Sarah reunió sus piedras, plumas de cacatúa y brazaletes hechos con cabellos humanos, y se los llevó al río. Su magia había funcionado. Las fiebres tifoideas habían terminado y, aunque en el distrito habían muerto muchas personas, Joanna, Hugh y Adam no habían sufrido ningún daño.
Todo el mundo dijo que fue el señor Shapiro el que extendió la enfermedad por la zona occidental de Victoria, pero Sarah sabía que la había traído una canción-veneno. Y lo sabía porque su propio canto se había encargado de alejarla. Ahora había que enterrar los objetos del ritual, porque eran poderosos; tenían vida propia, y se les debía demostrar el debido respeto. Mientras los enterraba en la suave arcilla de la orilla del billabong, cantó una última canción. Pero esta era una canción de amor.
Sarah había visto el amor surgido entre Hugh y Joanna y el cariño que ambos compartían hacia el niño pequeño que había sido herido, y que ahora empezaba a curarse. Pero Hugh se iba a casar y Joanna había dicho que tenía que marcharse. Sarah, sin embargo, creía que Joanna cometía un error al marcharse. Ella pertenecía aquí. Su línea de canto la había traído hasta este lugar.
La canción que ahora cantaba Sarah era muy poderosa. La había aprendido de su propia madre, hacía mucho tiempo, antes de que su madre se marchara al desierto para no regresar nunca. Sarah la cantó para que Hugh y Joanna se unieran.
Y mientras cantaba, cubrió las cosas que acababa de enterrar, asegurándose de que no fueran encontradas jamás. Luego, se irguió, sentada, y observó al anciano que estaba de pie entre los árboles. Sostenía un boomerang, de la clase que la gente rica acudía a comprar a la misión, para luego colgarlo de las paredes de sus casas. Por un instante, Sarah lo vio como si fuera un fantasma. Ezekial llevaba la camisa y los pantalones que le había entregado la misión, pero se había puesto alrededor de la cabeza una cinta de cabello y allí donde sus brazos quedaban al desnudo, ella pudo ver las viejas cicatrices tribales que le habían producido los cortes que le hicieron en la carne hacía muchos años.
Se acercó a ella, caminando entre los árboles, ahora que había terminado su ritual y ya no era tabú aproximarse. Sarah se incorporó y permaneció de pie, en actitud respetuosa. Se miraron el uno al otro bajo la luz del sol que salpicaba el claro.
—Aquí hay una magia fuerte, Viejo Padre —dijo Sarah—. Hay magia de mujer-canción, y magia de canción-veneno. Necesito tu ayuda.
El viejo miró el boomerang que llevaba en la mano; era de los de «matar», en lugar de los de «volver». Lo había tallado él mismo, hacía ya mucho tiempo, grabando en su hoja los símbolos mágicos de su juventud. Mientras Ezekial lo contemplaba, tuvo que reconocer que en las últimas semanas había reflexionado mucho más que en toda su vida. Había observado y esperado, tal y como le había dicho a Sarah que haría, y aún seguía sintiéndose perplejo. Ahora ya no había nada que fuese sencillo. En los viejos tiempos había reglas que lo gobernaban todo, como la ley que determinaba cuándo podía hablar una suegra con su yerno; la ley que decía que, cuando un hijo se hallaba sometido a la iniciación, la madre tenía que hablar un lenguaje especial; la ley que dictaba quién se sentaba y dónde alrededor de un fuego de campamento, o quién recibía qué parte del wallaby asado, o quién tenía que traer el agua. En aquellos tiempos, antes de la llegada del hombre blanco, todos conocían las leyes y las respetaban, y el mundo era ordenado. Ahora, en cambio, se estaban quebrando las leyes, la gente olvidaba el viejo orden y los ancianos como él ya no tenían todas las respuestas.
Había reflexionado largo y tendido sobre la nueva mujer blanca de Merinda. La había observado y estudiado, y había considerado lo que Sarah le había dicho sobre ella. Él mismo había visto cómo Joanna había hecho actuar la magia para salvar a los hombres de la enfermedad, hasta a ella misma y a Hugh, a quien Ezekial respetaba y admiraba, y a quien consideraba como un amigo.
—¿Por qué cantas la canción del amor? —preguntó ahora.
—Para conseguir que Joanna se quede. Se ha marchado. Se marchó esta mañana. Hugh tiene que hacerla regresar.
Cuando Sarah reanudó su canción, Ezekial olisqueó el aire y levantó la mirada hacia el cielo. La canción de amor era magia de mujer; él no sabía nada de eso. Quizá funcionara, quizá no. Pensó por un momento y luego se volvió y echó a caminar por entre los árboles, hacia el camino principal. La canción de amor podía ser fuerte, decidió, pero a veces se necesitaba que la magia se viera ayudada por la intervención humana.
Hugh y Pauline caminaban por entre las lápidas, colocando flores bajo nombres familiares: Bill Lovell, David Ramsey y otros muchos llamados Cameron, McClintock y Dunn. Pauline se detuvo ante una lápida marcada que decía sólo «Bebé Hamilton, 22 de enero de 1872». Louisa no había sucumbido a las fiebres, pero la tensión le había causado un parto prematuro. Al dejar unas flores sobre la diminuta tumba, Pauline se preguntó si Louisa habría podido saber por el doctor Ramsey, antes de la muerte de este, cuál era el secreto para evitar el nacimiento.
Pauline no iba vestida de duelo completo, como les ocurría a muchas de las mujeres que visitaban el cementerio, pero sí llevaba un vestido gris ribeteado de negro, por respeto a las demás. Ella y Frank habían salido bien librados de la epidemia. Aunque, en cierto modo, su hermano se había visto afectado por las fiebres tifoideas: la señorita Dearborn había desaparecido. Frank se había pasado días enteros buscándola y terminó por creer que habría muerto a causa de las fiebres. Ahora, él había regresado a Melbourne, al trabajo de dirigir su periódico, dejando que el tiempo y el trabajo interpusieran distancia entre él y sus dolorosos recuerdos.
Caminando entre las tumbas, cogida del brazo de Hugh y sintiendo sobre ella el limpio sol de febrero, pensó: «Ahora debemos encarar el futuro. Debemos dejar la tragedia atrás y seguir viviendo». Sin embargo, aún no se había planteado entre ellos el tema de la boda, para la que sólo faltaba un mes. Por eso, se abanicó y dijo:
—¡Qué calor! Espero que no haga tanto el día de la boda.
—Pauline… —dijo Hugh.
Ella se dio cuenta de que llegaba el momento; lo había estado percibiendo así desde hacía días; hubiera deseado evitarlo, impedir que se produjera en la realidad.
—Salgamos de este lugar tan terrible, querido —dijo—. Vayamos a dar un paseo a caballo por las montañas. Parecen tan frescas y verdes…
—Pauline, tenemos que hablar —dijo Hugh.
De modo que ya era inevitable; aquello ante lo que había estado huyendo desde aquella tarde en que fuera a Merinda y encontrara a Hugh con Joanna, en la cabaña, ya estaba allí.
—No hables tan serio, querido —le dijo con una sonrisa—. Creo que este horrible cementerio ha echado a perder tu sentido del humor. ¿Por qué no vamos a «La zorra y los perros» y nos tomamos…?
—Pauline —insistió él—. Desde que nos conocemos, sabes que yo siempre he sido honrado contigo. Y ahora también tengo que serlo. Se trata de Joanna Drury.
—No, por favor —dijo ella.
—No sería justo para ti llegar al matrimonio ocultándote la verdad. Sería deshonroso, y un pobre reflejo de la alta consideración que te tengo.
—Vas a decirme que estás enamorado de ella, ¿verdad? —preguntó Pauline poniéndose rígida.
—Sí.
Ella volvió hacia él unos ojos fríos y azules.
—Y supongo que tienes la intención de seguir teniéndola cerca para que se ocupe de cuidar a Adam, ¿no es así?
—No. Eso no sería justo para ninguno de nosotros. Joanna se marcha. Ella tiene su propia vida y tú y yo tenemos la nuestra.
—Entonces, ¿por qué tienes que hablarme de tus sentimientos hacia ella? —gritó Pauline.
—Porque esa es la verdad; porque tú lo sabes de todos modos. No podría convertirme en tu esposo sabiendo que tú y yo nos hemos ocultado esa verdad.
La mandíbula de Pauline se adelantó, desafiante, al tiempo que lo miraba y preguntaba:
—¿Y qué dices de mí? ¿Me amas?
Él la miró. Era hermosa y elegante. Pero estaba pensando en Joanna, en besarla, y en la pasión que tanto les había conmocionado a los dos. Tomó las manos de Pauline entre las suyas y dijo:
—Te respeto y te admiro, Pauline. Siento por ti la más alta consideración.
—Pero no me amas.
—Me siento muy orgulloso de ti, Pauline.
—¡Hugh! —exclamó ella—. ¡Orgulloso! ¡Lo que yo quiero es que me ames!
Se apartó de él. ¿Por qué no podían haber mantenido aquello como un pequeño y oscuro secreto entre ambos? ¿A quién le habría hecho daño eso? Ella podría haber seguido aparentando y quizá, con el tiempo, hasta podría haber llegado a creer que él la amaba, o él podría haberla llegado a amar de verdad.
Sintió que la rabia se incrementaba dentro de sí y recordó entonces cómo había visto a Hugh con Joanna, con qué ternura la había tocado él, cómo la había contemplado, embelesado. Hubiera querido gritarle a Joanna: «¡Aléjate! ¡No te lo mereces! ¡No te lo has ganado! No le has amado desde que tenías catorce años, como yo. No le has rodeado el cuello con tus brazos y le has besado cuando tenías dieciséis años y él ganó el gran trofeo en la fiesta de los ovejeros. No te has pasado días y días llorando cuando tenías diecisiete años y Hugh fue traído a casa después de haber sufrido un accidente de caza, con el rostro mortalmente pálido y la camisa cubierta de sangre. Tú nunca has asistido a una carrera de caballos rezando con todas tus fuerzas para que fuera Hugh quien la ganase. ¡Yo sí que hice todas esas cosas! ¡Hugh estaba destinado a mí!».
—Me has dicho esto porque quieres cancelar la boda —dijo Pauline con un tono de voz controlado.
—No, Pauline, no ha sido esa la razón.
—Pero eso es lo que deseas, ¿verdad?
—No. Y el tema ahora no es lo que yo deseo.
—Dios mío, Hugh, no quiero un mártir por esposo. No quiero casarme contigo en tales condiciones, ¡sólo porque tú eres un hombre honorable!
—Pauline, seré un buen esposo para ti. Te proporcionaré una buena vida. Siempre, te seré fiel. Eso te lo prometo.
Pauline cerró los ojos y pensó: «Pero no me amas».
—¿Y cuándo empezarán el odio y el resentimiento? —preguntó—. En cuanto el pastor nos declare marido y mujer, te miraré y me preguntaré en qué momento y bajo qué circunstancias me mirarás y me odiarás… por no estar con Joanna.
—Nunca te odiaré, Pauline.
—Entonces te aburrirás de mí, ¡y eso aún será peor!
Pauline pensó en el amor que sentía por este hombre, en toda la planificación que había desarrollado para conseguirlo. El picnic bajo la lluvia, su propia proposición. Pensó en la campaña que había lanzado contra Joanna Drury, para hacerla sentirse como indeseada allí, para inducirla a marcharse. Ahora, al mirar hacia atrás, comprendió lo fría y lógicamente que había seguido su carrera, y con qué determinación lo había hecho, y ahora, al mirar a Hugh, comprendió que, aunque se había ganado su lealtad, su honor y su afecto, e incluso el derecho a llevar su apellido, no había ganado al hombre. Al final, aquella era una victoria vacía de contenido.
—Hugh —dijo—, quiero que me desees. Que te cases conmigo porque quieres hacerlo, incondicional y voluntariamente, por amor. No por ningún sentimiento noble, sino porque me deseas tanto como yo te deseo a ti.
—En estos precisos momentos no puedo ofrecerte ese sentimiento, Pauline.
—En tal caso, creo que deberíamos cancelar la boda —dijo ella.
Al ver que él guardaba silencio, Pauline sintió un dolor agudo en lo más profundo de su corazón.
«¿Por qué es tan duro el amor?», se preguntó. Allá estaba Colin MacGregor, encerrado en su castillo, llorando a su esposa muerta. Y Frank, que tan furiosamente había buscado a aquella mujer llamada Ivy. Y ahora…
—No se trata sólo de Joanna —dijo Pauline, protegiéndose instintivamente—. También hay otros problemas. La casa no está construida y no puedo soportar la idea de vivir en aquella cabaña. Tú tampoco quieres vivir en Lismore, sino que quieres estar allí mismo, en Merinda, supervisándolo todo. Y ahora me doy cuenta de que por mucho que lo haya intentado… no puedo sentirme muy animada con Adam. No le caigo muy bien a ese niño y no quiero aceptar ahora la carga de una criatura, sobre todo cuando es el hijo de otra mujer.
—¿Quién está siendo noble ahora? —preguntó Hugh.
—Garantízame el privilegio de terminar esto con dignidad y buen gusto, Hugh —dijo ella levantando la barbilla—. Eso, al menos, es algo que nos merecemos.
—¿Estás completamente segura de lo que dices?
«No —gritó en el fondo de su corazón—, no estoy nada segura. Quiero que me tomes entre tus brazos y que me digas que me amas y que te casarás conmigo, sin que importe lo que yo diga».
—Sí —contestó, dándole la espalda—. Es lo mejor. —Y cuando él se adelantó para obligarla a volverse, añadió—: Por favor, Hugh, si no te marchas ahora no conseguiremos ese final digno que te pedía, sino más bien una escena que luego lamentaríamos los dos.
—Permíteme que te lleve a casa.
—Caminaré, no está tan lejos, y tengo muchas cosas en que pensar. Habrá que cancelar los planes, dar explicaciones de algún modo… —Se quitó el anillo de compromiso e hizo ademán de devolvérselo.
—Consérvalo, Pauline. Seguimos siendo amigos.
Las lágrimas, como diamantes, brillaban en sus ojos cuando se alejó caminando. Se dio cuenta de la enormidad de su pérdida, viendo todo lo que nunca iba a ser suyo: la sensación del cuerpo de Hugh cerca del suyo, hacer el amor con él, poner en sus brazos a su primer hijo. Pauline vio en su mente dos futuros: el que podría haber sido suyo pero que ahora sería el de Joanna Drury y el que a partir de ahora sería verdaderamente el suyo, un futuro de largos años vacíos, únicamente llenos de soledad y lamento, a medida que ella fuera convirtiéndose en una mujer dura, amargada, que compararía a todos los hombres que conociera con Hugh Westbrook, para descubrir que a cada uno de ellos le faltaría algo. Una mujer que iba a ser como «la pobre señorita Flora», compadecida por sus amigas por haberse quedado «compuesta y sin novio».
Pero no, no iba a ser ese el futuro de Pauline, porque existía una tercera alternativa; y mientras esta empezó a configurarse en su mente, con su tristeza endureciéndose para formar una nueva resolución interna, volvió la mirada hacia el este, en dirección a Kilmarnock. Y pensó en el apuesto Colin MacGregor, encerrado en su mansión, llorando la pérdida de su esposa Christina.
«Querido señor Westbrook —escribió Joanna—. Cuando reciba esta yo ya estaré camino de Melbourne».
Se detuvo y observó el carruaje de postas que se estaba preparando para partir. Estaba sentada frente a la posada «La zorra y los perros», junto con otros pasajeros que esperaban para subir al carruaje. Los equipajes estaban siendo colocados y atados en la baca, y el primero en subir allá arriba había sido el baúl de Joanna.
Reanudó la escritura: «Puesto que ambos sabemos que no podía quedarme en Merinda una vez que usted se hubiera casado, he decidido marcharme ahora y evitarnos así una difícil despedida para ambos. Tiene usted por delante una nueva vida, y yo tengo que continuar el propósito que me trajo a Australia.
Quizá no fuera yo la responsable de las cosas que sucedieron en Merinda —las muertes de otras personas—, pero sé que me he visto atrapada por fuerzas que escapan a mi control. Le hice a mi madre una promesa, y le debo a mis futuros hijos el descubrir cuál es la maldición que ha caído sobre nuestra familia para, de algún modo, tratar de desactivarla».
Volvió a hacer una pausa, pensando en Hugh, en el momento en que él la encontró junto al río y la tomó entre sus brazos, en el flujo vital que de pronto le había recorrido todo su cuerpo, en lo fuerte que se había sentido en ese momento, el calor que había sentido, el beso, los besos.
Y a continuación pensó: «Vine aquí no para enamorarme y echar raíces, sino para reclamar una herencia, para descubrir Karra Karra, para permitir el descanso de los demonios que persiguen a las mujeres Drury».
Trató de enfocar la atención sobre lo que se disponía a hacer a continuación. Aquellos cinco meses de búsqueda no le habían permitido acercarse a Karra Karra o al misterio de los papeles de su abuelo, y ahora se encontraba igual que cuando había desembarcado del Stella. Se había enterado de que un tal señor Asquith había sido nombrado para el Consejo de Asuntos Aborígenes, y se había dirigido a él con la esperanza de que supiera algo y pudiera ayudarla. Pero el señor Asquith resultó ser un banquero que había sido nombrado para ese puesto por razones políticas y que ni siquiera había visitado una misión o reserva aborigen. El Registro de la Propiedad de Melbourne tampoco había podido ayudarla. Según le dijeron, en el título de propiedad no había información suficiente como para que ellos localizaran el terreno. Tampoco había recibido ninguna carta de Patrick Lathrop, en Estados Unidos, que en otro tiempo había podido conocer a su abuelo.
Ahora, Joanna tenía que empezarlo todo de nuevo, buscar nuevas pistas, nuevas señales que le permitieran seguir el camino correcto.
Siguió escribiendo: «Me marcho de Merinda con una gran tristeza, señor Westbrook, pero mi razón para estar aquí —ayudar a Adam— ya no existe. El niño ha iniciado el camino de una rápida recuperación. La misma noche que usted me encontró en el río y que le explicó a Adam que él no fue el responsable de la muerte de su madre, y que posiblemente no habría podido salvada, me di cuenta de que se iniciaba su curación. Sarah lo ayudará a efectuar el resto, así como usted mismo y la señorita Downs.
»Jamás olvidaré el tiempo que he pasado en Merinda; y nunca le olvidaré a usted, señor Westbrook. Le deseo toda la salud y felicidad posibles para el resto de sus días».
—Muy bien, señorita —dijo el cochero—, ya estamos preparados para marcharnos.
Joanna selló la carta y la dejó en el buzón de correos que había en la parada de la diligencia. Luego se acomodó junto a los demás pasajeros y poco después el conductor tomaba las riendas y la diligencia salía disparada hacia adelante, despedida por la gente.
Mientras los demás pasajeros se presentaban y hacían comentarios sobre lo caluroso del verano y la bendición que representaba el fin de la epidemia de fiebres tifoideas, Joanna se quedó mirando por la ventanilla, despidiéndose en silencio de aquel paisaje familiar, sabiendo que lo más probable sería que nunca más volviera a verlo. Y pensó: «Quizá algún día, dentro de varios años, regrese y vea cómo le van las cosas a Adam y qué ha sido de Sarah».
Cuando la diligencia se detuvo de improviso y escucharon voces en el exterior, uno de los pasajeros dijo:
—Uno que llega a última hora.
—Oh, querido, aquí ya no queda sitio —dijo una mujer de edad avanzada.
Quedaron todos asombrados cuando la puerta se abrió de pronto y Joanna se quedó sin habla al ver allí a Hugh, de pie, con aspecto furioso.
—Me encontré con Ezekial en el camino. Me dijo que te marchabas. Te marchabas sin despedirte siquiera.
—¡Eh, amigo! —exclamó uno de los conductores—. ¡No puede usted hacer eso!
—Pensé que sería lo mejor —dijo Joanna—. Que sería lo que usted preferiría.
—Buen Dios, ¿fue eso lo que pensaste? De no haber sido por Ezekial, te habría perdido.
—Oiga, o sube o cierra la puerta —dijo el conductor.
—Baje el baúl de la señorita Drury, por favor. Ha habido un error.
—Pero señor Westbrook… —empezó a decir ella.
—No voy a permitir que te marches, Joanna —dijo él—. No así. Quiero que te cases conmigo. Te amo.
Ella sintió las miradas de todos los demás pasajeros posadas sobre sí.
—No comprendo —dijo—. La señorita Downs…
—Regresa a Merinda conmigo, Joanna —la interrumpió él extendiendo una mano—. Te lo explicaré todo.
—Pero estábamos de acuerdo… Quiero decir, todos los problemas…
—Los afrontaremos juntos —dijo él sonriendo—, sean los que fueren. Te amo, Joanna. No puedo vivir sin ti. Te necesito. Y Adam también te necesita.
—Está usted reteniendo la diligencia, señorita —dijo uno de los conductores—. O viene con nosotros o se queda, pero decídase de una vez. Yo tengo que cumplir un horario.
Ella miró la mano extendida de Hugh y luego levantó la vista hasta su apuesto rostro. Deslizó su mano en la de él y bajó al suelo.
Quiso empezar a decir algo, pero él la tomó en sus brazos y la besó, y ella le rodeó con los suyos y le devolvió el beso.