12

Sarah observó al extraño que caminaba por entre los árboles; ella permaneció escondida sin dejar de seguirle a lo largo de la orilla del río. Cada vez que él se detenía, ella hacía lo mismo; cada vez que él reanudaba el camino, ella también, siguiéndole como una sombra. Nunca le había visto con anterioridad.

Ella había bajado al billabong para recoger raíces de diente de león para Joanna, y entonces había visto al hombre a la orilla del río; un hombre cuyo aspecto no se parecía al de ninguno que ella hubiera visto antes.

Iba extrañamente vestido, con los pantalones de cuero y la camisa de hilo blanco con las mangas arremangadas. No llevaba chaqueta ni corbata e iba con la cabeza al descubierto. Sarah vio cabello de un color castaño ligero casi tan largo como el de ella, atado a la nuca en forma de cola de caballo. Llevaba un libro grande y plano y se detenía con frecuencia para dibujar o escribir en él. Ella vio que sus manos eran largas y delgadas. «Es un caballero», pensó.

Se movió a través de los bosques, deteniéndose para inspeccionar un árbol, para observar el cielo por entre las ramas, para escribir algo. Sarah distinguió un relampagueo brillante y metálico en su muñeca derecha.

Su cuerpo se tensó; aquel hombre no era de por allí. Durante el año y medio que llevaba viviendo en Merinda, Sarah nunca había visto a nadie junto al río, excepto a Joanna. Este lugar era especial para ella y para Joanna. Aquí era donde las dos recogían sus hierbas, donde hablaban y aprendían la una de la otra, intercambiándose secretos de mujer. Joanna le hablaba a Sarah del ancho mundo, donde los barcos navegaban por vastos océanos y donde los militares bailaban correcta y rígidamente con las mujeres jóvenes y hermosas. Y Sarah le hablaba a Joanna de cómo sus antepasados crearon el mundo.

Sarah consideraba este lugar especial como el de su iniciación. El reverendo Simms había interrumpido su iniciación junto a las viejas de la misión. Ella no había terminado de aprender los secretos del clan de la Foca. Pero ahora aprendía otros secretos sobre la vida, que eran tan sagrados como aquellos.

—Cuando colocas esta semilla dentro de la tierra —le había dicho Joanna—, y le añades agua, luz del sol y amor, la semilla crecerá, del mismo modo que crece un ser humano.

El pueblo de Sarah nunca ponía semillas dentro de la tierra, no hacían crecer las plantas. Esto era magia, magia buena.

Y ahora, en este día de marzo en que el verano daba paso a un otoño suave, un extraño hollaba estas tierras. Eso hizo que Sarah se sintiera incómoda; tenía una cierta sensación con respecto a aquel extraño, pero no era capaz de darle un nombre. Quizá fuera porque se trataba de un hombre.

Sarah recordó el día en que Ezekial declaró este lugar como un lugar de Sueño del Viejo Hombre Canguro. Pero ella sabía que Ezekial estaba equivocado. El Viejo Hombre Canguro no había cantado este lugar hasta hacerle surgir a la existencia; este lugar había sido cantado mucho antes por la antepasada Canguro. Sarah lo sabía porque había sido una madre canguro, y no un hombre, el que le había ofrecido a Joanna una señal de que este lugar era sagrado. Ezekial podía ser un viejo y merecer todo su respeto, pero él no era una mujer, y, por lo tanto, no sabría nada sobre la antepasada Canguro.

Y ahora un hombre extraño caminaba por aquí. Temía que pudiera traer magia mala a este lugar. Perturbaría su línea de canto. A medida que se iba acercando peligrosamente a las ruinas sagradas, Sarah contuvo la respiración. Notaba, por debajo del vestido, el amuleto del antepasado Foca. Se dio cuenta de que no disponía de tiempo para esperar a que llegara Joanna y alejara de allí al extraño y que sería ella la que tendría que detenerlo.

Le observó caminar más allá del billabong, con su cuerpo alto y delgado silueteado contra la superficie opalescente del estanque. Luego, se dirigió hacia las ruinas. Sarah le siguió sin hacer ruido, sin perderle un solo momento de vista. Cuando el hombre se detuvo al borde de los viejos muros, ella también se detuvo; el hombre estaba observando las piedras sagradas.

Se arrodilló para efectuar su examen desde más de cerca. Se inclinó aún más para tocarlas.

Cuando Joanna se quedó contemplando fijamente el dibujo de la Serpiente del Arco Iris, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Su aspecto era exactamente el que había descrito su madre en el diario: la serpiente gigantesca que se le había aparecido en sueños. Contemplar una criatura tan grotesca y aterradora y, sin embargo, experimentar cierta familiaridad con ella era algo que perturbaba a Joanna. El único ojo penetrante de la serpiente parecía mirarla directamente a ella, burlarse de ella, desafiarla a descubrir la fuente de su poder.

—Sé que está usted interesada en las Cosas aborígenes, señora Westbrook —dijo el señor Talbot, el propietario de la librería Emporium—, así que cada vez que me encuentro con algo que creo pueda gustarle, se lo reservo. Este libro es bastante raro y creo que muy fascinante.

Joanna leyó el título: Mi vida entre los aborígenes, por sir Finlay Cobb, escrito en 1827, exactamente cuarenta años después de que los primeros hombres blancos pusieran pie en Australia, y tres años antes de que llegaran allí sus abuelos.

—Sí, señor Talbot —asintió Joanna contemplando la perturbadora imagen de la Serpiente del Arco Iris—. Parece muy interesante.

No podía apartar la mirada del ojo hipnotizador de la serpiente. De repente, se dio cuenta de que, por alguna razón, aquel ojo único de la serpiente había figurado ampliamente en los sueños de su madre, no sólo en las pesadillas, sino, sorprendentemente, también en los sueños-recuerdo. «Veo a mi madre salir de la cueva —había escrito lady Emily— y, en el momento siguiente, una serpiente gigante sale de improviso de la cueva, con un único ojo que me aterroriza. Extrañamente, la mujer que me sostiene no se aterroriza. Y las gentes de piel oscura que me rodean parecen sentirse muy felices».

—¿Señora Westbrook? —dijo el señor Talbot—. ¿Desea usted comprar el libro?

—Sí —asintió ella, entregándoselo.

Se puso la mano sobre el abdomen y pensó en la nueva vida que se estaba desarrollando allí. Iba a tener un hijo, pero su alegría se veía ensombrecida por el temor al legado de su madre.

Había transcurrido un año y medio desde que Joanna desembarcara del Stella; ella y Hugh ya estaban casados desde hacía un año y seguía tratando de resolver, con la misma intensidad de siempre, el misterio del pasado de su familia, descubrir la tierra que sus abuelos habían dejado en una escritura. Pero, por el momento, no había logrado enterarse de mucho: la gente había contestado a las indagaciones planteadas por Frank Downs en el Times, pero siempre había un problema; o bien las fechas eran erróneas o las descripciones de los Makepeace eran inexactas; además, también se recibieron ofertas sospechosas, con información puesta a la venta. No había recibido ninguna comunicación de la Sociedad de Taquigrafía de Londres, de modo que Joanna dudaba de que fueran capaces de ayudarla. Una visita que efectuó a Farrell and Sons, cartógrafos de Melbourne, no arrojó ninguna luz nueva sobre los datos mencionados en la escritura; en cuanto a las oficinas gubernamentales de información catastral, todas habían contestado lo mismo: necesitaban más información.

Pero Joanna sabía que tenía que insistir, sobre todo ahora que iba a tener un bebé.

Su diligencia se había visto por fin recompensada. Mientras conducía el carro todo lo rápidamente que podía, ansiosa por regresar a casa, junto a Hugh, el libro recién adquirido se balanceaba en su cesta de la compra, junto con el correo para Merinda, que incluía, por fin, una carta de Patrick Lathrop desde San Francisco, un hombre que en otra época podría haber sido buen amigo de su abuelo. Joanna hubiera deseado que el caballo fuera más rápido para llegar antes junto a Hugh. Ahora le resultaba doloroso estar alejada de él y siempre que estaban juntos experimentaba una profunda sensación de seguridad y consuelo. Se sentía ansiosa por enseñarle la carta de Lathrop y la promesa que esta parecía contener que pronto habría terminado su investigación. «Creo que usted conoció a mi abuelo», le había escrito a Lathrop en varias cartas, enviadas durante un período de algunos meses. No había perdido la esperanza de que él aún pudiera estar con vida, sobre todo porque las cartas no le habían sido devueltas. Y ahora, por fin, allí tenía una respuesta de él.

Dirigió el carro hacia el patio y miró ansiosamente a su alrededor. Adam estaba en el mismo sitio donde lo había dejado aquella mañana, ayudando a Matthew en el establo. Ahora, el niño tenía seis años y se mostraba ávido por participar en todo lo que ocurría en la granja. Al no ver la menor señal de Hugh o de Sarah, Joanna entró en la cabaña.

Una serie de acontecimientos inesperados, ocurridos durante el año anterior, habían retrasado la construcción de la nueva casa junto al río, de modo que aún vivían en la cabaña de troncos, aunque se le habían añadido varias habitaciones para hacerla más cómoda; se habían enyesado las paredes interiores, y también había más muebles. Joanna tenía muchas ganas de que su familia se trasladara, alejándose del polvo, las moscas y los olores del patio ovejero, para vivir junto al río, donde el aire era más claro, fresco y saludable. Y ese traslado no tardaría en producirse. Hugh había estado inspeccionando sus rebaños, que ahora contaban con diez mil ovejas, y había declarado que en el próximo mes de noviembre obtendrían su mejor producción de lana y lanolina. A continuación empezarían a construir una nueva y exquisita casa junto al río.

Joanna dejó la cesta y extrajo el libro. Se subtitulaba «La verdadera y detallada narración de la estancia de un hombre blanco entre los salvajes de Australia». Se estremeció al pensar en lo que pudiera contener. Quizá se mencionara allí la existencia de la montaña roja que aparecía en los sueños de su madre, o encontrara una descripción del culto de la Serpiente del Arco Iris, o incluso una explicación de las canciones-veneno y los crímenes que las causaban. Porque ahora Joanna estaba convencida de que uno de sus abuelos o los dos tenían que haber roto un tabú y habían sido castigados por ello.

Se metió la carta de Lathrop en el bolsillo y salió para ir a recoger a Adam y luego salir en busca de Hugh.

El hombre levantó la mirada y vio a la muchacha allí de pie, medio en las sombras, medio en la luz del sol, morena, quieta y en silencio, como los árboles que la rodeaban.

—Hola —dijo, sonriendo.

Sarah lo miró detenidamente. Él se levantó, limpiándose una rodilla.

—Este es un lugar muy hermoso —dijo—. ¿Vives tú aquí? —Sarah siguió mirándole fijamente. Aquel hombre hablaba con un acento extraño—. ¿Es este tu jardín? —preguntó.

Entre las plantas nativas que crecían a lo largo del billabong —el ranúnculo y las campanillas azules, los arbustos de agracejos y los helechos de árbol—, Joanna había plantado especies exóticas, como el eneldo, el pimentón y el romero, que, según le había dicho a Sarah, poseía propiedades curativas. También cultivaba jengibre en otro lugar junto al río, donde un pequeño salto de agua sobre unos cantos rodados abrasados por el sol proporcionaba la humedad necesaria. El jengibre estaba a corta distancia de las ruinas, pero ahora, al mirar al extraño, Sarah creyó captar la pesada fragancia de las últimas flores.

Miró la muñeca del hombre. Llevaba un hermoso brazalete hecho de pesada plata incrustada de turquesa. Hasta entonces, nunca había visto a un hombre llevar ninguna joya.

—¿Hablas inglés? —preguntó el hombre.

Pero Sarah no dijo nada.

El hombre se agachó e inspeccionó una planta.

—Sello de oro —murmuró—. Los indios de América lo utilizan para curar afecciones del estómago. —Levantó la mirada y contempló el jardín—. Esto parece un jardín de plantas medicinales. ¿Eres curandera?

La mirada de Sarah parpadeó, fijándose en un punto situado más allá de la cabeza del hombre. Este se volvió y vio la granja a través de los árboles.

—¿El propietario de este jardín vive allí? —Sonrió—. Al menos veo que comprendes lo que te digo. Me llamo Philip McNeal. ¿Cuál es tu nombre?

Al preguntar esto, extendió la mano hacia ella, pero Sarah se quedó muy quieta. Él la estudió, percibiendo aquellos ojos profundos en forma de hoja, el cabello castaño rojizo que le caía largo y sedoso, sin peinar, los pies desnudos y las piernas cubiertas de polvo, el vestido que, sin lugar a dudas, había pertenecido a otra persona, pero que había sido alterado para que le encajara. Ella no parecía tenerle miedo, ni sentirse tímida. Había algo de desafiante en la forma en que permanecía allí de pie. La tomó por una muchacha salvaje a quien quizá alguien estaba tratando de domesticar.

Cuando dio un paso hacia las piedras cubiertas de musgo, Sarah se puso rígida.

—No quieres que entre ahí, ¿verdad? —dijo él—. ¿Es un lugar sagrado? Siento el mayor de los respetos por los lugares sagrados —añadió con una sonrisa. Se dio cuenta de que, aun cuando su mirada seguía siendo recelosa, ahora contenía una chispa de interés—. Me recuerdas a una mujer joven que conocí una vez —siguió diciendo—. Era una india navajo, miembro del clan del Cielo. Yo resulté herido y ella se encargó de cuidarme. Se llamaba Polen en el Viento. He estado tratando de leer las marcas de estas piedras. ¿Sabes tú lo que significan? Polen en el Viento vivía en un cañón donde hay ruinas como estas. Se dice que estuvieron habitadas por una raza llamada de los anasazi, que es una palabra navajo que significa «extranjeros antiguos», y que dejaron marcas parecidas a estas.

Movió un brazo para indicarlas con un gesto y observó que ella seguía el movimiento de su muñeca.

—Ya veo que te gusta mi brazalete —dijo—. Polen me lo regaló. —Se lo sacó y se lo mostró a Sarah—. Adelante —la animó—, échale un vistazo desde cerca.

De repente, Sarah retrocedió un paso.

Tjuringa —dijo.

—Vaya —dijo él con una sonrisa—. De modo que puedes hablar. Yo no sé lo que es un… tjuringa. Para mí esto es algo que llevo porque me recuerda a alguien especial. Cuenta una historia, ¿comprendes? Hay un arco iris en la parte superior, y una serpiente en la inferior. La serpiente era el tótem personal de Polen. —Sarah lo miraba con los ojos muy abiertos—. ¿Puedes hablarme de este lugar? —preguntó él—. Realmente, me gustaría saber algo —añadió con una amplia sonrisa.

Sarah desvió la mirada hacia el otro lado del río, donde se extendían las llanuras que relucían bajo la luz del crepúsculo del verano.

—Te estoy haciendo preguntas que se supone no debo hacerte, ¿verdad? —dijo McNeal volviendo a colocarse el brazalete en la muñeca—. Al principio, Polen también fue así. Su pueblo había estado luchando con los soldados blancos desde hacía muchos años, hasta que finalmente se rindieron. Se vieron obligados a recorrer un largo camino a través del desierto y a vivir en un lugar que no era su territorio ancestral. Al principio, Polen no confió en mí, pero más tarde sí. Mi gobierno creyó que su pueblo debía aprender a vivir en casas adecuadas. Yo soy arquitecto. Y eso fue lo que se suponía que debía hacer por el pueblo de Polen: enseñarles a construir las casas de los hombres blancos.

Sarah seguía observando al extraño con atención. Cuando se levantaba la brisa, las sombras se desplazaban sobre su rostro. Se dio cuenta de que era atractivo, a pesar de la nariz ligeramente ganchuda que, por lo visto, se había roto en alguna ocasión. Había en su voz una tonalidad suavemente nasal y hablaba de cosas que ella nunca había oído en labios de un hombre blanco: de tótems y de clanes, de lugares sagrados y de serpientes del arco iris. No vio en él nada de la rudeza que solía percibir en los hombres que habían sido forjados por las zonas despobladas de Australia, o la dureza y la arrogancia que los hombres blancos parecían llevar como una capa.

—Sarah —dijo ella con suavidad.

—¿Es ese tu nombre? —preguntó él levantando las cejas—. ¿Sarah? Es un nombre muy bonito. Si vives aquí, entonces sé que nos haremos amigos. He sido contratado para construir una casa aquí.

Una expresión desconcertada apareció en el rostro de ella, pero antes de que él pudiera añadir nada más, escuchó el sonido de unos pasos que se aproximaban. Se volvió y vio a una mujer joven que se le acercaba, llevando de la mano a un niño pequeño.

—Hola —dijo la mujer—. Usted debe de ser el señor McNeal. ¿Cómo está? Soy Joanna Westbrook.

Se estrecharon las manos y McNeal observó que la esposa de Hugh Westbrook era bastante más joven de lo que había esperado, incluso unos años más joven que él mismo, y que era muy bonita. Observó que tenía los ojos del color del ámbar, y que su abundante cabello castaño le ondulaba alrededor de un cuello delgado, dejando al descubierto un par de brillantes pendientes azules. Llevaba un largo vestido de color verde pálido, con un broche en el cuello.

—Ya veo que ha conocido usted a Sarah —dijo Joanna.

—Sí —asintió él—. Al parecer, no quiere que esté aquí.

—Este es un lugar muy especial para su pueblo, señor McNeal.

—¿Vive ella aquí?

—Vive con nosotros, en la granja.

—Sarah es mi amiga —intervino Adam.

—Pues entonces eres afortunado —dijo McNeal echándose a reír y alborotándole el pelo.

—Este es Adam —dijo Joanna, observando que Philip McNeal se comportaba con una relajada seguridad en sí mismo que raras veces se encontraba en un hombre que no hubiera cumplido aún los treinta años, y que le indujo a preguntarse qué le había traído originalmente a Australia.

—¿Por qué tiene el cabello largo? —preguntó Adam mirando fijamente a McNeal.

—¡Adam! —exclamó Joanna en tono de reproche.

—No se preocupe, señora Westbrook —dijo McNeal volviendo a reír. Luego, mirando a Adam, contestó—: Aprendí a llevar el cabello de esta forma cuando viví con algunos pueblos nativos en América. Y aprendí un montón de cosas entre ellos. —Miró a Sarah y preguntó—: ¿Por qué son sagradas estas ruinas para Sarah, señora Westbrook?

—Pertenecen al clan Canguro —explicó Joanna—. Los aborígenes creen que la antepasada Canguro pasó por aquí durante el período del Sueño y que cantó para que este lugar surgiera a la existencia. Su espíritu todavía está aquí. Nadie excepto un miembro del clan Canguro, puede andar por aquí.

—Es un pueblo muy espiritual —dijo McNeal mirando a la muchacha, que permanecía en silencio.

—Habrá oído decir, señor McNeal, que los hombres blancos que llegaron a este continente eran visionarios. Pero lo cierto es que los que ya vivían aquí eran soñadores.

McNeal se giró y miró a su alrededor, hacia los pesados árboles de caucho que se reflejaban sobre la estremecida superficie del estanque.

—Su esposo me dijo que deseaba que construyera la casa aquí. ¿Qué ocurriría si lo hiciera?

—¿Qué quiere decir?

—¿Causaría eso problemas? Quiero decir, ¿lucharían los aborígenes cuando vieran amenazados sus lugares sagrados?

Joanna recordó de nuevo lo que le había dicho Farrell, el cartógrafo: «El nombre de Karra Karra podría haber sido cambiado hace años. Hoy podría ser Barranco de Johnson, o New Dover. Puede usted pasar por ese sitio y no llegar a saber nunca que ese era el lugar que andaba buscando».

—Resistieron hace años —contestó ella—. Pero no pudieron hacer nada contra las armas y los caballos europeos.

—En el lugar de donde vengo hay guerras —dijo McNeal con un tono de voz solemne—. Las tribus de los sioux, los navajo y los apache luchan contra los soldados blancos por defender su derecho a conservar sus territorios. Se trata de batallas terribles y sangrientas, con grandes matanzas por ambos lados.

—Sí, hemos leído algo al respecto —asintió Joanna.

McNeal miró a Sarah y el hermoso rostro de Polen pasó fugazmente por su mente. Volviéndose hacia Joanna preguntó:

—¿Qué suponen los aborígenes que sucedería si construyéramos una casa aquí?

—Al parecer, este lugar se encuentra a lo largo de una línea de canto. Los aborígenes creen que cambiar las líneas de canto significa cambiar la creación. Profanar un lugar sagrado es descrear el mundo.

—Descrear el mundo —repitió él, pensando en el día en que se había despedido de Polen y de su pueblo, sabiendo, incluso entonces, que ya nunca volvería a verla, ni a ella, ni a su mundo.

—¿Se desborda alguna vez este río, señora Westbrook? —preguntó mirando a su alrededor para ver si había un lugar alternativo para construir.

—No lo sé. No llevo viviendo aquí mucho tiempo. Sólo hace un año y medio que llegué a Australia.

—¿Me permite preguntarle qué fue lo que la trajo aquí? —dijo, un tanto extrañado acerca de la relación que pudiera existir entre esta agraciada mujer joven, el niño y la muchacha aborigen semisalvaje.

—Mi madre murió hace dos años —contestó Joanna—. En la India. Murió de una aflicción espiritual. —Hizo una pausa, pensando en la canción-veneno—. Ella creía que esa aflicción recaería sobre mí de algún modo. Vine aquí para averiguarlo, y para curarme.

—¿Es esa la razón por la que ha creado aquí un jardín de plantas curativas?

—Estas hierbas curan el cuerpo, señor McNeal. En cambio, la curación que yo ando buscando me temo que es algo más complicada. Es algo que, en parte, tiene que ver con un lugar.

—¿Qué lugar?

—Un sitio llamado Karra Karra, pero cuya localización no he descubierto todavía.

—¿Se trata de un lugar sagrado?

—Posiblemente, pero no estoy segura.

—¿Y por qué es tan difícil descubrirlo?

Joanna pensó en el caballero al que había conocido en Melbourne el año anterior, un erudito inglés que se había pasado cinco años estudiando a los aborígenes. «Si Karra Karra es el nombre de un lugar sagrado —le había dicho—, es posible que nunca lo encuentre usted. He aprendido que hablar de un lugar sagrado con un hombre blanco es tabú. De hecho, es posible que encuentre a un aborigen que conozca la localización de Karra Karra, pero que no esté dispuesto a decírselo a usted».

—Quizá Karra Karra no sea un lugar real, señora Westbrook —dijo McNeal ahora—. Quizá se trate de un estado mental, de una filosofía.

—¿Qué es eso? —preguntó Adam señalando el brazalete de plata y turquesa.

—Adam —le reprendió Joanna.

—No importa. Toma, Adam —dijo McNeal tendiéndole el brazalete.

A través de los árboles, Joanna vio al viejo Ezekial, de pie, al otro lado del río. Ella ya se había acostumbrado a que el viejo apareciera de improviso por allí, se quedara un rato mirando fijamente y luego desapareciera tan repentinamente como había llegado. No había hablado con ella desde el día que se encontraron junto al río, cuando él le había arrojado el boomerang para asustarla, pero sabía a través de Sarah que ahora el anciano ya no se oponía a que Joanna se quedara en Merinda. Ahora casi era afectuoso con ella, y a veces, Joanna tenía la extraña sensación de que, cuando la miraba, él la estaba protegiendo.

—Es la persona con la que debería hablar acerca de la cultura de los aborígenes, señor McNeal —dijo Joanna.

Él miró al anciano aborigen que permanecía de pie, como una estatua, junto a la orilla del río. Luego dijo:

—Quizá Sarah pueda explicarme cosas. El pueblo con el que viví centraba sus vidas en las canciones. Cantaban una canción durante horas, e incluso días. Para ellos, sus canciones lo eran todo, su historia, su arte, su religión. La canción del Coyote, por ejemplo, está compuesta en realidad por más de trescientas canciones. ¡Y yo sólo pude memorizar diez de ellas!

—¿Qué es un coyote? —preguntó Adam.

—Una especie de perro salvaje oriundo de América. Es algo más pequeño que vuestros dingos.

De repente, Joanna sintió un escalofrío. Aquellas palabras le habían hecho pensar de nuevo en la mañana en que se encontraba junto al río, cuidando de su jardín de plantas curativas y, al levantar la mirada, había visto un dingo moviéndose entre los árboles. El animal se había detenido a mirarla, y luego siguió rápidamente su camino, alejándose. Lo que dejó atónita a Joanna en ese momento, y lo que ahora había recordado vívidamente, fue el terror que experimentó después de haber visto al perro salvaje. Eso le había hecho pensar a su vez en el día en que aquel otro perro rabioso penetró en el recinto militar y en cómo la madre de Joanna, desesperadamente temerosa de los perros durante toda su vida, se había interpuesto entre el perro y su hija. Ahora, Joanna ya era consciente del enorme acto de valentía que había significado eso para ella. También se había dado cuenta, conmocionada, de que, de algún modo, había heredado el temor de su madre a los animales aislados o a los perros salvajes.

—¿Y a usted, señor McNeal, qué le trajo a Australia? —preguntó.

—Supongo que podría decirse que yo también ando buscando algo. Asistí a una destacada universidad del este de Estados Unidos, donde pensé que aprendería todo lo que había que saber. Pero terminé por darme cuenta de que, en realidad, no sabía nada. Mi padre murió durante la guerra, en un lugar llamado Manassas, y mi madre nunca fue capaz de aceptar ese hecho. Yo quería saber cómo era posible que sucedieran cosas como la guerra. Quería saber por qué el mundo era como es. Así que viajé por todo Estados Unidos, a la búsqueda de respuestas. Viví durante algún tiempo con los pueblos andinos, y luego me marché y llegué aquí. —Miró a Sarah, que estaba observando el brazalete que tenía Adam, y añadió—: Me temo que nos encontramos ante un problema, señora Westbrook. Me he pasado toda la mañana revisando los terrenos situados por aquí, junto al río, y he llegado a la conclusión de que el lugar donde se encuentran estas ruinas es el mejor para construir su casa. Evidentemente, la gente que vivió aquí hace mucho tiempo también sabía eso. En todos los demás lugares el terreno es demasiado arenoso y húmedo y, además, siempre se corre el riesgo de que el río se desborde. Es posible que usted y su esposo tengan que tomar una decisión: construir aquí, o allá arriba, donde están ahora, en la granja.

Hugh cabalgó de regreso a casa a galope rápido. Tenía noticias para Joanna y apenas si podía esperar. Pero al desmontar escuchó a alguien pronunciar su nombre. Estrechó los ojos para protegerlos del resplandor del sol de marzo, y vio una figura familiar que llegaba en ese momento, montada a caballo. Era Jacko, el propietario de una finca de veintiocho hectáreas situada al nordeste de Merinda.

—¿Puedo hablar un momento contigo, Hugh? —preguntó.

Hugh miró hacia el sol, notando lo tarde que era. Se había pasado todo el día revisando las cercas. Tenía calor, se sentía cansado y estaba deseando ver a Joanna.

—¿Qué sucede?

Jacko desmontó. Era un hombre algo rechoncho, que sudaba bajo el calor del final del verano.

—Se trata de la doncella, Hugh. He venido para preguntarte si no le podrías dar ese trabajo a mi Peony.

—¿De qué estás hablando?

—Esta mañana he estado en la ciudad y le he oído decir a Poli Gramercy que tu esposa va a contratar a una doncella para que la ayude en la casa, ahora que va a tener un bebé. —Hugh miró fijamente al hombre—. Peony es una buena chica, Hugh —siguió diciendo Jacko—. Es posible que no sea muy lista, pero es honrada y tranquila. Y, bueno, ahora ya tiene dieciocho años y no creo que encuentre a ningún hombre que quiera casarse con ella. Mi esposa y yo nos sentimos muy preocupados por su futuro. ¿Qué me dices, Hugh?

Hugh apenas si había escuchado lo que le dijo Jacko. Su mente repasaba con rapidez los últimos días, recordando las indisposiciones matinales de Joanna, una mirada especial que le había captado en el rostro y un estado de ánimo excepcionalmente alegre cuando se marchó esta misma mañana en dirección a Cameron Town. Hizo un esfuerzo para volver en sí y prestarle atención a Jacko.

—¿Y dices que se lo has oído comentar a Poli Gramercy?

La viuda Gramercy era la comadrona local.

—Espero que no te importe que yo haya venido así, Hugh. Sabía que en cuanto se corriera la voz se presentaría un ejército de chicas para solicitar ese trabajo. Y mi Peony… bueno, ella es…

La voz de Jacko pareció desvanecerse mientras Hugh se volvía a mirar fijamente hacia la cabaña. De modo que Joanna había ido a visitar a la comadrona.

—¿Te importaría pensarlo, Hugh?

Volvió a mirar a Jacko. En el distrito, todo el mundo conocía a la pobre Peony Jackson y la historia de su nacimiento. Jacko se encontraba arando un campo cuando su esposa empezó a sentir los dolores del parto dos meses antes de lo esperado. La pobre Sal se encontraba sola, sin nadie que pudiera avisar al médico o a las esposas vecinas. Había tardado casi todo un día y una noche en tener al bebé, ella sola, cuando Sal sólo contaba diecisiete años de edad. Y había sido su primer bebé. Todos habían dicho que aquel bebé no podría sobrevivir, pero sobrevivió. Y Peony había crecido hasta llegar a ser una muchacha agradable, tranquila y obediente, aunque tenía una ligera deficiencia mental.

—Hablaré con mi esposa al respecto, Jacko —dijo Hugh—, pero creo que Peony podrá tener ese trabajo. Y ahora, si no te importa…

Empezó a retirarse, pero el hombre se quedó donde estaba, apartándose una mosca de la cara. Tras un instante de silencio, dijo:

—Me estaba preguntando, Hugh, si estabas enterado de los problemas que tengo.

—Últimamente he estado trabajando bastante en los corrales más lejanos; ¿de qué problemas se trata?

—Mi rebaño se ha visto infectado por la roña, y este año no podré conseguir una buena producción de lana.

Hugh se quedó atónito. Sabía que Jacko se había estado esforzando para lograr sacar adelante su finca, una pérdida así podría significar su ruina. Y Jacko tenía seis hijos, y un séptimo que venía en camino.

—Lo siento —dijo Hugh—. No lo sabía.

—Yo juraría que detrás de todo esto está ese bastardo de MacGregor —dijo Jacko sacándose un pañuelo y secándose el rostro sudoroso—. Hace ya algún tiempo que anda detrás de mi propiedad. Apostaría a que, de algún modo, mezcló algunas ovejas en mal estado con mis rebaños. ¿Recuerdas a Rob Jones, que tenía su propiedad al otro lado de donde está situada la mía? Fue MacGregor quien se enteró de que estaba en bancarrota. No puedo demostrarlo, pero lo cierto es que Rob vendió a MacGregor, y ese bastardo también quiere apoderarse ahora de mi finca.

—Pero ¿qué te hace pensar que MacGregor está detrás de eso?

—Porque me ha enviado a su agente para ofrecerme un préstamo. Está muy claro qué es lo que persigue, Hugh. Si yo acepto su dinero y luego sucede algo el próximo año, me habré quedado otra vez sin producción de lana, y él se apoderará de mi finca.

Hugh observó el rostro ancho y honrado de Jacko y tuvo ganas de lanzar un juramento. Pensó en la forma en que Colin MacGregor había cambiado en el año transcurrido desde la muerte de su esposa y de su hijo nonato. Parecía sentirse consumido por el odio y la venganza. Y la avaricia, porque estaba comprando todos los terrenos que podía en el distrito utilizando, si era necesario, tácticas despiadadas. Era como si, de pronto, hubiera abandonado todo sentido de la ética y la conciencia, hasta el punto de que los demás ovejeros ya empezaban a mostrarse preocupados. Hugh sospechaba incluso que MacGregor había puesto sus ojos en Merinda.

—No me gusta que se expulse a ningún hombre de esta tierra, Jacko —dijo—. Dile al agente de MacGregor que no aceptas su oferta. Yo te prestaré el dinero.

—¿Harás eso, Hugh? —preguntó Jacko mirándole asombrado—. ¿Puedes hacerlo?

Hugh pensó en la casa que estaban a punto de empezar a construir y en el caro y nuevo carnero de raza que deseaba adquirir, en los pozos que quería perforar, en las cercas que había que arreglar. Y ahora… con un bebé en camino. Pero había inspeccionado su rebaño y sabía que la producción de lana de este año iba a ser mejor que nunca.

—No te preocupes, Jacko —dijo—. Me las arreglaré. Y al año que viene, cuando termine el esquileo, estarás llevando lana a Melbourne con todos los demás.

Poco después, mientras Jacko se alejaba a caballo, Hugh subió los escalones de la terraza y entró en el frío interior de la cabaña. Joanna no estaba allí, pero vio sobre la mesa su sombrero y la cesta de la compra, junto con los periódicos de la semana que ella siempre le traía.

Al volver a salir, vio a alguien más que llegaba a caballo al patio. Esta vez era un hombre joven llamado Tim Forbes, que trabajaba como mensajero en Cameron Town. Por lo visto, había cabalgado fuerte. Vio el saco de efectos postales a la grupa del caballo.

—Un paquete especial para usted, señor Westbrook —dijo—. Aquí lo tiene. Pero debe firmarme.

Hugh estampó su nombre en un recibo y el joven le entregó una caja cuadrada, del tamaño aproximado de un melón, envuelva en papel de embalar y atada.

—¡Pues ya lo tiene todo! —dijo Tim—. ¡Que pase un buen día!

Y tras decir esto se alejó a caballo.

Hugh inspeccionó el paquete y vio que iba dirigido a Joanna. El remitente era el abogado de Bombay que le enviaba su asignación. Bajó presuroso hacia el río, donde encontró a Joanna cerca de las ruinas aborígenes, en compañía de Adam, Sarah y el arquitecto de Melbourne.

—¡Papá! —gritó Adam echando a correr hacia Hugh, quien lo tomó en brazos y lo hizo girar.

—Hola, grandullón. ¿Qué has estado haciendo?

—¡Ya sé decir las vocales!

—¿Sí? A ver cómo las dices.

—A, e, i, o, tú y a veces yo.

—Pues te sobra una.

—¿Por qué?

Hugh se echó a reír y lo dejó en el suelo.

—No importa.

—¿Qué hay en la caja? —preguntó Adam.

—Es algo para tu madre. Hola, señor McNeal —saludó Hugh rodeando con el brazo la cintura de Joanna—. Quisiera decirle que hace un año, cuando nos vimos, le dije que deseaba algo estadounidense, al estilo de una plantación sureña según dijo usted mismo, con columnas y aguilones. Pero ahora hemos cambiado de idea. Mi esposa y yo queremos que nuestra casa sea australiana, adaptada a este clima y a este ambiente. No queremos una casa que indique a la gente de dónde venimos o dónde nos gustaría estar, sino dónde estamos. —Cuando vio que McNeal fruncía el ceño, preguntó—: ¿Ocurre algo?

—Hugh —intervino Joanna—, tenemos un problema.

—Pero este es el único lugar donde podemos levantar la casa —dijo Hugh una vez que ella se lo hubo explicado—. Aquí hay una sólida base de roca, un buen drenaje y no se corre la amenaza de un desbordamiento del río.

—Pero esto es un lugar del Sueño —dijo Joanna—. Es sagrado para los aborígenes.

—Sí, lo sé, pero los aborígenes ya no viven aquí. Ni siquiera vienen por este lugar, al que parecen haber olvidado. Están olvidando todos sus lugares de Sueño. Y nosotros tenemos que construir nuestra casa en alguna parte. No podemos seguir viviendo en la cabaña. —Al observar la expresión angustiada en su rostro, se volvió y le preguntó a Philip McNeal—: ¿Qué le parece a usted?

—No lo sé, señor Westbrook. Es posible que podamos encontrar un lugar alternativo. Tengo que llevar a cabo algunas pruebas sobre la consistencia del terreno, ver dónde hay arena, dónde hay arcilla, comprobar los niveles de la capa freática, y toda esa clase de cuestiones. Si no desea la casa al estilo estadounidense, quizá sea posible diseñar algo que resuelva el problema. —Sonrió antes de añadir—: Es un desafío, pero eso es lo que a mí me gusta. Si no le importa, me gustaría seguir echando un vistazo.

—Desde luego.

McNeal se alejó entre los árboles, regresando de nuevo al río, seguido por Sarah y Adam.

—Hugh —dijo Joanna—, ¿de dónde viene ese paquete?

Se volvió hacia ella con una mirada ansiosa.

—¿Qué dijo Poll Gramercy? —preguntó.

—¿Cómo sabías que había ido a ver a la señora Gramercy? Oh, Hugh, quería que fuese una sorpresa.

—Créeme, Joanna, estoy sorprendido. ¿Qué dijo ella?

—La señora Gramercy confirmó mis sospechas. Vamos a tener un bebé.

Hugh la tomó en sus brazos y la besó.

—¿Qué quieres que sea? —le preguntó.

—Espero que sea un hijo por ti —contestó Joanna—, pero yo desearía una hija. Siempre he querido tener una niña pequeña.

—A mí también me gustaría una niña. Nunca tuve hermanas, y nunca conocí a mi madre. Siempre he pensado lo bonito que sería tener una hija.

La volvió a besar, sosteniéndola cerca de sí, pensando en lo maravillosa que era aquella mujer que había aparecido de un modo tan inesperado en su vida hacía ya año y medio, cambiándolo todo. Pensó en la balada que estaba escribiendo, inspirada en dos Navidades anteriores, cuando las palabras acudieron a su mente: «Ella recorrió los mares agitados, hasta llegar a este país dorado…». Era la balada más larga que hubiera escrito nunca, y ya la tenía casi terminada y ahora, de repente, se le ocurrió cuál sería su título: «El Sueño… para Joanna».

—Tim Forbes acaba de traer esto para ti —dijo Hugh tendiéndole el paquete—. Llegó por correo especial.

—Es del señor Drexler —dijo ella, sorprendida, empezando a abrir el paquete.

—Y ahora veamos cuáles son mis noticias —dijo Hugh—. ¿Recuerdas que te hablé de que conocí en Melbourne a un hombre la última vez que llevé la producción de lana al puerto? ¿Un hombre llamado Finch?

Joanna se concentró en la búsqueda y finalmente lo recordó: en el mes de noviembre anterior Hugh le había hablado con excitación de que había conocido a un tal señor Finch, que era propietario de una clase especial de carnero. Según explicó Hugh, era de procedencia francesa, de una raza llamada Rambouillet, y poseía las características que él había estado buscando para cruzarlo con sus ovejas merinas, con la esperanza de encontrar una raza de ovejas lo bastante robustas como para que se adaptaran a las áridas llanuras de Queensland. Pero aquel carnero no estaba entonces a la venta.

—He recibido hoy mismo un telegrama de Finch. Ha decidido regresar a Inglaterra y ofrece venderme el carnero —dijo Hugh—. Es un animal magnífico, Joanna, grande y robusto, con una fuerte estructura y una lana de fibra larga. Finch asegura que da un vellón que pesa más de doce kilos de lana en bruto. Imagínatelo, Joanna. Si pudiera combinar las mejores características de ese carnero con mis mejores ovejas merinas, entonces habríamos avanzado mucho en nuestro propósito de crear una raza que pueda criarse en todo Queensland y en Nueva Gales del Sur. He soñado desde hace tanto tiempo en crear una nueva raza, que ahora que casi ya la tengo en mis manos, no puedo dejarla escapar.

—¡Pues claro que no! —exclamó ella sintiendo que la animación de Hugh era contagiosa—. ¿Cuándo podemos tenerlo?

—Tendré que salir inmediatamente para Melbourne. Finch me ha ofrecido la primera opción, pero seguro que habrá otros compradores. —Guardó silencio y la miró con ternura—. De modo que vamos a tener un bebé. —Se echó a reír—. Esto sí que es fantástico, un hombre que se entera por otro hombre de que su mujer está embarazada.

—El que hizo este paquete no tenía intención de que nadie pudiera abrirlo —dijo ella, que seguía tratando de romper la cuerda que lo ataba.

—¿Quieres que lo intente yo? ¿Qué crees que te habrá enviado Drexler?

—Ni me lo imagino. Y debe de haberle costado mucho la entrega especial. Mira todos estos sellos.

Aparte del cheque trimestral que llegaba desde el despacho de Drexler, en Bombay, Joanna no recibía ninguna otra comunicación del abogado. No obstante, esperaba tener noticias de él al cabo de un año, cuando ella cumpliera los veintiuno y tuviera derecho a recibir la herencia completa.

—Oh, tengo más noticias, Hugh —dijo recordando la carta de Lathrop. Se metió la mano en el bolsillo de la falda y la sacó—. Esto también ha llegado hoy. Es de Patrick Lathrop, el hombre mencionado en el diario de mi madre.

Mientras Joanna insistía con el cordel, que no parecía querer cooperar, Hugh abrió la carta y leyó en voz alta:

—«Mi querida señorita Drury, le escribo en respuesta a las diversas comunicaciones que me ha dirigido. Disculpe la tardanza de mi respuesta, pero he estado fuera. Como viajo mucho, mi dirección permanente en California es aquí, en el hotel Regent. En el caso de que surja la necesidad, siempre podrá ponerse en contacto conmigo a través de la señora Robbins, la propietaria.

»Sí, yo fui compañero de clase de su abuelo, en el Christ’s College de Cambridge, durante los años mil ochocientos veintiséis a veintinueve. Ambos queríamos prepararnos para recibir las sagradas órdenes de la Iglesia de Inglaterra. Recuerdo bien a John y a su esposa. ¡Yo fui su padrino de boda! Naomi, tan dulce y tan enamorada. John, tan celoso y ávido por iniciar su trabajo. Pero cuando se marchó a Australia no lo hizo como misionero, señorita Drury. Y le puedo asegurar que sus papeles no son precisamente sermones».

—Si no son sermones —comentó Hugh—, entonces, ¿qué son?

Tras una breve pausa, continuó leyendo:

—«John no llegó a terminar sus estudios en Cambridge, tras haber descubierto que no estaba dotado ni para el púlpito ni para la vida religiosa. De hecho, yo ya sospechaba que su abuelo era más bien un agnóstico, aunque él nunca lo admitió. En lugar de predicar la Biblia, estaba mucho más interesado por demostrarla. Por lo que recuerdo, se mostró particularmente interesado por la narración del Edén.

»Tenía una teoría según la cual Dios, desilusionado con Adán y Eva, había decidido crear un segundo Edén en otra parte del mundo. John creía poder encontrar ese segundo Edén en Australia. Cuando leyó narraciones en las que se hablaba de un pueblo primitivo descubierto en el asentamiento de Sydney, y que al parecer se trataba de un pueblo que no sabía leer ni escribir, que no conocía la rueda, que vivía desnudo y que ni siquiera cultivaba sus propios alimentos, creyó que aquello era el segundo Edén, del que los padres originales no habían sido expulsados. John basaba su teoría en el hecho de que los aborígenes australianos temían y reverenciaban a la serpiente y que, en consecuencia, no se habrían visto tentados por esta para comer del prohibido Árbol del Conocimiento. No sé si John pudo demostrar alguna vez su teoría.

»Me escribió usted acerca de los papeles de su abuelo, señorita Drury. Quizá se trata de las observaciones que hizo sobre el pueblo que estudió».

Hugh dobló la página y siguió leyendo:

—«Dice usted que parecen escritas en una especie de código. Algunos de nosotros usamos taquigrafía de una clase u otra para tomar notas durante las conferencias. Yo tenía mi propio sistema, que yo mismo inventé, aunque no era muy bueno. Recuerdo que el sistema de su abuelo era muy eficiente. Quizá si me envía una muestra, yo pueda traducírsela.

»Lamento mucho, señorita Drury, no poder ofrecerle más información precisa sobre lo que me plantea en su carta y sobre todo acerca del lugar específico de Australia al que viajaron sus abuelos. Pero recuerdo un hecho que quizá pueda servirle de ayuda. Les vi embarcar el día en que se marcharon, hace ahora cuarenta y tres años, en mil ochocientos treinta. Recuerdo que el barco tenía un nombre bastante exótico. El nombre, en sí, no lo recuerdo, pero sí sé que se trataba de alguna clase de bestia mítica. Tampoco recuerdo su puerto de destino, pero quizá, si pudiera usted identificar el nombre del barco, podría determinar también dónde desembarcaron».

—¡Una bestia mítica! —exclamó Hugh.

—Quizá fuera un unicornio —dijo Joanna—. O una serpiente marina. Hugh, en alguna parte tiene que haber quedado constancia de los barcos que llegaban a Melbourne o a Sydney. Iré a Melbourne contigo —dijo, excitada—. Revisaré los registros en busca de un barco con esa clase de nombre.

—Le pediré a Frank Downs que nos ayude. Él tiene amigos por toda la ciudad.

—Hugh, esto es imposible. Este paquete no quiere abrirse.

—Déjame que lo intente yo.

Tiró de la cuerda con fuerza y la rompió, apartó el papel de embalar y la cera del sello, y le tendió la caja a Joanna. Dentro, ella encontró una cajita más pequeña, rodeada de paja, con una carta en la parte superior.

Joanna tomó la carta, la leyó y luego exclamó:

—¡Oh, Hugh! ¡Voy a recibir mi herencia ahora! El señor Drexler dice que, puesto que ya estoy casada, no tengo que esperar hasta mi próximo cumpleaños. Y se trata de una cantidad bastante grande. ¿Qué haremos con ese dinero?

—Es tu dinero, Joanna. Tus padres lo destinaron para ti. ¿Qué es lo que quieres hacer tú?

—Me gustaría emplearlo en mi búsqueda de Karra Karra —contestó ella tras pensarlo un momento—. Mi madre lo habría utilizado para eso. En cuanto a lo demás, me gustaría apartar algo para nuestra hija, para su futuro.

—¿Qué hay en esa caja?

—No lo sé. El señor Drexler sólo dice que se trata de algo que mis padres dejaron en su caja fuerte. Dice que no sabe cuál es su valor, aunque sospecha que puede ser considerable.

Joanna tomó la pequeña caja y levantó la tapa. Luego, se quedó mirando fijamente su contenido. Finalmente, lo extrajo de la caja y se lo mostró a Hugh.

—Es un ópalo —dijo Hugh cuando vio la piedra que casi llenaba la mano de su esposa—. Un ópalo de fuego. Se reconoce por la forma en que el rojo reluce y parece seguir la luz del sol al girar la mano. Los ópalos de fuego son muy raros, Joanna, y bastante valiosos.

Joanna se sentía casi hipnotizada por la piedra. Era casi tan grande como un gajo de naranja, de forma irregular, y con unos colores deslumbradores: en medio de un mar amarillento había vividas llamaradas verdosas y rojizas que bailoteaban como fuego y que, tal y como había dicho Hugh, parecían seguir el sol cuando se giraba la piedra.

—¡Es muy hermoso! —exclamó ella—. ¿De dónde supones que lo obtuvieron mis padres? ¿Podría haber venido de Australia?

—He oído decir que en Nueva Gales del Sur se han encontrado ópalos, pero nunca nada como esto. Puede proceder de México, que es donde se encuentran las grandes minas de ópalos.

—Las llamas del centro parecen estar moviéndose. ¡Y los colores, Hugh! ¿Qué es lo que produce ese efecto?

—No lo sé.

—Se siente calor. Aquí —dijo, colocándole la piedra en la mano.

—Pues yo no siento nada —dijo él—. Lo único que noto es el tacto de una roca. —Le devolvió la piedra—. ¿Y tú no sabías que tus padres tenían esto?

—Ni siquiera recuerdo que lo hubieran mencionado —contestó Joanna mirando fijamente el deslumbrante núcleo rojo del ópalo, del que no podía apartar los ojos.

En ese momento apareció Philip McNeal, seguido a corta distancia por Sarah, que sostenía a Adam de la mano.

—Creo que he encontrado una solución a su problema, señor Westbrook —dijo—. El suelo parecer ser bueno por allá. Lo que podemos hacer es hundir unas profundas zapatas de muro, hasta unos dos metros por debajo del nivel del río, embutiéndolas en cemento. Sobre ellas podemos elevar los cimientos de la casa, y reforzarlos con un bunker de cemento. Si tiene problemas cuando se desborde el río, podemos ocuparnos de eso, construyendo un compartimiento estanco alrededor. Sin embargo, me temo que eso va a costar bastante dinero y que tardaremos más tiempo en construirlo. No obstante, si sigue usted interesado, creo haber encontrado el lugar ideal, que le mostraré si me acompaña a echar un vistazo. —Se volvió hacia Joanna y añadió, con una sonrisa—: Sé que es correcto construir ahí, señora Westbrook, porque he caminado por el lugar acompañado por Sarah y ella no ha dicho una sola palabra.

—Joanna —dijo Hugh—, ¿te importaría acompañar a casa a Adam y a Sarah? El señor McNeal y yo llegaremos dentro de unos minutos.

Salieron del bosque, Adam dando saltos por delante de ellas y cantando «Clic hacen las tijeras, muchachos, clic hacen las tijeras», mientras Joanna no dejaba de pensar en el asombroso ópalo y hacía planes para el viaje a Melbourne, preguntándose cuánto tendría que copiar de los papeles de su abuelo para enviarle al señor Lathrop. Sarah, que caminaba en silencio a su lado, se volvió una sola vez para mirar a Philip McNeal.