—Tu vieja adversaria, Vilma Todd, ha estado cabalgando con Colin MacGregor —dijo Louisa Hamilton mientras observaba a Pauline, que apuntaba hacia un blanco distante y disparaba la flecha.
La flecha dio en el blanco.
—¿De veras? —dijo Pauline.
Dobló una mano hacia el carcaj, extrajo otra flecha, la ajustó al arco, apuntó cuidadosamente y la soltó.
La flecha dio nuevamente en el blanco.
—¡Bien hecho, Pauline! —exclamó Louisa—. Eso representa seis blancos a treinta metros, el récord del Club de Tiro con Arco del Distrito Occidental.
Pauline estaba practicando el tiro con arco en los terrenos privados de Lismore, mientras Louisa, sentada en una silla bajo un parasol, bebía limonada y observaba.
—Debe de ser maravilloso tener tanta habilidad —dijo—. Te envidio.
Pauline dirigió una mirada hacia su amiga. Sabía que Louisa siempre la había envidiado, aunque últimamente a esa envidia se le había añadido un matiz de maligna satisfacción Todo el distrito parecía haber quedado infectado con lo mismo. Pauline sabía qué pensaban sus amigas de ella: ¡que había sido desbancada por una niñera! No importaba que tanto ella como Hugh le hubieran explicado a todo el mundo que había sido Pauline, y no él, quien decidió cancelar la boda. Y tampoco importaba que Joanna Drury hubiera resultado ser no una niñera, como todo el mundo se pensaba, sino hija de un caballero. A pesar de todo eso, la reputación de Pauline se había visto afectada.
—¿Qué estaba yo diciendo? —preguntó Louisa tras tomar un sorbo de limonada—. Ah, sí, hablaba de Vilma Todd y Colin MacGregor. Se les ha visto en cuatro ocasiones. La gente especula con la posibilidad de que se vayan a casar.
—¿De veras? —preguntó Pauline, mientras esperaba a que el mozo quitara las flechas del blanco.
Ya había oído hablar de Vilma Todd y Colin MacGregor, eso no la preocupaba. Tampoco la preocupaba el hecho de que las diversas damas jóvenes del distrito, más jóvenes que ella misma, hubieran puesto la vista en el apuesto y deseable Colin, sobre todo ahora que ya había transcurrido el habitual año de duelo por la muerte de Christina. Tampoco la preocupaba el hecho de que, a pesar de la campaña cuidadosamente planificada para ganarse a Colin MacGregor, él la había rechazado, por sus propias razones, fueran cuales fuesen. Sabía que al final lo conseguiría. Estaba decidida a ello.
Una vez que el blanco hubo quedado libre de flechas Pauline tomó otra, levantó el arco, apuntó y disparó. Esta vez, la flecha se desplazó ligeramente fuera del blanco.
Percibió, más que vio, la sonrisa de su amiga, bajo la sombra del parasol. Desde que Hugh se casó con Joanna Drury, la actitud de Louisa se había visto afectada por un ligero aire de superioridad, que Pauline prefería desdeñar. Que Louisa y todas las demás del distrito pensaran lo que quisieran, se dijo ahora Pauline extrayendo otra flecha. Apuntó y disparó sobre el objetivo situado a treinta metros de distancia, acertando de nuevo. No seguirían burlándose durante mucho más tiempo. Lo que ellas no sabían, y lo que no sabía ninguna de las jóvenes y bonitas competidoras por conseguir a MacGregor, era que Pauline tenía una carta secreta, una que le aseguraría la victoria.
Sabía de Colin dos cosas que nadie más conocía. La primera era que él nunca más volvería a casarse por amor. Ella había estado con él en la habitación la noche que murió Christina, y había sido testigo de lo que aquella muerte había significado para él. Las otras jóvenes del distrito podían engañarse todo lo que quisieran, pensando que lograrían que Colin se enamorara de ellas, pero Pauline sabía que él jamás se permitiría enamorarse de nuevo de otra mujer. Además, ella contaba con otra ventaja: ella tampoco volvería a enamorarse nunca. De modo que le parecería muy bien que Colin no se enamorara de ella. Lo único que deseaba era su apellido, su riqueza, la posición que ocuparía como su esposa y, lo mismo que el propio Colin, tener hijos.
—Sabes muy bien que Colin MacGregor volverá a casarse, Pauline —dijo Louisa—. Le dijo al señor Hamilton que, cuando llegue el momento, no enviará a su hijo a la escuela, sino que más bien lo dejará en Kilmarnock. Eso quiere decir que el pequeño necesitará una madre.
Louisa observó a su amiga con todo cuidado, a la espera de percibir una grieta en su fachada de frialdad. Pauline mantuvo el cuerpo perfectamente erguido, disciplinado; cada vez que participaba en los torneos públicos de tiro con arco, siempre la elogiaban por su «forma y figura impresionantes», tal y como había publicado Frank en una edición del Times, en un momento de adulación fraternal: «La señorita Downs, ganadora de la sexta copa del campeonato, impresionó a los espectadores, dejándolos asombrados, con su aspecto de Artemisa moderna». Louisa llegó a la conclusión de que, si Pauline estaba preocupada por el hecho de no contar con ninguna posibilidad de atrapar a un hombre al que perseguía, según sabían todos, lo cierto era que era muy hábil a la hora de ocultarlo. A ella, al menos, le pareció que Pauline mantenía todo su control, como siempre.
—Pero, aunque se le ha visto en compañía de Vilma Todd —siguió diciendo Louisa—, yo apostaría por Verity Campbell. Después de todo, Verity sólo tiene diecinueve años, mientras que la pobre Vilma ya cuenta con casi veinticuatro. Y un hombre con la idea de iniciar una familia quiere una esposa joven.
Pauline, que ya veía acercarse su vigesimosexto cumpleaños, disparó otra flecha, imperturbable.
Volvió a dar en el blanco.
—El otro día estuve hablando con la señora Gramercy —apuntó Louisa—. Dijo que Maude Reed estaba teniendo problemas propios de la mujer…
Mientras ella seguía hablando, a Pauline se le ocurrió pensar que había transcurrido ya más de un año desde que Louisa perdiera al bebé, durante la epidemia de fiebres tifoideas, y que en ese tiempo no había vuelto a quedar embarazada. Se preguntó de nuevo si Louisa habría descubierto los secretos de la prevención del embarazo.
—Poll Gramercy me contó algo más —dijo Louisa, observando a Pauline mucho más cuidadosamente—. Me dijo que Joanna Westbrook está embarazada.
—Sí, lo sé —se limitó a decir Pauline.
En su siguiente disparo, necesitó concentrarse para conservar el control. La noticia del embarazo de Joanna le había producido un acceso de rabia fría cuando se enteró, haciéndole preguntarse qué locura se había apoderado de ella como para haberla inducido a dejar marchar a Hugh. Llegó a la conclusión de que tuvo que haber sido la consecuencia de aquella atmósfera de enfermedad y muerte que existió en aquellos momentos; el hecho de encontrarse entre tantas tumbas recientes hizo que Pauline sintiera una extraña y rara nobleza de espíritu. Pero no iba a permitirse el vivir lamentándose por ello. Desde su punto de vista, las lamentaciones no eran más que una pérdida de tiempo y no conducían a ninguna parte. Hugh estaba casado; y eso era todo.
Pero ¿sería feliz con su pequeña esposa inglesa?, se preguntó.
—Tengo entendido que Angus McCleod ha estado visitándote últimamente —dijo Louisa.
Pauline suspiró y, bajando el arco, señaló al mozo para indicarle que le trajera un vaso de limonada.
Pensó en los hombres que habían empezado a prestarle atención, en cuanto se conoció en el distrito la noticia de su ruptura con Hugh. Llegaron alardeando y haciendo promesas y fueron de todos los tipos y edades, la mayoría de ellos ricos y todos aburridos. Hubo momentos en que Pauline habría preferido no casarse; valoraba en mucho su independencia. Pero odiaba el hecho de que la sociedad marcara a una mujer soltera, tachándola de fracaso, considerándola como alguien que no había superado la competencia. Además, se sentía sola. ¿Qué iba a hacer ahora con su vida?
Pauline pensó en Colin MacGregor. Todo el mundo conocía su gran deseo de tener más hijos, más herederos. La pérdida repentina de Christina y el bebé le habían convertido en un fanático cuidador de Judd; se daba cuenta de que sus sentimientos tendrían un mal efecto sobre el chico, pero le aterrorizaba la idea de que pudiera perder a su único heredero. El noble linaje de los MacGregor tenía que continuar, y así fue como se inició aquella competición por ver quién se lo llevaba.
Y Colin era una presa que valía la pena cazar. Aunque era evidente que no consideraba a Pauline como una candidata apta, ella tenía sus propios planes al respecto. No quería que este objetivo se le escapara. Y eso implicaba el segundo de los dos secretos que ella conocía sobre Colin, la otra cosa que nadie más que ella sabía.
Ese pensamiento la excitaba. Colin era un hombre con poder y sabía cómo utilizarlo. Y si la gente andaba diciendo que últimamente se había desbocado, que se estaba comportando de una forma despiadada y falta de escrúpulos, Pauline decidió que quizá esa fuera la forma de comportarse en el futuro. Sólo los más fuertes podrían salir victoriosos. Los hombres de voluntad y corazón débiles no llegaban a ser ricos, no construían imperios. La fuerza y el poder de Colin la excitaban, y se preguntaba cómo sería que le hiciera el amor un hombre como Colin MacGregor, estar con él en la cama, sentirse rodeada por sus brazos, tener su cuerpo contra el de ella.
De repente, se apartó del blanco, dándose cuenta de que había llegado el momento de jugar su mano.
—Me vas a disculpar, Louisa, pero tengo que darme prisa.
—¿De veras? —dijo Louisa, observando el rostro de Pauline—. Si vas a alguna parte, puedo llevarte en mi carruaje.
—Me temo que vamos en direcciones opuestas, querida Louisa. Pero tú puedes quedarte y terminarte la limonada. Sé lo muy sensible que eres a este calor.
Pocos minutos más tarde, Pauline ya había montado en un hermoso caballo de color gris moteado llamado Sansón, y abandonado Lismore. Dio rienda suelta al caballo y no tardaron en galopar por las llanuras alfombradas de hierba, con Sansón volando sobre los setos de espino y las cercas de madera, y sus cascos tronando sobre los terrones del color de la miel, pasando junto a bosquecillos de robles. Las cacatúas salían volando de entre los árboles, asustadas, y sus cientos de cuerpecillos rosados se recortaban contra el azul del cielo. Mientras cabalgaba, Pauline pensó en Colin MacGregor; sintió el cuerpo macizo del caballo moviéndose entre sus piernas, y lo sujetó bien con las riendas, controlándolo.
—¡Dispara! —gritó Colin—. ¡He dicho que dispares!
Judd se esforzó por apuntar, pero estaba temblando tanto que no podía ni controlar el rifle.
—¡Maldita sea, Judd! ¡Dispara!
Judd apretó el gatillo; el disparo salió desviado, dio contra una roca y sólo consiguió que el gran canguro saliera huyendo.
Colin maldijo para sus adentros. El animal había vuelto a escaparse.
—No sé qué demonios te pasa, Judd —dijo sacudiendo la cabeza, mientras se acercaba a grandes pasos hacia su hijo, sobre la hierba seca—. Hace semanas que andamos detrás de ese animal. No podrías haber soñado en conseguir una mejor posición que la que tenías. Y has vuelto a dejarlo marchar.
Judd no dijo nada. Se quedó allí de pie, con el rifle entre las manos, mirando fijamente hacia el lugar donde poco antes había estado el canguro. Todo lo que veía ahora era hierba, matorrales y flores silvestres.
—Ah, bueno, al menos hemos cazado a estos. No está mal para una mañana de trabajo —dijo Colin señalando con un gesto un gran montón de canguros apilados bajo un árbol de goma.
Judd les dirigió una mirada de abatimiento. Eran animales de todos los tamaños y colores, pero en su mayor parte eran ejemplares jóvenes, con la clase de suave pelaje gris y grandes ojos de venado que le hacían maldecir la caza del canguro.
—Está bien —añadió Colin dirigiéndose a los hombres que esperaban junto al montón de animales—. Podéis prenderles fuego. Por hoy ya hemos tenido bastante.
Para Judd, aquello era lo peor de todo, porque no mataban animales por la carne o por la piel, sino sólo por deporte. Judd recordó cómo eran las cosas en los tiempos en que aún vivía su madre. Ahora, las visitas acudían a Kilmarnock y se organizaba una gran cacería en la que quizá se mataban cuatrocientos canguros, que luego se dejaban atrás en un montón al que se pegaba fuego, a veces incluso cuando los animales aún estaban con vida, y entonces se les oía gritar mientras uno regresaba a casa a caballo.
—No te inquietes, Judd —dijo Colin—. No puedes ganar siempre. Al menos por ahora. Pero irás mejorando. La próxima vez apuesto a que le acertarás a ese canguro. Daba la impresión de que llevaba un joey en la bolsa. ¡Si lo cazaras habrías obtenido un trofeo doble!
Pero Judd sí que se sentía inquieto, y por razones que su padre ni siquiera sospechaba, así que apenas si pudo contener las lágrimas. De pronto, dejó caer el rifle al suelo, se llevó las manos a la cara y se puso a sollozar.
Colin se arrodilló inmediatamente a su lado, tomando en sus brazos al niño de nueve años.
—Está bien, hijo. Sé lo que sientes. Yo también me sentí frustrado cuando tenía tu edad y mi padre me sacó a cazar y no pude ser tan bueno como los hombres que me rodeaban. Pero aún no eres más que un chico. Algún día serás un hombre hecho y derecho, te lo prometo. Vamos, deja de llorar ahora.
El pequeño Judd hizo esfuerzos por tragarse los sollozos y luego se pasó una mano bajo la nariz.
—Eso está mejor —asintió su padre. Pero cuando el chico se limpió la mano en los pantalones, Colin MacGregor frunció el ceño—. ¿Dónde tienes el pañuelo? Toma. Para limpiarte la nariz debes utilizar el pañuelo, no la mano.
—¡Ah, no me chinches! —exclamó Judd tomando el pañuelo que le tendía su padre.
Colin enarcó las cejas.
—¿Dónde has aprendido esa clase de lenguaje?
—Se lo oí decir a los peones.
—Pues tú no eres un peón y no vas a usar esa clase de palabras, ¿entiendes? —Judd asintió con la cabeza, en silencio. Colin lo tomó por los hombros y añadió—: Escucha, algún día vas a ser el señor de Kilmarnock. Vas a ser un señor y un caballero, y los caballeros no utilizan esa clase de palabras.
Colin estudió el rostro de su hijo, tan parecido al de la querida Christina, y pensó una vez más: «Este chico necesita una madre».
Era un hecho brutal que tenía que afrontar, por mucho que le disgustara la idea. Habían transcurrido ya catorce meses desde la muerte de Christina; era hora de empezar a pensar en volver a casarse. No quería arriesgarse a perder a Judd y encontrarse sin ningún heredero. Colin se negaba a creer que todo aquel duro trabajo que había realizado en el pasado no sirviera para nada.
De joven, al llegar a Australia, Colin MacGregor no había encontrado una clase dirigente establecida, o un campesinado, sino sólo una serie de estratos sociales superpuestos que no estaban claramente definidos. Supo entonces que de ahí terminaría por surgir una aristocracia. Él había construido su castillo como una vanguardia de aquella civilización en un lugar salvaje, medio domesticado, y como un medio de recordar a los de sangre común que entre ellos vivía un verdadero señor. Había trabajado duro para dar a Kilmarnock un nombre que fuera sinónimo de poder e influencia, un nombre que, según creía sinceramente Colin, hacía que el hombre ordinario se sintiera orgulloso de vivir cerca. Un nombre que había que seguir transmitiendo.
Tomó a Judd de la mano y lo condujo hacia la tienda de los refrescos. Colin superaba en estatura a los sirvientes y mozos; era un hombre alto, de porte aristocrático, vestido con elegancia con un suéter de punto de cruz, una chaqueta a cuadros, y unos pantalones de piel de topo enfundados en unas brillantes botas negras. No había ningún rastro de suciedad en Colin MacGregor, ni una mota de barro o de polvo que echara a perder su perfección. El trabajo de la granja lo dejaba en manos de sus agentes, mientras él se ocupaba de tareas mucho más propias de caballeros.
Aceptó un whisky de uno de los mozos y se volvió hacia su capataz, Locky McBean, que llegó en ese momento, desmontó, se quitó el sombrero y se puso a darle vueltas en las manos. A Colin no le gustaba mucho aquel hombre, pero lo creía necesario y, además, hacía lo que se le decía sin hacer muchas preguntas.
—Me temo que tengo malas noticias para usted, señor MacGregor —dijo—. Se trata de Jacko Jackson.
—¿De veras? ¿Qué pasa con él?
La mirada de Locky se posó por un momento sobre el carrito de las botellas de licor, permaneció allí un momento y luego volvió a mirar a su patrón.
—Las ovejas de Jacko tienen la tiña, y este año no tendrá producción de lana —dijo, antes de volver a mirar hacia las botellas y pasarse la lengua por los labios.
—¿Y…? —preguntó Colin. Sabía que otros ovejeros, como Westbrook y Frank Downs, bebían con su personal, y permitían otras familiaridades en su propiedad, pero él no bebía ni con su capataz—. Continúe, ¿qué pasa con Jacko?
—Le ha rechazado… Ha rechazado su oferta de préstamo.
—¿Cómo es posible? —replicó Colin—. En toda la colonia no hay un solo banco que acepte prestarle dinero.
—Parece ser que Hugh Westbrook se lo ha prestado. Jacko obtuvo el dinero de Westbrook.
El rostro de Colin se ensombreció. Cuando Westbrook apareció por primera vez en el distrito occidental, hacía de eso doce años, Colin MacGregor y el resto de los ovejeros no creyeron que pudiera sobrevivir. Pero Westbrook les sorprendió a todos, no sólo porque sobrevivió, sino porque logró éxito con una finca que hasta entonces no había tenido más que mala suerte. Ahora, Merinda se había convertido en una granja ovejera próspera y deseable, que ocupaba uno de los mejores lotes junto a la ribera del río, con unos pastos excelentes y abundancia de pozos.
A Colin no le parecía justo que Westbrook prosperara de aquel modo, mientras que Christina yacía fría en su tumba.
—Está bien —dijo despidiendo con un gesto al capataz.
Se quedó contemplando fijamente su bebida y entonces levantó la cabeza para ver a alguien que cabalgaba por la llanura. Era una mujer. No montaba de lado, sino a horcajadas, como los hombres. Eso significaba que sólo podía tratarse de Pauline Downs.
Colin sospechaba que Pauline se consideraba a sí misma como la más probable elección para convertirse en la próxima señora MacGregor. Recordó la última vez que había hecho una visita a Lismore para discutir con ella sobre unas veinte hectáreas de bosques situadas a lo largo de la ladera sur de las montañas. Se trataba de una propiedad que había estado en poder de la familia Downs desde hacía treinta y tres años, es decir, desde que el viejo Downs la comprara cuando empezó a crearse una gran propiedad en el distrito occidental, allá por el año 1840. La mayoría de los ovejeros los consideraban unos terrenos inútiles, no aptos como pastos debido al pobre suministro de agua de que disponían, y también incapaces de soportar una plantación de trigo o de otra cosa. Pero para Colin tenían algo que los hacía muy valiosos: se extendían a lo largo de los límites septentrionales de Merinda.
Colin recordó ahora la alegría con la que Pauline le había saludado, utilizando sus mejores encantos y ardides, para cambiar bruscamente de actitud cuando él le comunicó el propósito de su visita. A partir de ese momento, Pauline se había mostrado fría y le había dicho a Colin que no sabía si su hermano estaba dispuesto a vender, y que no estaba segura de que ella deseara convencerlo para que lo hiciera.
En cierta ocasión, Colin había especulado ligeramente con la idea de considerar a Pauline para el matrimonio. Pero después de haber valorado su carácter —aquel rasgo de independencia, aquel espíritu ferozmente competitivo—, había llegado a la conclusión de que sería un error. Colin no deseaba tanto una esposa y compañera como una madre para sus hijos, y quería asegurarse de que la siguiente señora MacGregor fuera complaciente, obediente y fértil. Pero, por encima de todo, era esencial que no le planteara exigencias y que, fuera del dormitorio y la habitación de los niños, tuvieran bien poco que ver el uno con el otro. Pauline Downs no encajaba en aquella imagen.
—Buenos días, señor MacGregor —dijo ella, desmontando—. Espero no parecer una intrusa.
Miró a Colin, que estaba de pie, alto y erguido bajo la luz del sol, con el cabello negro agitado por la brisa de la mañana. Y se sintió sorprendida al percibir un aguijonazo de deseo sexual.
—Ni mucho menos es una intrusa, señorita Downs. Estoy limpiando de sabandijas la zona. ¿Quiere usted unirse a mí? He traído algunos rifles de más.
—Los rifles no son necesarios —dijo ella indicando con un gesto el arco que llevaba cruzado sobre la silla.
—Vamos, señorita Downs —dijo Colin—. Los arcos y las flechas no son las mejores armas para una verdadera cacería.
—Puedo alcanzar con una flecha cualquier cosa que pueda usted alcanzar con una bala.
—Muy bien —dijo él sonriendo—, ¿qué le parece entonces ese árbol de ahí? ¿Diría usted que está a treinta y cinco metros? ¿Puede clavar una flecha en su tronco?
Colin la observó seleccionar una flecha y apuntar hacia el árbol. La forma en que estaba a la luz de la mañana, con vestido largo, corpiño apretado y una falda voluminosa, con el pecho contrapesado por un polisón y un sombrero con pluma en lo alto de sus rizos de color platino, la mano izquierda extendida delante del mango del arco, la derecha echada hacia atrás, hasta por detrás de su oreja, mientras apuntaba… todo eso le hizo pensar en un poema que había leído en cierta ocasión:
«Fría Diana, Cazadora de la Luna, asesina del ciervo, virgen eterna…».
Sabía que el aspecto de Pauline era engañoso. Alta y esbelta, con la piel blanca y un aire decididamente femenino, Pauline hacía creer a la gente que era delicada, en la forma que se supone deben serlo las mujeres de la buena sociedad. Pero Colin sabía que era una mujer fuerte, tanto de cuerpo como de espíritu. No todo el mundo sabía que utilizaba un arco masculino y que era capaz de arrastrar veinte kilos.
Mientras la observaba soltar la cuerda del arco y enviar la flecha con un silbido directamente hacia el objetivo, con seguridad, Colin se dio cuenta de que había algo de sexual en la forma en que Pauline manejaba el arco y la flecha, con la espalda tan recta, los hombros cuadrados, la mandíbula a la misma altura que el hombro izquierdo. Le asombró pensar en ella como una mujer hecha para el dormitorio.
—Señorita Downs —dijo Colin al ver que ella seleccionaba una segunda flecha del carcaj y se disponía a disparar de nuevo—, parece una competición injusta disparar contra un blanco que no se mueve.
Pauline se giró de pronto, con el arco tensado delante de ella y la flecha apuntada directamente contra Colin. Hizo un amago de movimiento y luego se echó a reír.
—¿Puede cazar con ese aparato tan primitivo, señorita Downs? ¿O sólo dispara contra árboles y montones de heno?
Ella destensó la cuerda y bajó el arco.
—No hay nada contra lo que yo no pueda disparar con esto, señor MacGregor —le aseguró.
—Pero ¿es tan bueno como un arma de fuego?
—¿Quiere usted que lo pongamos a prueba?
—Hay un canguro gris-azulado que ha sido visto junto al río —dijo él con una mueca—, y que lleva un joey. Se lo he prometido a Judd. El chico tiene ahora nueve años y aún tiene que cobrar su primera pieza. ¿Le gustaría unirse a nosotros? ¿O quizá no está tan segura como aparenta con ese arco y esas flechas?
—Al contrario, señor MacGregor. Me siento muy segura con mi arco y mis flechas. Y me encantaría demostrarle lo que es capaz de hacer una flecha de caza.
El grupo se dirigió hacia el río, con Pauline y Colin a la cabeza, y Judd entre ellos, montado en su poni. Les seguían los mozos, llevando mantas, cestas de picnic y armas de fuego. En último término se encontraba Ezekial, el explorador aborigen, que cabalgaba a pelo.
—Y a propósito, señor MacGregor —dijo Pauline—. ¿Sigue estando interesado en esas veinte hectáreas de terreno?
—¿Acaso su hermano ha decidido venderlas?
Frank todavía no sabía nada al respecto, pero Pauline sabía que no se opondría. Aquellos terrenos eran inútiles para él, y si venderlos hacía feliz a Pauline, entonces estaría de acuerdo.
—Estoy segura de que podría convencerlo —dijo ella.
—¿Cuándo puedo reunirme con él para discutir las condiciones?
—Frank anda demasiado ocupado con su periódico como para preocuparse por algo como eso. Puede usted acordar el trato conmigo.
—¿Cuáles son entonces las condiciones?
—Todavía no lo sé, pero estoy segura de que usted y yo podremos llegar a alguna clase de acuerdo. —Él se volvió a mirarla, pero no dijo nada—. ¿Cuántos años tiene ahora Judd? —preguntó—. ¿Me ha dicho nueve? Dentro de poco tendrá que enviarle a la escuela.
—He decidido no enviarle a la escuela. Quiero que se quede conmigo.
—Pobre niño; tiene una edad muy difícil para estar sin madre. En el distrito se habla de usted y de Vilma Todd.
—Las gentes del distrito no parecen tener nada mejor que hacer con su tiempo. Para ser franco con usted, señorita Downs, no tengo la menor intención de pedirle a la señorita Todd que sea mi esposa. Ni a Verity Campbell, de quien estoy seguro también habrá oído hablar en relación con mi nombre.
—¿Quiere decir que no tiene la intención de casarse?
—Tengo toda la intención de hacerlo, pero planeo casarme fuera del distrito.
Mientras hablaba de las diversas candidatas a las que estaba considerando, todas ellas hijas de hombres destacados de Melbourne, Pauline sintió que su seguridad en sí misma experimentaba una vacilación. Pero luego recordó lo que ya sabía de él y recuperó su propia seguridad.
Lo que no sabía ninguna de aquellas jóvenes del distrito era que la noche en que murió Christina, Colin había jurado vengarse del hombre a quien acusaba de la muerte de su esposa y de su niño no nacido aún: Hugh Westbrook. Joanna no había acudido cuando se la llamó y Colin le echaba la culpa de eso a Westbrook. Desde entonces, Pauline había observado a Colin y había sido testigo de su creciente obsesión por arruinar a Hugh. Sólo ella sabía que eso era lo que había impulsado a MacGregor en su determinación por comprar tantos terrenos: apoderarse finalmente de Merinda y destruir al hombre que, según se había convencido a sí mismo, debía sufrir por la muerte de Christina. El hecho de que pudiera tener éxito en sus propósitos no preocupaba a Pauline en lo más mínimo. Hugh era un adversario competente, y plantearía una lucha magnífica. A Pauline la parecía que sería muy interesante ver la lucha entre aquellos dos hombres.
Pensó de nuevo en aquellos terrenos que confinaban con los límites septentrionales de Merinda. Sólo ella sabía por qué se mostraba Colin tan ansioso por ponerle las manos encima. La venganza era un instrumento poderoso. Y si ella jugaba sus cartas con habilidad, también podría utilizar aquella fuerza en ventaja propia.
Cuando llegaron al río, un par de chorlitos que anidaban cerca, en el suelo, echaron a volar nerviosamente, trazando círculos sobre los invasores y lanzando chirridos con su forma peculiar. Ezekial se puso al frente del grupo, conduciendo su caballo a lo largo de la orilla del río, examinando el terreno. Colin le seguía de cerca, con Pauline y Judd. Todo estaba tranquilo junto a la orilla del agua, y el aire olía a tierra fangosa y putrefacción. Unas sombras oscuras permanecían estancadas entre los troncos macizos que se elevaban junto al río y los árboles de la goma. Los caballos avanzaban cuidadosamente entre los restos, evitando los troncos caídos e infestados de termitas y los huecos de las serpientes. Un emú macho, acuclillado sobre un nido de huevos recién puestos, estaba echado con el cuello extendido sobre el suelo y apenas si se movió cuando los cascos de los caballos pasaron cerca. Por encima de las cabezas, una pareja de galas de color gris rosáceo gritaban alrededor de un agujero en el que se había formado un nido.
—Ha estado aquí, señor MacGregor —dijo Ezekial con tranquilidad, señalando huellas frescas de canguro—. No hace mucho. Quizá esta mañana. Y también lleva el joey con ella.
Colin asintió con un gesto y se volvió en la silla para mirar a Pauline, que llevaba el gran arco cruzado sobre la silla y el carcaj con las flechas sujeto a la espalda. Habían acordado que ambos intentarían cazar al canguro, Colin utilizando su rifle, y Pauline su arco. Pero, según dijo Colin, el joey había que dejárselo a Judd.
Cruzaron el río por un lugar de aguas poco profundas y continuaron por la otra orilla durante una corta distancia, hasta que el explorador les condujo a lo largo de una pequeña hendidura. Ezekial levantó la mano, haciendo que el grupo se detuviera. Luego se deslizó del caballo, desmontando, y se puso a cuatro patas sobre el terreno, examinándolo con atención. Los demás esperaron en silencio.
Ezekial conocía muy bien esta zona. Cuando era un muchacho había vivido en un pequeño poblado situado algo más lejos, río arriba, con toda la familia completa, que por entonces contaba con casi treinta miembros. Desde entonces, había visto morir a los suyos a causa de las enfermedades del hombre blanco, o asesinados por los hombres blancos que deseaban sus tierras. Ahora era el único que quedaba de aquella familia, y de vez en cuando se contrataba para hacer un trabajo de exploración. Ezekial ya era viejo, pero no se sentía amargado por el exterminio de su gente. Admitía que así eran las cosas y que el final del Sueño estaba cercano.
—¿Y bien? —preguntó Colin finalmente—. ¿Qué te parece?
Ezekial se puso de pie y frunció el ceño.
—Creo que esa canguro azulada se ha metido por entre aquellos árboles de allí, señor MacGregor. Pero el viejo Ezekial no irá allí.
—¿Por qué no?
—Es terreno tabú, señor MacGregor. Pertenece al Sueño Emú. Mala suerte si entramos ahí.
—En tal caso, quédate aquí. Judd, sígueme.
Avanzaron por entre los árboles, todavía a caballo, hasta que llegaron a un pequeño claro. Una vez allí, desmontaron, dejaron a los animales con uno de los mozos y continuaron a pie su silenciosa exploración.
Pauline lo hacía llevando preparado el arco, con una flecha de caza de punta mortalmente acerada tensada ligeramente contra la cuerda del arco. Le alegraba llevar su vestido especial para practicar el tiro con arco, compuesto por una chaqueta de paño sobre una falda estrecha que le llegaba hasta los tobillos, un modelo que ella misma se había diseñado y que, aun no siendo tan práctico como el atuendo de un hombre, no era tan malo como llevar un vestido que fuera arrastrando por el suelo.
Colin escuchó un sonido, se detuvo de pronto y miró a su alrededor. Judd, que no prestaba atención, chocó contra su padre y recibió una mirada de reprimenda. Los tres permanecieron quietos, escuchando, casi conteniendo la respiración.
—¡Allí! —susurró Pauline, señalando.
Levantó el arco y apuntó.
El canguro hembra, con su pelaje gris-azulado de aspecto humoso bajo la luz otoñal, levantó la cabeza de la hierba que estaba comiendo y se quedó mirando fijamente a los cazadores. Cerca, el joey también ramoneaba la hierba que crecía junto al río.
Colin levantó su rifle, pero Pauline ya había disparado su flecha.
El canguro dio con rapidez una fuerte patada en el suelo con una de las patas traseras y el joey, al escuchar la señal de alarma, levantó la cabeza a tiempo para ver a su madre dar un salto en el aire y recibir una flecha en el costado. Cayó al suelo pateando salvajemente. Y entonces se levantó, brincando, con sangre bajándole a borbotones por el muslo.
Antes de que Pauline pudiera apuntar con una segunda flecha, se escuchó el disparo del rifle de Colin y el canguro pegó un salto hacia atrás, cayendo al suelo con un desagradable ruido sordo.
El joey, lleno de pánico, empezó a dar saltos frenéticos en dirección a su madre, pero luego cambió repentinamente de dirección y empezó a alejarse.
—¡Dispara, Judd! —gritó Colin—. Lo tienes a tu alcance. ¡Hazlo ahora!
Judd se quedó petrificado, y temblaba tanto que no podía sostener siquiera el rifle.
—¡Ahora!
Judd trató de seguir con su arma al asustado joey. Sintió náuseas. Y empezó a llorar.
—¡Maldito chico! —gritó su padre—. ¡Dispara!
Judd apretó el gatillo y cayó hacia atrás.
—¡Le has dado! —gritó Colin echando a correr hacia los canguros muertos—. Es el mismo canguro hembra que tratamos de cazar la primavera pasada, Judd. Ya te dije que llevaba un joey en la bolsa.
Le dio la vuelta al animal, empujándolo con la punta de la bota, tomó la flecha de Pauline y la extrajo de un tirón. Luego, arrojándosela, dijo triunfalmente:
—¡Creo que ha perdido usted la prueba, señorita Downs!
Pero Pauline estaba ayudando a Judd a levantarse.
—Vamos —le dijo con suavidad—. Te encuentras bien.
El niño, sin embargo, lloraba incontrolablemente.
—¡Pobre pequeño joey! —gritó—. ¡Pobre pequeño joey!
—Ven aquí, Judd —ordenó Colin con una expresión de aburrimiento.
El niño no se movió; los hombros le pesaban y se pasó la manga por debajo de la nariz.
Después de haber escuchado los disparos, los mozos llegaron corriendo por entre los árboles.
—Buen disparo, señor —dijo uno de ellos.
El hombre se arrodilló, se sacó un cuchillo del cinturón y procedió a cortar las colas de los canguros.
—Judd —volvió a llamar Colin con un tono significativo—. Ven aquí a reclamar tu trofeo.
Pero el chico retrocedió, sorbiéndose la nariz y tragándose apenas los sollozos.
—Vamos, Judd —le dijo Pauline dándole un suave empujón—. Haz lo que te dice tu padre.
Finalmente, Judd caminó con rigidez hacia el lugar donde se había producido la carnicería, con sus ojos azules muy abiertos y llenos de horror. Al ver las colas ensangrentadas separadas de los cuerpos sin vida, se volvió hacia un lado y vomitó.
—Vamos, ven aquí, hijo —dijo Colin tendiéndole la cola del joey—. Esta ha sido la primera pieza que has cazado. Eso es algo de lo que sentirse orgulloso.
Al tomar a Judd por el brazo, Pauline intervino.
—Colin, espere —le dijo, sabiendo lo que se disponía a hacer.
Pero ya fue demasiado tarde. Colin untó el rostro y el cabello de Judd con la cola ensangrentada.
El niño se puso a dar gritos.
—Pero ¿qué es lo que te pasa? —gritó Colin a su vez, tratando de sostener el cuerpo de su hijo, que se retorcía de rabia.
—Está asustado —dijo Pauline—. Déjelo solo.
—¡Asustado! Maldita sea, señorita Downs, a mí me ensangrentaron cuando tenía siete años de edad y no me asusté por eso.
—¡Pero él no lo comprende! ¡No sabe qué está haciendo usted!
Mientras los mozos intercambiaban miradas de ansiedad ya que sabían que, cuando su jefe se enojaba, todos terminaban por pagar el pato, Ezekial observaba la escena con expresión suave. Colin MacGregor no era el único hombre blanco que lo contrataba; otros ovejeros también pagaban los servicios del viejo explorador cuando iban de caza. Y él ya había visto con anterioridad este ritual, ese cortarle la cola a la primera presa que se mataba y untar con su sangre el rostro de quien lo había hecho. Se trataba de una antigua tradición que, según le habían explicado a Ezekial, procedía de un viejo país, aunque allí se trataba de otro animal al que llamaban zorro. Era uno de los pocos ritos del hombre blanco al que Ezekial le encontraba cierto sentido. Aunque ellos siempre se olvidaban de pedir el perdón del animal antes de matarlo. A ningún aborigen se le ocurriría pasar por alto una formalidad tan importante, ya que eso traía consigo mala magia.
Judd pateó y gritó hasta que por fin consiguió liberarse. Se apartó de su padre y cayó en los brazos de Pauline.
—Vamos, vamos —dijo ella, tratando de calmarlo—. Todo está bien. Esto le sucede a todo el mundo la primera vez. Pero ya no volverá a ocurrir.
—Deje de mimarlo —dijo Colin—. ¿Cómo espera que se haga mayor y sea un hombre si no empieza a aprender ahora? ¡Deja ya de llorar, Judd!
—Gritarle no le va a servir de nada. Lo único que conseguirá será empeorar las cosas. ¿Es que no se da cuenta de lo alterado que está? —Acarició el cabello de Judd y añadió con voz tranquilizadora—: Vamos, vamos. Todo está bien. Ahora regresaremos a casa.
Dejó a Judd al cuidado de uno de los mozos, quien se encargó de lavarle la cara y darle un trozo de tarta de gelatina. Colin se acercó a donde estaba Pauline.
—Discúlpeme por haberle gritado así, señorita Downs. Me preocupo por Judd. Ese chico debe aprender a cuidar de sí mismo. Si yo lo perdiera…
—Estará bien, señor MacGregor.
Uno de los mozos se acercó con champán y unas copas. Mientras Pauline tomaba una de las copas, volvió el rostro y entrecerró los ojos mirando en la distancia.
—¿No es eso la propiedad Merinda? —preguntó—. ¿Se ha enterado, señor MacGregor, de que la esposa de Hugh está esperando su primer hijo? —Observó la expresión de dureza que se extendió sobre el rostro de Colin—. No me sorprendería que dentro de unos pocos años tuviera usted por vecinos a toda una carnada de jóvenes Westbrook —añadió ella con una risa—. Tengo entendido que a Hugh le van las cosas bastante bien. Incluso ha empezado a construir una casa río abajo. Y, al parecer, ha conseguido un carnero extraordinario con el que, según afirma, creará una nueva raza de ovejas más robustas. Quién lo habría dicho hace años, cuando llegó al distrito por primera vez, ¿verdad, señor MacGregor?
Vio dónde estaba posada la mirada de Colin: en la franja de terreno que se extendía a los pies de las montañas, las veinte hectáreas que rodeaban Merinda por la parte norte. Cuando ella ya empezaba a retirarse, Colin la tomó de pronto por el brazo, diciéndole:
—Señorita Downs, me dijo usted que su hermano estaba dispuesto a venderme esos terrenos.
—Bueno, quizá «vender» no fuera la palabra exacta —replicó ella.
—¿Qué quiere usted decir?
Ella dirigió la mirada hacia donde estaba Judd, que ya parecía haberse olvidado de su terror.
—Ahora se siente mejor —dijo Pauline señalando al niño con un gesto—. Todo lo que necesitaba era un trato amable.
—Tenía usted razón al decir que Judd necesita una madre —dijo Colin con cierto recelo, tras un momento de silencio—. Y yo he reflexionado mucho sobre ese tema. De hecho, quizá no fuera justo para el chico traer a la casa a una persona extraña. Necesita a alguien con quien ya se sienta cómodo.
—Él conoce a la señorita Todd, y también a la señorita Campbell.
—Sí.
Pauline se volvió a mirarlo. Observó cómo la brisa le agitaba el cabello negro, mientras él hacía esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas.
—Estaba pensando, señorita Downs, que quizá Judd preferiría que yo me casara con alguien como usted.
—¿Como yo?
Él se volvió a mirar hacia las montañas, en dirección a la próspera propiedad de Merinda, donde se imaginaba a Hugh Westbrook disfrutando de una vida feliz con su esposa.
—¿Lo consideraría usted? —preguntó.
—Quizá —contestó Pauline con una sonrisa.