10

Joanna permaneció toda la noche en vela, con Bill Lovell. Después de que Hugh y el muchacho del establo le hubieron desnudado y envuelto en una sábana húmeda, Joanna se quedó con él, cambiándole con regularidad los paños húmedos sobre la cabeza, dándole a beber sorbos de agua y comprobando su temperatura cada media hora. Uno de los peones que regresó después de la medianoche, tras haber asistido a la fiesta de Navidad en Facey’s, hizo un comentario sobre lo impropio que resultaba que una mujer joven cuidara de un hombre desnudo, pero cuando se dio cuenta de la gravedad del estado de Bill, no hizo ningún otro comentario.

Mientras tanto, Hugh se había cambiado de ropas, poniéndose otras de trabajo, y se había dedicado a hacer una ronda por el distrito, deteniéndose primero en Facey’s, para reunir a hombres lo bastante sobrios como para montar a caballo. Iban armados con la información que Joanna y el doctor Ramsey le había proporcionado: una lista de los síntomas de la enfermedad, las precauciones que había que tomar y cómo cuidar a los enfermos en el caso de que se produjeran. Se desparramaron por todo el territorio, deteniéndose allí donde hubiera alguien viviendo, desde las más pequeñas cabañas ovejeras, hasta las más grandes mansiones, despertando a la gente y advirtiendo a todos del posible estallido de un brote de fiebres tifoideas. Hugh se dirigió primero a Strathfield, donde se estaba celebrando el baile de Nochebuena, y habló brevemente con los invitados allí reunidos, aconsejándoles que regresaran a sus casas; luego se dirigió a Lismore, donde habló con una asombrada Pauline. No fue hasta que se encontró alejándose de allí a caballo cuando se dio cuenta de que ella aún no se había vestido para el baile.

Al amanecer del día de Navidad ya se habían detectado otros doce casos nuevos; dos de ellos eran hombres de Merinda.

Los peones de la granja fueron desalojados del cobertizo; Joanna supervisó la transformación del alojamiento en un hospital. Se quitaron los colchones de las camas y se distribuyeron entre los hombres que prefirieron dormir a la intemperie o en el cobertizo de esquileo. Les advirtió que no debían beber agua del pozo o del río, sino sólo agua hervida, y que en cuanto detectaran la aparición del primer síntoma debían informarle a ella. Los jergones fueron cubiertos con sacos llenos de hojas de eucalipto, que se podían quitar con facilidad y quemar, para sustituirlos por otros frescos. Junto a la puerta se colocaron cubos de cal viva para cubrir a intervalos regulares las paredes y los suelos.

Bill Lovell fue transferido al cobertizo, donde Joanna podía vigilarlo, junto con los nuevos casos. Le aislaron por detrás de una cortina, y siempre había alguien sentado a su lado.

Sarah, a quien todas estas precauciones no le parecieron suficientes —después de todo, la enfermedad parecía haberse iniciado en Merinda—, estuvo reuniendo piedras y plumas protectoras que luego colocó alrededor de la cabaña.

Hugh regresó al mediodía de Navidad, agotado y hambriento. Pero se negó a dormir hasta no haberse asegurado de que se había advertido a todos los ganaderos.

—Maude Reed tiene los síntomas —dijo mientras comía—. Cerca del monte Rouse encontré a toda una familia afectada. Dejé allí a Cordel Larry para que les ayudara en lo que pudiera. Si esto se convierte en una epidemia, tendremos que encontrar alguna forma de llevar agua y alimentos a toda esa gente.

—Tú y tus hombres estaréis bien si os laváis las manos inmediatamente después de haber abandonado una casa infectada —le dijo Joanna—. No comáis ni bebáis nada. Según dice el diario de mi madre, los médicos de la India creen que las fiebres tifoideas no se transmiten por el aire, ni se extienden con la respiración de una persona. Si tomáis las precauciones que os indico, estaréis bien.

Antes de que Hugh volviera a marcharse, miró a Joanna y le preguntó:

—¿Tú estás bien?

—Sí —contestó ella.

—Prométeme que cuidarás de ti misma y de Adam.

Una vez que Hugh se hubo marchado a caballo en dirección este, hacia una zona en la que había pequeñas granjas diseminadas a lo largo de muchos kilómetros, Joanna nombró a uno de los peones para que organizara a los hombres en la tarea de reunir huevos y hervir y embotellar el agua para el caso de que la necesitaran. Luego, se concentró en la tarea de cuidar a sus tres pacientes, asegurándose la ayuda de dos muchachos de los establos.

Frank Downs acudió a Merinda para unirse a Hugh en sus salidas por todo el distrito. Se marchaban llevándose huevos y leche hervida para comer, té de sauce preparado por Joanna para beber, e instrucciones para el cuidado de los enfermos. Las familias de ganaderos se encontraban diseminadas en más de cuatro mil kilómetros cuadrados, y en todo aquel territorio sólo se contaba con los servicios de dos médicos.

Pero Frank se detuvo primero en una modesta casa construida a base de tablas, que se levantaba en una calle bordeada de árboles en las afueras de Cameron Town.

Durante la fiesta de Nochebuena en Finnegan’s, Frank había observado a otros hombres que trataban de entregarle a Ivy Dearborn regalos caros. Ella los había rechazado todos amablemente. Pero, cuando él le preguntó si quería acompañarle a asistir a la misa de Nochebuena, ella le contestó que sí.

Asistieron al servicio religioso y cantaron las canciones de Navidad. Luego regresaron en el carruaje de él, por entre los campos. Frank hubiera querido más, pero no presionó para conseguirlo. Él e Ivy hablaron de cricket, de los resultados de las carreras de caballos de Melbourne, del tiempo y, finalmente, de la guerra franco-prusiana en Europa. Y cuando él la acompañó hasta la pensión donde se alojaba y le preguntó si le importaría salir con él de picnic, ella aceptó.

Había planeado el picnic precisamente para el próximo fin de semana. Pero ahora, todo había cambiado de repente.

Frank pasó junto a la dueña de la pensión sin hacer caso de la mujer, que le dijo:

—Aquí no se admiten caballeros. Esta es una casa respetable.

Subió los escalones de dos en dos, llamó a la puerta y empezó a hablar antes incluso de que ella hubiera terminado de abrirle.

—Se ha producido un brote de fiebres tifoideas —le dijo—. Quiero que te quedes aquí. No vayas a trabajar a Finnegan’s. No abandones esta casa hasta que haya pasado el peligro. —Le tomó una mano y se la apretó—. Volveré para comprobar cómo estás.

Tres días más tarde se informaba de casos de fiebres tifoideas desde todas partes, en un radio de ciento veinte kilómetros alrededor de Cameron Town. Nadie sabía qué las había producido.

El pánico se extendió por todo el distrito occidental. Ninguna familia se libró de verse afectada por la enfermedad. En Monivae cayeron enfermos casi todos los miembros de la servidumbre, y la señora de la casa y sus dos hijas tuvieron que cuidarlos. En Glenhope, Maude Reed ardía de fiebre mientras que John Reed se protegía ingiriendo enormes cantidades de whisky. En Strathfield se encendieron velas y los Ormsby se arrodillaron en la capilla familiar para rezar continuamente rosarios. En Kilmarnock, Colin MacGregor cerró las puertas, así como todas las ventanas, y rechazó a todas las visitas, en la creencia, habitual por otro lado, de que las fiebres tifoideas se transmitían con el aire.

Cuando el doctor Ramsey y el doctor Fuller fueron incapaces de responder a las llamadas frenéticas que se les hacía, la gente empezó a volver sus ojos hacia Joanna Drury.

—Ella curó a mis hijos de una fiebre de verano —les dijo Winifred Cameron a sus amigas.

—Y fijaos en lo que hizo por las náuseas matinales de Christina MacGregor —recordó Louisa Hamilton, pensando para sus adentros: «Quizá ya me habría librado de estos tobillos hinchados si no le hubiera hecho caso a Pauline».

Acudieron a Merinda para buscar el consejo de Joanna, quien, utilizando el diario de su madre como guía, les dio instrucciones para que mantuvieran baja la fiebre de los pacientes mediante una constante aplicación de sábanas y paños húmedos y fríos, para que administraran gran cantidad de líquidos y sólo alimentos no sólidos, para que vigilaran el estado del abdomen y la aparición de distensiones rígidas y para que hirvieran toda el agua y la leche antes de beberla. Además, les aseguró que el aire no transmitía las fiebres y que, antes al contrario, el aire fresco en la habitación de un enfermo sería más bien beneficioso.

El carricoche del doctor Ramsey iba de un lado a otro por los caminos. Acudía allí donde se le llamaba, diagnosticaba fiebres tifoideas, administraba inyecciones de digitalina a los que se sentían con el corazón débil, dejaba a quienes aún se encontraran bien instrucciones para el cuidado de los enfermos, y luego se marchaba, sintiéndose impotente. A la vista de una enfermedad como aquella, se daba cuenta de que el médico no era mucho más efectivo que cualquier otra persona. A pesar de toda el agua hervida y de los acertados cuidados, la epidemia se extendía. Y en su mente empezaron a surgir las dudas.

Al llegar a Merinda, nueve días después de Navidad, encontró a Joanna en el cobertizo, supervisando los cuidados de diez hombres muy enfermos.

David se detuvo en el umbral y se dedicó a observarla. Mientras Joanna le pasaba a un hombre un brazo por debajo de los hombros, ayudándole a incorporarse para beber algo, Ramsey pensó que, aun cuando parecía cansada y descuidada, con el cabello escapándosele del moño y el vestido cubierto por un delantal hecho de tela de saco, seguía siendo una mujer hermosa.

—¡Larry! —llamó ella cuando un paciente empezó a toser con fuerza—. Ayúdame con Johnno, por favor.

Un momento más tarde, cuando el peón enfermo se había vuelto a quedar dormido, Joanna levantó la cabeza y le sonrió a Ramsey.

—Hola, David —le saludó acercándose a él y apartándose del rostro un mechón de cabellos—. ¿Cómo estás?

—Yo estoy muy bien, Joanna. ¿Y tú? ¿Cómo están los niños?

—Adam y Sarah están perfectamente bien, gracias a Dios.

—Joanna, necesito hablar contigo.

—Muy bien. Tengo que comprobar la situación del agua en las cocinas. ¿Quieres acompañarme?

—No estoy seguro de que estemos actuando de la mejor manera posible, Joanna —dijo Ramsey mientras cruzaban el patio bañado por el sol—. Por la forma en que estamos cuidando ahora a los pacientes, tienen la fiebre durante tres semanas o más. Eso les produce un estado tan debilitado que hasta cuando ha pasado la fiebre corren el peligro de contraer neumonía. Y entonces mueren sin remedio. A menos, desde luego, que no hayan muerto antes de peritonitis a consecuencia de una úlcera intestinal perforada. Lo que mata a la gente es la duración de la enfermedad, Joanna, no las fiebres en sí. Si pudiéramos librar al cuerpo con mayor rapidez, si pudiéramos curar las fiebres casi con la misma rapidez con la que atacan…

—Yo no conozco ninguna cura así, David.

—Yo he estado trabajando en una, Joanna —dijo él—. He leído recientemente que los médicos de Europa están experimentando con un nuevo tratamiento para las fiebres tifoideas: desinfectar el tracto intestinal con frecuentes dosis de yodo y ácido carbólico.

—Pero eso son venenos.

—Sólo si se administran en dosis demasiado grandes. Las purgas frecuentes eliminarán del intestino el microorganismo de la tifoidea, y el paciente se recuperará. Tiene sentido, ¿no te parece?

—¿Han tenido éxito esos médicos con esta clase de tratamiento?

—Todavía está en fase muy experimental —contestó él frunciendo el ceño—. Ha habido algunos éxitos, pero también se han producido muertes.

—David, creo que prefiero cuidar a mis pacientes de acuerdo con la experiencia de mi madre: vigilancia y cuidados constantes.

Pero David estaba pensando en Edward Jenner, quien había desarrollado la vacuna contra la viruela, en Theophile Laennec, quien había inventado el estetoscopio, y en Rudolf Virchow, que había sido el primero en demostrar que la enfermedad procede de células microscópicas. Todos ellos habían hecho su contribución a la medicina, y el joven David Ramsey deseaba desesperadamente unirse a sus filas.

La epidemia empeoraba. El único sacerdote y los tres ministros del distrito se encontraron muy ocupados con los entierros y los parientes que habían perdido a algún allegado, pero las iglesias se hallaban extrañamente vacías y silenciosas. Se había dicho a todo el mundo que la salvación estaba en el aislamiento.

Pero ni siquiera se libraron de la enfermedad aquellos que se autoimpusieron una especie de vida en prisión, como los Ormsby, en Strathfield, y los MacGregor, en Kilmarnock. Cerrar las ventanas y las puertas no fue suficiente para alejar la terrible enfermedad, que acechaba en el agua que bebían y la comida que ingerían, y no tenían forma de saber que algo tan diminuto que era invisible pudiera asestarles un golpe tan mortal. El doctor Ramsey intentó advertir a la gente acerca de los microorganismos, pero ¿cómo podía alguien tener miedo de algo que no se veía?

Cuando Christina MacGregor se quejó de dolores de cabeza e inflamación de garganta, Colin acudió presuroso a Cameron Town y despertó a David Ramsey de una hora robada que había dedicado a dormir.

—Hágale bajar la fiebre con constantes paños húmedos —le instruyó Ramsey—. Adminístrele todos los líquidos que pueda tomar. En esta habitación hace demasiado calor y está todo demasiado cerrado. Abra las ventanas y deje entrar el aire fresco. Si empeora y no me encuentra usted, Joanna Drury en Merinda, ya sabe lo que hay que hacer.

Christina estaba en su octavo mes de embarazo.

—¿Qué ocurre con el bebé, doctor? —preguntó MacGregor.

Ramsey no supo predecir lo que podría ocurrir.

Hugh y Frank continuaban recorriendo todo el territorio. Ayudaban a los granjeros a enterrar a sus esposas e hijos; transportaban a ovejeros aislados que habían caído enfermos al hospital provisional organizado en Merinda. Joanna vigilaba las constantes aplicaciones de paños fríos, así como la alimentación y el cambio de los colchones de eucaliptos. Paseaba entre las camas, tomaba las temperaturas con el termómetro que le había entregado David Ramsey, llevando buen cuidado de desinfectarlo con alcohol antes de ponérselo a otro paciente. Las fiebres aumentaban continuamente, los pulsos disminuían, las manchas rosáceas aparecían sobre los vientres hinchados, los hombres se sacudían en las camas, ardientes por el delirio.

Y la epidemia seguía extendiéndose.

Ezekial permanecía tan silencioso y quieto como los eucaliptos que lo rodeaban, mientras observaba a Sarah efectuar su ritual diario junto al río. Desde el día en que la enfermedad estalló en Merinda, la muchacha había acudido cada mañana al billabong para cantar hechizos protectores sobre objetos que traía de la casa: un peine, un pañuelo, una Biblia. El anciano sabía que se trataba de pertenencias de las personas con las que vivía Sarah, y que las estaba utilizando en su magia para proteger a los tres blancos de la enfermedad. Ezekial la observaba cada día, y a cada día que pasaba, su perplejidad iba en aumento. Aquella muchacha era una contradicción: hablaba el lenguaje de los blancos y llevaba la ropa de los blancos, pero practicaba la magia de los negros.

Y él se preguntaba: ¿por qué una muchacha cuyos antepasados han sido separados de ella, cuya tribu ha sido dispersada, y cuyas líneas de canto han sido profanadas, desea proteger a las personas que han hecho esas cosas?

Sarah se irguió una vez hubo terminado su canto, y se apartó del rostro el largo cabello sedoso. Se quedó mirando fijamente la granja, entre los árboles, y vio el cobertizo, donde las sábanas empapadas en desinfectante colgaban de la puerta y las ventanas. Sabía que allí estaba actuando un veneno terrible, un veneno contra el que había que luchar con más desinfectantes, pero también con magia. Y, sin embargo, temía que su propia magia no fuera lo bastante fuerte. Necesitaba ayuda.

«Iré a la misión —pensó—. Hablaré con la vieja Deereeree y le pediré que me enseñe una canción lo bastante poderosa como para luchar contra la canción-veneno de Joanna».

De pronto, Sarah se tensó. El viejo había vuelto y la estaba vigilando: podía sentirlo por detrás de ella. Habían transcurrido cuatro semanas desde que apareciera en aquel mismo lugar, cuando les había lanzado su boomerang a modo de advertencia. Desde entonces, Sarah se había sentido preocupada por aquel incidente. La habían educado para respetar a los mayores, para dirigirse a ellos como «Vieja Madre» y «Viejo Padre», para respetar su sabiduría y sus juicios. Pero Ezekial no comprendía en absoluto a Joanna. Sarah deseaba dar al anciano el respeto que se merecía, pero lo había enojado.

—Has roto el tabú, Viejo Padre —le dijo ahora, sin volverse a mirarlo—. Has observado el ritual de las mujeres. Has entrado en el lugar del Sueño de una mujer.

—No he roto ningún tabú —dijo él, saliendo de entre los árboles.

Había enfado en su voz; no estaba acostumbrado a que se le resistiera una jovencita. En los viejos tiempos…

Sarah se levantó y se volvió hacia él.

—Esto es Sueño de mujer —dijo—. La antepasada Canguro le habló a Joanna aquí.

Una mirada de duda parpadeó en los ojos del anciano.

—Ella trajo la enfermedad a Merinda —dijo.

—No, Viejo Padre. La magia del hombre negro trajo la enfermedad aquí. Ella tiene una canción-veneno sobre sí. —El anciano miró fijamente a Sarah y ella leyó el conflicto de emociones reflejado en su rostro—. Joanna es una mujer-canción —dijo.

—¡Pero si es una blanca!

—De todos modos, es una mujer-canción.

Ezekial apartó la mirada, levantando un poco la barba blanca, agitada por el viento, con sus penetrantes ojos, por debajo de unas cejas espesas, observando los bosques que lo rodeaban. Consultó el aire y el cielo, así como su propia sabiduría; finalmente sacudió la cabeza y dijo:

—No comprendo esto. Creo que el Sueño está llegando quizá a su fin.

—No, Viejo Padre —dijo Sarah con suavidad—. El Sueño siempre estará aquí. Joanna tiene poderes. Pero tiene sobre ella la canción-veneno del negro.

—¿Ves tú esa canción-veneno? —preguntó el anciano.

Sarah tuvo que negarlo con un gesto de la cabeza.

—No, ella me lo dijo. Una canción-veneno sobre su madre, sobre su abuela.

—Eso es lo que ella dice. —Ezekial volvió a sacudir la cabeza. Finalmente, añadió—: Esperaremos y veremos.

Y, tras decir esto, se dio media vuelta y se marchó.

Cuando Joanna salió de la cabaña, se detuvo y miró más allá del patio, hacia las abrasadoras llanuras. No había visto a Hugh desde hacía dos días. No podía dormir; tenía pesadillas en las que le veía cayendo enfermo, solo y lejos de casa. Pensó en él y se le imaginó abriéndose paso hasta una de las numerosas cabañas de los pastores que salpicaban el paisaje, para quedarse allí, ardiendo en el delirio y el dolor. Cada vez que él se marchaba, ella temía no volver a verle.

Sabía que él iba a Lismore todos los días y que veía a Pauline.

—Ha organizado a las mujeres —le dijo a Joanna—. Se dedican a donar sábanas y ropa de cama, a recoger huevos, hervir agua y ponerla en botellas. Los hombres acuden a Lismore para recoger los suministros y llevarlos a las granjas más alejadas.

Le buscó ahora con la mirada y, al no encontrarle, cruzó el patio.

Habló con las «enfermeras» y visitó a cada paciente. Las fiebres seguían aumentando y los pulsos continuaban disminuyendo. Uno de los hombres se estaba recuperando y otros dos habían pasado la fase del delirio. Joanna se dijo que, en aquellos casos, debía permanecer vigilante para evitar la neumonía. El cobertizo tenía una atmósfera espesa con el olor de la enfermedad y el desinfectante; era un día caluroso y había moscas por todas partes. Los sacos de eucaliptos que hacían de colchones se manchaban con mucha rapidez y se tenían que cambiar constantemente. Había momentos en que Joanna sentía ganas de abandonarlo todo. Recordaba los últimos días de lady Emily, cuando su madre yacía echada, débil y moribunda, y ella la había cuidado. Aquellos mismos sentimientos de frustración e impotencia, de desesperación y cólera, amenazaban ahora con abrumarla.

Fue a ver a Bill Lovell. Habían transcurrido tres semanas desde la Nochebuena; según el doctor Ramsey y el diario de su madre, la enfermedad ya debería haber seguido su curso, y Bill debería encontrarse mejor. Pero cuando Joanna rodeó la cortina que lo separaba de los demás, recibió una conmoción.

—Matthew —le dijo con serenidad al muchacho del establo, que estaba fregando el suelo con cal—. Ve a buscar al doctor Ramsey. Date prisa. Dile que venga inmediatamente.

Regresó junto al hecho de Bill sin apartar la mirada de su rostro ceniciento. Por debajo de los párpados cerrados, las órbitas de los ojos se movían con rapidez.

Joanna tomó el diario de su madre y lo abrió por páginas cuyo contenido ya conocía de memoria. Pero las volvió a leer, como si se tratara de una biblia, encontrando consuelo en las palabras familiares, y viendo también en ellas una crónica exacta de su propia experiencia actual. «Nos encontramos en la tercera semana de la epidemia —había escrito lady Emily—. Jaswaran es incansable en su cuidado de nuestros pacientes. El mayor Caldwell murió durante la noche. El querido Petronius está ahora con su viuda. Temo que estas terribles fiebres tifoideas puedan estar con nosotros siempre. Me preocupa la salud de la pequeña Joanna. ¿Estoy haciendo lo correcto al tenerla aquí, conmigo? ¿No sería mejor que la enviara lejos de aquí?».

Joanna cerró los ojos y pensó en sus propias responsabilidades, en el pequeño Adam, que parecía tan frágil cuando lo acostaba en la cama por las noches, y en Sarah que, aun siendo fuerte, no poseía la resistencia natural a las enfermedades del hombre blanco. Todas las noches, Joanna rezaba en busca de guía, haciéndose las mismas preguntas que se había hecho lady Emily. Y ahora, al abrir los ojos y seguir leyendo el diario, encontró la misma conclusión que se le había ocurrido a ella: «Pero ¿adónde enviaría a Joanna? ¿Quién cuidaría de ella tan bien como puedo hacerlo yo?».

Cerró el libro y lo sostuvo entre las manos. Se sintió repentinamente muy cerca de su madre, casi como si la propia lady Emily hubiera estado allí, en persona, guiando a Joanna a través de aquella penosa experiencia. Y entonces recordó las palabras de Sarah: «El diario es la línea de canto de su madre».

David Ramsey entró, con el cabello rojizo dorado aplastado sobre la cabeza a causa del sudor y barba de varios días en la mandíbula. Sólo necesitó un breve examen de Bill Lovell para decir:

—Lo siento, Joanna. Es peritonitis.

—¿Qué podemos hacer para ayudarlo?

David hubiera querido gritar que, si él hubiera tenido el valor de probar la cura experimental, Bill podría haberse salvado.

—Ya nadie puede hacer nada por él —dijo con voz débil—. Mantenlo medio sentado, no le des nada por la boca, excepto unos pocos sorbos de agua. El final no tardará en producirse.

—¿Quieres quedarte un poco, David? —le pidió.

El vio la pena que inundaba sus ojos y hubiera querido tomarla en sus brazos, salir a caballo del distrito occidental llevándola consigo e irse los dos muy lejos de allí, lejos de esta enfermedad, de la muerte y la impotencia.

—Lo siento, pero hay otros que también me necesitan —dijo.

—Sí, desde luego.

Ella encontró a Matthew detrás de la cortina de separación. El muchacho estaba llorando porque había escuchado la conversación.

—Ve a ver si puedes encontrar a Hugh —le dijo ella con suavidad poniéndole una mano en el hombro—. Ahora debería estar con Bill.

Hugh entró a caballo en el patio un poco después. Parecía sentirse exhausto y derrotado. Sus ojos grises mostraban una mirada acosada por todo lo que había visto. Había descubierto a familias enteras asediadas por la enfermedad, con madres, padres e hijos echados en los colchones, recomidos por la fiebre, deshidratados, delirantes, sin contar con nadie que pudiera ocuparse de ellos, o que los enterrara. En un caso, había encontrado a un muchacho de diez años, con fiebre muy alta y sediento, tratando de enjugar el sudor de los rostros febriles y dando a beber sorbos de agua.

Cada vez que Hugh regresaba de cabalgar por el distrito, siempre lo hacía con el temor de que pudiera encontrarse a Joanna afectada por la enfermedad, o a Adam. Hubiera deseado quedarse con ellos, cuidar de ellos. Pero lo necesitaban en alguna otra parte y, de todos modos, ¿qué podría hacer si se quedaba? A veces, se sentía casi paralizado por los sentimientos de rabia e impotencia, agobiado por los recuerdos de un muchacho de quince años enterrando a un padre bajo el único árbol existente en cinco kilómetros a la redonda. En ese momento no había habido ningún ministro, nadie que le acompañara en su duelo, ni siquiera un ataúd; sólo la vieja manta azul en la que el viejo Westbrook había dormido durante tantos años bajo las noches estrelladas.

Entró presuroso en el cobertizo y se dirigió directamente hacia la cortina, detrás de la cual yacía su viejo amigo. Joanna se levantó al verlo llegar.

—¿Te ha dicho Matthew…?

—Sí —asintió sentándose y mirando a Bill. Observó la palidez de la muerte, que ya se había extendido sobre aquellos rasgos curtidos por el sol—. Hola, Bill —dijo.

Unos ojos que apenas enfocaban se volvieron a mirarle.

—Buenos días, Hugh —dijo—. ¿Hemos llegado ya a Coorain?

—Ya casi estamos allí, Bill.

—Bien. Mis tiempos de pastoreo ya han terminado, Hugh. Quiero instalarme en algún sitio. Quizá salir a dar una vuelta, unas pocas ovejas…

Balbuceó durante un rato sobre el pasado, hablando de hombres que habían muerto hacía tiempo y de poblados situados en las zonas despobladas, desiertos desde hacía mucho tiempo. Hacia la medianoche, el foco de su mirada se agudizó y habló con un tono de voz claro y casi normal:

—Sigue escribiendo esas baladas, Hugh —le dijo—. No permitas que los australianos olviden jamás lo que fueron.

Murió en el transcurso de aquella misma noche.

—Fue como un padre para mí —dijo Hugh.

Y Joanna le consoló en su llanto.

Pauline extrajo el termómetro de debajo del brazo de Elsie y lo observó. No se trataba de uno de los nuevos termómetros, como el que el doctor Ramsey le había entregado a Joanna, sino de los antiguos, con los que se medía la temperatura del cuerpo en el sobaco, la cual tardaba en registrar hasta veinte minutos. A pesar de todo, era exacto, y en esta sofocante mañana de enero, Pauline comprobó que la temperatura de su doncella había aumentado un grado.

Pauline sacó una toalla de un cubo lleno de agua fría, la escurrió y se la pasó a Elsie por el rostro.

—Señorita Downs —susurró la joven—. No debería usted estar haciendo esto.

—Tú te has ocupado de mí —dijo Pauline con suavidad—. Ahora me toca a mí ocuparme de ti.

—¿Cómo está mi Tom? —preguntó Elsie, refiriéndose al joven a quien amaba y a causa del cual Pauline la había envidiado en una ocasión.

—Está bien —contestó Pauline, a pesar de que sabía que Tom había muerto el día anterior.

—¿Por qué no viene a verme?

—Está ayudando al señor Downs a llevar suministros por todo el distrito. Ahora sólo tienes que quedarte quieta, Elsie. Todo va a estar bien.

Pauline dejó la toalla en el cubo y extrajo otra, que también escurrió y luego extendió sobre los hombros enfebrecidos de Elsie. Observó fijamente el rostro de la muchacha, acosado ya por la muerte, y pensó: «Con qué rapidez y facilidad se nos arrebata la vida». Se sintió nuevamente impresionada por la terrible impredecibilidad del destino, y eso le hizo pensar en la señorita Flora McMichaels, quien no había deseado precisamente quedarse viuda treinta años antes, cuando estaba a punto de contraer matrimonio.

Dejando a Elsie al cuidado de otra doncella, regresó al prado, donde las mujeres estaban preparando cestos con comida, y clasificando y doblando sábanas para entregarlas a las familias afectadas.

—¿Dónde está Winifred? —preguntó, mirando a su alrededor.

Louisa se llevó una mano a la parte inferior de la espalda y en su cara apareció una mueca. Estaba embarazada de cinco meses.

—Se marchó a casa. El pequeño Timmy ha caído enfermo.

Pauline observó al grupo de mujeres que trabajaban. Cada día que transcurría eran menos y menos. Todo el mundo parecía hallarse en cama, o cuidando de las personas queridas y enfermas. Pensó en Hugh y se preguntó por dónde andaría y si estaba todavía bien. Sintió que se le tensaban los nervios y que toda la sangre de sus venas parecía acelerarse con la tensión. Tom, el amigo de Elsie, que sólo tenía veintiséis años de edad y estaba tan sano como los caballos que cuidaba, había muerto a los diez días de caer enfermo.

Miró las botellas alineadas sobre la mesa, brillando a la luz del sol con colores diferentes; eran botellas de leche, de cerveza o que habían contenido medicinas. Habían sido recogidas y traídas a Lismore, donde fueron lavadas y hervidas y ahora esperaban a que las rellenaran con agua potable esterilizada. Pauline se arremangó el vestido y empezó a trabajar con ellas a pesar del calor y la fatiga.

Louisa levantó la cabeza y vio que alguien se asomaba por un extremo del jardín.

—Iré a ver quién es —dijo Louisa. Se acercó a la mujer y le preguntó—: ¿Puedo ayudarla en algo?

—¿Es usted la señorita Downs?

—Soy la señora Hamilton. La señorita Downs es aquella que está ahí. ¿Quién es usted?

—Me llamo Ivy Dearborn, quisiera ayudar.

Louisa la miró, calibrando el vestido conservador que llevaba y el brillante cabello rojizo protegido bajo un modesto bonete. Louisa sabía quién era. Había escuchado a su esposo hablar de la nueva camarera que trabajaba en Finnegan’s.

—Lo siento, pero ya tenemos ayuda suficiente —dijo.

Ivy miró hacia las mesas con comida, botellas y sábanas y se dio cuenta de que allí no había gente suficiente para ocuparse de todo aquello. Miró a Pauline, tan alta y hermosa, tan poco parecida a Frank. En su mente apareció la imagen del hombre en el que había estado pensando todos aquellos meses, desde la misma noche en que lo dibujó por primera vez. Recordó cómo lo había dibujado, confiando en que volviera por el pub, deseando aceptar las invitaciones que le hizo después, pero temerosa de ello debido a lo que le había ocurrido con anterioridad. Hasta que la invitó a acompañarle a la iglesia. A partir de ese momento, Ivy dejó que sus temores fueran desapareciendo, barridos por la brillante luz diurna de la realidad.

—Comprendo —se limitó a decir, marchándose.

Al regresar Louisa junto a la mesa, Pauline preguntó:

—¿Quién era?

—Nadie —contestó Louisa—. Sólo una camarera de bar. Quería ayudar.

—¿Y le has dicho que se marchara?

—Aquí no necesitamos a nadie como ella.

—Louisa, esta es mi casa y soy yo quien debe decidir a quién se admite en ella y a quién no.

Se bajó las mangas del vestido y se preparó para ir en pos de la mujer. Pero, antes de que pudiera hacerlo, apareció un hombre, a quien reconoció como uno de los sirvientes de Kilmarnock.

—El señor MacGregor desea que acuda usted inmediatamente, señorita Downs.

Pauline llamó a su carruaje y se dirigió en seguida a Kilmarnock, donde encontró a Colin al lado de Christina, que estaba delirando y encendida por la fiebre. Judd, el pequeño, estaba en un rincón, con la cara tan pálida como la cera.

—No consigo encontrar a Ramsey por ninguna parte —dijo Colin—. Y la mujer que se ocupaba de cuidar a Christina cayó enferma esta misma mañana. ¿Quieres ocuparte de ella por mí? Yo voy a ir a Merinda para traer a la señorita Drury.

A Pauline le impresionó el aspecto de Colin MacGregor, un hombre que siempre parecía robusto e impecable. Pero este hombre estaba ahora demasiado delgado y pálido como para fanfarronear como señor de Kilmarnock.

—Es mucho mejor que te quedes tú aquí, Colin —dijo Pauline—. Yo misma iré a buscar a la señorita Drury.

Hugh entró en el patio silencioso y desierto de Merinda, desmontó y entró en el cobertizo, donde encontró a Joanna extendiendo una sábana sobre el rostro de uno de los peones. Ella le miró, con unos ojos oscuros y ojerosos. El vestido parecía colgarle fláccido.

—Hugh —dijo.

Y apenas hubo pronunciado su nombre, se desmoronó.

La transportó a través del patio hasta la cabaña, la tendió sobre la cama y se la quedó mirando.

—Joanna —murmuró, tocándole el rostro.

Los ojos le parpadearon. Respiraba profundamente. Se había quedado dormida.

Él siguió observándola. Era hermosa, pero estaba muy delgada. Su piel parecía extenderse apretadamente sobre los huesos.

En ese momento, Pauline apareció en el umbral. Los observó durante un instante. Hugh se inclinó sobre Joanna, con una mirada de preocupación en su rostro.

—¿Está enferma? —preguntó ella desde la puerta.

—Pauline —dijo él, irguiéndose, sorprendido—. No, sólo está agotada. Necesita dormir.

—Colin MacGregor pide su presencia. Christina está gravemente enferma.

—Dile que Joanna llegará dentro de un rato, después de que haya dormido un poco.

Pauline pensó en la forma en que él se había inclinado sobre Joanna, en el modo en que la miraban los ojos de Hugh. Se volvió y bajó corriendo los escalones de la terraza. Una vez que estuvo de regreso en Kilmarnock, en el dormitorio de Christina, le dijo a Colin:

—La señorita Drury llegará más tarde.

—¿Por qué no puede venir ahora?

Pauline vaciló. No podía apartar de su mente la imagen que había visto, la forma en que Hugh se había inclinado sobre Joanna y le había tocado el rostro con suavidad.

—Está muy ocupada cuidando a los peones de la granja —contestó, extrañada por la facilidad con la que le había surgido aquella respuesta.

Cuando Christina murió, tres horas más tarde, llevándose consigo a su hijo aún no nacido, Colin se abrazó al cuerpo sin vida de su esposa, sollozando. El pequeño Judd, de seis años de edad, que seguía de pie en un rincón, supo que había terminado por suceder lo que siempre había temido más: su madre acababa de unirse a los fantasmas que poblaban el estudio de su padre.

Joanna se despertó al escuchar el sonido producido por unos toques en la puerta. Tardó unos pocos segundos en abandonar con un esfuerzo su profundo sueño, y cuando trató de sentarse en la cama, tuvo que admitir que estaba muy débil. Miró por la cabaña y se dio cuenta de que eran las últimas horas de la tarde. Trató de recordar cómo había llegado hasta allí y entonces lo recordó: se había derrumbado al suelo cuando estaba en el cobertizo.

Al escuchar de nuevo los golpes sobre la puerta, preguntó:

—¿Quién es?

—Señorita Drury, hay un mensaje para usted del doctor Ramsey —dijo una voz al otro lado de la puerta, que ella reconoció como la de uno de los peones.

—Un momento, por favor —dijo.

Nunca se había sentido tan débil como se sentía ahora. Al abrir la puerta, el peón le tendió una carta; según le dijo, acababa de traerla un mensajero procedente de Cameron Town. Era una nota escrita por la patraña de David Ramsey comunicándole que el médico había caído enfermo y solicitaba su presencia.

—Tom —le dijo al peón—, ¿quieres prepararme un carro, por favor? Tengo que ir a la ciudad.

—El señor Westbrook se ha marchado con el carro, señorita.

—Entonces, dile a uno de los mozos del establo que me ensille un caballo. ¿Sabes dónde están Sarah y Adam?

—El niño está en la cocina ayudando a Ping-Li y la muchacha dijo que tenía que hacer un recado.

Joanna se lavó las manos y la cara, se peinó y se sintió un poco más fuerte, aunque todavía exhausta. Preguntándose cuál sería el recado que Sarah había tenido que hacer, escribió una nota, diciendo que se marchaba, y la dejó sobre la mesa.

Cabalgó todo lo rápidamente que pudo a la luz del atardecer y cuando llegó a la casa de huéspedes donde se alojaba Ramsey, lo encontró en la cama. La habitación le pareció llena con el olor de la enfermedad y la muerte. Cuando Joanna observó el rostro de Ramsey, comprendió por los labios azulados y la extraña palidez que se había visto afectado por otra enfermedad que no eran las fiebres tifoideas: había tomado veneno, había probado una de aquellas «curas» experimentales de las que habían hablado. Sobre la mesita de noche había botellas de ácido carbólico y yodo.

Se sentó a su lado y le puso un paño húmedo en la frente. La dueña de la casa permaneció en la puerta, retorciéndose las manos.

—Yo no sabía qué hacer, siendo él el médico —dijo. En ese momento, Ramsey abrió los ojos, vio a Joanna y sonrió.

—Tenía los síntomas… el último día que te vi, Joanna —dijo, hablando con dificultad—. Cuando… diagnostiqué la peritonitis de Bill Lovell. Sabía que tenía las fiebres tifoideas.

—Ssshh —dijo ella—. No hables. Yo te cuidaré.

—No, Joanna —dijo él haciendo girar la cabeza de un lado a otro, sobre la almohada—. Sé lo que he hecho. Sabía… que no podría experimentarlo con los demás. Antes tenía que intentar curarme yo mismo. —Levantó una mano hacia las botellas de venenos—. Quería… hacer una contribución a la medicina. Quería ser como Jenner y Pasteur. Pero… estos no funcionan, Joanna. Lo único que he conseguido ha sido suicidarme. Siento mucho haber fracasado…

Murió con los ojos todavía abiertos. Suavemente, Joanna se los cerró.

Regresó a Merinda haciendo avanzar con lentitud el caballo por el camino, sin poder dejar de pensar en la imagen de David. Se sintió interiormente sin vida, tan muerta como los hombres a los que había visto sucumbir bajo la enfermedad. La noche caía con rapidez, aunque ella no se daba cuenta. Sintió sobre sus hombros el peso de todas aquellas vidas. ¿Estaba ocurriendo todo esto a causa de ella? ¿Tenía razón Ezekial, el viejo aborigen? Si ella no hubiera venido, ¿habría sucedido de todos modos este desastre?

Empezó a sentirse mareada; eso la alarmó y entonces recordó que no había comido nada desde el día anterior. Escudriñó el camino que se extendía por delante y trató de orientarse. ¿A qué distancia estaba la cabaña de Merinda? Sabía que el camino giraba hacia el sur antes de girar de nuevo hacia el norte para entrar en Merinda, lo que añadía kilómetros a un trayecto que no se sentía con ánimos para recorrer. Miró los campos que se extendían a su izquierda, envueltos en la pálida luz del anochecer, y trató de calcular cuánta luz le quedaba aún.

Su sensación de mareo aumentó y se sintió débil. De pronto, tuvo miedo de que, si se quedaba mucho más tiempo en el camino, podría no conseguir llegar hasta Merinda. Medio mareada, decidió que su mejor esperanza consistía en acortar camino campo a través y seguir una línea recta hasta casa.

Azuzó el caballo, lanzándolo al galope, y no tardó en encontrarse cabalgando con rapidez sobre los campos cubiertos de hierba seca. Le sentó bien avanzar tan rápido, moverse, hacer algo. Pensó de nuevo en David y se echó a llorar.

Finalmente, vio las luces de la granja allá adelante, a través de los árboles. Hizo que el caballo avanzara más de prisa.

Cuando Joanna decidió tomar el atajo hacia Merinda no calculó que se encontraría con el río en su camino, así que cuando el caballo vio el agua, en el último instante, y se encabritó de pronto, Joanna se vio pillada por sorpresa. Perdió el equilibrio y salió disparada de la silla. Lanzó un grito y cayó al suelo, golpeándose en la cabeza.

Adam estaba asustado. Había estado ayudando a Ping-Li en la cocina, donde Sarah le había dicho que se quedara un rato mientras ella hacía una visita en secreto a la misión aborigen. Se le había dicho que no fuera a la cabaña, porque Joanna estaba durmiendo y no debía molestarla. Pero luego Ping-Li se quedó durmiendo en su jergón, instalado en la cocina, y Adam fue a la cabaña, pero no encontró a Joanna. Allí no había nadie. Fue al cobertizo, pero un peón le dijo que se mantuviera alejado porque dentro estaba la enfermedad. Y ahora ya se había hecho de noche y era la primera vez que nadie se ocupaba de vigilar y cuidar a Adam.

A él no le gustaba estar a solas. Eso le hacía pensar en aquella otra ocasión en la que se había quedado solo, y no le gustaba pensar en eso. No permitiría que aquello le entrara en la cabeza cuando lo intentara, o cuando Joanna quisiera engatusarle para que hablara de eso. Él lo impediría. Pero ahora estaba asustado; todo era como la última vez, cuando había entrado, procedente del exterior, y había encontrado a su madre allí tendida, con un aspecto extrañamente blanco, y él había intentado despertarla, pero ella no se despertó, y lo había intentado una y otra vez, sin dejar de llamarla, y su pánico se había transformado en terror al darse cuenta de que ella se había quedado dormida y nunca más se iba a despertar.

Adam miró a su alrededor, hacia el patio silencioso y se preguntó si quizá Sarah y Joanna habrían ido junto al río. Pero cuando él llegó a los bosques, no encontró a nadie allí, y su temor aumentó; nunca había estado allí por la noche, y a solas.

Y entonces vio un caballo al otro lado del río, ensillado, pero sin jinete. Cruzó chapoteando aquella parte de aguas superficiales del río, y cuando vio a una mujer tendida en el suelo, cerca de donde estaba el caballo, se encontró de nuevo en la vieja granja asistiendo otra vez, como entonces, a esa cosa tan mala e incomprensible.

—¡Mamá! —gritó, echando a correr hacia Joanna—. ¡Mamá, despierta! ¡No duermas, mamá! ¡Mamá!

Tironeó de ella, pero su rostro estaba pálido y sin vida.

Trató de imaginar qué era lo que debía hacer. Debería ir en busca de ayuda. Debería echar a correr y encontrar a alguien. Pero estaba demasiado asustado. Se dejó caer y empezó a golpearse la cabeza contra el suelo.

—¡No, no, no, no! —gritó, sintiéndose impotente y aterrorizado—. ¡Mamá, despierta!

Enterró el rostro entre las manos y sollozó. Era un niño malo; no iba en busca de ayuda para mamá. Se quedaba allí, mientras que ella se ponía a dormir para siempre.

Finalmente, el llanto remitió y volvió a mirar a Joanna. Tenía los ojos cerrados y el cabello desparramado sobre la hierba.

Y entonces se dio cuenta: aquella no era su madre.

Se puso de rodillas, se pasó la manga bajo la nariz y dijo, confundido:

—¿Joanna? Despierta, Joanna. Despierta, por favor. —La sacudió por los hombros—. Despierta, Joanna.

Se levantó y se quedó allí de pie, mirándola, atenazado por el terror y la indecisión. Se volvió y observó las luces encendidas de la granja. Volvió a mirar a Joanna. No quería dejarla sola. Tenía miedo. Pero, si no iba en busca de ayuda, entonces ella podría quedarse dormida para siempre, como le había sucedido a mamá.

Dio media vuelta y echó a correr con toda su alma.

—¡Socorro, socorro, socorro! —gritó al entrar en el patio—. ¡Joanna está herida! ¡Joanna está herida!

Subió corriendo los escalones de la terraza, pero no había nadie en la cabaña. Echó a correr hacia la cocina, donde los calderos de Ping-Li borboteaban sobre el fuego, pero no encontró al cocinero chino por ninguna parte.

—¡Socorro, socorro! —siguió gritando Adam mientras corría hacia el cobertizo.

Se detuvo de pronto delante del umbral, cubierto por una manta, con el olor del ácido carbólico picándole en la nariz y en los ojos.

Entonces se dio media vuelta, salió del patio y echó a correr por el sendero, hacia el camino principal.

Hugh hizo salir el carro del camino principal, contento de haber llegado casi a casa. Ya ni recordaba cuándo se había sentido tan cansado como ahora. Sarah iba sentada a su lado, en silencio. La había encontrado en el camino y la había hecho subir al carro. Ella había ido a la misión aborigen, confiando en visitar a la vieja Deereeree, pero allí le dijeron que la anciana había muerto a causa de las fiebres tifoideas.

—Lo siento, Sarah —dijo ahora Hugh, percibiendo la magnitud de su dolor—. Siento mucho que Deereeree haya muerto.

—Era vieja —se limitó a decir Sarah, sin añadir nada más, porque era demasiado tabú hablar de los muertos.

Sarah sabía que llevaría consigo la muerte de Deereeree, que pensaría en ella durante el resto de su vida. Y en el hecho de que todos los secretos de la mujer, su magia, sus canciones y la sabiduría de sus antepasados, hubieran muerto también con ella.

—¡Eh! —exclamó Hugh de pronto—. ¿Quién anda ahí? ¡Pero si es Adam! —Detuvo el carro y bajó de un salto—. ¿Qué ocurre, hijo? ¿Qué ha pasado?

—¡Joanna está herida! —gritó Adam—. ¡Allí! ¡En el río! ¡Se cayó de un caballo! ¡Y no se despierta! ¡De prisa!

Hugh condujo el carro a toda la velocidad que pudo, saliéndose del camino y traqueteando a través de los campos. Al llegar junto a los árboles, saltó y recorrió el resto del trayecto corriendo.

—¡Joanna! —gritó—. ¡Joanna! ¿Dónde estás?

Fue entonces cuando vio el caballo, comiendo hierba.

Al llegar junto a Joanna, ella se había sentado en el suelo y se frotaba la cabeza.

—Dios santo… —exclamó él, arrodillándose junto a ella y tomándola en sus brazos.

—El caballo me tiró…

—Dios mío —repitió él.

Y entonces la besó, y la abrazó con fuerza contra él. Ella le rodeó con sus brazos, apretándose contra él, besándolo con la misma avidez con que él la besaba.

Hugh tomó su rostro entre las manos y vio las lágrimas.

—David ha muerto, Hugh —dijo—. Es todo terrible.

La ayudó a ponerse en pie y ambos se sostuvieron el uno al otro durante largo rato.

—¿Estás bien, Joanna? —preguntó Adam—. Me asusté tanto al verte… No querías despertar. Pero ahora estás bien, ¿verdad? Yo traje ayuda, ¿verdad?

—Sí, Adam —asintió ella abrazada a Hugh. Ahora ya no se sentía débil y exhausta, sino repentinamente viva, percibiendo de nuevo su fuerza y sin desear soltarse de él—. Ahora todo está bien.