cabellos rojizos agitados por la brisa del océano. Al sonreír, unas pequeñas arrugas aparecieron en las comisuras de los ojos, y Frank recordó que Finnegan le había dicho en cierta ocasión que Ivy contaba casi con cuarenta años de edad.
—Dime una cosa —preguntó con serenidad—. ¿Por qué no has emprendido el viaje en el Julianna? ¿Adónde pensabas marcharte?
—En realidad, no lo sé. Sólo quería… alejarme.
—¿Alejarte de mí?
—Quizá.
—Pero te has quedado.
—Sí.
—Regresa conmigo, Ivy. Dame una oportunidad.
—Tú no sabes nada de mí —dijo ella—. Mi madre…
—Y mi padre —la interrumpió él—, fue el décimo hijo de un obrero de Manchester que no tenía un céntimo. A mí no me importa nada el pasado de las personas, Ivy. Lo único que sé es que cuando pienso en ti, o te miro, me siento bien. Te ruego que me permitas formar parte de tu vida. Te lo ruego, Ivy. —Extendió una mano—. Todavía me debes un picnic… por lo menos.