«Mi querida hermana —decía la carta—. Por fin hemos llegado a la colonia de Sydney, después de haber pasado cinco meses en el mar. Los horrores de nuestro viaje no pueden describirse con palabras. La señorita Pratt, yo misma y otras dos damas tuvimos que alojarnos apretadamente en un camarote de tres metros por dos; dormimos en literas tan estrechas que apenas si cabían nuestros cuerpos, y para que una de nosotras se vistiera tenían que salir las otras tres. El barco sólo disponía de dos lavabos para más de doscientos pasajeros, y estaban situados precisamente en el pasillo de nuestro camarote, por lo que hedían de forma insoportable. Muchos de los emigrantes que iban a bordo no disponían de ropa para cambiarse; estábamos infestados de piojos y el barco estaba lleno de ratas. Durante la travesía nacieron ocho niños, de los que cinco murieron».
Joanna observó la lluvia que resbalaba por la ventana de su habitación del hotel. Distinguió los halos de las lámparas de gas en la calle; escuchó el crujido y el traqueteo de los carruajes que pasaban y el sonido de los cascos de los caballos sobre el pavimento. En el exterior hacía frío, pero su suite del hotel Rey Jorge se mantenía caliente gracias a los dos fuegos encendidos en sendas y grandes chimeneas, una de ellas en el dormitorio y la otra en la sala de estar, donde se encontraba ahora, observando el día lluvioso, a últimas horas del atardecer. Llevaba trabajando desde primeras horas de la mañana, repasando las cajas de periódicos que Frank Downs le había enviado desde el Times. Aquellas cajas contenían una curiosa mezcolanza de documentos, registros, recortes, cartas privadas, conocimientos de embarque, periódicos viejos y amarillentos y hasta diarios personales y el cuaderno de bitácora de un barco, todos ellos de fechas que se remontaban hasta 1790. Se trataba de un material que estaba siendo reunido y catalogado por el personal del Times, para preparar un libro especial que Frank se disponía a publicar en conmemoración del centenario de Australia, que tendría lugar dentro de cuatro años. Él lo había puesto todo a disposición de Joanna cuando ella le habló del contenido de la carta de Patrick Lathrop y la referencia hecha por este a un barco con el nombre de una bestia mítica.
—A los lectores les encanta el misterio —había declarado Frank cuando le trajo las cajas al hotel—. Y tu historia, mi querida Joanna, podría leerse como una buena novela de detectives. Si en este material encuentras algo que te conduzca a Karra Karra y terminas por encontrar ese lugar, será una buena historia para publicarla en el Times.
A Joanna le encantó comprobar que Frank Downs demostrara tanto entusiasmo por este país tan joven.
—Hay mucha gente que no se da cuenta, Joanna —le había comentado—, pero Australia sólo existe porque Estados Unidos se separó de Inglaterra. Hasta mil setecientos setenta y seis, Inglaterra había enviado a las colonias americanas a los criminales que no deseaba tener en su propio territorio. Pero una vez que se cerró esa puerta, tuvieron que encontrar otro lugar para su escoria. Eligieron Australia para eso, y aquí estamos.
El libro era un proyecto personal de Frank, e iba a ser publicado en enero de 1878, año en que las colonias australianas celebraban su primer centenario. Según había comentado, el libro empezaría con el descubrimiento de Australia por el capitán Cook. Cuando Joanna comentó que los aborígenes seguro que no fueron conscientes en ese momento de que su tierra estaba siendo «descubierta», Hugh dijo:
—Invadida sería una palabra más adecuada.
Joanna pensó ahora en Sarah y se preguntó qué estaría haciendo en aquellos momentos, aunque sospechaba que estaría junto al río observando a Philip McNeal y a su equipo de obreros. Se volvió para mirar a Adam, que estaba jugando tranquilamente delante de la chimenea encendida. Pintaba una acuarela en la que se veía una imagen de árboles y flores que crecían junto al billabong; en su tarea le ayudaba «Rupert», la vieja muñeca de peluche de su madre.
Sonaron seis campanadas en el reloj de la repisa de la chimenea, recordándole la hora. Aquella misma mañana, Hugh había salido para disponer el transporte hasta Merinda de su nuevo carnero, al que había dado en llamar Zeus, después de lo cual dijo que se pasaría por la casa de una tal señorita Tallhill, a quien le había dejado la escritura de Joanna, junto con una muestra de la taquigrafía de John Makepeace. También había ido a visitar a un experto enjoyas para ver si era capaz de determinar el valor del ópalo de fuego que ella había heredado. Ahora, Joanna esperaba su regreso en cualquier momento, tenían la intención de reunirse con Frank para cenar en el restaurante del hotel.
Joanna observó la carta que acababa de leer. Estaba fechada en 1820 y aparecía firmada por una tal señorita Margo Pelletier. Por un momento, se preguntó cómo habría conseguido Frank aquella carta, y también se preguntó qué sería lo que obligó a la señorita Pelletier a abandonar Inglaterra, y qué habría sido de ella.
Leyó otra carta, esta fechada en 1834, escrita por una mujer llamada Elizabeth. «Hoy he enterrado a mi cuarto hijo. La granja se está desmoronando. Hace siete semanas que no veo a Tom. Me pregunto si ahora no me habré quedado a solas con mis cinco pequeños».
Joanna tomó un documento que llevaba por título: «Al fiscal general, George Fletcher Moore, Australia Occidental, 1834. Informe sobre las condiciones de vida de los aborígenes en la colonia». En él leyó: «Los negros constituyen una raza singular de seres humanos que no poseen ninguno de los rudimentos de la civilización, que no tienen casa ni hogar, ni adoran a ninguna divinidad, ni temen a ningún diablo, que se glorifican en la matanza, que no demuestran tener ninguna moral o conciencia y que no aprecian la tierra como lo haría un hombre blanco».
Aunque las largas horas de trabajo de Joanna no le habían permitido encontrar mención alguna de un barco que ostentara el nombre de un animal mítico, había hecho otros descubrimientos. Gracias a haber leído todo lo que encontró, desde la factura por un arado hasta un medio destrozado cartel para inmigrantes en el que se decía. «Australia desea empleadas domésticas y ofrece pasajes reducidos a las aspirantes aprobadas, con puestos de trabajo asegurados en buenas casas», Joanna había podido hacerse una imagen muy amplia, que emergía lentamente como un gran lienzo que fuera desplegándose poco a poco. Se imaginó a los convictos y a los soldados, a los colonos y granjeros, a los buscadores de oro, los emprendedores, las prostitutas y las esposas apacibles, a los representantes de la ley y a los que estaban fuera de la ley, todos ellos atraídos hacia estas costas por sueños de éxito, dinero y espacio donde respirar.
Mientras manejaba estos documentos antiguos, entre los que había desde el diario de la esposa de un granjero de 1827 hasta el cuaderno de bitácora de un barco de convictos de 1810, Joanna sintió que se alejaba lentamente del presente y retrocedía hacia los años del pasado, hacia las pasiones y las vidas de personas que habían muerto hacía ya mucho tiempo. Leyó el diario y casi escuchó la voz de la joven esposa del granjero, susurrándole: «Han transcurrido tres años desde la última vez que viera a otra mujer blanca. Como quiera que el señor Richards es muy parco en palabras, y como mi única compañía son mis dos hijos pequeños, temo estar olvidándome de mi propio idioma». Leyó el cuaderno de bitácora del barco y escuchó la débil voz del capitán, diciendo: «Los hombres se alegrarán mucho cuando vean el cargamento de mujeres prisioneras que transporto. He decidido que los primeros en elegir entre ellas sean los soldados, luego los hombres libres y finalmente los convictos. Hay unas pocas mujeres que protestan, pero la mayoría de ellas aceptan su destino. Lo que les espera en tierra no puede ser peor de lo que han tenido que sufrir a manos de la tripulación durante estos cinco meses. Me alegraré cuando haya terminado este miserable viaje».
Joanna abrió la última de las cajas y tomó una nota escrita a mano que decía: «Quien me haya robado mi caballo Sunday terminará por ser descubierto y lamentará lo que ha hecho». En la parte superior de la hoja había un pequeño agujero que señalaba el lugar donde el pasquín había sido clavado a un árbol.
Joanna leyó cosas sobre tiendas de campaña y privaciones, sequías e inundaciones, nacimientos y muertes, triunfos y desilusiones, y se imaginó que la vida de su madre bien podía haber sido de aquella misma forma si se hubiera quedado en compañía de sus padres en Australia. Las palabras de la esposa de un granjero, llamada Deborah, que decía: «El conocimiento y la fuerza proceden de la acción», bien podrían haber sido palabras de la propia lady Emily. Había una tal señora Riley que, en 1842, anunció en la Gazette de Sydney: «Si alguien conociera el paradero de Sean Riley, le ruego que se ponga en contacto conmigo, en la parada de la diligencia de Wangarra. Esposa e hijos desesperados». Y la esposa de un pastor le escribía a su madre diciendo: «Si alguna vez se ha necesitado a Dios, ha sido aquí».
Todas aquellas mujeres le hablaban a Joanna desde el pasado. Eran mujeres enamoradas, enlutadas, añorantes de Inglaterra o triunfantes en la tierra salvaje. Eran mujeres que daban a luz o que enterraban a sus seres queridos. Y Joanna pensó que estas también eran líneas de canto… de mujeres.
Tomó un deteriorado ejemplar de la Gazette de Sydney, fechado en 1835.
«Noticia pública —decía—. El barco Nimrod, al mando del capitán White, llegó al puerto de Sydney el sábado, procedente de Londres, Plymouth, Tenerife y El Cabo, trayendo un cargamento de cobre, herramientas, telas, carruajes, correo y suministros agrícolas, además de un complemento de pasajeros. Los propietarios, Buchanan & Co., informan respetuosamente al público que el Nimrod iniciará el viaje de regreso a Inglaterra en una semana y podrá acomodar a veinte pasajeros de pago».
Joanna se preguntó si existiría en alguna parte una notificación como aquella, informando de la llegada, en 1830, de un barco llamado Minotauro, Cíclope o Pegaso, llevando un cargamento variado y un complemento de pasajeros, y si, entre esos pasajeros, habría un hombre joven llamado John Makepeace y su esposa, llamada Naomi. Y, en tal caso, ¿en qué parte de este enorme continente habrían desembarcado por primera vez?
—No encontrarás nada referente a un barco llegado al puerto de Melbourne antes de 1830 —le había advertido Frank—. En aquella época aún no existía Melbourne. Aquí no había más que aborígenes.
Eso sólo dejaba las posibilidades de Sydney y Brisbane en el este, Adelaida en el sur y, la más remota de todas, Perth, en el oeste.
Sin embargo, Joanna estaba decidida a no abandonar sus esperanzas. Pensó en las cartas que escribiría a las direcciones de los propietarios de barcos que Frank iba a proporcionarle, para preguntarles acerca de un barco con el nombre de una bestia mítica y si una pareja apellidada Makepeace había viajado a Australia en ese barco.
El reloj dio las campanadas de la media hora, haciendo que Joanna volviera a enfrascarse en su tarea. Acercó a la luz el último trozo de papel, una carta escrita «a bordo del Newcastle, mientras esperamos a echar el ancla». Estaba fechaba el 12 de septiembre de 1832 y la autora era una gobernanta que acompañaba a una familia a su nuevo hogar, en la ciudad de Sydney. «Atracaremos en todos los puertos del continente australiano —había escrito—, de modo que podremos contemplar nuestro nuevo país antes de llegar a nuestro destino final. Hoy echamos el ancla en Perth, en la costa occidental, y los más aventureros de entre los pasajeros aprovecharon el día libre para desembarcar. Aquí hay una pequeña colonia, situada a lo largo del río, de aspecto muy pacífico y ordenado, aunque el capitán Johns nos advirtió que los negros nativos plantearon una lucha terrible el año pasado; una lucha en la que todos resultaron muertos con excepción, según se dijo, de una niña pequeña. El río es hermoso y sereno, pero su característica más notable son los cisnes, que son negros, lo que es de lo más insólito, mi querida Mary, y que, según el capitán Johns, es algo que no se encuentra en ninguna otra parte de este continente».
Joanna dejó la carta a un lado y se llevó la mano a la parte inferior de la espalda. Lanzó un profundo suspiro y se desperezó, contemplando las cajas y documentos desparramados a su alrededor. A pesar de todas aquellas horas de trabajo, no había descubierto nada. Nada en absoluto.
La voz suave de la señorita Adele Tanhin pareció unirse al susurro de la lluvia, al otro lado de las ventanas, cuando dijo:
—El estudio de este documento, señor Westbrook, me ha proporcionado horas de disfrute. Es como si se tratara de hacer un rompecabezas. Y me alegra poder informarle que he logrado descifrar una parte de la escritura.
Hugh y la señorita Tallhill estaban sentados en el salón, calentados por el fuego encendido de la chimenea, con una bandeja sobre la mesita, en la que había unas copas de jerez y unos bizcochos. La estancia estaba atiborrada de curiosidades, y el aire impregnado del pesado olor del espliego.
Aquella misma mañana, Hugh le había llevado la escritura y una muestra de la taquigrafía de John Makepeace a la señorita Tanhin, una dama inválida, confinada en una silla de ruedas, que vivía en compañía de sus padres y que se ganaba una modesta existencia con trabajos de caligrafía. Recibía comisiones por escribir cartas personales, redactar diplomas e invitaciones, y crear fantasiosas notas de amor para admiradores anónimos. También era conocida en todo Melbourne por haberse especializado en el análisis de la caligrafía.
Hugh dirigió una mirada discreta hacia el reloj situado sobre la repisa de la chimenea. Ya tenía que haber regresado al hotel, y estaba ansioso por darle la noticia a Joanna. Después de haber realizado los arreglos necesarios para que se efectuara el transporte de su nuevo carnero a Merinda, Hugh había pasado por las oficinas de Buchanan & Co., una gran compañía naviera, donde se enteró de que eran propietarios de dos barcos, llamados el Pegaso y el Minotauro. El empleado que le atendió se ofreció para escribir a la casa central de Buchanan & Co., en Londres, para solicitar información sobre sus historias.
También había llevado el ópalo de fuego a un especialista en piedras preciosas, con el propósito de hacerle valorar la suya y, posiblemente, para determinar su lugar de procedencia. El hombre no había podido averiguar su país de origen y tampoco se mostró capaz de determinar su valor de mercado. Pero le ofreció a Hugh una suma considerable por la piedra.
—¿Qué ha logrado descifrar, señorita Tallhill? —preguntó.
La dama miró a su visitante, calculando que debía de tener poco más de treinta años; observó sus ojos grises color humo y el atractivo pliegue vertical entre sus cejas. Despedía una fragancia suavemente agradable y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que era el olor de lanolina. Ya había conocido aquel olor, en otras granjas ovejeras; era algo que parecía metérseles a todos por debajo de la piel. Y este hombre mostraba una constitución robusta, como la que sólo se encuentra entre los hombres que viven en los territorios despoblados. Pero, por lo demás, observó que difería de los otros hombres de su clase, porque se mostraba muy cortés y poseía una educación cuidada que raras veces se encontraba entre aquellos hombres.
Extendió el documento ante él y señaló con una mano larga y delicada:
—Me he concentrado primero en este pasaje de aquí —dijo—. A dos días a caballo de un lugar ilegible, y a 20 kilómetros de lo que parece ser algo así como Bo… Creek. Permítame mostrarle cómo he logrado descifrarlo. —Sacó una hoja de papel que demostraba cómo había logrado solventar el rompecabezas—. ¿Ve usted este giro de aquí, y esta línea en el documento? Copié las palabras lo mejor que pude, siguiendo las líneas que todavía eran discernibles. Luego, las escribí de formas diferentes, como puede ver en esta hoja de papel, rellenando las partes ilegibles con letras, y alterándolas de diversas formas hasta que conseguí que surgiera una palabra clara. Aquí, señor Westbrook, está la letra «t». Esto de aquí parece un «1», pero si se escribe así no tiene el menor sentido. En cambio, si se supone que se trata de una «e» alargada hacia arriba, entonces nos encontramos ante una verdadera palabra.
Hugh comparó las muestras experimentales con la escritura borrosa del documento.
—La primera palabra, señor Westbrook, es Durrebar —dijo ella.
—Sí —asintió él—, ahora lo veo.
—El segundo ejemplo demostró ser un poco más difícil pero al final pude descifrarlo también. Es Bowman’s Creek. Fíjese cómo conseguí obtener ese nombre. —Sacó una segunda hoja de papel, cubierta con distintas palabras y combinaciones de letras—. Señor Westbrook, no me cabe la menor duda de que esto es un título de propiedad de una tierra situada a dos días a caballo de Durrebar, que, según sospecho, se trata del nombre aborigen de un lugar, y a veinte kilómetros de otro lugar llamado Bowman’s Creek.
—Sí —asintió Hugh con excitación—, eso también lo veo ahora. ¿Ha logrado descubrir en qué colonia fue emitido este documento?
—Me temo que no. Es evidente que el documento quedó expuesto a la acción del agua en algún momento. El sello oficial y la fecha ya han desaparecido casi por completo. Los he investigado con el mayor de los cuidados, señor Westbrook, pero no he logrado llegar a ninguna conclusión. Y, como puede ver usted mismo, la firma es ilegible.
—Bowman’s Creek y Durrebar —dijo Hugh, ansioso por regresar al hotel y contárselo a Joanna—. No sabe cómo se lo agradezco, señorita Tallhill.
—En realidad, cualquiera podría haberlo hecho —dijo ella con una sonrisa—. Como ha visto por sí mismo, señor Westbrook, sólo se necesita tiempo y paciencia. —Y colocando una mano sobre una de las ruedas de la silla, añadió—: Y tiempo es algo de lo que yo dispongo en abundancia.
—¿Ha conseguido algún progreso con la taquigrafía del señor Makepeace?
—La he estudiado, y tiene usted razón: es una especie de taquigrafía. Pero por el momento no he logrado comprender su código. Si no le importa dejarme esas hojas dedicaré más tiempo a estudiarlas. Podré comunicarle por correo lo que haya descubierto.
Cuando él trató de pagar a la señorita Tallhill por su trabajo, ella lo rechazó, diciendo:
—Para mí ha sido un placer. Y no hemos terminado aún, señor Westbrook. Empezaré inmediatamente a estudiar la taquigrafía.
Una vez que él se hubo marchado, dirigió la silla de ruedas hacia la ventana, apartó levemente las cortinas y observó la calle lavada por la lluvia, viéndolo subir a un carruaje. A la señorita Tallhill le extrañó lo mucho que Hugh Westbrook le había recordado a su querido Stephen, que se había marchado veinte años antes para dirigirse a los yacimientos de oro, en la víspera de su boda, y que ya nunca más había regresado. Adele nunca había abandonado la esperanza de que él regresara algún día a su lado.
Apartó la silla de ruedas de la ventana y la hizo rodar hacia la chimenea.
—Parálisis histérica —le había dicho el médico—. A sus piernas no les ocurre nada físico, señorita Tallhill. Puede usted caminar si así lo quiere.
Pero eso era una tontería. ¿Qué sabrían los médicos de las aflicciones que tenían sus raíces mortales en el corazón?
Sí, pensó ahora con un suspiro. El señor Westbrook le había recordado mucho a su querido Stephen. Y esa era la razón por la que había sido incapaz de dejarle marchar sin darle nada. No habría podido soportar la desilusión de su rostro, tan parecido al de Stephen, en el caso de haberle dicho la verdad: que no había podido obtener nada del documento, y que probablemente nadie lo conseguiría. Bowman’s Creek sonaba de una forma realista y, después de todo, ¿qué daño había en hacerle creer a Hugh Westbrook que ese sitio existía en realidad? ¿Y qué importaba que Durrebar fuera un nombre de su propia invención? Cuando él sonrió al escucharla, lo hizo tal y como lo había hecho Stephen.
¡Misterio!, pensó Frank Downs mientras contemplaba la ciudad de Melbourne. Eso era precisamente lo que pasaba con todo este enorme país: que era un misterio. De pie en el salón de la torre desde la que se dominaba toda la ciudad, contemplando los tejados de las casas, los puentes y las chimeneas de las fábricas, Frank se imaginó los enormes territorios despoblados que se extendían en la distancia. Había allí muchas historias, pensó, mucha aventura y excitación. Esa era la razón por la que se había metido en el negocio de la prensa, para poder estar más cerca del pulso de este continente misterioso. Frank sabía qué era lo que deseaba la gente: «una buena historia». Desde las hogueras encendidas en los campamentos de los territorios despoblados, hasta los salones de Melbourne, nada satisfacía más a un australiano que una buena historia. Y el Times publicaba esas historias. Ahora que la educación era finalmente obligatoria en las colonias, Frank se daba cuenta de que en las próximas dos décadas surgiría toda una nueva generación de lectores, de personas jóvenes y educadas, hambrientas de encontrar entretenimiento. Y el Times de Melbourne iba a proporcionárselo, a partir de la energía y el pensamiento creativo de Frank Downs.
Frank había comprado el periódico siete años antes por dos mil libras, y había utilizado toda clase de trucos para salvarlo y convertirlo en un periódico popular. Él era un innovador. Una vez que se hizo cargo del Times descubrió que siempre era el último periódico en dar las noticias. Sabiendo que, para sobrevivir, tendría que publicar las noticias antes de que lo hicieran sus competidores, a Frank se le ocurrió la idea de enviar a los periodistas en botes rápidos para que salieran al encuentro de los barcos que llegaban, donde compraban periódicos ingleses a los pasajeros y a la tripulación. Luego, los periodistas se apresuraban a regresar a la ciudad para sacar un número «extra» impreso a toda velocidad. Era una edición en la que se publicaban noticias copiadas casi palabra por palabra de las ediciones de los periódicos ingleses. Cuando sus competidores empezaron a hacer lo mismo, a Frank se le volvió a ocurrir una nueva idea. Envió a sus periodistas a Adelaida para que se encontraran con los barcos que llegaban, antes de que estos atracaran en Melbourne. Aquellos hombres leían apresuradamente los periódicos llegados de Inglaterra y luego telegrafiaban las nuevas historias al Times. Los otros periódicos no tardaron en hacer lo mismo, y también enviaron a sus periodistas a Adelaida. Y cuando a Frank se le ocurrió la idea de establecer un contrato con el servicio de correos para que entregara el Times gratuitamente a los clientes rurales, o para enviar las ediciones por tren y por las rápidas diligencias de Cobb & Co., llevando el periódico a los territorios ávidos de noticias, el Age y el Argus siguieron su mismo ejemplo.
El éxito de Frank se puso de manifiesto en la construcción de la torre del Times, la estructura más alta de Melbourne. Sus monumentales cinco pisos se elevaban por encima de las calles polvorientas y ahora, en esta neblinosa noche de abril, sus luces de gas brillando en todas las ventanas, hacían que el edificio pareciera como un faro en la ciudad. Frank tenía su despacho en el piso superior. Sus colegas se habían reído al saber que se había instalado allí, «con las cacatúas», según comentaron. Todo el mundo sabía que los pisos más elevados de un edificio eran los menos deseables, porque ¿quién iba a querer subir todas aquellas escaleras? Los hombres que ocupaban posiciones importantes, como los amigos banqueros de Frank, siempre hacían instalar sus despachos en la planta baja; era una tontería subir a lo más alto de un edificio. Pero Frank, siempre intrigado por lo novedoso, había organizado un gran espectáculo para inaugurar su nuevo edificio y elevar a sus amigos hasta su propio despacho en un ascensor impulsado a vapor.
Ahora, mientras permanecía de pie junto a la ventana contemplando la ciudad de Melbourne, iluminada por las lámparas de gas, Frank se imaginó la maquinaria de su periódico latiendo bajo sus pies. Las prensas impulsadas por vapor retumbaban día y noche mientras que casi un centenar de tipógrafos trabajaban en sus bancos, componiendo laboriosamente las historias que aparecerían publicadas en la edición del día siguiente, en largas columnas de metal. Las oficinas de redacción hervían de actividad, mientras los mensajeros llegaban corriendo, trayendo informes del Parlamento, de las comisarías de policía, del puerto, al tiempo que un enorme reloj, instalado en lo más alto de la pared, parecía observar como un solo ojo al ajetreado personal, haciendo avanzar su minutero sobre un cartel en el que se leía: «El Times nunca duerme».
Ahora, miró ese reloj y se dio cuenta de que ya era hora de dirigirse hacia el hotel Rey Jorge, donde había quedado en reunirse con los Westbrook para cenar.
Pensó en Joanna Westbrook. ¡Aquella mujer sí que era un misterio! A veces, casi se sentía tan ansioso como ella por descubrir aquello tan extraño y violento que había sucedido treinta y nueve años antes en un lugar llamado Karra Karra. ¿Qué calamidad repentina y terrible había afectado a un hombre blanco y su esposa, así como a su hija pequeña? ¿Cuál era la maldición, o la canción-veneno, que la había perseguido durante el resto de su vida, y cuáles eran los sueños acerca de la Serpiente del Arco Iris? ¿Y cómo era posible que aquella pareja de jóvenes se las hubiera arreglado para convivir con una raza que apenas si acababa de ser consciente de la presencia de los hombres blancos?
Siempre aparecían historias en las que se hablaba de un «hombre blanco salvaje» o una «mujer blanca salvaje» descubiertos con vida entre los nativos. La breve historia de Australia aparecía salpicada por aquella clase de historias. Incluso ahora circulaban rumores acerca de un «hombre blanco salvaje» que había sido descubierto conviviendo con una tribu en la parte occidental de Queensland. Frank se preguntó si no sería el miembro perdido de la desgraciada expedición de 1871. Una patrulla de la policía lo había descubierto viviendo con los aborígenes cerca de Cooper S. Creek, y el hombre en cuestión afirmaba ser el miembro perdido de aquella expedición. Aquel hombre también aseguró que no fueron los aborígenes los que mataron a los miembros de la expedición, sino que fueron los propios hombres quienes se mataron entre ellos cuando surgió una fuerte discusión acerca de la idea de emprender el regreso. La policía había traído al hombre a Melbourne, y Frank iba a entrevistarse personalmente con él.
Cuando ya se disponía a abandonar el despacho, entró su secretario, llevando un sobre.
—Señor Downs, acaba de llegar esto para usted —le dijo.
Era de su abogado. Se trataba del contrato por el que transmitía una franja de la propiedad a Colin MacGregor.
A Frank le agradaba la idea de que su hermana hubiera decidido casarse por fin. Aunque bien podría haber elegido a otro que no fuera MacGregor, el hecho de que ella pareciera tan feliz hacía que él también se sintiera feliz. Así que cuando ella le pidió que le entregara aquella franja de terreno como regalo de bodas a Colin, Frank no pudo negarse a hacerlo. No podía ni imaginarse para qué querría MacGregor aquel terreno, ya que era prácticamente improductivo. Pero Pauline se mostró contenta y eso fue lo único que a él le importó. Desde que había roto su compromiso con Westbrook, Frank había llegado a temer que su vida se convirtiera en la propia de una solterona. Pero, finalmente, las cosas habían terminado por salir bien para todos.
«Si al menos él pudiera hacer algo con respecto a su propia situación…», pensó.
Durante el año que llevaba viviendo en Melbourne, desde que estallara aquella terrible epidemia de fiebres tifoideas, Frank había conocido a varias jóvenes libres, pero se había sentido incapaz de ir más allá de una amable amistad con ellas, y raras veces veía a una mujer más de dos o tres veces. Simplemente, no lograba sentirse interesado por ninguna de ellas.
De vez en cuando, pensaba en Ivy Dearborn y el misterio de su desaparición continuaba obsesionándole. Después de haberla buscado por todo el distrito occidental, había publicado un anuncio en el Times, similar a los que le había entregado a Joanna solicitando información sobre Karra Karra. Pero en este caso no había aparecido nadie para ofrecerle información sobre ella.
Quizá, después de todo, había muerto a causa de las fiebres, se dijo una vez más a sí mismo al tiempo que montaba en el ascensor que todos los demás se negaban a utilizar. O quizá había regresado a Inglaterra. Al margen de lo que hubiese ocurrido, Frank estaba decidido a apartar de su mente a aquella mujer. Ahora tenía otras cosas en que pensar.