15

—Existe un lugar hermoso que nadie ve —decía Sarah—. Es un valle lleno de hierba verde, árboles y riachuelos. Es el valle donde viven las Lunas. —Contó la historia mientras trajinaba en la cocina preparando el té para Philip McNeal y Adam, hablando con una voz suave y melodiosa—. Las Lunas son muy felices en su valle, pero a veces se sienten inquietas. Exploran el cielo cuando llega la noche. Pero sólo una Luna sale cada vez. Las Lunas no saben que hay un gigante que vive al otro lado de las montañas. Y lo que sucede es que ese gigante persigue a la Luna que Sale a deambular, y cada noche le corta un trozo, hasta que ya sólo queda una rodaja pequeña. Luego, parte el último trozo y desparrama los restos por el cielo, de modo que se convierten en estrellas. Y luego…

McNeal y Adam esperaron. Como Sarah no añadió nada más, Philip dijo:

—¿Cómo termina la historia?

—No lo recuerdo —contestó Sarah después de pensarlo un poco.

—Es una buena historia —dijo McNeal—. Conoces muchas buenas historias. Quizá debieras escribirlas.

—Tabú —dijo Sarah sacudiendo la cabeza.

Philip la observó, mientras ella trabajaba. Era una joven alta y delgada, con huesos largos y piel oscura. Sabía que sólo tenía quince años de edad, y se preguntó cómo sería cuando fuera una mujer. Luego pensó en Polen en el Viento, y en los días y noches que pasó con ella. ¿Acaso ella también estaría empezando a olvidar los mitos de su pueblo, como le estaba sucediendo a Sarah?

Consciente de su mirada, Sarah se concentró en la tarea de medir el té que estaba echando en la tetera. La tormenta crujía en la distancia. Volvió la cabeza hacia la ventana y dijo:

—Esta noche hay magia mala.

—Ya hemos pasado tormentas antes —dijo McNeal—. No pasará nada.

—No —dijo Sarah sacudiendo la cabeza—. Esta es diferente.

—¿Y cómo sabes que esta noche va a ser peor que otras?

Sarah no lo sabía. A veces, sencillamente, sabía las cosas, como en los tiempos en que era capaz de recordar una historia aborigen o un mito, y no podía recordar haber escuchado a las ancianas de la misión contándole aquella historia y, sin embargo, la conocía. Como le sucedía con la historia de las Lunas. No recordaba que la vieja Deereeree se la hubiera contado en la misión. Pero ¿de qué otro modo podría haberla conocido ella?, se preguntó. A veces, tenía visiones, como rápidos fogonazos que aparecían en su mente; y en ellas veía a personas, acontecimientos y escenas que no tenían sentido. Sabía que no se trataba de recuerdos, al menos de recuerdos propios. Y había otros momentos en que Sarah, simplemente, sabía algo, como aquel día en que le dijo a Joanna que la hoja del geranio silvestre había impedido que el aguijón de un insecto le hiciera daño y Joanna le había preguntado: «¿Cómo sabes tú eso?», y ella no había sabido qué contestar.

Había momentos en que aquellos «recuerdos» atemorizaban a Sarah. Parecían apoderarse de ella, como si no pudiera controlarlos. Había otros momentos en que obtenía consuelo de ellos, como si supiera, en lo más profundo de sí misma, que se trataba de un legado de sus antepasados.

Hubiera deseado volver a la misión y hablar con los ancianos. Sarah había regresado unas cuantas veces sin decirle a Joanna a dónde iba, avanzando campo a través para evitar el camino principal y escudriñando la ciudad para asegurarse de no ser vista. En tales ocasiones, Sarah se introducía subrepticiamente en el complejo de la misión y buscaba a las ancianas; y entonces hablaban durante un rato, hasta que empezaba a ser demasiado peligroso, porque, si el reverendo Simms la encontrara allí, se enfadaría mucho con las ancianas.

Pero cada vez estaba siendo más difícil visitar la misión, mantener una conexión con su propio pueblo. La vieja Deereeree había muerto y las demás tenían miedo de ser castigadas si las descubrían enseñando las viejas costumbres. Así que ahora, cuando Sarah acudía a la misión, las ancianas la recibían con miradas de temor y en silencio.

Eso la asustaba. Ella no quería perder el contacto con su pueblo. Ya había empezado a olvidar muchas de aquellas historias. No estaba segura de conocer todas las reglas y tabúes. Necesitaba a las ancianas para que la guiaran. A veces, se quedaba sentada, escuchando al viejo Ezekial, pero él pertenecía a un Sueño diferente, y, además, era hombre; no podía enseñar los secretos de las mujeres. A medida que transcurría el tiempo, Sarah deseaba más y más haber sido iniciada en su propio clan.

Oyó a Philip McNeal moviéndose por la cabaña. El hombre hablaba suavemente con Adam, se inclinaba sobre la chimenea para añadir más leña al fuego, comprobaba las contraventanas que les protegían del viento que empezaba a levantarse. A ella le gustaba el estadounidense; se sentía más tranquila y segura cuando estaba en su compañía. Se preguntó si podría hablar con él acerca de sus temores, acerca de la canción-veneno que perseguía a Joanna, de la mala magia que podría haber ocasionado las fiebres tifoideas en Merinda, y que ahora podría traer una tormenta que a ella la asustaba, porque sabía muy bien que aquella no iba a parecerse a ninguna otra tormenta.

McNeal se le acercó y permaneció junto a ella, en la cocina, observándola.

—Los estadounidenses no tomamos té —dijo tranquilamente—. Tomamos café, ¿lo sabías?

Consciente de su cercanía, Sarah terminó de echar las cucharadas de té en la tetera y contestó:

—No, yo no conozco el café.

Era consciente de cada detalle del hombre, de su cabello formando una cola de caballo, de su risa suave, de la forma natural y relajada en que se mantenía cerca de ella.

—Polen en el Viento era como tú —dijo McNeal—. Sabía cosas, aunque no era capaz de explicarlas. Decía que sus antepasados le hablaban, pero afirmaba que las sentía más como si se tratara de recuerdos. Y a veces tenía premoniciones. Sabía cuándo iba a suceder algo. ¿Es eso lo que te sucede ahora a ti, Sarah?

Ella le miró. Sí, pensó, así es.

Volvieron a escucharse unos truenos lejanos y McNeal, mirando por la ventana, dijo:

—Quizá tengas razón, Sarah. Quizá debamos prepararnos para pasar una mala noche. —La miró y añadió—: Voy a bajar al lugar donde estamos construyendo y enviaré a sus casas a los obreros. Sabes que será bastante malo para ellos si no lo hago así, ¿verdad?

Ella le miró de una forma intensa.

«¿Y qué más sabes?», se preguntó él tomando su chaqueta.

Cuando Joanna entró en el patio de la granja conduciendo el carromato, miró hacia las distantes montañas, que mostraban un curioso color verde-azulado a estas últimas horas de la tarde, con las nubes acumulándose en las cumbres. Una luz insólita parecía extenderse por el cielo. El aire se sentía extraño, como si la presión barométrica estuviera bajando con rapidez. Se avecinaba una tormenta.

Había ido a Cameron Town para ver si había llegado alguna carta de la compañía naviera propietaria del Pegaso y el Minotauro. También había confiado en encontrar una carta de Patrick Lathrop desde San Francisco. Pero sólo encontró una carta… de tía Millicent. Joanna había ido sola, debido al tiempo, y el viaje le había llevado más tiempo del esperado; ya era tarde y el cielo tenía un aspecto amenazador. Escudriñó el patio desierto. Normalmente, los hombres estarían a punto de dirigirse al pub de Facey, o en sus alojamientos, bebiendo y hablando. Al día siguiente era domingo, y Hugh siempre daba a sus hombres los sábados por la tarde Ubres; era el único ovejero del distrito que lo hacía. Pero esta vez no escuchó voces procedentes de los barracones de los hombres, ni el sonido del arpa o del banjo. Y tampoco vio caballos en los establos.

—¿Qué ocurre, Matthew? —preguntó Joanna al mozo de establo que se hizo cargo del carromato.

—Se han marchado todos a los corrales, señora. El señor Westbrook dice que podemos tener una tormenta, y eso pone nerviosas a las ovejas. A veces, salen de estampida.

Joanna observó las llanuras que se extendían por debajo de un cielo gris. Era el mes de junio, en pleno invierno. Durante la semana anterior, Hugh y sus hombres se habían pasado todo el tiempo en los corrales, esquilando las colas y patas traseras de las ovejas que no tardarían en parir. Eso era algo que hacían por motivos de limpieza, sobre todo en lo que se refería a los corderos, pero también para proteger a las ovejas de la mosca azul y las infecciones. Era una tarea difícil: los hombres tenían que forcejear con las ovejas asustadas, tratando de no producir cortes ni en los animales ni en ellos mismos. La tarea sobrecargaba tanto la espalda, que los hombres anhelaban que llegara pronto el descanso del sábado por la noche. Pero ahora, debido a la amenaza planteada por la tormenta, habían salido a caballo para vigilar a los rebaños nerviosos.

Cuando Joanna entró en la cocina; encontró un fuego encendido en la chimenea y la estancia caliente. Peony la hija de Jacko, estaba sentada ante la mesa, limpiando el cristal de las lámparas de aceite, mientras Adam comía una rebanada de pan untada con mantequilla y huevo.

—¡Mamá! —gritó el pequeño corriendo hacia ella.

Joanna tomó a Adam en sus brazos y lo abrazó contra su pecho. Luego se quitó el sombrero y lo colgó del perchero.

—¿Dónde está el señor Westbrook? —preguntó.

—Ha bajado al río, con el señor McNeal —contestó la muchacha—. El señor Westbrook vino a casa y dijo que se acercaba una gran tormenta.

—No tardaré mucho —dijo Joanna echándose sobre la espalda un chal, en el que se arrebujó, y dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Adam.

—No, tú te quedas aquí, con Peony —contestó Joanna.

De camino hacia el río, envuelta en el chal, Joanna observó relámpagos de luz sobre el horizonte. Levantó la mirada hacia el cielo gris e invernal y la asombró pensar que estaban en el mes de junio. En la India, las mujeres británicas ya habrían emprendido el viaje hacia los balnearios de las montañas, en su escapada anual de los rigores del calor veraniego. Aquí, en cambio, en las llanuras occidentales de Victoria, estaban en pleno invierno.

Joanna entró en el claro donde el billabong reflejaba un cielo de peltre y buscó a Hugh y a Philip McNeal. Pudo verlos, entre la semipenumbra, caminando a través de los árboles, examinando el lecho de cimentación de lo que iba a ser la nueva casa. Hugh, Joanna y McNeal se habían puesto finalmente de acuerdo en construir la casa en un lugar alejado de las ruinas sagradas, donde ni se verían perturbados los espíritus ni la casa se vería amenazada por las inundaciones que provocara el río. Y no habían tenido que derribar ni un solo árbol para hacer sitio donde construir. En cierta ocasión Maude Reed le había dicho a Joanna:

—Cuando construimos nuestra casa, cortamos todos esos sucios árboles de caucho y plantamos sensibles sauces y olmos ingleses.

Joanna se detuvo ahora un instante para observar a su esposo, que hablaba con McNeal.

Hugh no llevaba sombrero y su cabello se agitaba al viento. Llevaba las botas y los bajos de los pantalones manchados de barro, las mangas de la camisa arremangadas; también había manchas de barro en sus brazos desnudos. Qué diferente era Hugh en comparación con otros ovejeros, pensó Joanna; estos eran hombres que parecían sentir la necesidad de demostrar a todo el mundo lo prósperos que eran. Incluso cuando se dedicaban a cabalgar entre sus rebaños, o a participar en la feria de ganado, John Reed, Colin MacGregor y todos los demás parecían unos caballeros tan ingleses que casi daban la impresión de que estuvieran realmente en Inglaterra.

¿Desaparecerían algún día aquellos sentimientos?, se preguntó Joanna observando a su esposo. La emoción de verle de repente, la sacudida eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que lo veía, cuando llegaba por la noche procedente de los corrales, cuando aparecía inesperadamente ante la puerta de la cocina o cuando percibía su tono de voz que le traía el viento. ¿Se desvanecería alguna vez aquella excitación? ¿Desaparecería la electricidad?

Rezó para que eso no sucediera, para que todo continuara siendo siempre así.

Joanna gritó su nombre, pero la voz quedó ahogada por un retumbar distante procedente de las montañas.

—¡Hugh! —volvió a gritar.

Él se volvió hacia ella y su sonrisa se hizo más amplia en cuanto la vio. Philip McNeal levantó una mano a modo de saludo.

—Ten cuidado —le advirtió Hugh cuando ella saltó sobre el cemento.

Él extendió los brazos y la recibió en ellos. Sí, pensó ella sintiendo su beso; siempre será así.

—Me alegro de que hayas vuelto a casa —dijo él—. Empezaba a sentirme preocupado. Unos pocos minutos más y habría enviado a alguien para que saliera a buscarte al camino. Philip y yo estábamos comprobando que aquí todo estuviera seguro. No me gusta nada el aspecto que tiene ese cielo. Fíjate en dónde pisas.

Tomó a Joanna de la mano. El piso de cemento aparecía abarrotado de herramientas, cascajo y puntas de maderas aserradas. Uno de los obreros había dejado una lata en un rincón, medio llena de té.

Finalmente, se encontraron en lo que sería el salón de la casa. Una sombra oscura empezaba a extenderse sobre las llanuras. Los truenos crujían y resonaban, y los relámpagos iluminaban el cielo.

—¿Qué ha dicho Poll Gramercy? —preguntó Hugh.

—Ha dicho que nos encontramos bien, y que ya debo de estar de unos cinco meses.

—¿Había algo en el correo?

Joanna pensó en la carta que había recibido de tía Millicent, en respuesta a una enviada por Joanna solicitándole más información sobre la infancia de su madre. La contestación había sido muy directa y sencilla: «Tu pobre madre ha muerto —había escrito Millicent—. Déjala en paz».

Empezó a levantarse el viento, rizando la superficie del billabong. Hugh levantó la mirada hacia el cielo y murmuró:

—La tormenta no tardará en caernos encima. Va a ser una noche muy larga para los hombres, ahí fuera, en los corrales.

—¡Eh! —escucharon entonces una voz—. ¡Eh! ¡Hugh!

Los tres se volvieron al mismo tiempo y vieron a uno de los hombres que llegaba cabalgando con galope rápido, al tiempo que movía el sombrero en la mano, de un lado a otro.

—¡Hugh! ¡Tienes que venir en seguida!

Hugh salió a su encuentro.

—¿Qué ocurre, Eddie?

—Ha ocurrido algo terrible, Hugh. Un rayo ha derribado un árbol, y se ha producido una estampida de las ovejas.

—Reúne en seguida a los hombres.

—Hugh —añadió Eddie, con el rostro muy pálido—, el rebaño ha roto la verja del norte y no hemos podido contenerlo. ¡Las ovejas se han vuelto como locas, y se dirigen hacia el río!

—Joanna, regresa en seguida a la casa —dijo Hugh yendo en busca de su caballo—. Señor McNeal, ¿querrá acompañar a mi esposa hasta el patio, por favor?

Mientras ambos se quedaban mirando, Hugh montó y salió a caballo hacia la noche turbulenta.

Hugh y Eddie atravesaron llanuras que parecían explotar con los relámpagos. Sus caballos saltaron sobre riachuelos que habían permanecido secos, pero que ahora estaban llenos de agua; pasaron junto a árboles medio inclinados por la fuerza del viento y cuando llegaron a los terrenos limítrofes del norte la lluvia caía a cántaros. Hugh se encontró ante una escena que casi le dejó helada la sangre en las venas.

Miles de ovejas se habían lanzado en estampida, llenas de pánico, y recorrían el paisaje azotado por la tormenta, con los hombres montados a caballo yendo de un lado a otro, tratando de controlarlas. Los perros ladraban frenéticamente, al tiempo que los rayos seguían iluminando el cielo, partiéndolo como grandes y feroces espadas.

—¿Cómo diablos se ha podido desmoronar esa valla? —gritó Hugh al tiempo que se situaba junto a Larry.

—¡No fueron las ovejas las que lo hicieron, Hugh! —replicó Larry a gritos, a pesar de lo cual apenas si se escuchó su voz en el viento—. Mira, la verja se ha caído de este lado, no del otro.

Hugh cabalgó a lo largo de la verja rota y comprobó que Larry tenía razón. Los postes y el alambre habían caído hacia las ovejas, y no fueron estas las que los derribaron. Aquellos postes ya habían caído cuando las ovejas llegaron allí. Y la tormenta tampoco lo había hecho.

—¡Pero si esos terrenos pertenecen a Frank Downs! —exclamó Hugh—. ¡Y él siempre ha mantenido esa verja en buen estado!

En ese momento se les acercó un hombre llamado Tom Watkins. Llevaba el ala del sombrero empapada de agua, que le resbalaba sobre el impermeable.

—¡Santo Dios, Hugh! ¡Las ovejas han llegado al río!

Y fue entonces cuando empezó la verdadera pesadilla.

En la casa, Joanna y Philip McNeal se apresuraban a asegurar las contraventanas, mientras Peony permanecía sentada, inmóvil y aterrorizada, escuchando los truenos que restallaban sobre sus cabezas y Sarah sostenía tranquilamente a Adam en sus brazos. La cabaña parecía temblar cuando grandes ventoleras penetraban por el tiro de la chimenea, lanzando chispas y cenizas hacia el interior de la cocina. La alfombra extendida delante de la chimenea se incendió y Joanna se apresuró a apagar las llamas con los pies.

—Peony —dijo—, saca las teteras de la despensa. Creo que esta noche vamos a necesitar mucho té.

—¿Podrá su marido salvar los rebaños de ovejas? —preguntó Philip.

—No lo sé —contestó Joanna, recordando las historias que había oído contar sobre hombres que se habían ahogado al intentar apartar a las ovejas de un río.

Miró los rostros de sus compañeros, pálidos por el terror. Sarah sostenía a Adam en sus brazos, y Philip estaba cerca de ellos. Joanna pensó que estarían bien. Pero el siguiente restallido de un trueno le recordó que Hugh se encontraba allí fuera, entre los elementos, tratando de salvar a las ovejas en medio de la tormenta.

Sarah se le acercó y, mirando por encima del hombro para asegurarse de que los demás no escuchaban sus palabras, le dijo:

—Esta noche hay magia mala. Yowie camina por la tierra.

—Sólo es una tormenta de invierno, Sarah.

Pero la muchacha lo negó con un gesto de la cabeza y Joanna observó unas pupilas muy dilatadas en unos ojos pardos enrojecidos.

—La Serpiente del Arco Iris —dijo Sarah—. Está muy enfadada.

Joanna se volvió inmediatamente a mirarla, atónita.

—¿Qué has dicho, Sarah?

—Esta noche ocurrirán cosas. Los hombres resultarán heridos. Alguien morirá.

—Pero ¿por qué crees que es cosa de la Serpiente del Arco Iris?

—La Serpiente del Arco Iris creó todos los ríos, y ahora el río está muy enfadado.

Joanna se la quedó mirando fijamente por un momento. Luego metió la mano en la alacena que había por debajo del fregadero y dijo:

—En tal caso será mejor que estemos preparados.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Philip McNeal.

—Sí, podría ir usted al cobertizo y traer algunas mantas de reserva. Y traiga también los baldes más grandes que encuentre en la cocina, por favor.

Joanna tenía una idea de qué era lo que iba a ocurrir en esta tormenta. Había leído lo suficiente sobre la vida en los territorios despoblados como para saber a qué situación se verían sometidos Hugh y sus hombres esa noche.

Poco después, McNeal regresó a la cabaña. Tuvo que apoyarse con todo el peso de su cuerpo contra la puerta para lograr que esta se cerrara contra el viento, que pugnaba por mantenerla abierta.

—Aquí tiene todo lo que me ha pedido, señora Westbrook —dijo.

De repente, se escucharon unos golpes en la puerta y esta se abrió de improviso, dejando entrar viento y lluvia y a uno de los hombres llamado Banjo. Sostenía un trapo empapado en sangre sobre su brazo izquierdo.

Joanna y Philip le ayudaron a entrar, mientras Sarah se llevaba a Adam a la otra habitación.

—¡Ha habido estampida, señora! —dijo Banjo, aceptando con una mirada de agradecimiento un vaso de whisky—. Las cosas están muy mal ahí fuera, junto al río. Muchos hombres están heridos y no hay nadie para cuidarlos.

Una vez que Joanna le hubo limpiado y vendado el brazo, recogió apresuradamente una bolsa de primeros auxilios, con vendas y whisky, y se dirigió hacia la puerta, detrás de la cual colgaba un impermeable.

—Señor McNeal —dijo mientras se lo ponía—, ¿quiere quedarse con Sarah y Adam, por favor?

—No irá usted a salir con este tiempo, ¿verdad? —preguntó él—. Quiero decir… debe usted tener en cuenta su estado.

—Estaré bien, señor McNeal. Me llevaré conmigo a Matthew.

—Philip se quedó mirando, sin saber qué decir, mientras ella abría la puerta, dejando entrar una fuerte bocanada de viento y lluvia a la cocina. Hubiera querido llamarla, pero Joanna ya se dirigía hacia los escalones de la terraza y pocos instantes después se había desvanecido, tragada por la noche.

En el establo, Matthew, que tenía los ojos hinchados por el temor, enganchó un caballo al carro. Mientras lo hacía, tratando de tranquilizar al nervioso animal, Joanna echó algunas mantas en la parte posterior del carro, una linterna, una caja de cerillas y la bolsa de primeros auxilios, y lo cubrió todo con una lona. Después, subió al pescante y Matthew se instaló a su lado.

Joanna sabía dónde se encontraba el pozo de las tres millas, que era el lugar donde se había producido la estampida. Hugh la había llevado a visitar los terrenos de Merinda, enseñándole los caminos y las puertas de entrada y salida de los corrales, así como la situación de los pozos y abrevaderos donde solían acampar los hombres. Pero una cosa era realizar una inspección de paseo por unos pastos, durante el verano, con las cercanas montañas formando un paisaje característico, sereno y tranquilizador, y otra muy distinta era conducir un carro en medio de una noche tormentosa, rezando para que la buena suerte la ayudara a llegar allí donde más se la necesitaba.

Ella y Matthew avanzaron entre la tormenta, sosteniendo las riendas con firmeza. La lluvia era tan fuerte que Joanna no tardó en quedar empapada. El caballo retrocedió cuando un rayo cayó cerca de allí. En dos ocasiones, Joanna creyó que el carro terminaría por volcar.

Pasaron junto a un rebaño de ovejas, compuesto por más de mil cabezas, que estaba siendo conducido por los hombres, formando un grupo compacto y nervioso, ayudados por los perros, que se movían con rapidez. En el momento en que pasó Joanna, un relámpago iluminó la escena y ella reconoció a uno de los hombres montados a caballo. El hombre le dirigió una mirada de asombro y le gritó algo.

Finalmente, Joanna y Matthew llegaron a la cresta de terreno que separaba el corral del sudoeste de los terrenos donde ella sabía que habían estado pastando las ovejas preñadas. Azuzó al caballo para que subiera la pendiente llena de barro y al llegar a lo más alto su mirada contempló una escena horrorosa.

Ante ella se extendía una llanura, negra, envuelta por la noche y la lluvia. Directamente delante, las montañas tenían un aspecto poderoso y amenazador, y los frecuentes relámpagos creaban la ilusión de que las cumbres de piedra se movían en la noche, rodando hacia ella como un mar de gigantes de roca. Hacia su izquierda, Joanna vio el río que normalmente estaba sereno, pero que ahora parecía hervir, bajando desde las montañas en una oleada furiosa, arrasándolo todo a su paso, mientras los árboles de sus orillas eran azotados por el viento. Cientos de ovejas eran arrastradas por las aguas.

Joanna se quedó contemplando fijamente la escena, incapaz de moverse.

El ganado corría por todo el terreno, mientras los hombres y los perros trataban de controlarlo. Oscilaban de un lado a otro como una marea blanca, en grandes grupos de muchos centenares que, de pronto, se detenían y cambiaban de dirección como si se tratara de un solo ser, como bandadas de peces. Los hombres gritaban y lanzaban fuertes silbidos, logrando reunir a las ovejas; entonces estallaba un rayo que caía en la tierra, o en un árbol, produciendo un gran estruendo, y una parte del rebaño se dispersaba. Era algo hipnotizante y terrorífico.

Y en el río.

Los hombres habían logrado alejar a la mayor parte del rebaño en estampida. Creando una especie de muro de contención con sus caballos, obligaban a las asustadas ovejas a virar de rumbo, apartándose del río. Pero muchas de ellas ya habían logrado llegar a las orillas llenas de barro, donde resbalaban y terminaban siendo arrastradas por la impetuosa corriente. Los hombres se dedicaban frenéticamente a cortar árboles, tratando de crear un muro, una forma de impedir que las ovejas continuaran siendo arrastradas por la corriente.

—¡Arre! —gritó Joanna azuzando al caballo con las riendas.

El animal se lanzó al galope y el carro casi voló colina abajo, saltando alocadamente, a punto de volcar, mientras Matthew se sujetaba al asiento con grandes esfuerzos. Cuando finalmente se detuvieron y bajaron, sus piernas se hundieron en el barro hasta la altura de los tobillos. La lluvia seguía cayendo en fuertes cortinas que casi no les permitían ver. Pero lo poco que pudieron ver fue suficiente.

Las ovejas estaban atrapadas en el barro, balando y forcejeando para liberarse; algunas de ellas parían prematuramente y los pequeños animales muertos quedaban allí tendidos; los hombres, armados con lazos, trataban de salvarlas, y sus caballos retrocedían y relinchaban; un perro ovejero estaba completamente quieto, con la cabeza sumergida en un charco de barro; los hombres que estaban junto al río, con las furiosas aguas llegándoles hasta la cintura, trabajaban furiosamente con hachas y cuerdas, derribando árboles, o tratando de lazar a las ovejas que caían hacia el río.

Era casi imposible ver a través de la lluvia. ¿Dónde estaba Hugh? Mientras Matthew echaba a correr hacia el río para ayudar con las cuerdas, Joanna se levantó la falda empapada y avanzó sobre el terreno enfangado. Vio a Larry y reconoció a Tom Watkins, otro de los hombres. Ninguno de los dos llevaba sombrero y el cabello aparecía aplastado sobre sus cabezas; llevaban puestos unos largos impermeables y se hallaban de pie junto a un eucalipto caído, tratando de salvar a las ovejas que se ahogaban, lazándolas y tirando de ellas.

Los truenos eran casi constantes y las pesadas nubes chocaban y se desplazaban con rapidez sobre sus cabezas. La lluvia casi arreció aún más.

Finalmente, Joanna vio a Hugh. Estaba junto a la orilla del río, tirando de una oveja a la que había lazado con una cuerda. El animal forcejeaba contra la corriente. Su cabeza desapareció por un momento bajo el agua y luego surgió de nuevo mientras los hombres se acercaban y trataban de sacarlo a la superficie.

Uno de los hombres resbaló y cayó. La cuerda cedió, y la oveja fue arrastrada, impotente, por la fuerza de la corriente. Chocó contra una roca y luego su cuerpo fue zarandeado de un lado a otro como un tronco, con las patas sobresaliendo por encima del agua y moviéndose furiosamente. Un instante más tarde ya había desaparecido.

Joanna bajó hacia la orilla.

—¡Hugh! —gritó.

Él se volvió y forzó la vista a través de la cortina de agua.

—¡Joanna! ¿Qué estás haciendo aquí?

—¡Quiero ayudar!

—¡Regresa en seguida a la casa!

—¡Cuidado ahí, Hugh! —gritó en ese momento Larry desde su improvisado puente sobre el eucalipto—. ¡Allá va otra!

Tres hombres se metieron en el agua y sujetaron las cuerdas que les tendía Larry. Tiraron del animal ya sin vida y lo arrastraron a la orilla del río. Joanna se lo quedó mirando fijamente, horrorizada. La oveja estaba muerta. Su corderillo, a medio nacer, y del que sólo se veía la cabeza, también estaba muerto.

De pronto, se escuchó un grito y Joanna levantó la mirada para ver cómo Larry desaparecía en el río.

—¡Oh, Dios! —gritó Tommie Watkins, un muchacho de apenas quince años que se lanzó al agua tras él.

—¡Freddo! —le gritó Hugh a uno de los hombres—. Átame esa cuerda alrededor del cuerpo. ¡Vamos! ¡De prisa!

Joanna contempló horrorizada cómo Hugh, tras haberse asegurado la cuerda alrededor de la cintura, se zambullía en el agua del río y desaparecía de la vista.

—¡Hugh! —gritó—. ¡No!

Corrió hacia los dos hombres que sostenían uno de los extremos de la cuerda, y que tenían los tacones de las botas hundidos en el barro, inclinados hacia atrás con toda su fuerza para vencer la potencia del río. Pero estaban siendo arrastrados orilla abajo, estaban perdiendo pie. Joanna se situó por detrás de Freddo, agarró la cuerda y tiró con todas sus fuerzas. Los pies perdieron su agarre sobre el barro y cayó de espaldas. Forcejeó para levantarse de nuevo, maldiciendo la falda y las enaguas empapadas, tratando de apartarse de la cara el cabello, la lluvia y el barro que le impedían ver con claridad. Volvió a tomar la cuerda y afirmando los pies con mayor seguridad en el barro, se inclinó hacia atrás con todo su peso.

A través de la tormenta vieron fugazmente a Hugh, que trataba de nadar contra la poderosa corriente. Desapareció en varias ocasiones bajo el agua espumeante, para reaparecer, sin dejar de nadar, tratando de llegar hasta donde estaban Larry y Tommie.

Joanna sollozaba sin dejar de tirar de la cuerda. Freddo perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, derribándola a ella. Los dos terminaron en el barro. El único hombre que quedó tirando de la cuerda estuvo a punto de perderla, pero en ese momento llegaron corriendo otros dos para sujetarla.

En el momento de caer, Joanna sintió la cuerda floja en sus manos y pensó que Hugh se encontraba al otro lado, sumergido en aquel río feroz. De repente odió a aquel río, el mismo río que a pocos kilómetros de distancia se ramificaba en una hendidura para formar el billabong que a ella le había parecido en otro momento un lugar tan pacífico y hermoso. Y también odió Merinda y Victoria y todo el continente australiano. Se juró a sí misma que, si Hugh moría esta noche, jamás perdonaría a aquella tierra el haber acabado con él.

Poco después, los hombres que estaban más cerca del agua retrocedieron, y Joanna se vio empujada hacia atrás por Freddo y entre todos sacaron a Hugh de las aguas. Él había logrado sujetar a alguien… un hombre de cuyo cuerpo tiraron sobre el barro de la orilla y que parecía tan inerte como el cuerpo sin vida de la oveja que había visto. Joanna vio que se trataba de Larry.

Dejó caer la cuerda y corrió hacia Hugh.

—Yo estoy bien —consiguió decir él, poniéndose en pie, tambaleante—. Ocúpate de Larry. El muchacho todavía está allí.

Hugh volvió a zambullirse, y Joanna le vio nadar bajo la lluvia, entre los restos que arrastraba el río y los cuerpos de los animales muertos. Dejó que los hombres se ocuparan de sostenerle la cuerda que lo aseguraba y concentró toda su atención en Larry que, por lo que vio, apenas si estaba con vida. Se había hecho un profundo corte en la frente, y se dio cuenta con horror de que la pierna se le había roto de tal forma que el hueso le sobresalía a través de la tela de los pantalones. Sangraba casi con tanta furia como las aguas embravecidas del río. Joanna le quitó el cinturón y se lo ató alrededor de la pierna, formando un torniquete. Luego llamó a Eddie para que la ayudara a transportarle al carro.

—¡Necesito una tabla! —gritó por encima del aullido del viento, una vez que hubieron dejado a Larry sobre el piso del carro—. Tengo que sujetarle bien esa pierna.

Eddie agarró una piedra y con ella golpeó furiosamente uno de los costados del carro, hasta que logró desprender una de las tablas. Subió al carro para colocarse junto a Larry y observó horrorizado cómo Joanna trabajaba bajo la lluvia, tratando de limpiar la herida y cortar la hemorragia.

Ella seguía escuchando el rugido del río por detrás de donde se encontraba, poderoso y terrible, arrastrando en sus aguas restos, árboles y animales, y tratando de llevarse a dos hombres: el muchacho Tommie y Hugh.

—Ayúdame —gritó mientras el viento amenazaba con volcar el carro.

Eddie deslizó la tabla por debajo de la pierna de Larry.

—Sostenle el tobillo con firmeza —dijo Joanna—. Tira con fuerza y firmeza. ¡No tan brusco! ¡Despacio!

Eddie apartó su peso del inconsciente Larry, sin poder apartar la mirada del hueso, que sobresalía a través de la carne desgarrada.

—Con firmeza —repitió Joanna mientras guiaba con cuidado los dos extremos del hueso roto, hasta unirlos.

Se escuchó un crujido que casi les produjo náuseas y el hueso se deslizó finalmente por debajo de la piel. Luego, actuando con rapidez, Joanna fijó el pie de Larry al extremo de la tabla.

—Ya puedes marcharte, Eddie —le gritó—. Ve a ayudar a los demás.

Joanna hubiera querido mirar hacia atrás, deseaba ver lo que estaba sucediendo en el río. Pero sabía que no se atrevería a hacerlo. Rezó con todas sus fuerzas, sin dejar de trabajar para ayudar a Larry. Le tomó el pulso a la altura del cuello. Luego le levantó los párpados. Estaba terriblemente pálido.

Joanna volvió su atención a la herida de la pierna. La volvió a limpiar y la cosió con hilo de seda comprado en la farmacia de Cameron Town. Luego aplicó permanganato de potasio y envolvió la pierna en un vendaje que no tardó en quedar empapado.

Tomó una de las mantas y formó con ella una almohada que le colocó debajo de la cabeza. Entonces miró hacia el río y no pudo ver a Hugh. Tomó una segunda manta y confeccionó con ella una tienda improvisada para evitar que la lluvia le cayera a Larry sobre la cara. Volvió a comprobarle el pulso.

Poco después miró de nuevo hacia el río. Los hombres aún estaban en la orilla, sosteniendo cuerdas que se perdían en el agua. Seguía sin ver la menor señal de Hugh.

Bajó la mirada hacia Larry. Tenía los ojos abiertos y una mirada vidriosa y fija.

Intentó tomarle el pulso y se dio cuenta de que había muerto.

El amanecer iluminó un paisaje de devastación.

Las características del terreno habían cambiado en todas direcciones, se mirara hacia donde se mirase. Los árboles del caucho del río Murray, árboles viejos y macizos que ya se elevaban sobre estos pastos desde mucho antes de que llegara el hombre blanco, yacían de costado, con las raíces al aire, desgajadas de la tierra y mirando al cielo. Había verjas, cobertizos y depósitos de agua desparramados por todas partes, como si se trataran de juguetes de un niño. Grandes charcos de agua inundaban los pastos, reflejando burlonamente un cielo azul y un sol cálido.

Y por todas partes se veían cadáveres de ovejas.

Joanna estaba de pie junto al carro, estremecida a pesar del abrigo que alguien le había dejado, frenética y exhausta. No había dormido… Nadie había dormido aquella noche.

Philip McNeal también estaba allí, chapoteando sobre el barro, ayudando a transportar los animales muertos hacia una zanja recién excavada. Había ovejas muertas esparcidas por todas partes, muchas de ellas con corderos a sus costados, conectados todavía a sus madres por los cordones umbilicales. Enormes aves de presa volaban en círculo sobre sus cabezas, arrojando sombras ominosas sobre el suelo, mientras los hombres continuaban en silencio con sus tareas de enterramiento.

De pronto, todos parecieron agitarse y recuperar cierta vivacidad cuando apareció un jinete. Procedía de la zona situada corriente abajo y, al acercarse, todos vieron que llevaba un cuerpo atravesado sobre la montura.

Joanna salió presurosa a recibirle, junto con los demás, y cuando dejaron el cuerpo en el suelo y ella lo palpó en busca de señales de vida, uno de los hombres la tomó por los hombros y le dijo con suavidad.

—No sirve de nada, señora. Está muerto.

Ella se quedó mirando fijamente lo que quedaba del joven rostro de Tommie Watson. Su cabeza había chocado contra las rocas.

—¿Se ha visto alguna señal de Hugh? —le preguntó al jinete, sabiendo ya la respuesta, antes de que este negara con un gesto de la cabeza.

Hugh se había soltado de la cuerda que lo sujetaba y había sido arrastrado por la corriente. Ocho hombres a caballo registraban el río, corriente abajo.

Philip se acercó a donde estaba Joanna y le puso una mano en el hombro.

—¿Por qué no regresa a la casa? —preguntó—. Necesita comer algo. Tumbarse un rato.

Ella negó con un gesto de la cabeza. Hugh seguía estando allí, en alguna parte. De repente, escucharon unos gritos:

—¡Eh! ¡Mirad allí!

Joanna se volvió y vio una figura tambaleándose a lo largo de la orilla del río, aproximándose desde la parte alta del río, corriente arriba.

—¡Hugh! —gritó, echando a correr hacia él.

Su aspecto era terrible. Tenía las ropas desgarradas y estaba cubierto de barro. La expresión de su rostro era de agotamiento. Parecía haber envejecido diez años.

—Joanna —dijo tomándola en sus brazos y besándola—. ¿Estás bien?

—¿Qué ha ocurrido, cariño? —preguntó ella abrazándole con fuerza, con las lágrimas asomando a sus ojos—. Dios santo, pensamos que habías muerto.

—Lo último que recuerdo fue haber salido del río. Intenté regresar, pero por lo visto debí haber ido demasiado lejos. ¿Cómo está Larry?

—Ha muerto, Hugh. Y también han encontrado a Tommie Watkins…

Hugh permaneció en silencio durante un rato. Luego sólo dijo:

—Larry.

Los otros se reunieron a su alrededor, mirando a Hugh con expresiones apesadumbradas. Algunos de ellos extendieron una mano para tocarlo, como si quisieran asegurarse de que sus ojos no les engañaban.

—Gracias a Dios que estás bien, Hugh —dijo uno de los hombres más viejos con un tono de voz que indicaba que estaba a punto de echarse a llorar.

—Estoy bien, Joe —asintió Hugh—. Ocúpate de atender a los demás. ¿Ha enviado alguien a buscar a Ping-Li y su carro-cocina?

—Hugh —dijo Joanna—. Regresemos a casa. Tú sí que necesitas cuidados.

—Espera —dijo él, volviéndose y contemplando el escenario de tanta destrucción.

Joanna apretó los brazos alrededor de su cintura y apoyó la cabeza sobre su hombro. Sintió que él emitía un profundo suspiro con un estremecimiento de su cuerpo.

—Parece que hemos perdido la mayor parte de los corderos —dijo.

—Todo se arreglará, Hugh —dijo ella—. Aún tenemos a Zeus y a sus ovejas. Han sobrevivido a la tormenta.

—Sí —asintió Hugh con un tono de voz indiferente—. Pero este año no tendremos producción de lana o de lanolina. Y le presté dinero a Jacko. Lo siento, Joanna, pero la construcción de la casa tendrá que esperar un poco.

—Lo sé —asintió ella, preguntándose cuándo recibiría de la India el dinero de la herencia—. Pero todo lo que importa ahora es que tú estás bien. Yo puedo vivir allí donde tú vivas. No necesitamos una casa grande, todavía no. Tenemos a Adam y a Sarah. Y tenemos al bebé.

Él la estrechó contra sí y la besó, casi con desesperación, apretándola contra su cuerpo con la misma avidez por la vida que prometía el cuerpo de ella, a pesar de toda la escena de muerte y desolación que les rodeaba.